martes, 9 de septiembre de 2014

Destinada a estar aquí desde el comienzo



 
Vivimos en un país asfixiado por una ideología, que de tan vieja y anacrónica, se ha vuelto aberrante. Junto con Corea del Norte y Cuba, nos hemos vuelto curiosidades históricas, países enfermos, mutantes. Pero no era así en los años setenta y ochenta. Venezuela era un país que se estaba creando a sí mismo, descubriéndose, desplegando creatividad, intentando (como lo hace todo el mundo en su sano juicio) conciliar un proyecto de modernidad con los antecedentes del pasado. Sucedían cosas pequeñitas e interesantes todos los días. Monteavila Editores publicaba libros exquisitos que rápidamente daban la vuelta alrededor del mundo hispano. Uno de esos libros que me cayó en las manos fue “Para los Pájaros” de Jonh Cage. Yo tampoco sabía quién era John Cage. Fue uno de los músicos más avant-gard, más radicalmente innovador, del siglo XX. El librito es una recopilación de entrevistas que le hicieron a lo largo de varios años.

Probablemente la idea central del libro, y en gran medida de la obra del músico también, es la omnipresencia del azar en el tejido de la realidad. Al opinar, al optar, al escoger, nos hacemos la ilusión de que actuamos en la realidad y la modificamos, ajustándola a nuestra voluntad o interés. Para Cage esto era una ilusión. Nuestro poder para alterar la realidad es infinitesimal. Pero no solo es deleznable, es inútil, interfiere con el orden natural del mundo y de alguna forma nos enajena. Hasta ahí todo bien, es una idea sacada del budismo zen, uno de sus pilares. Pero Cage tenía una forma muy particular de llevarla a cabo en su vida cuotidiana. En los bolsillos cargaba siempre un ejemplar del I Ching y un par de dados. Si, sentado a la mesa de un restaurant, debía elegir un elemento del menú, tiraba un dado. Si debiera comprarse una camisa, probablemente sacaría el I Ching.

Gastamos una cantidad desproporcionada de energía psíquica en la elección de trivialidades y componemos cuadros de opciones por dónde no dejamos entrar la vida con naturalidad. La vida es plural, diversa, caótica, impredecible, sorprendente, y eso pareciera producirnos alguna clase de malestar. Componemos nuestra vida como una señora nueva rica que decora su casa. Los cuadros que cuelga de la pared guardan correspondencia con el tono de los sofás. El objetivo del cuadro deja de tener sentido, y sentarse en el sofá admirando un mamarracho, pues…

Tampoco se quiere con esto decir que dejaremos que las hierbas invadan la sala. Tal vez se trate de prestarle un poco más de atención a la realidad, examinar que nos ofrece antes de correr a modificarla.

La semana pasada, acabado de salir del quirófano de una clínica, la vida me propuso escuchar una canción. De los billones de canciones populares me propuso una del año 72, de Emerson, Lake & Palmer: From the Beginning. Solo, sin decirle nada a ella, he estado descifrándola. Dice: It´s all clear. You were meant to be here, from the beginning.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Después del Trueno


Para José Luis Fernández y Mary Carmen Villasmil

 

En un par de segundos el trueno licuó la tierra

cerró surcos muy viejos, abrió otros nuevos.

En ese par de segundos que duró el trueno,

el arado de luz y fuego sepultó las plantas vivas

taló los árboles, ahogó las yerbas, hizo hervir el agua de los arroyuelos con azufre

y convirtió los mantos freáticos en horribles catedrales de vapor con lenguas de agua viscosas

que lo babearon todo

con una saliva repugnante.

Dos segundos y todo había quedado diferente, parecía unas veces; 

todo quedó igual, parecían las cosas en otro momento. Empezó a hacerse confuso.

Lo normal y lo extraño se fundieron por dos días y tres noches

en la reverberación sorda del estruendo inicial.

La vida quedó sepultada varios metros bajo tierra en la expectativa de un renacimiento lejano e incierto.

Imposible adivinar las consecuencias de la deflagración del mundo si no existían referencias ni precedentes.

Después del trueno, ¿Volverá la tierra a florecer y a dar frutos? Nos preguntábamos.  

¿Fue bueno o fue malo?

¿Será que el trueno aró la tierra, la volteó delicadamente en el lecho nupcial y la fecundó?

¿Fue eso lo que pasó? ¿O en esa terrible furia de amor la dañó, la esterilizó, la arrasó, la quemó, la abrasó para siempre?

¿Será que tanto amor le dañó los ciclos de muerte, amor y renacimiento? ¿Fue eso?

Dormíamos todos. Las camas subieron 5 centímetros en el aire y ahí quedaron, a la escucha.

La vibración fue tan intensa que el aire entró en combustión.

Los que dormían con la ventana abierta o con las cortinas descerradas, amanecieron con la mitad del rostro quemado.

Los pocos que estaban despiertos y andaban en la calle, sufrieron quemaduras en todo el cuerpo.

Las emergencias de los hospitales colapsaron.

Los sistemas electrónicos entraron en pánico. La ciudad entera era un solo aullido de dolor de sirenas y alarmas que se gritaban desesperadamente  unas a otras.

Las patrullas y los bomberos que salieron a la calle se encontraron con una luz purpura que duró otros dos días y una tercera noche.

Por entre las tiendas de campaña que se habilitaron en los alrededores de los hospitales

los quemados deambulaban como momias de una película de mal gusto.

Todos con las manos cruzadas sobre el pecho y la cara, ocultando muecas de dolor.

Todos los mecanismos se dañaron.

Las llaves no atinaban con las cerraduras, las palabras no cerraban ni abrían nada.

Los zapatos no calzaban bien en los pies.

La gente se los quitaba y pateaba a tientas ese nuevo suelo, recién revuelto, algodonoso, que ya no ofrecía garantías de sustentación, ni ayudaba a discernir lo que estaba torcido y lo que permanecía derecho.

Lo que estaba bien, lo que estaba mal. Lo que era bueno, lo que era malo.

El primer día los periódicos no salieron.

La realidad exterior no podía coexistir con el dolor de la quemadura en el centro del universo. A partir del segundo día empezaron a consolidarse algunas teorías.

Casi todas coincidían en que no existió relámpago.

Ni previo, ni simultaneo, ni posterior.

Los que habían sobrevivido más o menos ilesos visitaban a los enfermos en sus camas e intentaban explicarles lo que había sucedido.

Explicar el trueno.

Los enfermos abrían y cerraban los ojos, asentían, pero no entendían como habían sido alcanzados por un ataque de furia incandescente

un sonido negro vuelto luz, del que no existían precedentes, ni explicación, ni memoria entre los vivos. 

No se preguntaban por qué yo

solo se preguntaban por qué había sucedido, cómo, en qué momento se les había introducido el trueno dentro del pecho atenazándoles el corazón con la mandíbula.

Los amigos reunidos alrededor de las camas tampoco les sabían responder

el trueno también les estaba cambiando la frecuencia de entendimiento.

Pero tomaban a los enfermos de las manos y con miradas y palabras de amor

acallaban los ecos del trueno.

Para el tercer día aquel color violáceo y sanguinolento del cielo se desvaneció.

De pronto los enfermos sentían que volvían a respirar

que aquella jauría de grifos e hienas que le habían mordido el corazón

se habían ido, derrotados, porque habían perdido la batalla del amor.

El día amaneció plácido, silencioso. Azul.

Y ningún enfermo dudó de que los ciclos de la vida y del amor

volvían a estallar en brotes de renacimiento

fecundando de nuevo la vida con melodías de esperanza

a diestra y siniestra y por doquier.

jueves, 31 de julio de 2014

O Farol dos Sonhos

Cap 1 

Chamo-me Jaime Ferreira e sou da Maia, concelho com cidade homónima, situado poucos quilómetros a norte do Porto. Até onde chega a memória familiar, (a memória genealógica dos pobres é curta), tanto do lado do meu pai como da minha mãe, todos os nossos antepassados vêm de uma pequena aldeia chamada Silva Escura.O que acabo de dizer não é mentira, mas também não corresponde inteiramente à verdade. 

