domingo, 7 de septiembre de 2014

Después del Trueno


Para José Luis Fernández y Mary Carmen Villasmil

 

En un par de segundos el trueno licuó la tierra

cerró surcos muy viejos, abrió otros nuevos.

En ese par de segundos que duró el trueno,

el arado de luz y fuego sepultó las plantas vivas

taló los árboles, ahogó las yerbas, hizo hervir el agua de los arroyuelos con azufre

y convirtió los mantos freáticos en horribles catedrales de vapor con lenguas de agua viscosas

que lo babearon todo

con una saliva repugnante.

Dos segundos y todo había quedado diferente, parecía unas veces; 

todo quedó igual, parecían las cosas en otro momento. Empezó a hacerse confuso.

Lo normal y lo extraño se fundieron por dos días y tres noches

en la reverberación sorda del estruendo inicial.

La vida quedó sepultada varios metros bajo tierra en la expectativa de un renacimiento lejano e incierto.

Imposible adivinar las consecuencias de la deflagración del mundo si no existían referencias ni precedentes.

Después del trueno, ¿Volverá la tierra a florecer y a dar frutos? Nos preguntábamos.  

¿Fue bueno o fue malo?

¿Será que el trueno aró la tierra, la volteó delicadamente en el lecho nupcial y la fecundó?

¿Fue eso lo que pasó? ¿O en esa terrible furia de amor la dañó, la esterilizó, la arrasó, la quemó, la abrasó para siempre?

¿Será que tanto amor le dañó los ciclos de muerte, amor y renacimiento? ¿Fue eso?

Dormíamos todos. Las camas subieron 5 centímetros en el aire y ahí quedaron, a la escucha.

La vibración fue tan intensa que el aire entró en combustión.

Los que dormían con la ventana abierta o con las cortinas descerradas, amanecieron con la mitad del rostro quemado.

Los pocos que estaban despiertos y andaban en la calle, sufrieron quemaduras en todo el cuerpo.

Las emergencias de los hospitales colapsaron.

Los sistemas electrónicos entraron en pánico. La ciudad entera era un solo aullido de dolor de sirenas y alarmas que se gritaban desesperadamente  unas a otras.

Las patrullas y los bomberos que salieron a la calle se encontraron con una luz purpura que duró otros dos días y una tercera noche.

Por entre las tiendas de campaña que se habilitaron en los alrededores de los hospitales

los quemados deambulaban como momias de una película de mal gusto.

Todos con las manos cruzadas sobre el pecho y la cara, ocultando muecas de dolor.

Todos los mecanismos se dañaron.

Las llaves no atinaban con las cerraduras, las palabras no cerraban ni abrían nada.

Los zapatos no calzaban bien en los pies.

La gente se los quitaba y pateaba a tientas ese nuevo suelo, recién revuelto, algodonoso, que ya no ofrecía garantías de sustentación, ni ayudaba a discernir lo que estaba torcido y lo que permanecía derecho.

Lo que estaba bien, lo que estaba mal. Lo que era bueno, lo que era malo.

El primer día los periódicos no salieron.

La realidad exterior no podía coexistir con el dolor de la quemadura en el centro del universo. A partir del segundo día empezaron a consolidarse algunas teorías.

Casi todas coincidían en que no existió relámpago.

Ni previo, ni simultaneo, ni posterior.

Los que habían sobrevivido más o menos ilesos visitaban a los enfermos en sus camas e intentaban explicarles lo que había sucedido.

Explicar el trueno.

Los enfermos abrían y cerraban los ojos, asentían, pero no entendían como habían sido alcanzados por un ataque de furia incandescente

un sonido negro vuelto luz, del que no existían precedentes, ni explicación, ni memoria entre los vivos. 

No se preguntaban por qué yo

solo se preguntaban por qué había sucedido, cómo, en qué momento se les había introducido el trueno dentro del pecho atenazándoles el corazón con la mandíbula.

Los amigos reunidos alrededor de las camas tampoco les sabían responder

el trueno también les estaba cambiando la frecuencia de entendimiento.

Pero tomaban a los enfermos de las manos y con miradas y palabras de amor

acallaban los ecos del trueno.

Para el tercer día aquel color violáceo y sanguinolento del cielo se desvaneció.

De pronto los enfermos sentían que volvían a respirar

que aquella jauría de grifos e hienas que le habían mordido el corazón

se habían ido, derrotados, porque habían perdido la batalla del amor.

El día amaneció plácido, silencioso. Azul.

Y ningún enfermo dudó de que los ciclos de la vida y del amor

volvían a estallar en brotes de renacimiento

fecundando de nuevo la vida con melodías de esperanza

a diestra y siniestra y por doquier.

No hay comentarios: