jueves, 31 de diciembre de 2009

Cosas mías


Llega una edad en la que uno deja de hacer propósitos de Año Nuevo. Talvez cuando se apercibe de que las realizaciones no guardan relación con los deseos, proporción con los votos. Cuando deja de creer en “firmes propósitos”, jeje. Llega un momento en el que nos apercibimos de que hay un montón de cosas que no dependen de nosotros y no podemos controlar. Tu estás aquí. Esas cosa están allá. Lejos, olvídate. Y nos damos cuenta que hacemos y decimos muchas tonterías que están mal, es cierto, pero que, en el fondo, no tenemos ganas de cambiar. O no estamos dispuestos a pagar el precio de cambiarlas. Y de la misma forma que el chamán cae exhausto por tierra después de convocar en vano la lluvia, terminamos por dejar de creer en la vehemencia estéril del deseo. Vencidos por el cansancio, igual de humillados que el impostortorcito éste que se andaba convocando las tempestades. Y de forma parecida quedamos tirados por tierra, postrados, tapándonos la cara. Después nos levantamos y seguimos, cabizbajos y pelo a pelo, por nuestro propio paso. Y otras veces ni eso, porque vamos por la vida como si alguien nos cargara boca arriba. Tipo Jesús Cristo es bajado de la cruz, por Caravaggio. Viendolo todo al revés. Y es triste. Todo esto, estas nubes invertidas, que por muy abstractas no dejan de ser incoherentes, estas cosas que se van repitiendo y gastando en la vida, como las noches de año viejo. Llega una edad pues, que dejamos la ensoñación ingénua y entramos en la desolación madura del desencanto. Aquel desierto y tu acostado, llevándote aquel vaporón en la cara. Parece que esto es lo que tenemos por delante. ¿Falta mucho? Fue así el año pasado, y el antepasado, y el otro también. Sin muchas esperanzas de encontrar água o tierra verde. Hasta que llega un dia, el 31 de diciembre del año no sé cuántos de la Gran Sequía, llega un día, en que te trepas a un alto para mirar el fuego de artificio. Por allá. Miras hacia aquel lado, y no logras ver nada de nada. No encuentras tu sombra. Ni el rastro de tus huellas en la arena ni las pisadas de quien te acompaña. Qué raro. ¿Me quedé solo? Imposible. No puede ser. Esta desolación, y el viento, y la arena que te pica la cara, y las agujas que te pinchan los ojos y te hacen llorar, y esta luz de realidad que por más que alumbre no te deja ver nada. Oye, sí, muy raro. ¿Dónde están nuestras marcas en la arena, que no las veo? Que andaba perdido, ok, ya lo sabía. Sin destino, también se sabía. Pero quedaba un trayecto ¿o no? ¿Dónde está? El rastro del percurso, las huellas en la arena de hace un segundo. ¿Huellas? ¿Marcas? ¿Marcas de qué? Revientan los cohetones en el cielo, por todas partes, pero esos clarones de color imposible tampoco dejan ver nada. Mira como todos miran al cielo mientras tu les miras la cara desde abajo. Todos los años lo mismo. Reveiillon interpósito o ni sé cómo decirle a esto de pasarmela mirando a los que miran. Igualito que en el cine. Los rostros blanquecinos y escépticos de quien ha visto fuegos mejores, películas mejores, años mejores. Y lo peor de todo es saber que se pagó más de la cuenta, un precio demasiado caro. Para lo que fue. Una historia truculentísima, terriblemente mal contada. Un año de mierda.

Esa es la parte mala. La notícia buena es que, todo puede suceder, es verdad, pero este año, por ley de probabilidades, debe ser mejor, va a ser mejor, ah pues. Y mientras espero a mi hijo para pasar la noche vieja, voy a creer nuevamente en votos y en promesas y esas cosas, tipo la fuerza insobornable del deseo. Y voy a hacer una lista, por escrito y por extenso, de mis doce propósitos de año nuevo. No los voy a poner aquí porque son cosas mías.

lunes, 21 de diciembre de 2009

La entrada que no publiqué


Hace unos meses, un crítico y escritor, le comentó a alguien (no importa a quien), que se había leído unas cositas mías y le parecieron más o menos así como te digo, mariposillas pues, sin mucho cuerpo, este, es difícil de explicar... (sobretodo si estás hablando con mi esposa, pendejo). “Light y frívolo”, es probablemente lo que quiso decir y no se atrevió, o no pudo formular con suficiente concisión y firmeza. Ok, bueno, no se puede complacer a todo el mundo, me dije yo. Y como soy un tipo adulto y de recia constitución psicológica (a quien no le afecta un inocente comentario crítico, por supuesto), lo dejé pasar y nos quedamos así. Amigos como siempre.

Hasta hoy. Hasta hace media hora, más precisamente, mientras estaba restregando los trastos de la cocina. Es que me entró una arrechera monumental que no se me ha quitado todavía y no sé qué hacer con ella, para ser muy franco. Por eso dejé lo que estaba haciendo en la cocina y me vine a sentar aquí. Quiero empezar explicando que las cosas siempre me suceden así, como en retrospectiva, blanco y negro y en cámara lenta, cambiando el ritmo de la película para mostrar el tiempo. Película chimba. Ya estoy acostumbrado, aunque no siempre encuentro la paciencia para aguantarme a mi mismo.

No solo las reacciones emotivas me llegan tarde sino que las respuestas también. Aquellas respuestas bravas, terminales, contundentes, nunca se me ocurren en el momento. Me llegan sí, certeras y agudas como aforismos de Oscar Wilde, o como aquellos chistes de Mark Twain o de G. Bernard Shaw, super cáusticos e incisivos; se me ocurren, como no, pero después, en la casa. Y cómo se está viendo, a menudo después de meses y meses, y en las circunstancias menos adecuadas. Todavía tengo las manos mojadas.

Sucede que este señor escribió un par de cosas y se cree artista. Tiene unos cuantos libros (no muy grandes), y hasta una novela publicada por una casa editorial super respetable e importante. Es una novela contemporánea, claro, no muy fácil de entender porque es profunda y post moderna. Hay un par de tiros y de muertes. Otro par de cogidas de culo y de mamadas. Muchos párrafos brillantemente escritos. Muchos saltos en la esfera del espacio tiempo y en la conducción de la narrativa. Algún que otro hilo de conciencia, claro. Mucha solidez en la perspectiva de las diferentes voces narrativas. Algunas páginas preciosas, bien escritas. Otras delicadamente poéticas, por no decir bucólicas. Y todo con una voz muy propria, con una impronta personal fuerte y bien lograda que le otorga sentido de homogeneidad al conjunto. No me extrañaría nada que se ganara unos premios, tipo Planeta. O Galaxia. Premio Universo.

Oscar Wilde (ya que vino a colación) dijo una vez que apelar a la experiencia era el último recurso de los viejos mediocres. Algo así, parecido. Yo voy a apelar a mi experiencia de tonto, ya que llevo unos añitos en esto. En esto de leer y escribir. Y te voy a intentar explicar, caramelito, muy más o menos por encimita, lo que he concluido.

Una cierta originalidad, un cierto tono de voz, es interesante, pero no mucho más que eso. No es lo importante. Además, esa voz ni siquiera se busca. Ella aparece con la práctica, jodiéndote. Es por eso que la reconoces, porque aparece aquí y allá, a lo largo del tiempo. Tener una voz, o como se decía antiguamente “un estilo”, porque se busca tenerlo, es una especie de manierismo amaricado. Estilos los hay genuinos, personales y proprios como el timbre vocálico de cada quien; y los hay tipo falsete, artificiales como los chillidos de los castrati, e igual de afeminados. Y atención que no estoy menospreciando a las mujeres y a los maricos. Virginia Woolf o Joan Didion son dos ejemplos de escritores con las bolas bien puestas. Y menciono estas dos solo porque las ando leyendo ahora. Hay miles más.

Por supuesto que se debe encontrar una forma efectiva y económica para escribir, pero ella, por si misma, no es importante. Lo importante es lo que tengas a decir. Y por dios, ya el siglo veinte pasó. No me vengas ahora con tiros y muertes y mamadas de guevo.

Me queda muy mal, horriblemente mal, pero cuando miro a mi alrededor casi solo veo esto. Gente como tú que no tiene la más puta idea de lo que es o lo que debe y puede ser la literatura. ¿Tiros y muertes? ¿Sangre y drama? El siglo pasado fue el escenario del horror y de la muerte en forma industrial, masificada, hijo. Las hambrunas de Ucrania, los gaseamientos de judíos y curdos, los bombardeamientos aliados, los mártires de la revolución cultural China, las masacres del Kmer Rouge. Pudiéramos pasar media hora en esto. Ahora mismo, mira el infierno de Darfour. No solo se masificó el horror sino que se endureció nuestra sensibilidad hasta el punto de la indiferencia absoluta. Varios niños se han muerto ahogados bajo la vista y beneplácito de adultos que no se han querido embarrar las botas y se lavaron las manos. ¿Tienes ideas de cuantos gatos y cachorritos mueren diariamente dentro de un microondas? Dicen que se hinchan como globos porque empiezan a hervir por dentro. Y niños asados dentro de hornos industriales, ya que estamos con las manos en la masa. Es una forma de homicidio muy procurada porque no deja rastro. ¿Sabes cuántos casos se calculan? ¿Te imaginas lo que es estar allá adentro? Pues, yo me niego a imaginarlo y me cambio de asunto.

Hoy. ¿Cuántos niños y cuántas personas murieron de hambre en el mundo? Cien veces lo he leído y cien veces lo he olvidado porque la cifra tiene tantos ceros que se me hace remota como la distancia a una estrella. Así vamos.

Pasemos a las mamadas de guevo, para aligerar el ambiente. Son una cosa muy realista de la vida real. No soy ningún santo, te lo aseguro, pero no me gusta el hardcore. Lo mío es más soft. Pero a veces, manguareando por ahí, me han salido unas fugaces escenas en la pantalla que no solo me lo bajan y me dejan sin ganas, sino que me dejan enfermo. Zoofilias, pedofilias, escatologías indescriptibles. Hay una esfera dentro de la realidad en que eso existe, universos paralelos, con vidas paralelas de hombres y mujeres que no entiendo pero con quienes seguramente me he cruzado muchas veces en la calle. O pocas, no lo sé. El que quiera asomarse y entrever el abismo se asoma allí, a esas cosas con urina y con sangre. ¿Rambos y Bodeleres? No me hagas reír.

No voy a seguir más por aquí, ya que este no es el tema. Solo quiero decir que, cuando gente cómo tú, me viene a decir que la literatura es una cosa seria, y tienen libros con pistolas y muertes y mensajitos de la condición humana, yo, qué más te digo...hijo.

Como tú (y como mi esposa, sí) hay miles de profesores de literatura y miles de personas en esa cadena de distribución, en ese correcorre, entra y sale, ese regurgitar incesante que tanto se parece a un lavado de dinero. Editores, distribuidores, imprentas, librerías, congresos, universidades, premios, críticos, lectores; sobretodo lectores. Pero eso no hace de la literatura algo más serio que el fútbol. Hay personas que prefieren un libro a un partido de fútbol, y eso es todo. No quiero trivializar nada. Hay mucha gente empleada en estas industrias que necesita el salario que le pagan para vivir, y darle abrigo, educación y sustento a sus hijos. Hay buena y mala literatura. Me gusta el Barcelona porque tiene a Messi.

Escritores que hacen retratos de su tiempo y su época y desnudan, y exponen, y desenmascaran y ... dame un descansito, ¿sí? Hay escritores que logran decirnos algo, sin duda. Escritores de los viejos, inocentes, y de los de ahora también. Pero lo hacen casi malgré lui meme, como dicen los franchiutes, con una enorme humildad y a propósito de una historia bien contada, casi siempre. Gente que quiere ser escritora porque le parece cool, que tiene charme, porque tienen algo que decir al mundo, porque les gusta escribir (esos son los peores) y no se han dado cuenta de que es un hijo e puta pasatiempo ingrato de mierda, no faltan. Y solo estamos hablando aquí de una ínfima minoría, de la gente que se ocupa de la literatura seria. La aplastante mayoría, los que escriben para vender y ganar real y ser famosos, ni siquiera los estoy mencionando.

Si escribes con sinceridad, te expones. Y a nadie le gusta sentirse desnudo, vulnerable, innecesariamente sincero. Es demasiado estúpido. Lo haces aún sabiendo de antemano que terminarás arrepentido. La cosa te deja un vacío, vuelves a intentarlo otra vez, y así andas. No sé. Con mis chistes malos y mi “estilo” light creo que quiero transmitir eso. Que no soy ni sé más que nadie, que ando perdido de perinola, igual o parecido un poco que todo el mundo, como todo el mundo, y no me las quiero tirar de inteligente o profundo. Porque sé, sinceramente, que no lo soy.

Aunque mi humildad no me impide ver la mediocridad que impera por ahí: gente escribiendo “bien”, sin aliteraciones ni dequeísmos, ataviados de bagaje, del fr. “bagaje”, como si estuvieran emperifollados para la ópera , oye. No sé si reírme o ponerme serio, porque me da risa y me da pena.

Es por eso que escribo así, sin mucha mierda compadre, como me parece más natural y menos ridículo, intentando reírme tanto del mundo como de mi mismo (aunque no siempre lo logro). Y mis objetivos no son menos light que mi “estilo”. Escribo por vengarme de la vida en general o de cualquier mierda en particular, y, como se puede ver, mis motivos son tan o más anodinos y mezquinos que mi estilo.

¿Si me siento mejor ahora, después de mi vendettazita, mi descarga? Por supuesto que no. Me siento una mierda, para decirte la verdad, aparte de desnudo y vacío, como siempre. Un perfecto coño e madre. Y por supuesto que no puedo publicar esto.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Pájaro Viejo



Me dicen pájaro viejo. "Qué hubole Pájaro Viejo", "Pájaroviejo, mi caballo, ¿cómo estás tú?" Conozco a toda esta gente porque fuí taxista toda mi vida, de cuando los vehículos tenían taxímetro y andabamos de corbata y gorra. Y no las de esas, las de ahora. Las otras, de pala lustrada, jeje. Me quedaban muy bien, dígase de paso, sin falsas modéstias, tanto la corbata como la gorra. No me pelaba una gallina, jejeje. Jóvenes, viejas, solteras, casadas. Te vas a conseguir un zamuro y te vas a joder, me decían los panas. Qué va. Yo hacía lo que tenía que hacer y me pintaba de colores. Tranquilo, cero rollos raros, nunca tuve problemas.

Bueno, una lora, una vez. Los loros son tipos raros. Cuándo se empepan de una cuca e lora, nunca más la sueltan, es para toda la vida. ¿Qué sabía yo? Yo estaba muy tranquilo en mi vaina y en esto miro parriba. No joda, tronco e culo. Me estaciono el vehículo en la acera y subo. Buenas tardes, buenas tardes. Yo con mi gorra y la corbata y menos veinta kilos, en aquella época. Y ella haciéndose así con la patica y mirándome por el rabillo del ojo. Resumiendo, que le meto un poco de lengua y zuás. Llega el marido, el loro. ¿Qué miras tú, marico? No joda. Yo ni me había dado cuenta que aquél samán era un antro de loros, mano. Me dieron con todo, qué más. Es que eran muchos, no joda.

Después me pasó otra con una paloma pechúa de las arrechas. Yo no sé si ustedes se han fijado en las plazas y entradas de iglesias y esos sítios de palomas. Fíjense. Los machos ni comen, los coñemadres. Andan todo el tiempo detrás de las palomas, bajando y levantando la cabeza, viendo cuando las pueden prensar. Pero las coñas no se dejan, mano, nunca, es impresionante. ¿Cómo que no les gusta o qué? Hasta que conocí a una allá por los lados de San Basílio. ¡Cómo tiraba aquella mujer! Qué mamaguebazón tan desenfrenada, dios, ni sé como explicarlo. Después, pasado un par de meses, se apareció por aquí, por San José, embarazada, y que preguntando por mi. Ajá. Tuvo unos pollos blanquinegros, grises de bola, casi desplumados y con una ridiculez de piquito así de este tamaño. "Son tuyos", me dijo la sinverguenza. Jajaja, cómo me pude reír aquella vez.

En fin, las historias de la vida. Una vez me cojí una cisna en una casa de quinta de La Lagunita. Me la pasaba en un burdel que había dentro del Parque del Este. Y otros cuentos más que no importan. Ahora ando así. Esperando a que mi compadre tenga un tiempito para revisarme el cigueñal del carro. Las juntas tampoco andan muy bien. Por no hablar de la albumina y de los triguicericos. Mi vieja me decía "te vas a quedar solo, mijo". Pero yo no le paraba bola. Juraba que nunca me iba a crecer la barriga. Después me cayó el pelo, más tarde fue lo del accidente que me dejó bastante alicaído y eso. "Epale pájaroviejo", "Dame la cola Pájaro Viejo". ¿Qué les digo? ¿Es mentira?

martes, 15 de diciembre de 2009

La cara de Jesús




Hay que ver la cantidad de patrañas que se cuentan a los niños en la escuela. Patrañas tan ampliamente compartidas que quienes las fomentan y divulgan, los profesores y “la enseñanza” en tanto institución, en su santa ingnorancia, ni se dan cuentan de que son cómplices de tanto y tan estúpido desafuero. Yo hice mi escuela primaria en Portugal y por ese lejano entonces, como ahora, se enseñaba que la historia de Portugal, en una buena parte, por lo menos del siglo XII al XVI, era una lucha heroica de portugueses contra musulmanos, una especie de vaqueros contra indios doblado al portugués. Nosotros, los portugueses, empezando por Galícia, nos venimos por ahí abajo, ganando batalla tras batalla, conquistando plaza trás plaza, hasta que los expulsamos de esta vaina, le ganamos.

Bueno, lo que sucedió es un poquito diferente. “Nosotros, los portugueses”, somos en una buena parte “ellos, los desgraciados perros sarracenos”. Mírenme a mí, coño. Y no soy catire de ojos claros, ni tengo la piel transparente con venas azules. En Nueva Zelanda los brothers me hablan directamente en Maori, sin preguntar más nada, sin verificar. Cada vez que entro a Estados Unidos es un problema porque, después de mirarme la cara, cualquier guardia de tercera, cualquier pasante, se siente autorizado a registrarme las bolas.

Por toda la península ibérica, moros y judíos fueron incorporados al material genético de que estamos constituidos. Y esta impronta genética me parece aún más importante y reveladora que la marca cultural, que, a pesar de haber sido sistemáticamente destruida y ocultada, fue tan fuerte que aún aparece un poco por todo lado. En los motivos plásticos de la cultura popular, en la toponimia, en la gastronomía, en la música, por ejemplo.

Bueno, todo un tema. Lo cierto es que esa idea de que nosotros los portugueses y los españoles expulsamos a los árabes y desterramos a los judíos no es así como lo pintan. Es producto de una ideología aliada a unos conflictos de poder muy viejos, conflictos y restos de ideología tan vieja y entrañada que aún hoy nos impide ver con claridad, admitir. Moros contra cristianos es una simplificación brutal y deformadora de nuestra historia, una patraña inocente que nos enseñan sin mucha maldad en la escuela. Pero es patraña, es mentira. Sobretodo porque fue más reciente y porque fue una presencia larga en el tiempo y espacialmente alargada, le debemos más a moros y judíos, “somos más” moros y judíos, que visigodos trazados con suevos, mezclados con celtiberos que después se bañaron todos y aprendieron a hablar latin.

Así que amiguita barra o, en dónde estés, Venezuela, Perú, Argentina, España o qué sé yo, te tengo dos noticias, una buena y otra mala. La buena. Que tenemos una cultura variada y riquísima a la que debemos sumar la contribuición negra e india, dos aportaciones recientes y fundamentales. La mala. Que lo más noble e impoluto que podrás localizar en tus recias estirpes ibéricas es una especie de portugués reacio al baño y en dónde conviven, ostrogóticamente, árabes, neandertales y judíos.

Nota. La foto apareció en la edición de domingo santo de 2002, del Washington Post, y, según los expertos, es lo más cercano a lo que conocemos del verdadero rostro de Jesús. No sé porqué pero siempre me lo había imaginado un pelin diferente. Medio catire, con el pelo largo y ondulado (sobretodo lavado, por dios), y con ojos azules, naturalmente. Así me lo habían pintado.

lunes, 14 de diciembre de 2009

140 Palabras. Un cuento de navidad.


Uno, 14 de diciembre

Chocaron. Ella dijo que no era nada pero él insistió en llevarla a una clínica cercana. La pusieron en observación. Él habló con los médicos y lo dejaron quedarse por ahí cerca. Las enfermeras le pusieron una silla a los pies de la cama en aquel habitáculo exiguo de las emergencias, cerrado por cortinas.
--¿Qué les dijiste a las enfermeras?-- preguntó ella.
--Nada. Creen que soy tu novio.
--Soy tu víctima, no joda.
--Jeje.
De repente se acordó del carro.
--¿En dónde lo dejé?-- preguntó, súbitamente preocupada.
--Yo te lo estacioné, ¿no te acuerdas?
No, sí, es decir, no estaba segura.
--Hazme un favor, Carlos-- dijo.
--¿Cómo sabes que me llamo Carlos, chica?
--Porque me lo dijiste, ¿no?
--Pues...no. Nunca te lo dije.
--¿Estás seguro?
--Habla menos y descansa más, mija.
--¿Seguro?
Se quedó como pensando y se durmió.




Dos, 15 de diciembre

Se quedó mirándola. Sería el neón, el silencio, o por el aspecto séptico de todo, lo cierto es que a medida que se adentraba la noche, la situación se volvía cada vez más rara. Quien tenía al frente era una perfecta desconocida, una mujer bonita, ok, pero eso no le daba derecho a morbosearle las tetas. Mucho menos a velarle el sueño, cuidarla. Lo esperaban en su casa, debía irse. Ya mucho había hecho él con traerla a la clínica. Se levantó sin saber adónde iba. Terminó en el estacionamiento, frente a su carro, aún sin saber qué quería hacer. Era como si intentara recordarse del futuro, de lo que venía a continuación. Abrió una de las puertas y sacó un libro del banco de atrás. Regresó al cubículo de las emergencias. Seguía durmiendo. Se sentó y abrió su libro.



Tres, 16 de diciembre

Ambos se despertaron cuando la enfermera, para poder pasar, recogió el libro del suelo y lo colocó sobre la mesita de noche.
--¿Cómo se siente?-- preguntó.
--Pues... creo que dormí mucho.
--Cómo no iba a dormir si le puse un poquito de poción mágica en el suerito de ayer-- dijo la enfermera, guiñándole un ojo a Carlos.
--Tengo hambre-- dijo ella.
-- Cuando salga del quirófano va a poder comer.
--¿Quirófano?--preguntaron los dos a un tiempo.
--No se preocupen, algo de rutina. Todo va a salir bien, ya van a ver—dijo, al tiempo que empezó a empujar la cama para fuera de la habitación. Estaba sucediendo todo demasiado rápido, no les daba tiempo a pensar y a reaccionar.
--Agarra mi celular y llama a mi papá—dijo, cuando ya cruzaba la puerta y abandonaba la enfermería.
--Pero...
--Por P.



Cuatro, 17 de diciembre.