Porque, na realidade, não sou da Maia, nem me chamo assim. Para efeito da vida de todos os dias, é uma meia verdade útil. Falo português e estou familiarizado com a cultura portuguesa, a sua história, gastronomia, até as subtilezas do seu sentido de humor. Mas, às vezes, faço umas perguntas um bocadinho desconcertantes, do tipo “O que é a EDP?” ou “O que é um recibo verde?”, perguntas que já suscitaram mais de um equívoco porque o meu interlocutor fica um pouco desconcertado. Depois, percebe que “não sou de aqui”. É verdade; em matéria de coordenadas e domicílios, nem sou daqui, nem sei quem mora em mim. (Essa parte, Pessoana à brava, eu não lhe digo). Só explico que nasci na Venezuela e que passei lá a maior parte da minha vida.É por esse motivo que também me chamo Jaime Da Costa, com D maiúsculo. Em espanhol, o “da” não se interpreta como uma partícula, mas como um nome por direito próprio. Falo espanhol e tenho um fraquinho pelo milho, o “chile”, “el aji”, os ingredientes comuns a toda a comida latino americana. Noutras palavras, sou filho de emigrantes, ou, para ser mais exato, sou neto de emigrantes, dado que foi o meu avô quem chegou à Venezuela no Verão de 1945.

Reza a lenda familiar que o barco foi atacado por um U-boat, um submarino alemão, ao largo dos Açores, mas sem consequências de maior. A história deve ter um bocadinho de imaginação a mais; pela primavera de 1945, a estratégia britânica dos convoys tinha vencido a Batalha do Atlântico, e a frota dos U-boats estava praticamente destruída. Coisas que vim a saber depois, claro. Seja como for, quando as notícias de que a guerra tinha acabado chegaram ao barco, a festa descontrolou-se e o meu avô perdeu os sapatos nos excessos da celebração. Perdidos, caídos ao mar, roubados, queria-se lá saber. O único preocupado era o meu avô, porque eram os únicos sapatos que tinha. Anos mais tarde, homem de negócios bem estabelecido, o meu avô Alberto, também conhecido pelo Tanêco, ou pelo Mouro (mal imaginava ele que partilhava a alcunha com Karl Marx), gostava de contar que tinha chegado à Venezuela literalmente descalço. “Descalço, descalço, assim como lhe digo”. Mas como não há mal que por bem não venha, por essa mesma razão foi o primeiro a ser escolhido na longa fila de emigrantes desempregados. Alguém deve ter assumido que se tratava de um lavrador acostumado à dureza da vida, a trabalhar descalço, um camponês forjado na inclemência árida da Finis Terra lusitana. Não sei, já estou a inventar. O que é mesmo certo é que, no remate desta história, o Mouro gostava de referir que, em toda a sua vida, só tinha estado um dia desempregado (o dia em que chegou descalço). Era bom referir sempre as duas coisas. Iam juntas.

Naqueles anos, chegava à Venezuela gente de todos os quadrantes da Europa: espanhóis (refugiados de duas guerras), italianos (refugiados de duas frentes), portugueses (dos quatro cantos), e muitos judeus, que chegavam desde o centro da Europa a Lisboa, via Magreb. O triste périplo deles vê-se no filme Casablanca. Muitos destes judeus optavam por ir para os Estados Unidos; outros, menos ousados, já que em Portugal havia um Gestapo em cada esquina (diziam), apanhavam o primeiro barco que partia sem importar muito o destino. Foi assim que muitos foram atraídos pela sedução fácil da Argentina de Perón, esse paraíso envenenado, onde acabaram por constituir uma comunidade que, ainda hoje, é importante.

