lunes, 30 de julio de 2012

Un Millón


Recibí un correo raro de un site de estadísticas de la web. Me felicitaban porque mi blog, "Crónicas de Nueva Zelanda", había recibido más de un millón de hits. Wow.

Tiros en la oscuridad, por supuesto. No podía ser otra cosa. Me imagino que peruanos, bolivianos, españoles y chilenos se andaban gugueleando Nueva Zelanda a lo loco, para emigrar, y terminaban por caer en mi blog (cosas de Nueva Zelanda, en español, no hay muchas). 

Pero el site estadístico, me los discriminaba por países: 25% de España, por ejemplo, la mayor parte. ¿España? ¿Pero si yo me empeño en escribir caribeño vernáculo, cómo va a ser? Leo autores venezolanos por obligación, para aprender unas palabritas. Cubanos por placer.  ¿Cómo coño me va a salir España de primer lugar? Después de España venía Méjico, y después Argentina. Claro que la presencia de internet y cableado cuenta, por supuesto. Las guevonadas socio-políticas y tal, penetración, telecomunicaciones, alfabetización, poder de compra. La ladilla infinita.

¡Y solo en cuarto lugar aparece Venezuela! Yo escribo en venezolano, a mucho costo y muy mal, de paso (porque soy medio portugués), pero me esfuerzo. Llamo a mis amigos a la una de la madrugada preguntándoles como se dice “devassidão” en castellano, porque la definición de Wordreference.com no me convence. ¿Qué coño sucede aquí? ¿España? ¿Argentina? Conozco más o menos esos países pero nada que ver conmigo. Cuando escribo, lo hago pensando en una treintena de amigos íntimos, los alfabéticos. Y que 30 amigos los compartan entre dos, serán 60, o algo así, ayúdenme en estas cuentas exponenciales, por favor. ¡Pero un millón! Coño. Número equivocado. Vuelva a discar.

Es verdad que escribí mucho en 4 o 5 años, sobre todo cuando estaba en Nueva Zelanda, pero aún así, no es posible. Un millón, no puede ser, es embuste. Seguramente me querían embarcar en una de publicidad en la página, tipo ¡Visa para Nueva Zelanda en 15 días! Ajá. Pónte a creer.

Esta cosa maravillosa que empezó llamándose internet se está puteando, mano, y de qué manera. No navegas más de cinco minutos sin q t pidan los datos de la tarjeta de crédito. Siempre, de toda la vida, los sites más visitados fueron los de putas. ¡Pero ahora te piden la tarjeta para bajarte el abstract de una Crítica a la Razón Pura! ¿Redes sociales? ¿Web 2.0? La que viene es la master/visa 3.0, en comodísimas cuotas, free delivery!

Bueno. No se me quita de la totuma lo del millón. Un millón no puede ser. El mundo no está tan globalizado así, ni por un coño. Es verdad escribo con una entrega total, malsana. Rio y lloro cuando escribo, no lo niego. Tantas veces la risa o el llanto me han obligado a poner un punto final, prematuro, a la crónica, a la cosa. Pero esto, que lo confieso ahora, por primera vez, nadie lo pudo saber antes. Si de algo me cuido es de tener mi cámara web desconectada. Nadie me miró sobre el hombro, nadie me palmeó la espalda mientras hacían cinco grados bajo cero en Dunedin. Nadie me vio sollozar en las colinas plácidas de Nueva Zelanda. Y, aunque no se lo decía a nadie, me moría de frío y de soledad en las colinas idílicas, ovejísticas,  de Nueva Zelanda. Y lloré como un adolescente condenado a muerte por un crimen que no cometí. Como un condenado allien, por el hecho de ser extranjero; sin poder defenderme debidamente, con todo mi léxico, en una lengua extranjera; sin poder comer una mierda de un mince intragable pie; sin poder alegar mi inocencia con el abogado, empertigado, hijo de puta. Otra historia (perdónenme. Me pierdo a menudo, es cierto).