Los padres llegaron poco después, esa mañana. Estaban visiblemente consternados. Margarita (Carlos se estaba enterando ahora de su nombre) no acostumbraba pasar la noche afuera, mucho menos sin llamar antes, para avisar. Quisieron subir para esperar en el mismo piso del quirófono pero no se le permitieron. Hicieron mil preguntas a las cuales Carlos no sabía responder. A él también le había parecido intempestivo e improcedente una intervención quirúrgica. A fin de cuentas ni había sido un accidente grave. Es verdad que tanto ella como él salieron con unos rasponcitos por aquí y por allí, pero más nada.
--Me pareció que pasó bien la noche, y es todo lo que sé, qué les puedo decir.
Pasaron cinco horas en la sala de espera, buscando que decirse unos a otros, después de intentar hablar con cuánto médico pasaba por aquél pasillo.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Travels




De vez en cuando me da la fiebre del dibujo. Tal como la fiebre del heno, es una cosa cíclica y recurrente. Pasa. Y no deja mayor mella. Felizmente no me da todas las primaveras sino que me vuelve cada tantos inviernos. La última vez fue en el 2006, creo. Dediqué mucho tiempo a buscar dibujos por Google y encontré cosas bellísimas. Voy a hacer un video y a “postarlo” por aquí, en el blog, para mostrar algunos de esos maravillosos dibujos.

(Lo intenté, pero no lo logré. Talvez más tarde.)


Una de las cosas que encontré en mis búsquedas fue esta chica (¿sería una chica?) que dibujaba bajo el extraño nombre de “wagonized”, un pen name que equivale a algo así como “vagoneado” barra a. Sería más correcto decir que era más bien su nom de plume, porque todo indicaba que era francés barra a. Las cosas estaban confusas y eran pocos los dibujos de ella, o que, por su estilo inconfundible, se podrían atribuir a ella. Sí, me parecía una ella. Mientras tanto había encontrado otras cosas super interesantes, muchas relacionadas con una cosa llamada Everyday Matters, o EDM. Aquello me parecía una cofradía rara, porque a juzgar por la ejecución, era evidente que los dibujos pertenecían a muchas personas diferentes, aunque tenían un air de famille, es verdad, una especie de estilo común.

Qué sería ese tal EDM, me andaba preguntando yo. Ya me estaba imaginando un movimiento intelectual medio iniciático, tipo el mítico matemático Bourbaki o qué sé yo. (Será porque Wagonized es francesa, porque hoy solo se me ocurren ejemplos medio francófonos. La merde.)

Bueno. Por aquella época empezaron también a aparecer las primeras redes sociales, la web2. Un día, en esas búsquedas locas barra azarozas, me deparé con una cosa burda de interesante llamada Flickr, otro de esos nombres. Bien escrito, con e, flicker, significa destello, parpadeo. Y tenía sentido pues se trataba, y se trata aún, de una red para compartir imágenes; fotos, especificamente. Pronto los artistas plásticos descubrieron que era un excelente medio para enseñar su trabajo, constituir grupos, escuchar comentarios, el tipo de cosas que hoy se popularizaron con Facebook. Uno de esos grupos se llamaba Everyday Matters y aparentemente el guru de la vaina era un tal Danny Gregory, un nombre con una pinta de televangelista embaucador que no te digo nada. Aún así, me moría de las ganas de saber qué estaba pasando y después de muchas horas de gugueleo encontré una dirección de correo adónde escribirle.

Mi muy estimado y caro señor. Espero no ser inoportuno e incomodarle con la intempestiva misiva de un desconocido y tal y que sé yo, resumiendo, que esos dibujos están macabrísimos, mi pana. ¿Como haría yo para unirme a esta secta de ustedes tan de pinga? Por supuesto que no obtuve respuesta. Siempre que me escribo una cartica me quedo sin respuesta, no sé porqué. El otro día me estaba leyendo la autobiografía de Henry Miller y cuenta él que, cuando se leía un libro que le gustaba, le escribía una carta al autor. Como coño se averiguaba la dirección del autor, sin internet ni nada, no sé, porque él no lo dice. También he escrito a editoras preguntando por el contacto de grandes escritores y me han pintado muchas palomitas. Pero en el caso de Miller, según él, el autor le respondía, y a partir de ahí se volvían uña y corruña por el resto de sus putas vidas, naturalmente. Pues, a mi nunca me ha pasado. Nada ni remotamente parecido, aunque lo he intentado.

Mientras esperaba la vuelta del correo, la respuesta del tal Gregory, que nunca llegó, me puse a jurungar los botoncitos de Flickr hasta que cliqué en una que decía Join Us y voilá, me quedé joineado a la vaina. Guindado, pues. Yo me guindo de cualquier culo y de cualquier vaina. Por eso ando as+i como ando. Empezé a leer los posts del forum, y todo apuntaba a un libro de Danny Gregory. El libro se llamaba, se llama, Todos los días Cuentan, y no descansé mientras no me conseguí el libro, El Libro, el Opus seminal de la verga que me iba a franquear las puertas de la vaina iniciática subterranea y tal y qué sé yo.



Everyday Matters, a new york diary, es un pequeño libro, muy sencillo y muy bello. Es una especie de diario ilustrado, y cuenta como Danny empezó a dibujar después que su esposa, madre de un bebé de diez meses, cayera de la plataforma y fuera atropellada por tres vagones del metro número nueve de NY. Sobrevivió, aunque paralizada de la cintura hacia abajo. En los largos días y noches que sucedieron al accidente, Danny empezó a dibujar las cosas triviales que encontraba alrededor de la casa. El llavero, el gabinete de las medicinas, el grifo de la cocina, el micro ondas, la plancha. El libro documenta un proceso de cura y de aprendizaje, y tanto por su valor humano como por el inegable mérito de los dibujos,



fue adoptado no tanto como libro de culto sino como el libro emblemático de un cierto tipo de artistas plásticos. Nunca se explicitaron muy bien las reglas de pertenencia pero se trata de un perfil claro. Es gente adulta que descubrieron o encontraron el tiempo para dedicarse a esto tardíamente, generalmente autodidactas y sin muchas guevonadas artísticas, muchas pretensiones, muchas aspiraciones, mucha mierda. El medio privilegiado es definitivamente el dibujo (poco carbón y mucha tinta), mucha acuarela (que, curiosamente, hasta el siglo XIX se consideraba una vertiente del dibujo), y los trabajos tienden al diario y al documentalismo.

La comunidad, si así se puede llamar, empezó a crecer y después aparecieron los Challenges y los Crawls. Los retos son una lista de sugestiones de dibujos, del género, “dibuja tus zapatos” o “dibuja tu mano”. Una búsqueda por “every day matters challenges” en las imágenes de Google da una idea de lo que se trata. El EDM#10, por tomar un ejemplo, es el "dibuja tu mano". En los bancos de imágenes especializados, tipo Flickr, por mencionar uno, para cada uno de los desafíos pueden encontrarse centenares de dibujos. Es fascinante mirar como una simples escoba de dientes puede ser mirada e interpretada de formas tan maravillosamente diferentes. Los drawing crawls (y los drawing marathons) son el equivalente a los pub crawls. Roberto Bolaño habla de ellos en alguno de sus libros pero ahora no me acuerdo de cómo se dice esto en castellano. Son esos paseos muy europeos, de noctambules (me sale así aujourdui y qué le vamos a hacer) en que la gente va parando aquí y allá para tomarse una copa y termina doblemente rascada por efecto conjunto del alcohol y de la caminata. Los drawing crawls son lo mismo que estas peas peripatéticas, pero en versión zanahoria, diurna. La gente va parando y dibujando y termina doblemente mamada por el esfuerzo puesto en la tarea y en la caminada. Es igual. Por eso digo que da lo mismo ser bueno o ser malo, en esta vida.

Hace unos meses, no sé muy bien cómo, por una especie de error logístico de las compañías aéreas, una cosa larga de contar, terminé medio botado en San Francisco. Me hice el indignado, profundamente, pero en el fondo no me importó nada. San Francisco, y arrabales, es una de las ciudades más bonitas del mundo (la ciudad de Monk, no más) y yo sabía que por allá hacen unos célebres drawing crawls.

Mi muy estimado y caro señor organizador de las maratonas artísticas de San Francisco. Perdóneme la osadía extemporánea de esta misiva de un desconocido pero estoy chingo y quesuo de bola para participar en las promenaditas éstas que se gastan ustedes. ¿Cómo haría yo? Respuesta:

Dentro de EDM, dentro de ésta heterógena y mal definida comunidad, hay de todo. Gente mayor, gente más joven, gente más o menos profesional, gente que dibuja bien y gente que, bajo cualquier óptica de clasificación o evaluación, son mutantes, anomalías circenses, genios. Una de estas jóvenes con un talento absolutamente espantoso es France Belleville, la tal wagonized que me había intrigado antes de que me metiera a Flickr y a EDM. Allí estaba ella, con sus increíbles dibujos. Un día, a propósito de un dibujo mío en mi diario, creo que fue éste,


me dejó un comentario diciendo que le había gustado. Yo también comenté algunos de sus dibujos y llegamos a trocar un par de emails en dónde me contó que era francesa, efectivamente, pero que actualmente vivía en Nueva York. Nunca había asistido a clases de dibujo, me dijo, pero se iba a meter en un curso en la universidad, porque según ella, sus dibujos eran muy “pretty”, “bonitos”, y eso era un problema. Lo decía como con pena. A diferencia de los mios, decía ella, los de ella carecían de profundidad. Me quedó loco. ¿Cómo se le ocurría comparar mis monigotes con sus dibujos? ¿Estaba loca o qué? ¿Cómo era posible que esa mujer no se diera cuenta de la dimensión abismal del talento que tenía? Tenía que ser mujer. Un hombre nunca llega a tales extremos de humildad. Los genes de la competencia no lo dejan. Debe ser por eso.



Después perdimos contacto, básicamente porque dejé de dibujar y de caerme por Flickr. Ella, con el tiempo, empezó su proprio blog ilustrado y de vez en cuando sube algunos videos en que se filma las manos dibujando. Véanlos. Es increíble verla trabajando. Y ni siquiera es autista, es una persona normal! Ahora en serio, hablando de autistas, si aún no lo conocen, busquen a Stephen Wiltshire. Es una de las cosas más impresionantes que he visto en mi vida. A Stephen, cuando era chamo, la BBC lo metía en un helicóptero a sobrevolar una gran ciudad europea por unos 45 minutos y después lo regresaban a su hotel en dónde habian dispuesto un salón con las cuatro paredes forradas de papel, de arriba abajo. El muchacho agarraba el lápiz y no se detenía ni para comer. Reproducía la ciudad de cabo a rabo, plaza a plaza, monumento a monumento, y todo con una atenci+on al pormenor y una fidelidad estonteante, sencilleman uncroyable.

Así como hay músicos con oído absoluto, hay dibujantes con línea absoluta, me parece a mí. Y es muy fácil detectarlos tanto a unos como a otros. Esta clase de dibujante no necesita encuadramiento previo que sirva de referencia al total de la composición. Esto, desde el punto de vista escolar, es un error, pero es la clase de error que un Mozart se da el lujo de cometer y termina cagado de la risa, por encima. France es así. Empieza dibujando un retrato por donde le de la gana. Que lo haga, generalmente, de arriba hacia abajo, es solo por no ensuciar el papel. Dibuja todo lo que quiere con una facilidad prodigiosa, sin pensarlo, de forma casi automática, cómo nadando de espalda y silbando, coño, se me ha hecho tarde, qué hora es. No necesariamente es la gran artista, porque el arte no es solo virtuosismo técnico, pero tiene uno de esos talentos naturales y genuinos que son tan extremamente raros.



En San Francisco, mientras esperaba mi respuesta del organizador de las maratonas ilustradas, di un par de vueltas por ahí. En una de esas Barnes & Nobles de varios pisos, sobre una de las bancas, estaba un libro que, por la ilustración de la portada, inmediatamente reconocí.

Es el segundo libro de Danny Gregory, y en éste, seleccionó los colaboradores más brillantes de esta comunidad de dibujantes que se congregó alrededor de EDM. El libro, otra preciosura, se llama An Ilustrated Life, drawing inspiration from the private sketchbooks of artists, illustrators and designers.

A todas estas, las compañías aéreas y las agencias de viajes se habían puesto de acuerdo para resolver mi problema. Había una forma de devolverme a Nueva Zelanda. Tendría que salir de Los Angeles para Nueva York en un vuelo de Trans Fiji, y esperar allá quince días hasta que un avión de las líneas aéreas Samoanas me llevara de vuelta hasta Australia (con escala en Los Ángeles!!!). Me pagaban el hotel en Nueva York, sí, pero solo los tres primeros días. Aquella propuesta era inaudita, sencillamente inacceptable.

