viernes, 27 de julio de 2012

30 años de diluvio




Uno no se inventa los sueños así como así, de la nada. Puesto a pensar, y con suerte, se descubre, más o menos, de dónde viene la cosa. Descubre un origen remoto, soterrado en la memoria, medio absurdo, siempre estrambótico. Una explicación es otra vaina. Bueno, no viene al caso. Al principio me pareció raro encontrarlos a todos en el jardín. ¡Lloviendo a cantaros y todos en el jardín! Aunque nadie le paraba a nada. No se daban cuenta. Raro, muy bastante. Demasiado.

Después me puse a pensar que algo parecido me había sucedido a mí, “en la vida real” como dicen las películas malas. Hacen años. Porque los años se hacen, si nos negamos a dejarlos pasar. Era el cumpleaños de uno de mis hijos y reservamos el salón de fiestas con un mes de anticipación. Para un sábado, me imagino. Nosotros nunca pasábamos por Planta Baja. Nunca. Entrabamos por el estacionamiento, llamábamos el ascensor, y listo. De ida para la calle, igual: ascensor, sótano, calle. Pero el viernes anterior al cumpleaños bajamos al salón de fiestas a inflar los globos, a colgar la piñata y esas cosas. Sorpresa. ¡El salón de fiestas era un cuarto de escombros! Lo habían tumbado todo: la cerámica de las paredes y la del piso, el cielo raso, las paredes de los baños, todo. Salimos disparados a hablar con la conserje.

--Pero si lo habíamos reservado, por Dios, con un mes de anticipación. Ni que fuera la Esmeralda.
-- El contratista se retrasó en la obra—sentenció ella--. Además, yo reservo –dijo—colocándonos un cuadernillo mugriento ante los ojos—. Pero no asisto a las reuniones de condominio.

“Resabiada de un coño. Será en el jardín”, nos dijimos. “Ojalá no llueva”. Compramos unas cortinas plásticas de baño, con bolitas,  para medio substituir a las paredes derruidas de los sanitarios y salió todo muy bien, porque hizo un sol magnífico que mantuvo a los perros calientes tibios muchas horas después de que el Perrocalentero se fuera para su segunda piñata.

De ahí viene la cosa, el sueño, creo. A veces lo descubro. Pero la mayor parte de las veces no. Como, por ejemplo, la segunda parte, que no sé de dónde viene.

Bueno. Me tiro aquél viaje de catorce horas. En la estación del autobús le doy la dirección al taxista. Vueltas y vueltas, parando aquí y allá para preguntar. “¿Calle T?” “Eso seguro que es la calle ciega que queda por allá”. “No, qué va, estás perdidísimo, mi pana, queda del otro lado. Sigue derecho como unas veinte cuadras y vuelve a preguntar”. Yo no pregunto un coño; es una absoluta pérdida de tiempo. Era el taxista quién lo hacía. Pero llegué. Y los vi a todos.


Nadie me salió al encuentro. Bueno. Estoy acostumbrado. Nunca fui presidente de nada. No soy alto, ni flaco, ni tengo el dinero que me supla las faltas de personalidad e ingenio, aparte otras misceláneas. Normal, pues. Claro que los reconocí a todos, apenas mirarlos. A unas más que otras. A unos mejor que a otros. No me fue nada difícil apartarme discretamente y embreñarme en el jardín. No me estaba escondiendo. Solo quería verlos. Para eso vine. Pegándome la cabeza contra la ventana del autobús, catorce horas.  


Un jardín venezolano, aunque ocupe treinta metros en las traseras de un edificio, y esté rodeado por asfalto y cemento por todos lados, es una explosión de exuberancia, de magnificencia, lleno de escondrijos secretos, de pedacitos de selva impenetrable, y de los ruiditos y fragancias que quisieran tener aquel montón de hierbajos y piedrecitas maricas de Versailles. Me senté por allá, viéndolos, normal, sin querer bucearlas (raro en mi). La misma forma de hablar, de alzar los brazos, de simular que da un paso en falso, con aquellas mismisimas piernas, coño, de cortarte la respiración; la misma manera de dar la espalda con abrupta indiferencia, levantando los senos; y aquella forma de captar la atención con solo acercarse. 


Ella y todos, hombres y mujeres, no lograron, o no quisieron, o no pudieron, dejar de ser los gestos y la mirada que delatan lo más íntimo de quiénes son y serán siempre, sin que importe mucho lo que digan o lo que hagan. De tantas formas no ha pasado el tiempo. Y nunca pasará. Por más que llueva.

No estaba precisamente escondido, aunque nadie se fijaba en mí. ¿Qué pasa aquí, coño? ¿Si yo los reconozco a ellos, por qué no me reconocen a mí? Dicen que los sueños se cumplen, y yo, de niño, deseé con todo fervor ser el Hombre Invisible. Y casi lo logro, de no ser por el mesonero. El hombre, impecablemente vestido de blanco, desde los zapatos al bigote, pasaba de vez en cuando a ofrecerme un trago. Casualidad. La única persona que nunca había visto en mi vida lograba verme. En medio del aguacero se me olvidó dejarle la propina.

Ahí estaban pues. Formaban grupos, aquí y allá, se alejaban por un rato y volvían a reagruparse, atraídos por esas raras fuerzas gravitacionales que aglutinaron y dispersaran las galaxias, en el origen del Universo, hace 30 años. Ahí estaban aquellos hombres y mujeres, aquellos niños y niñas, las estrellas con las cuales, por primera vez, calculé las paralaxis de mi posición en el mundo, de mi lugar en la vida. Los que me mostraron las músicas y me prestaron los libros; los que me enseñaron a reír de cualquier estupidez (¡yo no sabía hacerlo!); los que me hicieron sentirme querido; los que me propusieron soñar con un mundo mejor; los que me propusieron  dudar de todo y a todo quererlo incondicionalmente; los que me abrazaban y besaban porque habían pasado tres dias de un puente (tampoco sabía que se podía hacer). La verdad, es que no sabía nada. 


Ahí estaban aquellos curas con quiénes compartíamos tres minutos de intimidad, después de clases, sin contriciones ni liturgias raras, y sin que ambos lo admitiéramos, nos atrevíamos a confesar nuestros más íntimos pecados. La lujuria de descubrir el mundo a bocajarro, o la arrogancia de ponerlo en entredicho y condenarlo. Esas cosas. Algunas, bueno, no las confesábamos, porque ya ibamos aprendiendo que las cosillas mundanas no valían la pena. Teníamos un grupito de tres en que imaginábamos el clítoris de aquellas cincuenta niñas. Albahacas, azucenas, orquídeas carnívoras, y demás variantes de una flora exótica y fragante, de las que solo un venezolano posee las referencias taxonómicas para poder hacerlo. Uno, solo, en un jardín, se pierde en estas cosas.

Pero de repente, me despierto del ensueño, empieza a llover. Estamos en Julio, mes voluble. Y viene un chaparrón de los nuestros, una descarga de furor divino. Pero el salón de fiestas estaba cerrado, estaba en obras. Largan copas y sándwiches y explota la estampida hacia todas partes. Ella fue la primera que se adentró en el jardín en busca de abrigo. No me dijo una palabra. Ni siquiera me miró. Se me abrazó como al tronco del árbol que le abrigará de la inclemencia de la vida por el resto de los tiempos. Y después vinieron otros, que me agarraron por la espalda, por el costado, y me sobaron la cabeza sin importarles mi pelo y me rasgaron la camisa y me estrujaron las costillas y ya no podía respirar el aire porque respiraba el aliento de todos. Todos apiñados a la lluvia, profiriendo comentarios triviales, como una colmena rara que emite un zumbido loco de recuerdos. 

Un chaparrón es eso. Viene y se va. Pero el torrencial biblico no acababa nunca. Llovían te acuerdas, fulanitas que no estaban, correos, proclamas, sueños rotos, ausencias, pastelitos de queso, amigos muertos, te quieros. Y agua, agua, millones de toneladas de litros cúbicos y titricos y cuádricos de agua que no lograban lavar treinta años de recuerdos. Hablaban todos con todos y conmigo, al mismo tiempo, y aunque no entendía mucho, sonaba bello como la lluvia en una tarde plácida de domingo. La lluvia que arranca las semillitas de la fertilidad y las lleva por ahí, por más 20 o 30 años, agarradas a la ropa de nuestros hijos, a fecundar las fertilidades remotas de la tierra. 


Aunque, repito, el ruido era mucho, el sueño raro, se veía poco, no estoy muy seguro de nada. Me distraje, creo, porque había retrocedido 30 años. Todos mojados como pollos en una granja sin abrigo. Lo que menos  importaba. Porque en las catorce horas de regreso volví a ser el niño que estuvo abrazado a ella.

Un amigo, que no estuvo presente,  tuvo un brevísimo chat conmigo. Me dijo: “Vi las fotos. Soñé que había ido pero que nadie me había reconocido”.

2 comentarios:

Carlota Bellés dijo...

Muy bueno tu sueño, yo tengo 2 cuadernos de sueños desde hace más de 10 años y aun me acuerdo de sueños que tuve cuando era pequeña. Recuerdo que a los quince años soñé que era invisible y fue muy divertido no paré de reírme( en sueños) toda la noche... estaba al lado de mis padres, hermanos y amigos y sin embargo nadie me veía y lejos de sentirme herida en mi autoestima, me sentía libre¡¡ Creo que esa sensación de liberta de aquella noche, es la que busco todos los días de mi vida¡¡¡
la palabra embreñar no la conocía¡ la incorporo desde hoy a mi humilde léxico¡¡¡ muy buena tu crónica. No hubo forma de comentar esto en FB.

Jaime Senra dijo...

Hola Carlota.
por fin descubri la forma de responderte desde blogger. Es muy raro q m acuerde de un sueño. Pero m fascina la gente q s acuerda y busca interpretarlos. En su autobiogrfía, Freud cuenta que, al despertarse, hacía un esfuerzo desesperado para despertarse y poder anotar sus sueños. Escribió "La interpretación de los sueños#, un libro q m pasó al lado. Me fascina la gente q recuerda y puede reconstruir sin dificultad sus sueños. Su "narrativa" medio mágica, aunq no la podamos entender. Creo q ahi radica el fascínio que ha deslumbrado a tantos psicólogos y sociólogos.