Nos dias que correm, a Venezuela, tal como outros países latino-americanos, é uma nação devastada. Mas não era assim em 1945, quando o meu avô Tanêco chegou à terra prometida. Chegou mesmo à raia, no momento em que acabara de começar a exploração petroleira de forma intensiva e se produzia a modernização do país. Entre 1945 e 1975 (para escolher duas datas emblemáticas da história venezuelana), um país que vivia nos limites de uma economia de subsistência, à base de milho e mandioca, floresceu repentinamente, eclodiu em termos de desenvolvimento. A face mais visível deste surto repentino de riqueza, foi a construção, a edificação da infraestrutura urbana. As cidades, sobretudo Caracas, fervilhavam em construção pública e privada. O meu avô teve a sorte de ser apanhado nas aspas desta voragem de fortuna. Muitos outros emigrantes eram padeiros, serralheiros, mecânicos, camponeses. O meu avô era carpinteiro e teve a sorte de ser contratado por uma empresa de construção americana, uma transnacional de grande dimensão. Passado pouco tempo, a companhia americana sugeriu-lhe que constituísse a sua própria empresa, já que o seu “core business” (também eu duvido que lhe falassem assim ao meu avô) era, especificamente a construção e não, propriamente, a urbanização inicial. Noutras palavras, por algum motivo, queriam subcontratar o acondicionamento de terrenos: movimentos de terras, arruamentos, sistemas de águas e eletricidade. Eram tempos de empreendedorismo silvestre, para não dizer selvagem. Havia coisas para serem feitas, urgentemente, e alguém as devia fazer e era para já. Partilhava-se o sentimento comum de que aquela era a sétima onda, a onda boa, e de que havia que aproveitá-la enquanto durasse. E tinham razão. O Mouro, mesmo sem perceber exatamente os pormenores do que os americanos pretendiam, extraía uma ideia geral que lhe bastava. Por muitos esforços que os americanos fizessem para convencê-lo a aprender os rudimentos do inglês, o meu avô nunca passou do “OK Míster “, o que não deixava de ser uma frase escolhida com muita inteligência. Já não existiam terrenos disponíveis no centro da cidade; agora, era preciso crescer para a periferia. A companhia (era assim como se conhecia a empresa matriz lá em casa, “a companhia”) não parava de adquirir lotes extensíssimos, enormes, muitas vezes, em áreas rurais onde era difícil de imaginar que alguma vez lá chegasse a cidade. Caracas, hoje em dia, é uma cidade de seis milhões de habitantes e estende-se por um vale ao longo de quarenta quilómetros, sem contar com várias cidades-satélite importantes. Esses terrenos longínquos há muitos anos que foram incorporados à cidade.

A companhia comprava um destes terrenos imensos e chamava o meu avô aos escritórios. Dizia-lhe onde ficava o terreno, mais ou menos o que é que queria dele, punha-lhe um plano nas mãos e dizia-lhe: “seis meses” ou “três meses”, consoante a dimensão ou a urgência da empreitada. A dificuldade linguística chegava a facilitar o processo, porque impedia esclarecimentos inúteis, objeções de fazer perder o tempo. “Três meses, tri, ok mister.” Obviamente que o meu avô, que mal sabia ler, via-se grego com os rabiscos fininhos daqueles planos cheios de hipsometrias, curvas de nível, geodésicas, o diabo a quatro. Contratou um engenheiro. E depois outro, e, quando a empresa dele já tinha dezenas de máquinas para movimentar terras e centenas de trabalhadores, concluiu que precisava de gente de confiança que o ajudasse a perceber como é que andava o negócio. E quem mais indicado que o genro que estava em Portugal?

O meu pai tinha educação secundária (isso equivalia pelo menos a um PhD, nos nossos meios e naquele tempo!) e, para além de estar bem integrado (era o tipo de pessoa que fazia e gostava de estar rodeado de montes de amigos), vinha de uma família de posses e ambições relativas, do lado do meu avô Arménio. E, seja por essa ou por qualquer outra razão, ao princípio, o meu pais não se mostrou muito entusiasmado com a ideia da Venezuela. Encontrou-se uma solução de compromisso: o meu avô Alberto delegaria nele a coisa administrativa, seria o responsável máximo pelo escritório. O Adélio armou-se de compasso, lupa e régua escalada, e lá foi ele, com a minha mãe, caminho a um futuro do qual se viria a arrepender para o resto da vida.

Quando chegou ao “escritório”, deparou-se com um contentor no meio de uma zona de guerra, onde a poeira era tanta que não se via a ponta do nariz. O “escritório”, com chapas de metal expostas todo o dia a um sol inclemente de 40 graus, nem uma simples ventoinha  tinha.  Os planos andavam pelo chão, ou estavam presos pelas patas de uma cadeira, manchados com tanta lama e tantas nódoas de vinho e Coca-Cola que, na sua maior parte, eram ilegíveis. Trabalhava-se por aproximação “hectómetra”. Cem metros mais para a frente ou mais para trás, no fim, as ruas lá se entroncariam umas com outras, ao cabo dos três meses, que era o que os americanos queriam. “Tri”, o resto eram pormenores. Mas a coisa mais impressionante daquilo tudo, contava o meu pai, era ainda a sensação de estar numa guerra, com rugidos de retroescavadoras que pareciam aviões, tanques, explosões (o dinamite para rebentar a rocha) e, sobretudo, feridos. Às vezes, mortos. O ruído das máquinas, a falta de visibilidade e, sobretudo os padrões de segurança da época, naturalmente, contribuíam no seu conjunto para uma sinistralidade inimaginável nos nossos dias. As tarefas de gestão do meu pai ficaram rapidamente limitadas ao pagamento dos salários e ao transporte de feridos para o hospital.