Mis crónicas, algunos centenares ya, tal vez, siempre fueron escritas con un nudo en la garganta. Nunca me atreví a escribir un texto  sin que sintiera algo invadiéndome el cuerpo, las ganas, el sentimiento de hacerlo. Risa, burla, despecho, alegría, rabia o amor. Cualquier cosa, por dentro. Escribir porque debo hacerlo, como un académico que debe un paper a la academic press, qué va, no va conmigo. Escribo por cojonera, coño, cuando siento las bolas llenas. Y mis lectoras no se sienten ofendidas por estas y otras obscenidades, lo vine a descubrir, con el tiempo. Escribo por encarpamiento y cojonera pues (solo espero que mis hijos no me vengan a preguntar qué significa esto).

Me imagino que ciertos conocidos creen que uno escribe como los showmen que echan chistes en la televisión. Ellos tienen un chiste preparado, nosotros no. Al escribir somos sorprendidos por un personaje (muchas veces la caricatura grotesca de nosotros mismos) y, de la sorpresa inesperada, de la ocurrencia loca, nos sale reír o llorar.

Una crónica no es un cuento. Es la transcripción de un acontecimiento, de un momento, una sensación, la emoción de una frase o de una imagen. Con una perspectiva. Personal, subjectiva, uarever.

Ahora volví a Venezuela. Bueno, aquí estoy, aunque nadie entiende por qué. A lo mejor ni yo. Intento explicarlo. Que solo uds. me medio entienden un poquito, coño. ¿Será tan difícil de aceptar? 

Antonio Cova me preguntó, la semana pasada, porqué seguir llamándolas “Crónicas de Nueva Zelanda”.  Porque no tiene sentido cambiar el pasado, mi viejo. Quiero seguir riéndome y llorando con un mínimo de clase y perspectiva, imaginándome durón, como si asistiera a todo y a todos desde un frío Antártico, desde una frialdad austral arrechísima. Asistirme a mí desde el fondo de la última butaca. Aunque me sienta horrible, feo, malchistoso, meloflorítico, splendameloso o diablorojorístico.

Esos coños de su madre me engatusaron de lo lindo con el millón. Es verdad, no se me quita de la cabeza. Es cierto que consulto mis propias estadísticas del blog. Un site llamado Statcounter.com. Y me quedo loco. No me extraña que me lean en Perú y Ecuador. De hecho, logré hacer una veintena de amigos, de pennfriends, en Vzla, através de mi blog. A todos les prometo tomar un café aunque no he encontrado el tiempo. ¿Pero en Corea, en China? ¿Cómo harán? ¡No me quiero imaginar que lo hagan con Google Translator!

¿Yo deber llorar cuando escribir porque sentir los testículos rebosar? ¡Noo. Por favor! Quítenme los puntos de interrogación y exclamación porque yo no escribir así. Escribir para 10 o 20 amigos. Decirles lo qué sentir y quién ser yo, mostrarme un poquito para proponerles q ellos quererme a mí y dejarme quererlos a ellos. ¿Entender? ¿No entender? OK. Yo explicar. ¿Tu ser Coreano? Ok. Si querer alquilar mi blog para publicidad, meterte el millón por el culito. Yo no escribir para ti ni para vender pantallas Samsung. Yo hacerlo… ¿cómo decir a ti? En mi lengua poder decirlo mejor. Pero, para tu entender, lo resumir. Yo hacerlo por amor. Y cagar en millones. A mí, no importar aunque tú no entender. ¿Saber amor? Ok. Olvídalo.

sábado, 28 de julio de 2012

Perfect Match dot com


Ahora me toca imaginarte. Me dicen que aparecerás, aunque lo dudo mucho. Por supuesto que el día que aparezcas (un día ocupado para ambos, seguro) no te reconoceré. Pero te digo cual es mi tipo. Eso es lo que esperas, en definitiva, saber quién soy. Quién sabe, me reconocerás tú a mí.

Me gustan las mujeres altas. Aún las muy altas. Mucho más altas que yo. Ya me pasó (ya me pasó de todo; fui atropellado en la calle varias veces por andarme caminando en las nubes). Las altas. Y aunque me sentía enano pretencioso no dejé de quererlas menos. Y las bajitas también. Me gustan mucho. Imaginar que puedo doblegarme el pecho y abrazarlas y protegerlas del frío como si todo yo fuera una manta de algodón no muy peludo. Eso me gusta. Me gustan las duronas que fruncen el ceño. Eso puede parecer raro. No lo es. Intentan desesperadamente proteger el corazón. Todas, sin excepción. No pretendo conocer a las mujeres. Mira quién. Pero me gustan.

Las flacas, aún las muy flacas. Cosa que me parece rara. Porque también me gustan mucho mucho las rellenitas. Las que se pintan el pelo de azul o rojo, me fascinan. Y las que salen a la calle de cara lavada, sin base ni rímel, bueno, esas me vuelven loco. No tengo fascinaciones raras. Ni con pies, ni zapatos, ni uñas, ni nada de eso. Bueno, sí. Los ojos. Me pierdo en unos ojos negros. Me sumerjo, o algo. Y los verdes y azules me ponen a volar. Claro, debo poder verlos de cerca, de muy muy cerca. Cosa poco práctica, si hemos de conocernos para tomar un café.

Me gustan los labios carnosos. Los delgaditos también. Ambos tienen sonrisa de mujer. Y las sonrisas de las mujeres son indescriptibles. Los dos ojos se achican, pero uno tiene un pie atrás. Un milímetro. El milímetro que me propongo descubrir o conquistar. Por lo demás, de galán conquistador no tengo nadita de nada. Nunca fui yo a dar el primer paso. No puedo, no sé, tiemblo por dentro, ojalá supiera. Me hubiera ido mejor en la vida de poder hacerlo, a lo mejor.

Pero es verdad que estoy colocando este anuncio. ¡Diez dólares al mes, verga!

Todo el mundo me dice “aparecerá”, “busca”, “di lo que buscas y habla de ti”. Esas cosas. “Hablar de mí?” “Sí, guevón, lo tienes todo”. Sí, claro, me digo yo: dos brazos, dos piernas, y un pene mediano, eso es lo que tengo. Y las voces que me rondan la cabeza todo el tiempo. Todo el tiempo sin lograr dejar de pensar. Escuchando la frase que dijo el jefe de mi jefe. E intentando descubrir si la cosa era conmigo o con mi jefe.
Aunque más a menudo escucho tu voz. Sí. Una palabra que se soltó de una música.

Mi cabeza escucha música todo el tiempo. Lo refiero porque creo que es bueno que lo sepas. Hablo, escribo, saco cálculos de Excel a millón, pero nunca dejo de escuchar música desde el fondo del cerebelo, o cómo se llame. Bueno, músicas, la mayor parte de las veces, mezcladas. Bach con Stevie Wonder, por ejemplo, y cosas por el estilo. Y a veces escucho las frases de las músicas. Una palabra aquí y otra allá. De cierta forma normal, ok, no quiero sentirme raro. Pero la voz que escucho es la tuya. Sí, la tuya, la voz de quién no sé quién eres. Y eso es lo que busco, creo. Aunque nunca estuve seguro de nada. Pero sé qué, lo que busco en tu voz. La forma en que entonas las palabras. La forma en que me las harás llegar para que las entienda. Pero lo más triste es que, aún después de haberla escuchado un millón de veces, no sé si podré reconocerla. ¡Ponte una margarita amarilla en la voz, para que te pueda reconocer!

Bueno, esto es. Me dijeron “metete a Perfect Match, a Corazones Solitarios, hay tanto sitios así. Y simplemente di que buscas y quién eres”. Pero no sé, coño. De cierta forma me gustan todas, o una de entre todas que no sé quién es. ¿Estás ahí? Y acabo siempre escondiéndome en subterfugios post-literarios y estúpidos para evitar hablar de mí.