Pasados esos tres días pregunté a la señorita simpática de la recepción cuánto me costaba quedarme en aquel hotel y terminé reservando una habitación en un hotel de Newark, a treinta kilómetros de allí, pero treinta veces más barato.

Así que llegué a Newark empezó a llover torrencialmente. Una tempestad proto diluviana que duró varios días. Leila, una amiga mia escritora que vieve en Uruguay (tengo que contarles algo de Leila pero eso me va a llevar un post completo), Leila me encontró en Facebook y me me preguntó si me iba a quedar por los esteites mucho tiempo, ya que ella tenía programado pasar pronto por allí. Yo no le dije que estaba lloviendo. No me pareció importante.


Por matar el tiempo, allá en el hotel de Newark, abrí el libro de Gregory y encontré que France estaba incluida en la antología, por supuesto. Las palabras introductorias a la presentación de la muestra de su trabajo empiezan así: "France grew up in France but now lives just outside of Newark, New Jersey." ¡No joda! ¡Bingo! Dios cierra ventanas pero abre puertas, cómo dice el psiquiatra cuando Monk tiene problemas. Lo que me había perdido en San Francisco lo iba a recuperar con creces aquí en Newark. Iba a tener la oportunidad única en mi vida de ver trabajando un génio! Todavía conservaba su dirección de email en mi computador. Le escribi.

Mi muy estimada y no menos querida amiga France. Perdóname la intromisión abrupta de esta misiva blablabla. Tómate un café conmigo, chica, y traete a tu Moleskine, no se te olvide. ¿Que no me respondió? Claro que me respondió. Me dijo “no puedo, tengo un bebé de pocos meses”.

Me quedé pensando en el bebé. Madre primeriza, seguro. Además se entiende que no quisiera sacar el bebé a la calle con aquella tormenta que no paraba nunca. A que lo dibuja día y noche, pensé.

El día que tomé el avión de las aerolíneas samoanas occidentales ya me había estudiado las ilustraciones y leído la antología de Gregory de cabo a rabo. Fue el día que paró de llover. Estaba cerquita del aeropuerto de Newark pero mi vuelo salía del Kennedy. Son las cosas que me suceden a mi, siempre, todo el tiempo. La forma más segura y más barata de hacer el trayecto era por shutlle. ShuttleS, varios. Uno que me llevara del hotel al aeropuerto de Newark, de dónde podía agarrar otro que me dejaría en el centro de Manhatan, en la Penn Station, que es dónde se cojen los shuttles para el Kennedy. Estaba una mañana de sol radiante y mientras duró aquél viaje de casi tres horas tuve casi siempre por telón de fondo a Manhatan. No paré de dibujar. O del lado derecho o del izquierdo, más lejos o más cerca, encontraba siempre un angulo revelador con água y vegetación y la línea del horizonte serruchada por los rascacielos de Manhattan. Como dibujé yo. Se supone que las idas y venidas de aeropuertos no forman parte del viaje, propiamente. Todos los aeropuertos y autopistas del mundo son iguales. Las logísticas estúpidas de las Partidas & Llegadas es lo que uno quiere menos recordar. Pero de todo aquel viaje loco y medio absurdo eso es lo que más recuerdo, lo único que me quedó. Los dibujos que hice del horizonte de Manhattan. Y cómo dibujo yo cuando me imagino que dibujo con los ocres y terras de siena de mi mente!!!!

Mientras escribía este post entré en el blog de France. No se lo pierdan, aquí. Y efectivamente, allí está él, el artista. Qué bonito bebé. Que dios te lo guarde, como decimos en Venezuela.

PD “Travels” es la música de Pat Metheny que deberia haber acompañado el video con los dibujos de EDM, pero el ancho de banda no me dió. Es jodido trabajar así, cuando el ancho de banda va y viene y no te da. Y me quedé con el video por subir, con mis esbozos por dibujar, con las respuestas por recibir. Y con mis viajes locos, también, llenos de incidentes improbables, más o menos reales o imaginários. ¿De qué trató esta esta entrada? ¿Alguien me lo puede decir?

viernes, 4 de diciembre de 2009

Nota encontrada en una montaña rusa


Esto fue todo lo que pude escribir en tres semanas:


Se han escrito millones de libros inútiles sobre la depresion [on [o ón depresión. Definir la depresión se parece a una de esas paradojas de la física contemporánea, una imposibilidad cuántica. No es posible preguntarle a un deprimido qué siente. Si está deprimido no te puede dar una respuesta. Si no lo está, te dará una respuesta cualquiera del mundo de los vivos. Por definición, el deprimido no puede hablar. Y si lo hace es malentendido porque sintoniza otra frecuencia de onda. Caligrafía ininteligible. Nota encontrada en una montaña rusa.

a) de déficit de los sentidos, daltonismo generalizado. Los colores siguen estando ahí pero no significan nada. La música se vuelve una versión sofisticada del ruido de fondo. Los olores y sabores también desaparecen. La realidad se atenúa en penumbra gris.

b( retardo psicomotor. Necesitas mirar el dial del reloj durante diez o quince segundos antes de que el cerebro se acuerde de lo que iba a hacer o de cómo hacerlo. Iba a mirar la hora. Tomar una decisión, sobretodo se implica algún contacto social, por muy distante e impersonal que sea, se vuelve un calvario. Ir o no ir al supermercado. La hora en que será más improbable encontrarse con vecinos o conocidos. Bañarse o no bañarse antes.

Nada de lo que acontezca puede tener interés y por eso es preferible mantener la televisión apagada. Todo es ilusión, vanidad, futilidad inconsciente. Hombres y mujeres se parecen a ratoncitos hiper quinéticos víctimas de compulsión lúdica pueril,

Y es triste. Todo. Verlos a ellos, y a la transitoriedad tan violenta de la vida.

Esto fue lo que escribí. No lo he corregido, aunque con un par de retoques se le pudiera dar un aire más presentable. De todas maneras, lo que se pudiera ganar en efectividad estilistica se perdería en espontaneidad. Aparte esa espontaneidad, y precisamente por ella, es una mierda.

Aprendí hace muchos años a no escribir en un estado alterado. En la época en que bebía, y por más inspirado que me sintiera, no escribía. Y en mis fases, sean maníacas o depresivas, (que es a lo que vamos), tampoco lo hago. Una cosa es la exposición controlada de la escrita literaria. Otra cosa es salir a la calle desnudo. Es de terror soñar que se anda en medio de la calle desnudo. Así seas el ser humano con el cuerpo más perfecto sobre la faz de la Tierra, la mujer más bella del mundo. Imagínate un tipo que se está quedando viejo y barrigudo.

Hoy día se habla de bipolaridad. No solo es más “correcto” sino que da la idea de que le pasa a todo el mundo, que se trata de una diferencia de grado.

He estado viviendo solo en nuestro pequeño apartamento, en Portugal. Mi episodio de la ultimas semanas no fue grave, fue moderado. Así que me dio, ahí mismo en los primeros días, cuando me disponía a encender una lampara, uno de los bombillos explotó y me quedé sin luz.

Volví a conectar el interruptor general y verifiqué que me quedaba energía en las tomas de enchufe a lo largo de las paredes, pero que me había quedado sin ningún tipo de iluminación en la casa. Saqué dos lamparas de noche de sus mesitas y las coloqué en el piso. Una en el pasillo, otra en la sala. También me quedé sin agua caliente, claro. Cada vez que iba a la cocina abría la puerta de la nevera de par en par para medio ver por dónde andaba.

Ahora, aquí en Portugal, los días son cortos y fríos, naturalmente, estamos en diciembre. Ni siquiera intenté encender el calentador porque estaba seguro de que si le metía 1500 wats adicionales al consumo, el conmutador general se volvería a caer. La cocina es eléctrica, pero me quedaban bastantes latas, sobretodo de pescado, atún, calamares, esas cosas.

Me metí en el sofá debajo de unas mantas y esperé. Sé, por experiencia, que pasa, pero hay que darle tiempo al tiempo, sobretodo darle tiempo al antidepresivo. Mientras tanto la vida se te vuelve una mierda, pero pasa.

Hubo uno de esos días (no sé fechas porque en esas condiciones uno no lleva muy bien la cuenta) en que hice un esfuerzo y me animé a hacer lo mínimo porque la cosa se estaba volviendo un pelo complicada. Busqué un número de un electricista en internet y llamé. Me dijeron que me llamarían de vuelta para marcar día y hora. El día siguiente el teléfono tocó pero no lo atendí. El otro día volvió a tocar y tampoco lo atendí porque no estaba en condiciones de hablar. O porque no me dio la gana. Es confuso, pero es propio del estado.

Después decidí que yo mismo lo haría cuando me sintiera mejor. Pero, para evaluar la dimensión del trabajo, desmonté un par de interruptores de la sala a desgana. En un acceso de lucidez, me dije que, en mi estado, era recomendable que volviera a llamar al electricista. Lo hice, y de esta vez me dieron fecha y hora. Para el día siguiente a las nueve. Como ya me sentía un poco mejor, saqué la basura de la casa, cosa que no hacía hace quince días. Pero en invierno, y si cierras bien los restos de basura en dos o tres bolsas plásticas, la basura no huele ni tan mal.

Llegó el electricista. Buenos días, buenos días, no tengo iluminación en la casa porque hubo un cortocircuito. Vamos a ver, dijo él. ¿En dónde está el cuadro de los brequeres?

Me quedé de una pieza, balbuceando como un gafo, y le indiqué que el cuadro estaba precisamente detrás de él, detrás de la puerta. ¡A mi no se me había ocurrido buscar el cuadro!

Admito que esto le pueda pasar a otra persona, a una mujer de filosofía y letras a quien nunca le gustó el bricolaje, y no tiene nada de malo. Pero yo tuve una ferretería durante ocho años, vendí centenares de cajas eléctricas y talvez miles de brequeres. (En Venezuela le decimos así y hasta escribimos "breakers"). No solo los vendía, sino que antes de hacerlo calculaba el amperaje más adecuado. Para mi, no ocurrirme verificar el cuadro distribuidor, es como quedarse parado en la autopista, después de escuchar el carburador toser, y no verificar la gasolina.

Cuando el electricista abrió la portezuela de la caja, yo ya sabía lo que el hombre iba a encontrar: ¡un conmutador caído que solo había que levantar! Lo levantó, se encendieron las luces de la casa como si estuviéramos en navidad (y estamos) y se me quedó mirando, naturalmente estupefacto, con cara de “usted no me está vacilando, verdad?”

Por el estado de cosas que la luz súbitamente reveló, ese desorden e inmundicia en entropia termodinámica total, no me costó mucho convencerlo de que allí mismo, frente a él, en piyama y sin haberse bañado ni afeitado hace más de una semana, estaba un verdadero nerd, estrafalario y genuino.

Usted perdone pero no sé nada de nada de electricidad y hasta me da miedo, para serle sincero. Lo mío son otras cosas, le digo ,y apunto genéricamente a la estantería de la pared. La sala y el pasillo están forrados de libros, no se le ven las paredes (la mayor parte fueron comprados en segunda mano, casi por kilo).

Y que hace usted, me pregunta él. Tenía ganas de decirle filósofo epistemólogo, una vaina arrecha, pero le dije escritor, a ver. Yo siempre pensé que el día que dijera eso, escritor, las personas iban a quedar muy curiosas y bien impresionadas, pero últimamente lo he dicho varias veces y no pasa nada de eso, sino una cosa medio extraña.

Lamento informarle que le voy a tener que cobrar el traslado y la primera hora, que es la tarifa mínima. Cincuenta euros, para que aprendas. El último despiste de escritor bipolar interesante me ocurrió en el aeropuerto y me costó casi quinientos euros, para que no juegues. Antes de eso, en aquella fase del muy-bien-gracias-esta-expansividad-magnética-de-mi-personalidad-es-mi estado-natural (y no necesito ni medicamentos ni acompañamiento psico terapueta ni un coño), en esa fase, y en ese episodio particular, también di un traspiecito de nada, distraído, y me iba a costar la presencia de Celia en mi vida, es decir, que si no es mi vida misma es la parte que merece ser vivida.