Bom. Chamo-me Jaime Costa Senra, porque o meu pai se chamava Adélio Costa Senra, ambos os meus avós se chamavam Costa Senra (eram primos direitos) e os meus tataravós e seus parentes chamavam-se Costa Senra, como se pode confirmar pelas dúzias de lápides do cemitério de Silva Escura da Maia. Contava o meu pai que, na altura em que me fora registar, na Venezuela, tinha pedido ao homenzinho que transcrevesse o meu apelido completo. O funcionário da Junta de Freguesia disse-lhe que as regras era ele quem as impunha, que se estava a “cagar para as leis portuguesas”. “Este portugués se cree de la nobleza, gajaja” A regra era esta: dois nomes e dois apelidos e que “Da Costa” ia ficar. Ponto final, tenho dito. Ficou claro que o registo civil venezuelano não era a corte de Versailles. Alguns anos mais tarde, já em Portugal, vivia com os meus avós, quando chegou a hora de tirar o bilhete de identidade para me apresentar ao exame da quarta classe. O meu avô chegou a casa e apresentou-me um flamante bilhete de identidade, novinho em folha. Para mim, obviamente, era um passo importantíssimo, uma espécie de certificado oficial por ter passado um qualquer rito de iniciação ou puberdade. Jaime da Costa Senra, dizia o plástico da consagração nacional. Não passaram muitos dias até que o meu avô, visivelmente alarmado, me pediu o bilhete de identidade e saiu disparado pela porta fora. Regressou com outro bilhete, azul, que rezava “cidadão estrangeiro”, Jaime Costa Ferreira.

A questão era esta: como cidadão português, estava sujeito ao cumprimento do serviço militar; como cidadão estrangeiro, não. Estávamos em 1969, a guerra do ultramar era o acontecimento que dominava a vida nacional e dos particulares. A verdade é que me era completamente indiferente a composição do meu nome. Só de adulto, é que comecei a ter algumas reservas e a fazer algumas reflexões. Sempre fui extremamente adverso à autoridade, sobretudo aos seus argumentos e posições. Não tenho nada contra a polícia, por exemplo, não me mete a menor impressão. A polícia e o exército são instituições vocacionadas para a força, não se metem com a autoritas. Incomodam-me muito mais advogados, médicos, juízes, que, geralmente escudados por organizações gremiais anacrónicas e absurdas, mas profundamente incrustadas no tecido da sociedade como verdadeiros tumores, se sentem no direito de atuar de forma volúvel e discricional ao amparo de sacrossantas investiduras, que lhes advêm da formação, do grémio, da tradição, das redes de influência e de interesses, das redes de compadrio e nepotismo político, enfim, de tudo menos da empatia, da humildade, da sensibilidade social e do bom senso. A influência perniciosa destas instituições estende-se ao resto da sociedade portuguesa num processo nefasto de metástase que não deixa um órgão intacto, um pedaço de tecido são. E chega aos cantinhos mais recônditos da nossa querida pátria. Às vezes, é com espanto que assisto a cenas em que um porteiro de hospital adota modos e posses de autoridade que ruborizariam o Speaker da House of Commons. Mas esse espécimen, o prosapioso, nem sequer é o mais comum ou perigoso.

O maior representante do género, deste funcionarius silvestrus, o maior exponente desta autoridade pequenina, desta réplica atenuada, deste remedo de mando é o pequeno burocrata, encolhido na cadeira, amargurado desde o princípio e até ao fim dos tempos. Todos os dias, o chefe lhe dá nas orelhas (porque o chefe do chefe também lhe faz a vida negra) e chega a casa com vontade de bater na mulher e nos filhos. Este ou esta, é a funcionária de quem depende um certificado, uma licença, um diferimento impreterível, uma decisão de um tribunal, uma sentença. E dela, e do ciclo menstrual que se lhe nota no focinho, podem chegar a depender decisões que afetam, de forma substancial e significativa, a vida do cidadão comum. O papel que está mal e que é preciso voltar a fazer, o Sr. engenheiro que agora não pode atender, o selo que falta e não sabe indicar onde se pode adquirir, o documento que é preciso voltar a redigir…