Por supuesto que no voy a postear mi foto. Me afeito bajo la ducha, por sistema Braille, porque no soporto verme al espejo. Tampoco me importa ver tu foto. A todas las fotos les falta ese último milímetro. Es increíble la cantidad de mujeres que no se creen bellas. Es inaudito. Es solo una cuestión de un milímetro. Y tienen tanto tanto para dar. Es un drama, coño. Porque me faltará ese milímetro para cobijarlas en mi pecho y decirles que está todo bien, todo se resolverá, todo acabará bien. Espera un par de horas que ya saldrá el sol. Por más que el cielo se vuelva negro y llueva a raudales, un poquito más arriba de estas nubes, el sol brilla como si explotara una estrella loca aquí mismito, bien cerquita.

No sé si cumples con los requisitos de altura, esbeltez, color de ojos y pelo. Espero que te guste la música. Leer. Comer en terrazas. Andar desnuda a las tres. El milímetro final no depende de nosotros. Tu voz.
Me imagino que te gustaría saber un poco más de mí. Mi edad, mi estado civil, mi empleo, mi carro (quién sabe). No son atributos míos sino de mi vida Civil. No sé cómo llamar a ese aspecto colateraloestúpido. Y si te interesa, perdona, creo que no eres quién busco. Te dejo mi correo electrónico. Uno que acabo de crear hacia media hora, por supuesto. Con mucha, mucha suerte, si me escribes, lograré imaginarme tu voz.

No sería completamente sincero, si no te dijera algo. Que me haces falta, por un lado. Qué puedes tener el aspecto y la apariencia que sea, la edad que sea, el pelo largo o corto, la falda larga o corta. Lo que busco, es ese milímetro inconmensurable que ni la manometría sabrá definir. Y, por otro lado, bueno. Será contradictorio y muy estúpido, pero creo que sencillamente no creo que te pueda encontrar.

Perfect Match me cobra 10 dólares al mes para publicar mi anuncio. Si lograste leerlo hasta el final, (y esa fue una gran prueba) escríbeme, o algo. Dime que me entendiste, más o menos. Sería increíble para mí. No sentirme tan medio loco, tan completamente solo. Te dejé un link con la traducción en ingles, no vayas a ser Sueca, Bielorusa, cualquier cosa que no impide nada, no me importa.

En otras palabras, no te quiero coger, sea dicho de paso. Si no te quedó bastante claro, no respondas. No eres tú. Claro que tengo perfecta consciencia de que los manuales dicen que la cosa no se hace así. Pero ni funciono por manuales, ni por manuales te voy a encontrar a ti. Te quiero fuera de pote. Especial. Para mí.

A lo mejor me leíste. Y es bastante probable que no me vayas a responder, aunque tú también pagas los 10 dólares de PM. Yo sé. La vida es así. Vale diez dólares. ¡Diez dólares! Lo que cuesta no es el precio del anuncio. Es otro el precio, por supuesto. El de nuestra exposición, el de, en un momento de insensatez, arriesgar un pedazo de nuestra pretenciosa integridad por una simple margarita amarilla. Creo que por eso no espero respuesta. Tú, precisamente tú, eres la que no me responderás. Adiós.


jaime.senra.nz@gmail.com


viernes, 27 de julio de 2012

30 años de diluvio




Uno no se inventa los sueños así como así, de la nada. Puesto a pensar, y con suerte, se descubre, más o menos, de dónde viene la cosa. Descubre un origen remoto, soterrado en la memoria, medio absurdo, siempre estrambótico. Una explicación es otra vaina. Bueno, no viene al caso. Al principio me pareció raro encontrarlos a todos en el jardín. ¡Lloviendo a cantaros y todos en el jardín! Aunque nadie le paraba a nada. No se daban cuenta. Raro, muy bastante. Demasiado.