He intentado no mentir, como lo intenta todo el mundo, y es por eso que, aunque no me guste, termino confesando que soy escritor y que soy bipolar (según los casos y las circunstancias, y cuando estrictamente necesario, naturalmente; faltaba más cargar una estrellita amarilla por ahí). Y en uno y otro caso la sensación con la que me quedo, después de afirmarlo, es la misma. Creo que mis interlocutores comparten la sensación. Pareciera que estoy dando una respuesta vaga, mencionando una enfermedad o profesión vaga. Queda todo incierto.

Todos, a nuestra manera, somo bipolares, me dijo alguien no hace mucho. Yo también siento eso, esa oscilación, me dijo. Estábamos sentados a una mesa y yo le puse una servilleta y mi bolígrafo enfrente para que escribiera. Anota ahí cinco formas de suicidio y las calificas después según sean más o menos violentas o placenteras.

Esta persona se irguió de una forma que su silla pareció retroceder como dos o tres metros de la mesa a la cual estábamos sentados. Ya había agarrado el bolígrafo pero lo soltó y lo dejó caer sobre la mesa como si se hubiera quemado. Ya no sabía si mirarme o desviar la mirada. Cambió la conversación de forma tan definitiva que ni me dio tiempo a explicarle más nada. Lo único que quería decirle es que esa enfermedad hiere a propios y próximos, destruye vidas, mata. Aunque no tengo devaneos suicidas, eso que quede claro, a dios gracias. No me dio tiempo.

Pero bueno. Volvió la luz otra vez. Me bañé, jeje. Ya empecé a trabajar. Me voy a caer por el gimnasio, silbando. Y hasta he publicado en mi blog una entrada medio vaga y muy extraña. Ahí vamos. Como dicen en las noticias: gracias por su amable atención. Adiós.

domingo, 1 de noviembre de 2009

El primo del mono, en donde se demuestra la inexistencia de Dios, 2


Un tercer grupo de argumentos concluye en la existencia de Dios a partir de la falibilidad e “incomplitud” del conocimiento humano. Por supuesto que todos estos argumentos son cosas muy serias que tienen nombres en Latín. Las palabrotas que se le escaparon a San Agustín las raspó Santo Tomás de Aquino. Pero viene siendo algo así como llamar ácido acetilsalicílico a la aspirina o referirse a la cebolla por su nombre científico. A mi perro caliente no me le pongas tanto allium cepa vulgaris, mi panita, porfa.

Para esta familia de argumentos, Dios viene siendo como la piedra armilar que aguanta la magnífica (pero frágil) catedral de nuestro conocimiento. Es uno de esos silogismos rigurosos, límpidos, infalibles, como que dos más dos son cuatro: “Hay cosas que no podemos explicar. Luego, Dios existe”. Quod est demostratum. ¡No jodum, chicus! Seré yo que soy burro, pero aquí me está fallando algo.

Hablando de evidencias palmarias, hay recursos más sofisticados. Godel demostró, efectivamente, que dos más dos no son cuatro. Que no hay forma lógica de llegar a demostrarlo. Nunca. Jamás. ¿Luego? Dios existe.

Es cierto que la cosa a veces se pone más complicada, tipo: “No podemos explicar el Big Bang. Eso no demuestra la existencia de Dios, es cierto, concedido. Pero el hecho de que Dios lo pueda hacer, sí. Ergum, Dios existe”. Confieso que cuando escucho este tipo de cosas la cabeza me da vueltas y me siento burro con bolas. No me da el ancho de banda, no llego.

Admito que el mundo es una vaina arreichísima. Bendito el que no se haya dado cuenta porque de los simples será el reino de los cielos. El mundo, y el cosmos que tiene adentro, son complejos, extraños, fascinantes. Está lleno de misterios y nos plantea mil enigmas. Hemos formulado algunas respuestas, pocas, fragmentadas, incompletas en muchos casos. Es lo que hay, lo que tenemos. Y no veo porqué este primo del mono se sienta con derecho a penetrar en la omnisciencia prístina donde se formulan los designios de Dios.

sábado, 24 de octubre de 2009

dónde se revela la inexistencia de Dios, 1


Uno nunca sabe lo que le pueda suceder y por eso ya tengo mi respuesta preparada. Eso de llegar al cielo y tartamuderar delante de San Pedro es algo que no tiene clase, le falta charme. Yo he pensado muy bien lo que le voy a decir.

--Buenas. ¿Dónde me puedo sentar esperando a Célia?

Y como soy un tipo organizado en mis vainas también ya me imaginé lo que me pueda contestar. Me vendrá con eso de que la vaina puede tardar, que cuándo llegue (si llega, cosa que él tampoco puede asegurar pues no depende tanto de él y su Jefe, como de ella), puede que llegue alterada, se comprende, y etcétera y cosa y tal. Además, no sería la primera vez que un guevón se sienta a esperar y después de añales, cuando ya ni siente el culo de entumecido, llega ella por fin, pero con otro, porque se da la casualidad de que murieron ambos en un accidente de carro, muérete, por ejemplo.

Bueno, en realidad no tengo mi respuesta preparada para darla a San Pedro pero en la eventualidad, aún más improbable, de que me hagan una entrevista y me pregunten eso y cuál es mi libro y mi color preferido. La cosa es que no creo que exista cielo ni infierno ni un coño. Nada. Muy de vez en cuando voy al cementerio a ponerle flores en la tumba de mis padres y mis abuelos. Porque creo en las flores. Y me sorprende muchísimo ver que, gente mucho más inteligente que yo, creen en Dios y en el más allá y esas vainas. Me parece que en realidad no lo creen sino que lo quieren creer. Cosas diferentes.

La gente cree, básicamente, porque quiere. Y quiere porque la vida es una mierda incomprehensible, muchas veces. Injusta, bella, atroz, deslumbrante, infinitamente contradictoria, increíblemente inaprensible. (Vaya temita que escogí hoy para mi blog de guevonadas). Que el tema de la convicción religiosa sea extremamente complejo no quiere decir que no se pueda simplificar. Se puede, y mucho. Después de toda la simplificación vamos llegar a una especie de raíz cuadrada de un número negativo, una solución rara, medio mágica, medio imaginaria. Así que, lo que voy a hacer aquí es una especie de despeje violento, con el lápiz muy afilado.

El noventa y no sé cuantos por ciento de la gente cree por razones equivocadas. Generalmente por fundamentar su integridad interna, en el mejor de los casos; por puro y vulgar hedonismo, infortunadamente, la mayoría. Vamos a este último caso, que es el más fácil, gente que cree porque se siente bien con eso. Este es el típico caso de la gente que va a misa o que reza, ora fervientemente, y después siente como que una cosa, un alivio, como una luz y una esperanza, como no te lo sé explicar chica... si no crees no lo sientes...Es la religiosidad Prozac. La tomas y te sientes bien, con suerte, hasta reconciliada con la vida y la muerte. Sobra decir que es preferible, mil veces, el Prozac. No hace tanto daño. Por supuesto que puede revestir las formas más exóticas y deslumbrantes. Expiaciones, silicios, visiones y apariciones, estigmatizados, una galería de horrores. La religiosidad se encuentra desde adentro, es como un palpito y no puede ser otra cosa, chica, tiene que ser eso. Esta es la vertiente puramente psicológica de la cosa. En última instancia encontraremos siempre un móvil de naturaleza hedonista en el fondo, aún en los casos más perversos de sufrimiento y expiación. Porque el sufrimiento redime, etc. Claro que las cosas no son tan sencillas, se pudieron escribir libros enteros sobre esto. Ya se escribieron. Bibliotecas vaticanas enteras. Recomiendo el Prozac.

Después está la gente sana, digamos así, pero burra. La clase de gente que no se pasea por este blog, por supuesto. En esta vertiente, como en la anterior, el abanico de manifestaciones concréticas es enorme. En este caso está, por ejemplo, la gente que cree que la religión fundamenta, como último recurso, todo el sistema de moralidad. A veces son los imperativos morales los que desembocan en la religión; otras veces son preceptos fundamentales de naturaleza religiosa quienes terminan justificando la moralidad. Esta moralidad es entendida en un sentido super amplio que incluye desde usos y costumbres hasta las bases morales de la sociedad. Coño, ¿qué puedo decir? Esta gente no es burra porque no haya leído a Hobbes, Lock y Rousseau, (nosotros sí, jeje). Lo es porque nunca se ha detenido a pensar en lo que está sucediendo todos los días a nuestro alrededor. Hoy vivimos en un mundo tan fast que nuestra moralidad cambia a una velocidad vertiginosa, ya nada es seguro y fácil de creer como antes. Hoy día defendemos como principios morales, verdaderos anatemas que horrorizarían nuestros abuelos. A mi me parece muy bien que un niño tenga derecho a denunciar a sus padres por haberle dado una bofetada, por ejemplo. Y me parece bien que las parejas homosexuales estables tengan los mismos los derechos que todos los demás. Me parece excelente que se legalice la marihuana (de paso, nunca la he probado). Y estoy seguro que un día me parecerán muy bien cosas que si me las cuentas hoy me quedaría estupefacto. Pienso, por ejemplo, que un día de estos se tolerarán ciertas formas de pedo filia atenuada, así como pienso también que me metí en un peo porque este tema es para rato y continuará otro día.

martes, 13 de octubre de 2009

Antonio Cova



En los 50 años de Ciencias Sociales en la UCAB


Tengo una inmensa deuda de gratitud con Antonio Cova. Él mismo se podrá sorprender de escuchar decirme esto. Aunque estará seguramente dispuesto a conceder que nunca sabemos exactamente que efecto, que recuerdo o marca dejamos en los otros.

Una vez me llamó por teléfono un amigo de mi primera adolescencia.

--Me llamo fulanito de tal, estudiamos juntos allí en tal parte, tal año. ¿Te acuerdas?--. En circunstancias normales uno dice “ah...claro...¿como estás?” Pero aquél día, por alguna razón y porque el teléfono ayuda mucho también, me salió del forro de las bolas ser menos educado y más sincero.

--No qué va, panita, no me acuerdo de ti.
--Yo soy este y aquel-- me decía él.
--¿Estás seguro que soy yo? ¿No buscas otro Jaime cualquiera?
--Nada, negativo. Tú vivías en aquella casa así y así y tu hermana se llama asado (y estaba más buena que el coño, dígase de paso, salúdala de mi parte) y te la pasabas con los mismo pantalones y la misma chaqueta todo el tiempo.
--¿Chaqueta? ¿Qué chaqueta?
--Una verde a cuadros. La tenías puesta aquella vez que le dijiste a La Pata Patológica esto y esto y ella te contestó aquello y lo otro...

La cosa se transformó de pronto en una experiencia surreal. Los nombres y los lugares coincidían, todo eso cuadraba perfecto, pero yo no me acordaba de nada. No solo no me acordaba de quién era el tipo. Pase, pues. Lo increíble es que no me acordara de aquél personaje que había sido yo, de lo que hacía o decía, o de la simples forma como me vestía. Ni siquiera me reconocía de lejos en aquello.

--Tenías aquella chaqueta verde a cuadros, ¿no te acuerdas? ¿Como no te vas a acordar si la usabas todos los días, guevón?--. Insistía particularmente en lo de la chaqueta, por que altura de la pierna me daba, la forma del cuello, cuantos cierres tenía. Para él, yo había sido el chico lenguaraz y “opinático” de la chaqueta verde, aunque yo nunca fui hablador ni me gustan particularmente las chaquetas ni el color verde. Lo que me quedó claro era que al muchacho le había gustado mi chaqueta, o por lo menos que le había llamado mucho la atención. Son esas las cosas que quedan de nosotros en los demás, nuestras importantísimas y personalísimas improntas personales que dejamos en este mundo.