O meu avô só esteve na Venezuela 12 anos, até 1957. Talvez não tenha aprendido a ler as geodésicas, mas aprendeu rapidamente a gerir o negócio. Gostava de contar que, naqueles anos, pelo Natal, chegava a casa de um dos engenheiros, estacionava o carro no passeio e batia-lhe à porta. Pedia para falar com o engenheiro “se faz favor obrigado”. E, quando este vinha à porta, desejava-lhe boas festas e punha-lhe nas mãos as chaves do carro novo que estava estacionado à frente da casa. O homem já sabia e até já contava com o presente, porque aquele era um ritual que se repetia todos os anos. “Agora, se não se importa, dê-me a boleia até casa, porque ando sem carro” contava o Mouro e ria-se como um desalmado. Eu, que viria a ouvir estas histórias alguns anos mais tarde, imaginava aquelas aeronaves dos anos cinquenta, com asas, metade da carroçaria cromada e a outra metade em madeira não sei de quê. O meu avô tinha paixão pelos carros, coisa que eu nunca tive, nem imagino o que é. Depois de chegar a Portugal, fez uma casa com uma garagem enorme. A minha avó dizia que era um desperdício de espaço e de casa, onde é que já se tinha visto, todo o rés-do-chão da casa, ideal para a cozinha, estava praticamente ocupado só pela garagem. A casa mais mal concebida, menos funcional de toda a aldeia. Mas ele, construtor experiente, sabia o que estava a fazer e, pouco a pouco, acabou por meter lá três carros. No princípio dos anos sessenta, no norte do Portugal semi-interior, quando ter um carro era o símbolo máximo de status, no âmbito da nossa pequena aldeia, ter três era uma aberração plutocrática quase ofensiva. A partir dos cinco anos, fui viver com ele e comecei a “ganhar a vida” a lavar carros. Mais tarde, percebeu que o dinheiro que me dava começava a ir para bilhar e cigarros (ainda não tinham aparecido os jogos de vídeo) e retirou-me a consignação comercial automotora. Foram tempos difíceis.

Os meus pais também regressaram a Portugal, mas voltaram, pouco depois, à Venezuela, em circunstâncias muito peculiares, que explicarei mais adiante. Quando era miúdo, como todas as crianças, talvez, tinha uma adoração incondicional pelo meu pai. E não era só eu; muitas das pessoas que o rodeavam achavam extremamente fácil gostar dele. Também não herdei essa classe de carisma. Mas, quando o voltei a encontrar e a viver um breve período com ele, as nossas relações deterioraram-se até à rutura. O meu pai já estava completamente alcoolizado. Ainda conseguia fazer a vida normal e profissional dele durante o dia, relativamente sóbrio, mas, chegada a noite, na intimidade, bebia e infernizava todos quantos o rodeavam. Tudo estava mal, ninguém fazia nada bem, ele era o único que se sacrificava, a vida, em geral e em particular, era uma merda.

Distanciei-me rapidamente do meu pai, casei-me muito novo, apenas concluída a faculdade, aos 22, e só via o meu pai muito de vez em quando. Um distanciamento que não era só físico, mas sentimental, anímico, quase de natureza moral. Se alguma coisa tinha relação com o meu pai, não tinha nada a ver comigo. Distanciei-me, por exemplo, dos filhos dos amigos do meu pai, miúdos com quem tinha partilhado uma boa parte da minha primeira infância. Uns anos mais tarde, tinha nascido a minha filha Catarina há pouco tempo, os meus pais vieram para Portugal e eu fiquei na Venezuela. Em 1994, chamaram-me de urgência porque ele estava a morrer. Dizem que perguntava muito por mim, naqueles últimos dias. Quando já não podia falar, apontava insistentemente para a janela. Vim a correr da Venezuela. Cheguei a casa vinte minutos depois de ele falecer. Percebi que gostava de ter passado um tempo com ele, mesmo com uns copos e tudo, mesmo com aquelas conversas desconexas que eram tão difíceis de acompanhar. Mas já era tarde. Também percebi que lhe perdoava ter destruído a vida dele (e a da minha mãe) com a bebida, direito que não me podia abrogar mas que, naquele momento, pensava que tinha. E percebi que ele sempre soubera o que eu ainda não tinha entendido: que, no fundo, éramos muito iguais. Fisicamente, sim, e em mais de um sentido.