Después me puse a pensar que algo parecido me había sucedido a mí, “en la vida real” como dicen las películas malas. Hacen años. Porque los años se hacen, si nos negamos a dejarlos pasar. Era el cumpleaños de uno de mis hijos y reservamos el salón de fiestas con un mes de anticipación. Para un sábado, me imagino. Nosotros nunca pasábamos por Planta Baja. Nunca. Entrabamos por el estacionamiento, llamábamos el ascensor, y listo. De ida para la calle, igual: ascensor, sótano, calle. Pero el viernes anterior al cumpleaños bajamos al salón de fiestas a inflar los globos, a colgar la piñata y esas cosas. Sorpresa. ¡El salón de fiestas era un cuarto de escombros! Lo habían tumbado todo: la cerámica de las paredes y la del piso, el cielo raso, las paredes de los baños, todo. Salimos disparados a hablar con la conserje.

--Pero si lo habíamos reservado, por Dios, con un mes de anticipación. Ni que fuera la Esmeralda.
-- El contratista se retrasó en la obra—sentenció ella--. Además, yo reservo –dijo—colocándonos un cuadernillo mugriento ante los ojos—. Pero no asisto a las reuniones de condominio.

“Resabiada de un coño. Será en el jardín”, nos dijimos. “Ojalá no llueva”. Compramos unas cortinas plásticas de baño, con bolitas,  para medio substituir a las paredes derruidas de los sanitarios y salió todo muy bien, porque hizo un sol magnífico que mantuvo a los perros calientes tibios muchas horas después de que el Perrocalentero se fuera para su segunda piñata.

De ahí viene la cosa, el sueño, creo. A veces lo descubro. Pero la mayor parte de las veces no. Como, por ejemplo, la segunda parte, que no sé de dónde viene.

Bueno. Me tiro aquél viaje de catorce horas. En la estación del autobús le doy la dirección al taxista. Vueltas y vueltas, parando aquí y allá para preguntar. “¿Calle T?” “Eso seguro que es la calle ciega que queda por allá”. “No, qué va, estás perdidísimo, mi pana, queda del otro lado. Sigue derecho como unas veinte cuadras y vuelve a preguntar”. Yo no pregunto un coño; es una absoluta pérdida de tiempo. Era el taxista quién lo hacía. Pero llegué. Y los vi a todos.


Nadie me salió al encuentro. Bueno. Estoy acostumbrado. Nunca fui presidente de nada. No soy alto, ni flaco, ni tengo el dinero que me supla las faltas de personalidad e ingenio, aparte otras misceláneas. Normal, pues. Claro que los reconocí a todos, apenas mirarlos. A unas más que otras. A unos mejor que a otros. No me fue nada difícil apartarme discretamente y embreñarme en el jardín. No me estaba escondiendo. Solo quería verlos. Para eso vine. Pegándome la cabeza contra la ventana del autobús, catorce horas.  


Un jardín venezolano, aunque ocupe treinta metros en las traseras de un edificio, y esté rodeado por asfalto y cemento por todos lados, es una explosión de exuberancia, de magnificencia, lleno de escondrijos secretos, de pedacitos de selva impenetrable, y de los ruiditos y fragancias que quisieran tener aquel montón de hierbajos y piedrecitas maricas de Versailles. Me senté por allá, viéndolos, normal, sin querer bucearlas (raro en mi). La misma forma de hablar, de alzar los brazos, de simular que da un paso en falso, con aquellas mismisimas piernas, coño, de cortarte la respiración; la misma manera de dar la espalda con abrupta indiferencia, levantando los senos; y aquella forma de captar la atención con solo acercarse. 


Ella y todos, hombres y mujeres, no lograron, o no quisieron, o no pudieron, dejar de ser los gestos y la mirada que delatan lo más íntimo de quiénes son y serán siempre, sin que importe mucho lo que digan o lo que hagan. De tantas formas no ha pasado el tiempo. Y nunca pasará. Por más que llueva.

No estaba precisamente escondido, aunque nadie se fijaba en mí. ¿Qué pasa aquí, coño? ¿Si yo los reconozco a ellos, por qué no me reconocen a mí? Dicen que los sueños se cumplen, y yo, de niño, deseé con todo fervor ser el Hombre Invisible. Y casi lo logro, de no ser por el mesonero. El hombre, impecablemente vestido de blanco, desde los zapatos al bigote, pasaba de vez en cuando a ofrecerme un trago. Casualidad. La única persona que nunca había visto en mi vida lograba verme. En medio del aguacero se me olvidó dejarle la propina.