Estoy seguro que Antonio no imagina cómo y cuánto me “improntó”. Yo venía de estudiar en Portugal, un paísito en dónde los profesores universitarios son tratados por “excelentísimos señores profesores doctores” y para quienes es (o era) sencillamente humillante tener una conversación de tu a tu con legos, plebeyos y estudiantes. Y, claro, bajo esta espesa capa de pompa y circunstancia, muchas veces se esconde un muy personal y humilde corazoncito de una mediocridad que te digo una cosa. Bueno. A mi me sacan de este vetusto y docto recinto y me colocan en una clase de Cova, a las siete de la mañana. Católica, año setenta y nueve ochenta, por ahí. ¿Coño?¿Qué vaina es esta? No solo no entendía lo que estaba pasando, estaba más chocado que una carmelita ante una verga rara. Así que lo vi entrando a clase, tan serio él, con su chivita adusta, me estaba esperando el tal profesor doctor que se viene a sentar a lo hierático y a engolar la voz. Cual no seria mi espanto cuando el señor empieza a pegar brincos en la ilustración histriónica de unos chistes que, o eran muy profundos, o muy infantiles, o yo no estaba entendiendo un coño de lo que estaba pasando allí. Y, claro, no me di cuenta en ese momento, porque venía con mucho blabla y salivita, pero el carajo me estaba sacando el virgo. ¡No habría de sentirme chocado, no joda! Por supuesto que no me reía, no le encontraba la gracia. Eso fue la primera vez. La segunda ya me gustó más, pero tampoco así que digamos muuucho muuuucho. Un poquito más. Y después vino la tercera y la cuarta y los sentimientos y las emociones van cambiando, como ya se sabe.

Me dio clases durante tres años y cada vez me parecían más fascinantes. La revelación me vino estilo fogonazo, a las primeras semanas de conocerlo, cuando súbitamente me apercibí que él no estaba contando chistes sino que estaba dando clases. La cosa fue a propósito de Historia de los Griegos, de Indro Montanelli. En medio de la clase soltó el nombre del libro como si se estuviera refiriendo al trabajito de ascenso de la profesora que daba clases en el salón de enfrente. Y yo fui y me compré el libro, seguramente en una banqueta del centro. Claro, me quedé enganchado, porque es un libro bellísimo. No es la gran disertación académica que te produce alergia griega para el resto de tu vida, sino precisamente lo contrario, un librito escrito con humildad y amor que te deja con ganas de aprender cirilico antiguo para leer a Homero. Por cierto, es uno de los pocos libros que he mandado a encuadernar en cuero repujado para que nadie me lo pida prestado. Bueno. Antonio mencionó el libro, pues, y siguió, literalmente, con la guachafita de sus clases. En una clase ilustraba, con ejecución en vivo y directo, la diferencia entre el pas-de-deux y el pas-de-trois o cuatro o qué sé yo. En otra, parodiaba el discurso político social-demócrata, señoras y señores, en la voz de: ¡Rómulo Bettancourt! Cada clase era una performance en función de estreno, y nosotros eramos su platea cautiva de primera fila. La tal revelación ocurrió cuando me di cuenta de que, espérate... yo creo que ya escuché esto en alguna parte... Ah, sí... ¡en el libro de Montaneli! ¡Coño, no puede ser! ¡Él carajo está dando clases de verdad verdad, con apego a programa y bibliografía! Yo era tan jojoto y tan burro que tardé una eternidad en darme cuenta.

Sí, fue una de las grandes lecciones de mi vida la que fui aprendiendo a lo largo de mi convivencia con Cova. Son varias cosas, una especie de package tamaño familiar que adquieres con regalitos oferta. Y no estoy muy seguro de poder explicarlo bien. Es la idea de que cultura y humor no solo no están en absoluto reñidas sino que casi se presuponen. La idea de que la incorporación intelectual más cabal y legítima implica un cierto distanciamiento crítico sí, pero también una gran inversión personal, sincera, si miedo ni pena, sin mucha mierda. Aprender a tutear un libro, a reírse de él, a llorar con él, es una de esas lecciones que no olvidas el resto de tu vida. Como no olvidas quién, dónde y cuándo te enseñaron a andar de bicicleta.

Y bueno, cuando me di cuenta que la cosa metía libros empezó a gustarme. Cuanto más metía más me gustaba, lo confieso. De vez en cuando, en medio de la clase, soltaba la referencia al libro que se andaba leyendo en el momento. Y yo, claro, solo para poder reírme con más gusto en sus clases, corría a buscarme el libro. Como tenía mucho más tiempo para leer que él, casi siempre lo acababa primero. Y gozaba una bola viendo por que capítulo de La Guerra del Fin del Mundo andaba él, o a qué personaje de La Habana para un Infante Difunto se estaba refiriendo. Y la cosa, así, con preparación previa, con la debida anticipación y foreplay aún daba más gusto. Literalmente lloraba. De la risa, pues.

El día que me propuso que fuera su preparador salí disparado de orgullo por las nubes. Ni me dio tiempo a escuchar que esa era la parte buena. La parte mala es que iba a tener que dar a Luckács, coño de la madre, qué huevo tan duro.

--A ti te gusta Luckács ¿verdad?
--¿Qué si me gusta? Lo adoro, ni sé cómo te digo, lo amo.

Un día me preguntó que que era lo mío, mi vaina pues ¿cual era? Me quedé un pelo perplejo porque revelaba interés personal, y era una pregunta muy seria.

--Escribir-- le dije yo, poniéndome cara de malo.
--Bueno, va siendo hora de que saques cosas.
--Está bien..tienes razón... pero tengo veinte años-- le dije, cómo diciendo que iba retrasado pero que aún pasaban trenes a aquella hora.
--A tu edad ya mucha gente tiene muchas cosas-- insistió él.

¡Qué santas bolas tenía éste! La facultad entera decía de él que era un talento perdido, que era brillante y todo eso, pero que a la hora de la chiquita se esfriaba todo porque no escribía nada. Es una pena, coño, decían todos con ese aire de pésame pungente con que se palmea la espalda de un amigo impotente. Quiere, pero no le sale, ni una línea. ¡Y éste es el mismo caramelo que me viene a decir que me ponga a trabajar! Me quedé loco, pues. Pero caí en la cuenta de que me tenía en estima, por lo demás completamente inmerecida, cosa que el futuro se encargó de demostrar con evidencia fehaciente.

Pasaron unos años y caí en Venezuela de vacaciones. Había acabado de publicar un libro y unos amigos demasiado generosos me organizaron “un bautizo” con bombos y platillos. Yo andaba deprimido de bola en esa época, para variar (creo que más por eso mis panas me organizaron la fiesta). Me enchufaron un flux, me enroscaron una corbata alrededor del cuello, me sentaron en la silla del medio de una mesa larguísima que metía cónsules y embajadores y llenaron un salón de gente que casi ni conocía. Ya no me acuerdo si fui yo quien lo invité. Me parece que no, que fue él quien se enteró. De pronto levanto la vista de la mesa por encima de toda aquella gente y veo a Antonio al fondo del salón, de pie y mirándome muy serio. No se me olvida esa imagen. Cuando terminaron los discursos vino la champaña para regar y terminar de rascar la dudosa calidad del libro, y cuándo lo busqué para saludarlo ya no estaba, se había ido.

Pasaron otra vez unos años más y volví a caer en Venezuela. Llego, me siento en el sofá y enciendo la televisión.
--Célia, corre, rápido, ven a ver esto.
--¿Qué?- pregunta ella media frustrada porque no era un despeñamiento de avión.
--Este es Cova, el profesor de que tanto te he hablado.

La escena se repitió un poco de veces porque Antonio pasó a ser un habitué de los programas de televisión, aparte de que escribía para los periódicos. ¡Y cómo escribía, mano! Será que lo tenía guardado porque ahora escribía artículos de análisis y opinión a página entera para los periódicos más reputados.

--Célia, corre chica, ven rápido.
--¿Es Cova otra vez, verdad? Ahora no puedo, estoy ocupada.
--No, no es cova, ven-- le dije yo. La pobre es portuguesa, y por ese entonces todavía no tenía el castellano muy afinado. Y fue bien hecho, no joda. Por tirárselas de incrédula muy viva se perdió el derrumbe de las torres gemelas.

domingo, 11 de octubre de 2009

El violinista desnudo


Cuando me echaron este cuento no me mencionaron su edad. No sé si referirme a él como “ese señor” o como “aquél muchacho”. Me lo imagino de unos treinta años, más o menos, estatura mediana, ni gordo ni flaco, pelo más voluminoso que largo, franelita desbotada y bluejeans. Llega a la estación del metro, abre un estuche viejo y rayado, y saca su violín. Sucede todos los días, en todos los metros del mundo. Aunque parece que la historia salió en el Washington Post yo me lo imagino en el metro de Nueva York, no sé porqué. Tal vez porque en Nueva York hay más gente y más ruído, creo, tampoco lo sé. Lo cierto es que llega éste joven, retira su violin, y lo frota con el pañito amarillo que después despliega sobre el viejo estuche, preparado para recibir sus moneditas. Y se lanza, pues, ahí va.

Toca que toca y la gente entramdo y saliendo pasándole por detrás o por enfrente, todos ocupados con sus destinos. Lo normal, lo de siempre, lo que se ve en todas partes. Unos le dedican una mirada fugaz, otros no miran ni paran, y otros más se colocan en el andén dándole la espalda sin esconder aquella cara de qué fastidio la bulla, no joda. Nadie sin excepción dejó pasar un vagón y sacrificar cinco o diez minutos para quedarse escuchando un rato más. Al cabo de dos horas recoge el paño y las monedas que los transeuntes más benevolentes tiraron sobre el estuche. Diez, veinte dólares, algo así. Parecía más, pero había muchos “quarters”. Resultado, que probablemente no llegó a sacar la tarifa horária del salario mínimo, que en Estados Unidos no es precisamente un despilfarro generoso. Mete la calderilla al bolsillo, vuelve a limpiar el instrumento como si se tratara de un objeto precioso y, ya caminando de vuelta sobre el andén, le dice adiós y gracias al equipo de filmación que, desde el extremo opuesto del muelle, con grandes lentes y telemicrófonos de última generación, registraron minuciosamente el concierto recién ejecutado.

Exactamente el mismo concierto que la noche anterior había sido interpretado por este mismo joven en el Carnegie Hall, con casa llena. Lo ejecutó exactamente con el mismo rigor técnico y la misma pasión que le merecieron la apoteósica ovación de público y crítica. Y con el mismo instrumento, un Stradivarius cuyas cláusulas del seguro estaban siendo violadas al exponer semejante pieza a los azares de una estación del metro. Un trastabilleo, un empujón, o incluso el “arrebatón” de que pudiera haber sido víctima habría costado millones de dólares.

La historia me la contó Célia y quise reproducirla aquí antes de ponerme a gugulear para verificar la fuente. Me la contó así, sin epílogo ni moraleja. Como se deben contar ciertas historias para ponerte las neuronas en taichi, bailando pasitos de gimnasia china.

El músico se llama Joshua Bell, uno de los violinistas más reputados del mundo, y la cosa efectivamente fue organizada por el Washington Post. No tocó durante dos horas sino tan solo 45 minutos. Bach. Su violín está valorado en 3.5 millones. Los tickets de su concierto de la noche anterior se habían vendido a 100 dólares. Esa mañana recogió 32.

viernes, 2 de octubre de 2009

Alberto


--Los que se quieren cambiar a sí mismos estudian psicología-- dijo, sin mirar a nadie en particular.

--Claro-- respondí yo, con la manito alzada en el aire, sin haber sido invitado al baile-- los que quieren cambiar a la sociedad estudian sociología y por lo tanto hay un defecto de extracción hacia la izquierda y el status quo y el pato y la guacharaca-- despotriqué yo por un ratico, con el culo muy pegado a mi pupitre cómo diciendo “ya cagué mi mojoncito, aja. Dígnese usted ahora de proseguir a su antojo mi querido profesor”.