Uns meses depois, publiquei um livro que decidi assinar Jaime Da Costa Senra. Estava a dizer “filho de Adélio da Costa Senra”. Não era um pseudónimo, nem uma brincadeira tipo nom de guerre, mas a adoção de uma identidade a outro nível, e uma homenagem muito pessoal ao meu pai, que sempre depositou em mim tanta esperança que defraudei. E estava mesmo a cagar para o que um insignificante burocrata tivesse decidido estampar num estúpido bilhete de identidade. A minha identidade, pela qual sempre tive imenso respeito porque nunca a entendi nem aceitei muito bem, mas na qual reconheço um imenso peso de ancestralidade, a minha identidade era um bocadinho mais complexa do que um plástico que se guarda colado ao cu, no bolso de trás das calças.

Chamo-me Jaime Ferreira, Jaime Da Costa, Jaime Da Costa Senra e esta é, confesso com toda a vergonha de que sou capaz, a minha autobiografia. Nunca imaginei chegar tão baixo! As autobiografias são artigos de uso muito limitado. Servem de passerelles para a vaidade, evidentemente. Como cadafalso para a execução de vinganças, como se sabe. Servem para passar o Photoshop pelo passado e deixar tudo mais bonito na fotografia. Sempre. Dentro de outro campeonato, estão os relatos por encomenda, que acho que foram inaugurados por Nixon, quando vendeu as suas memórias por três milhões de dólares, em 1973, sem ter que escrever uma linha. Churchill ainda era um homem de outro século e acho que escreveu as suas pelo seu próprio punho e letra. Dentro desta categoria, caiem as memórias das estrelas de cinema, das rockstars, das amantes dos presidentes de todo género, dos bonecos do jet set político, das modelos porno, enfim, dos bonitos, ricos e famosos deste mundo, para quem o espaço das “Caras” e “Holas” ainda não é suficiente. Parecem-me autobiografias escritas ao encontro duma curiosidade má. Torta.

O supra sumo do kitsch sempre me pareceu uma frase muito comum, que, ainda ontem, a ouvi: “A minha vida dava um livro…” Mas a senhora acrescentou uma nota final que, definitivamente, a redimiu: “…nem que ficasse só para os meus filhos.” E este é um dos poucos sentimentos legítimos que pode levar alguém a executar um projeto tão impudico e voyeurista como este, esta coisa de pôr a corar os lençóis manchados com as nódoas da vida. O testemunho humilde, os dois nomes gravados com uma navalha no tronco de uma árvore, o livro assinado na primeira página, esse sentimento profundo de querer ter um filho e de lhe escolher um nome são atos pequeninos que respondem a um sentimento imensamente profundo: passei pela vida, estive aqui! A Ana e o Rui ficaram gravados no tampo de uma carteira, dentro de um coração. Uma data, 1983. Que será deles? O que é que a vida lhes fez? Lembrar-se-ão um do outro? Reconhecer-se-iam na rua? Casaram-se e foram felizes? Onde estão?

Mas nenhum destes motivos justifica este livro. Nunca pensei em escrevê-lo. Entre Dezembro do ano passado e Março deste ano, estive sumido numa depressão realmente escura. A depressão, geralmente, mede-se por escalas, como por exemplo a Hamilton Rating Scale of Depression, que os psiquiatras, com a prática, aprendem de cor; olham para um paciente e até pela forma de andar e falar, já lhe avaliam o grau. As escalas não são mais que uma série de perguntas às quais a pessoa deve responder e que vão desde o “Sente-se triste?” até o “Pensa no suicídio?” As pessoas bipolares, ou maníaco-depressivas, como eu, tendem a depressões particularmente devastadoras. A meio dessa depressão, assim que me senti em condições de andar e falar, fui ao psiquiatra, reiniciar, pela enésima vez, um tratamento. Durante esses três meses, tentei escrever um par de e-mails, mas não consegui. Os dedos não acertavam com as teclas, e as frases, mesmo que coerentes, ficavam estupidamente solitárias sobre o papel. Careciam de sentido pelo simples facto de estarem sozinhas. Se soube-se, explicava melhor.