Ahí estaban pues. Formaban grupos, aquí y allá, se alejaban por un rato y volvían a reagruparse, atraídos por esas raras fuerzas gravitacionales que aglutinaron y dispersaran las galaxias, en el origen del Universo, hace 30 años. Ahí estaban aquellos hombres y mujeres, aquellos niños y niñas, las estrellas con las cuales, por primera vez, calculé las paralaxis de mi posición en el mundo, de mi lugar en la vida. Los que me mostraron las músicas y me prestaron los libros; los que me enseñaron a reír de cualquier estupidez (¡yo no sabía hacerlo!); los que me hicieron sentirme querido; los que me propusieron soñar con un mundo mejor; los que me propusieron  dudar de todo y a todo quererlo incondicionalmente; los que me abrazaban y besaban porque habían pasado tres dias de un puente (tampoco sabía que se podía hacer). La verdad, es que no sabía nada. 


Ahí estaban aquellos curas con quiénes compartíamos tres minutos de intimidad, después de clases, sin contriciones ni liturgias raras, y sin que ambos lo admitiéramos, nos atrevíamos a confesar nuestros más íntimos pecados. La lujuria de descubrir el mundo a bocajarro, o la arrogancia de ponerlo en entredicho y condenarlo. Esas cosas. Algunas, bueno, no las confesábamos, porque ya ibamos aprendiendo que las cosillas mundanas no valían la pena. Teníamos un grupito de tres en que imaginábamos el clítoris de aquellas cincuenta niñas. Albahacas, azucenas, orquídeas carnívoras, y demás variantes de una flora exótica y fragante, de las que solo un venezolano posee las referencias taxonómicas para poder hacerlo. Uno, solo, en un jardín, se pierde en estas cosas.

Pero de repente, me despierto del ensueño, empieza a llover. Estamos en Julio, mes voluble. Y viene un chaparrón de los nuestros, una descarga de furor divino. Pero el salón de fiestas estaba cerrado, estaba en obras. Largan copas y sándwiches y explota la estampida hacia todas partes. Ella fue la primera que se adentró en el jardín en busca de abrigo. No me dijo una palabra. Ni siquiera me miró. Se me abrazó como al tronco del árbol que le abrigará de la inclemencia de la vida por el resto de los tiempos. Y después vinieron otros, que me agarraron por la espalda, por el costado, y me sobaron la cabeza sin importarles mi pelo y me rasgaron la camisa y me estrujaron las costillas y ya no podía respirar el aire porque respiraba el aliento de todos. Todos apiñados a la lluvia, profiriendo comentarios triviales, como una colmena rara que emite un zumbido loco de recuerdos. 

Un chaparrón es eso. Viene y se va. Pero el torrencial biblico no acababa nunca. Llovían te acuerdas, fulanitas que no estaban, correos, proclamas, sueños rotos, ausencias, pastelitos de queso, amigos muertos, te quieros. Y agua, agua, millones de toneladas de litros cúbicos y titricos y cuádricos de agua que no lograban lavar treinta años de recuerdos. Hablaban todos con todos y conmigo, al mismo tiempo, y aunque no entendía mucho, sonaba bello como la lluvia en una tarde plácida de domingo. La lluvia que arranca las semillitas de la fertilidad y las lleva por ahí, por más 20 o 30 años, agarradas a la ropa de nuestros hijos, a fecundar las fertilidades remotas de la tierra. 


Aunque, repito, el ruido era mucho, el sueño raro, se veía poco, no estoy muy seguro de nada. Me distraje, creo, porque había retrocedido 30 años. Todos mojados como pollos en una granja sin abrigo. Lo que menos  importaba. Porque en las catorce horas de regreso volví a ser el niño que estuvo abrazado a ella.

Un amigo, que no estuvo presente,  tuvo un brevísimo chat conmigo. Me dijo: “Vi las fotos. Soñé que había ido pero que nadie me había reconocido”.