--Los que se quieren cambiar a sí mismos estudian psicología o psiquiatría—recapituló él, retomando el hilo e ignorándome de lo más lindo-- Los que estudian sociología solo quieren cambiar a los demás. La decisión de estudiar esto o aquello sigue perteneciendo al dominio psicológico-- dijo, sin mirarme a mi particularmente

Me jodió, claro. La primera de miles de veces sin cuenta. Sí yo decía a él decía b. Hasta ahí todo normal, OK, a fin de cuentas se suponía que estaba aprendiendo. Bueno, al menos estudiando. Lo que me sacaba la piedra era la sonrisita y que no te mirara derecho a los ojos. Te contestaba a todo pero siempre mirando a otra parte, como quien está a punto de destornillarse de la risa porque la pregunta es tonta. No, no puede ser coño, no puedo ser tan burro, me decía yo, de cada vez que bajaba despacito mi manito en el aire. Pero lo era. Burro como una piedra. Me di cuenta cuando inventé una estratagema para fregarlo. Ah, así es la vaina, pues vas a ver. A partir de ahora en vez de decir lo que pienso voy a afirmar lo opuesto, voy a decir b, tu me vas a salir con a, y seré yo el que ría de último, jaja. Podrás haber estudiado mucha teología en Lovaina, curita vacilidor, pero te voy a dar tu paradito, ya vas a ver. Y entonces empecé. A medio de la clase le interrumpía la ensoñación con el mayor descaro, cómo si estuviera gritando fuego:
--B, B, profesor, mire profe, es B grande... ¿Verdad que sí? ¿Verdad?-- gritaba yo de manito en ristre.
--Efectivamente, así es Jaimito. La cosa es B. ¿Y sabes porqué?
Por supuesto que no lo sabía, pero en este caso el juego exigía que dijera que sí, reglas son reglas. (Y me saca la piedra cuando me llaman Jaimito.)
--Sí sé porqué, claro, no faltaba más, por supuesto que lo sé.
--Entonces explícalo. Tus compañeros y yo te queremos oír.

Me la tenía aplicada o era impresión mía. Pero éste coño e madre era el mismo curita tímido y calvito que oficiaba misa todos los días en el 23 de Enero. Al lado de su mente, las maquinaciones político intelectuales de los jesuitas eran juguetes de niños de pecho, no joda.

Yo no le ganaba una a Grusón. No solo por su erudición avasalladora sino porque era y debe de continuar siendo una de las personas más intelectualmente exigentes y honestas que he conocido. Siempre estaba dispuesto a ponerlo todo en causa, a retar la convención, a moverte el piso. Fue sin duda una de las personalidades más interesantes que he conocido en mi vida. Tuve la suerte de trabajar con él unos tres o cuatro años, en Cisor. Muchísimas cosas de lo que decía y hacía Alberto solo las entendí plenamente mucho más tarde. Lustros y décadas más tarde. Concedo plenamente que siempre he sido un pelo lento de entendimiento pero, por favor, hablar de indexaciones semánticas de bases de datos a principios de los ochenta, cuando aún no había aparecido el PC personal, por dios, era sencillamente inaudito! La Web 3.0, la Web semántica apenas ahora se empieza a vislumbrar y muy a lo lejitos. Fue tutor de mi tesis, un mamotreto que daba unos tiros locos por la formalización semántica, precisamente. Me presentó el estructuralismo y acabé casándome con una lingüista chomskyana, cosa de la cual no lo hago estrictamente responsable. Aunque, como me hipnotizó tantas veces no sé qué me habrá metido en la cabeza.

Cual Virginia Woolf, cual James Joyce cual nada, chico. Si querías ser testigo del hilo de consciencia, del desarrollo de la lógica interna del pensamiento, tenías que asistir a una clase de Grusón. Daba las clases pensando en voz alta, de tal forma concentrado que eran los alumnos quienes lo pillaban distraído a él. Ni siempre despertaba pero a veces emergía de lo profundo y nos miraba con extrañeza, cómo si recién se percatara de que estábamos allí.

--¿Usted preguntó algo?
--¿Quién, yo?
--Usted.
--No, yo no, profe.
--Fuí yo profesor.
--Diga entonces.
--Yo tampoco, fue él.

Desistí de hacer preguntas. El suyo era, y es, uno de esos estrabismos post euclidianos, que no respecta paralelas y te trastoca la noción del espacio de una manera. Y claro, empezaron a circular las teorías. Los ojos miran a izquierda, decían unos. No, chica, estás completamente pelada, es a derecha. A las cuatro y veinte. A las cinco y media. Hasta que a alguien se le ocurrió prueba de hipótesis con apelo a verificación empírica. Nos pusimos de acuerdo en el cafetin. Entramos todos al salón y unos de nosotros --tú Pancho, te sientas en el medio. Cuándo él esté bien embreñado en su meditación espirita, invocando a los antropólogos trobiandeses, tú lo llamas y quién se sienta mirado dice “Yo”. Y ya está, salimos de dudas. ¿Vale? Vamos pues.

Ocupamos nuestros puestos. Y la clase le estaba yendo de maravilla, como a él le gustaba, perdido de bola en Papua Nueva Guinea y cero preguntas estúpidas de estudiantes tontos. En esto Pancho se para del pupitre, alza las manos como deteniéndole la locomotora imparable del pensamiento y lo llama:

--¡Profesor!

Mal Alberto levanta la cabeza ahí mismo se escuchan dos o tres voces: “Yo, me mira a mi, a mi tambien, aquí yo”. Naturalmente él voltea a buscar quién está diciendo “yo”, quién lo está llamando, barre el salón con la mirada y desata un tsunami. La una y diez, once y veinticinco, diecisiete post meridien, la confusión horaria total.

Uno de mis cuentos preferidos venía del salón de quinto, del salón de Rómulo Sanchéz, que también trabajaba en Cisor y siempre fue vaciladorcito (nunca más he sabido nada de él). Rezaba más o menos así.

--¿Sabes que Grusón ya llegó de Francia, no?
--¿Ah sí?
--Sí. Ayer. ¿Y sabes con quién se encontró allá?
--No.
--Con Sartre, mano, nada más y nada menos, con Sartre.
--¿De verdad? ¿Y qué pasó?
--Bueno. Se encontraron en el Café de Flore, esos cafecitos finos de por allá tu sabes, y se armó la sanpablera.
--¿Cómo así?
--Sí pana. Los mesoneros les preguntaban “usted necesita algo, señor”, “usted me llamó, señor”, “ajá, dígame señor”, “coño monsieur, esta es la quinta vez que usted me llama y me dice que no quiere nada?”... Y no se dio el debate intelectual del siglo porque se amotinaron los garzones. Jajaja.

Y después la vida te lleva por ahí, y por varias razones perdí contacto con Alberto. Hasta hace unos seis meses atrás, cuándo Matilde Parra me dio su email y nos encontramos por Messenger. No resulta cómodo ni natural restablecer algo después de tantos años. Uno no encuentra qué decir, de qué hablar. Así que le conté las cosas que estaba leyendo.

--Ando en una de neo-spenciarismo popular.
--¿Como es eso?
--Tú sabes, los libritos que explican que a las mujeres les gusta el shopping porque tienen una impronta genética de recolectoras, ese tipo de guevonadas, mujeres de Venus y hombres de Marte, jeje.
--¿Lo leíste?
--Por supuesto que no, pero me imagino que también debe de andar por ahí.
--Ah.
--Bueno, la cosa es... cómo te digo, las teorías de innatismo derivaron hacia la justificación ideológica mediante el evolucionismo...vienen siendo ahora como los Ovnis de los cincuenta...
--Ah.
...Y me quedé con aquella misma sensación de que él estaba a punto de soltar la carcajada burlándose de un diletante tonto.

Sé que no. Alberto es una excelente persona, que ha dedicado su vida a los demás, con humildad, sin pedir nada a cambio. De la misma forma que apuntar la desigualdad social no revela odio a los ricos, asi también las dudas que abrigo con relación a la Iglesia Católica no pasan por juzgar de animo fácil a los curas. Hay gente, como me consta en el caso de Alberto, que con un sacrificio inmenso y de la forma más humilde, transformaron su vida en un apostolado sincero y nunca tuvieron miedo de someter su vocación a las pruebas más duras de la inteligencia y la razón. O cómo lo diría él, “ah...bueno”.

Dilia, la secretaria, me llamaba de vez en cuando a la casa.

--Hola Jaime, como estás. ¿Seguro que no tienes libros de la biblioteca?
--Por supuesto que no mujer. ¿Y tú como andas?

Pasados seis meses me volvía a llamar. Cero libros, chica. Pero me enteraba de cómo andaban las cosas, quien todavía trabajaba por allá, quien no. Cuando a Grusón le dio el infarto ya no conocía a nadie. Se habían ido los nuevos, entraron nuevos, el tiempo pasó, muchas cosas cambiaron. Yo me dejé de sociologías y me puse a trabajar!!! Y creo, por lo menos siempre me quedé con esa impresión, de que a Alberto no le gustó que renunciara tan a la ligera a mis vocaciones. No sé, pudo haber sido. Y yo de cierta forma rehuía el contacto para evitar “disonancias cognitivas” cómo se dice en francés. Cosas difíciles de entender y menos de explicar. Pero nunca se me olvidó Grusón. Lo recuerdo a menudo, la fascinación ante su poder intelectual y su ejemplo de servicio y humildad.

Hace un par de meses Dilia y José Luis Fernández nos encontramos en Facebook. Oye, te acuerdas del criadero de ratones que teníamos en los botellones de água? No me acordaba, pero cuadra muy bien en el tipo de cosas que hacíamos, por ejemplo recrear las condiciones originales de los experimentos pre lamarquianos, la historia de la epistemología en vividirecto, señoras y señores, vualá! Pero me acuerdo de muchas otras cosas, de los tableros de ajedrez ocultos entre los libros de la biblioteca. De los boomerangs de papel, de cómo sub contratábamos a los muchachos del café como “terminalistas de datos” a cambio de “clases de computación”, y sobretodo me acuerdo de que por esas y por otras que tales Grusón me despidió y me reenganchó dos veces, más por cansancio que por reconsideración de méritos o juicio. Eramos tan invenciblemente jóvenes que no nos importaba ni el tiempo.

Un día entré a Cisor y no vi a nadie. Dejé los libros encima de la primera secretaria y volví a cerrar la puerta con cuidado.

Lissette González me dijo ayer que se celebraban los cincuenta años de Ciencias Sociales en la Católica. La foto de Alberto es de Blas Regnault.

martes, 29 de septiembre de 2009

Personas y Verbos


Me encanta verla contento, tirándoseme encima tipo Mig en picada entre las nubes. Y yo, claro, solo de verla así ya me siento felices. Y al contrario también, pues claro, porque en todo los dos me parezco mucho. Es divertido ver cómo empiezo una cosa y ella lo acabo. Bueno, ni siempre a ella nos parece tan divertido porque tiendo a comenzar muchas cosas que ella acabamos. Y después pone aquella cara. Las cejas así. Uhm. Pero le pasa rápido, o se les olvida. Otra cosa. Que me leemos la mente. Verídico. Y nunca nos canso de la payasada. Por poner un ejemplo, este jueguito. Viene de Pessoa, hehe con h, claro hija. Detesto que me llame hija. No solo un vocabulario, sino toda una gramática de declinaciones y tiempos y figuras de estilo y retóricas tórticas de limón y almendra tipo catedral de Gaudi pero de caramelo y chocolate. Y aquella luz filtrada de azúcar entrando y la construcción subiendo y adelantando cómo si los obreros de Bertolt Brecht trabajaran día y noche haciéndole preguntas marxistas a la Historia. ¿Alguna vez te enseñamos ese poema? Muy bonito. Ahora en serio. Normalmente la gente cuando duerme no se da cuenta que respira, verdad? Pues, no siempre, tu sabemos que no. Que cada uno es como eres y yo creo soy diferentes porque me defino por aproximación a ti. Y de paso, me encantamos ser órbita, dar y recibir sombra, dibujar elipses eclípticas de mil sentidos, bailando como un loca alrededor tuyo, produciendo el dia y la noche, revoloteando los dos por el tiempo adentro y por la vida afuera. Eso es lo bueno. Lo malo es que a veces nos me cuesta todo, coño, vivir un poquito como las demás y ser un pelo normal, respirar. Bueno. No voy a seguir. Y era solo para decir esto. Que no encuentro palabras para decirme cómo y cuánto te amo. Para resumir. Ahora sabes lo que sé. Y yo sé que sabes lo que sé que sabes que yo sé. Y en último término esta catropia divertida es quienes somos, un reflejo de otro reflejo desatado en una de esas paradojas locas del universo y de la luz. Una cosa difícil de entender, una cosa sin fin. Y en esto se me olvidó que estaba jugando a las personas de los verbos. Antes de que se me olvide. Te marqué una consulta para mañana a las seis. ¿Te parece bien?

lunes, 28 de septiembre de 2009

ViVi V



Leí alguna vez una entrevista en la que Italo Calvino le recomendaba a la gente sacar cuentas. No tanto sacar cuentas sino hacer cuentas, ejecutarlas, con papel y lápiz. Cuentas de sumar, restar, dividir, ese tipo de cuentas. ¿Para qué? preguntaba muy naturalmente el entrevistador. Porque es bueno. ¿Para la memoria? Para todo, muchas cuentas, bueno para todo, respondía él. Estaba viejito.

Una vez conocí un maestro internacional de ajedrez. Uno de esos locos que juegan con relojitos dobles y mueven las piezas a la velocidad de la luz. No te da tiempo a ver las piezas, mucho menos a evaluar la posición y pensar la jugada. Cuando asistes a una partida de esas miras y miras pero no ves nada. Bueno. Este era un chaval joven, un catire poco mayor que yo. Claro que ahí mismo me puse a interrogarlo, a ver cómo le funcionaba el coco para aprender el truco de ser genio del ajedrez. Le invité un negrito en el Gran Café y lo acribillé de preguntas cognitivas de las bravas. No le pude sonsacar gran cosa pero para poder concluir algo conjeturé que probablemente él le sacaría algún placer muy especial al hecho de pensar. Oh no, yo no pienso. ¿Cómo que no piensas, chico? No. Yo veo piezas y casillas y más nada. Puede que empiece a llover y me esté mojando pero no me doy cuenta de nada. (En aquella época se jugaba ajedrez al aire libre, en Sabana Grande. A veces llovía. Ahora no sé.)

Otra amiga mía, esto aquí en Nueva Zelanda. Tiene un trabajo de mierda. Limpia sucursales de bancos y en el tiempo que le queda hace joyería artesanal. Unas piezas de jade preciosas, bellísimas, pero no vende. Se la pasa cansada y no es para menos aunque por nada del mundo prescinde de sus dos horitas de gimnasio. Todos los días. Step. Subir y bajarse y hacer morisquetas bailables encima de un banquito a un ritmo infernal, bajo una música ensordecedora. Dos horas en este merequetengue. Eso da como mil quinientos brinquitos encima del taburete, algo equivalente a subirse las escaleras de un rascacielos de cincuenta pisos. ¿Sábados también? Sí, todos los días menos domingos. Pero tú te las pasas quejándote que la limpieza te deja tan cansada, no lo entiendo... El Step no me cansa. ¿Ah no? No, nada. Verás. Entre llevar el ritmo de la música y estar atenta a los pasos de la coreografía no te da tiempo a pensar en nada.

Todos anhelamos tregua, pensar en nada, no pensar. Descansar, parar de ser. Si el primer estadio de la iluminación es el no desear, probablemente el último sea el no existir. Participar del mundo sin estar. Son cosas difíciles de explicar, claro. Pero es lo que hacemos todos a todas horas. Trabajar, por ejemplo.

Me fascina encontrar una agenda de un desconocido, por ahí tirada, olvidada en cualquier parte. Ya me ha pasado unas dos o tres veces. Creo que las busco casi inconscientemente, cuando entro a una biblioteca o a un café. Es una sensación extraña, tiene algo de voyeurismo medio raro. Y no me refiero a espiar un diario. Diario y agenda son cosas diferentes. La agenda propiamente dicha es una lista de tudus y chequemarques. No está hecha de opiniones o confesiones o posturas sino de la vida misma, trivialilla y descarada, tal como ella es. Lo que debo hacer, o quiero hacer, o me propongo hacer. Cuando, aja. Hecho, culecuá. Otra página, mañana. Llamar a Ernesto. Notario. Luz. Marcela. Dentista. Nat. R. Manguera, regalo. Corriendo de un lado a otro siempre sin que te de tiempo de nada.

A lo mejor la vida misma es así. Todos los días te entrega una hoja en blanco y le metes cosas. Y va pasando y vas anotando con vistos buenos, tildando o rayando por encima. Hice lo que me propuse o lo que debía o tenía que hacer. Vivi. Y ni siquiera tuve que pensarlo mucho. Nada malo.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Viento


Después de algunos años de inactividad académica, Ana Maria, una lingüista amiga de mi esposa, se animó a hacer su doctorado. Cambió la pílula por el ácido fólico, consultó el ginecólogo, anotó sus ovulaciones en una agendita con temas de Van Gogh que encontró muy adecuada al asunto, y por ahí se tiró a la aventura intelectual del siglo. A los dos o tres meses estaba embarazada. Nueve meses después nacía el sujeto que en los dos años siguientes sería responsable por producir el corpus de evidencia empírica para su tesis. En esos dos años Ana María grabó, filmó y anotó todo lo que decía su hijo Diego, es decir, el sujeto. Una de las cosas que anotó en sus libretas fue “mira mamá cómo hago viento”. La frase más memorable que he escuchado en mi vida.

Estaban los dos en un parque, Ana María de lentes bifocales y libreta con temas de Matisse en la mano; el sujeto por ahí, correteando de aquí para allá, enfrente a ella, cuándo pronunció estas palabras. Quedaron consignadas en su tesis “Omisión de pronombres pro dop en elocuciones parapragmáticas contextualizadas”. Algo así, parecido, no me acuerdo muy bien. Celia sí se acuerda porque asistió a la defensa de la tesis y cuándo llegó a la casa me lo contó todo con detalles. Como estaba vestida Ana Maria, como no estaba nada nerviosa, como la presidenta del jurado la quizo siquitrillar con unas preguntitas tendenciosísimas (pero no pudo, jeje) y todo eso. La descripción fue tan pormenorizada que incluyó esta citación textual del corpus que desde ahí no he podido olvidar: “Mira mamá como hago viento.”

Si no me quedara tan mal decir estas cosas, me atrevería a afirmar que resume la condición humana. (Pedantísimo me quedó, ya lo sé. Pero ahora que coño, voy a terminar). La frase del sujeto refiere una ilusión que llevamos bien metida adentro: el creer que somos capaces de producir cosas, de hacer, de transformar. Hacer viento, precipitar la lluvia. Es sabido que se puede inducir la primavera deseándola de alma y corazón a lo largo del invierno.

Estas relaciones mágicas de causa y efecto, que la ciencia se ha obstinado en depurar (la mayor parte de las veces sin éxito), habitan tanto el pensamiento primitivo como la mente del niño, y han sido ampliamente documentadas comenzando con Levi Bruhl y Piaget. Pero no tan evidente es percatarse de que siguen entrañadas en nuestra vida de todos los días. Tengo un amigo, por ejemplo, que es “obesofóbico” y está convencido que es flaco y elegante a punta de voluntad y templanza. Así que ve un gordo, se retuerce de repulsa e indignación, y menea la cabeza diciendo “como es posible que se dejara llegar a ese estado”. Para él pusilanimidad y obesidad son absolutos sinónimos y los dos deben ser condenados con absoluta vehemencia. Creo que nunca se le ocurrió mirar a su alrededor y constatar que todos en su familia son flacos y tienen un apetito muy sano, por decirlo así. Este amigo cree que es flaco porque quiere serlo. Viento. Imputar la obesidad a la pusilanimidad es como atribuir la homosexualidad a la lujuria. Nadie en su sano juicio opta por ser gordo o feo o marico, por dios. Aun hay gente que no lo entiende.

Otro amigo mío es rico. No es muy común pero sucede. Está convencidísimo que lo debe a su inteligencia, a su particular olfato para los negocios, a su intuición, y la verdad es que, año tras año, no ha dejado de acumular millones encima de millones. No le pasa por la cabeza constatar que ya nació rico, con más dinero de lo que podría gastar. Para él, la prueba de sus innatas capacidades es que no malversó la fortuna que heredó sino que no deja de multiplicarla. Más viento.

Y para terminar con mis amigos, (jeje, creo que comprenderán; además, si nunca han leído mi blog sería el colmo de la mala suerte que lo hicieran ahora) terminaré refiriéndome a mi amigo pintor. No tiene cincuenta años y tiene toda una reputación, un nombre hecho. Dentro de diez años los merchands se disputarán los monigoticos que dibuja mientras habla por teléfono. Sucede a veces que, mientras caminamos en la calle, pasamos enfrente a alguna galería o nos metemos a algún museo a ver que hay. Nunca le he escuchado una palabra de lisonja hacia un trabajo ajeno. Todo le parece malo, aunque él tiene una batería propia de adjetivos y un modo sutil de dispararlos: “demodé”, “forzado”, “técnico”, “datado”. Esto lo dice casi siempre muy bajito, con una especie de sonrisa condescendiente. Todo un arsenal crítico, pero usado sin grandes despliegues bélicos. Después de examinar los trabajos profiere una de estas palabrejas como un veredicto infalible y sin apelación, tipo conjuro para mantener a raya las malas influencias: naif, vade retro. No pocas veces me he quedado perplejo ante tales apreciaciones porque ni todos los cuadros me parecen malos. Algunos no solo me parecen muy buenos sino que, lo voy a confesar ahora, me lucen muy superiores a los que hace y exhibe mi amigo. Para él solo los pintores reputados y consagrados tienen valor y le merecen aprecio. Creo que admitir otra cosa seria reconocer que su proprio mérito tendría algo de serendipítico y se pudiera deber a algo más que su trabajo. Y eso, para él, seria inconcebible, le conmocionaría el mundo de una manera que ni te digo. Vientos huracanados, tempestades.

Esto con relación a la segunda parte de la frase de Dieguito. Pero la primera parte, eso del “mira mama” también se trae su cola. Es lo que hacemos todos a todas horas. Por ejemplo, blogs. La aplastante mayoría de ellos, tal como éste, como el mío, son blogs del tipo “Este soy yo, mírenme aquí”. Es lo que hace la gente en las redes sociales, por supuesto, y en el metro, en el trabajo, en la casa, en todas partes. Tenemos una necesidad imperiosa de decir “mírame, háblame, estoy aquí”. Tal como las hormigas y las abejas somos bichos increíblemente sociales y no estamos menos dominados que un insecto en nuestra ancestral motivación a la “colaboración” social.

Creo que la mejor forma de ilustrar la intersección de la biografía y la historia, lo que podemos y lo que no podemos hacer, es mediante una metáfora casi cursi. Pero no tengo nada mejor. La imagen de una persona que se deja arrastrar y flota plácidamente en un enorme río. Hay trechos del río en que predominan los rápidos, los obstáculos, los escollos. En estos momentos no tiene sentido luchar contra las circunstancias, nadar contra la corriente no solo seria inútil, seria muy poco aconsejable. En esos momentos uno hace lo que puede e intenta no perder la cabeza. La energía se debe guardar para otros sectores del río en que la corriente no arrastre tanto. Con tiempo, con cierta planificación, nunca subestimando el enorme poder de la corriente, es posible escoger y nadar hacia puntos específicos de la orilla. En diagonal, pues. De un lado a otro y con grandes arcos y rodeos. Incluso llegarán dias de perfecta calma con aguas cristalinas y espejadas.

Mírame aquí, nadando de espaldas y contra la corriente, levantando espuma, haciendo viento.