Estava em Portugal, sem uma pessoa de família, com um único amigo que vivia a 50 quilómetros de distância e com quem falava uma vez cada quaresma. O Pires. Não fazia a menor ideia do que ia fazer, em que podia ou devia trabalhar. Tinha a perfeita noção de que os meus recursos financeiros eram extremamente limitados e que se iriam esgotar em pouco tempo. E tudo porque as leis do universo tinham colapsado, as constantes da física tinham implodido. O impensável tinha acontecido: estava a divorciar-me da Célia. Neste novo cenário, a hecatombe tinha destruído completamente a realidade. Nada fazia sentido, nada valia a pena, nada valia um chavo. Se isto era o que ia ficar da vida, mais valia não ter ficado nada. E nem sequer me restava o alívio que dá a revolta, a acusação, a indignação. Eu, exclusivamente eu, tinha sido o autor, o responsável da merda que fiz. Pior que cometer um delito e acabar na prisão. As faltas e as condenações, são regras de jogo claras. E de acordo a esta regras existe o castigo, é mau, mas redime, alivia. Eu não tinha castigo. Não podia voltar refeito para a vida uma vez concluída a punição.

A senhora da limpeza vem todos os sábados e tem a chave de casa. Ao abrir a porta, encontrava-me sentado no sofá, na mesma posição em que me tinha deixado na semana anterior, a olhar atentamente para a televisão apagada. Já não sabia que lhe dizer, como me justificar, que doença rara inventar (tudo menos confessar a uma senhora de limpeza que se tem um problema de foro psiquiátrico). Três semanas após iniciado o tratamento, num sábado, ouvi a Maria José meter a chave na porta e entrar. Sai do meu quarto em pijama, sem lavar a cara, assim como estava, e sentei-me à frente do computador. Nesse dia, escrevi três mil palavras. Nada mau. Mas, no dia seguinte, escrevi nove mil! E quando me apercebi, estava a escrever um tipo muito particular de autobiografia. Não era o apanhado de uma vida, mas a tentativa do viúvo que se quer agarrar mecanicamente à vida depois de perder a mulher. Já sabia que seria um exame. E depois do exame uma condena. Posso ser condescendente com os outros, mas comigo mesmo não posso, sou inclemente. Não me perdou-o. Rever a minha vida, fica sempre aquém das minhas espectativas. E não estou a falar de coisas concretas, como por exemplo, o desempenho profissional. Avalio-me desde um ponto de vista moral. A todos que se aproximaram muito de mim, queimei-os. Não me falam nem querem falar de mim ou comigo. Sou um pequeno filho da puta que quando morrer ninguém vai dar por ela. Entretanto vou tentar descobrir onde se cometeram os erros e quais foram as opções, as tristes e as felizes. Tentar encaixar o eu com as suas circunstâncias. Avaliar se valeu a pena. Sobretudo, tentar adivinhar se ainda vai valer a pena. E como.

Falo da mim na medida em que me ajude a interpretar o desastre, a tragédia, a devastação. A atravessar o resto de uma paisagem árida e arrasada. E tentar aprender a conviver comigo e com a minha bipolaridade. Somos aquilo em que participamos, as cenas das quais fomos protagonistas ou figurantes. Mas, não menos importante, somos aquilo que pensamos, aquilo em que acreditamos, aquilo que descobrimos. E com estas matérias deletérias, com as nossas convicções, com as nossas emoções, sentimentos, recordações, memórias de momentos, com a vida referenciada pela aproximação ou distanciamento em relação ao amor, vamos tecendo e destecendo a vida. Se tiver sorte vou fazer uma arqueologia dentro de mim. Escavar, sacudir a poeira, tentar ver. E depois de tudo lavado e exposto vamos lá ver se consigo fazer as pazes comigo. Não por ter cometido um pecado ou um erro. Mas muitos, todos, os mesmo grandes, e mesmo os pequenos.

Nos dois sábados seguintes, a Maria José encontrava-me sentado ao computador, quando chegava. Trazia-me café, arrumava a casa, espreitava-me por cima do ombro, vigiava-me pelo canto do olho, votava a fazer café, e lá me deixava, sentado no mesmo sítio, a bater como um desesperado, contra o computador. Em duas semanas, tinha as 60 mil palavras da coluna deste livro, que podia ter começado assim: chamo-me Jaime Da Costa Senra e esta é a autobiografia que escrevi em Março de 2011, poucos dias depois de morrer.