viernes, 12 de octubre de 2012

Moriturum te salutamus, Capriles y la Vinotinto



Replus devuelto a Venezuela, después de cuatro años, me sorprende la alharaca montada alrededor de “la vino tinto”, el color de la selección nacional de futbol. Pues nada, me dije, este es el país en dónde todo el mundo está dispuesto a creerlo todo. Me encanta, pero. ¿Venezuela un país de futbol? ¿Desde cuándo? Solo podía ser una cosa, y efectivamente lo era: un decreto de Chávez, una especie de, a la que estamos acostumbrados. De la misma forma que decretó que tendríamos un carro venezolano, desarrollado y producido en Vzla; un teléfono celular; un computador; un satélite y un cohete que nos llevará por el cosmos en una misión ecuménica de paz interplanetaria. Bueno pué. Hay cosas que se pueden hacer. Hay cosas que no se pueden hacer. No saber decirlo de una forma que estos señores poder entender. ¿Entender? Por supuesto que no entender. Yo explicar.

Pasé la segunda parte de mi infancia en Portugal, básicamente jugando caimaneras. Partiditos de futbol armados de la forma que sea. Todas las tardes, de lunes a viernes. En cualquier callejón, en cualquier campo de maíz o trigo o girasoles, recién cosechado y mínimamente aplanado. Con cualquier tipo de pelota, la que estuviera disponible; de playa, de voleibol, de básquet. Todas las pelotas servían para jugar al futbol. Aunque el sueño de todos esos chavales era tener La Pelota, la pelota de futbol de verdad, la de los pentágonos, de Paquistán. Hasta ese pormenor lo sabíamos, aunque no teníamos puta idea de qué eran los pentágonos esos, dónde quedaba Paquistán, ni que las pelotas eran cosidas a mano por niños semi esclavizados, de nuestra misma edad, en ese tal Paquistãom.

Y lo que hacía yo, era lo que hacían un millón de niños en Portugal.  Un país pequeño e insignificante en muchos aspectos, durante medio siglo un País Exportador (de portugueses) pero que siempre ocupa algún lugar entre las diez selecciones más importantes de la FIFA. Desde el más humilde de los obreros hasta el primer ministro, todos acompañan el desempeño de dos equipos: el equipo del terruño, y el equipo de la primera división de su escogencia. El Oporto, por ejemplo, es el club del “nacionalismo” norteño, algo así como un Barcelona o un Atletic para los nacionalismos españoles. El Boavista y el Sporting son clubes de la élite, que nunca se le ocurriría a algún desubicado patanensuelo.

Yo, que siempre fui un nerd gordito, que vomitaba ante un penal, el último en ser invitado al equipo.llegué a mantener, una sola vez, la pelota en el aire con 50 patadidas. Debe haber sido el día en que me sentí tan orgulloso y dueño de mí, que me corrí por primera vez. Sin mucha precisión, por esas fechas. Pero yo era el guevonote de la partida. Tuve tres amiguitos que no contaban pataditas. ¡Simplemente apostaban que podían mantener la pelota dominada por una hora! Cambiando de pie, alternando las rodillas, tocando la pelota con los hombros, llevándola a la cabeza, manteniéndola por tres segundos en el cuello, disfrutando un puyero, tocando el nirvana. Aparte los malabarismos, eran los cracks indiscutibles del equipo; los que marcaban los goles o les regalaban el gol, con un pase magistral, a algún parapléjico como yo. Los tres eran diestros y se propusieron, con determinación total (el fundamentalismo infantil es el más arrecho de todos) a jugar exclusivamente con el pie izquierdo, con la siniestra, antes de presentarse al examen de admisión a la selección juvenil del Oporto. Los tres fueron raspados. ¡Eran muchos los llamados, pocos los elegidos! Me encontré a uno, de esos tres, veinte años después. Barrigón. Me quedaron dos cosas de esa conversación: que se había casado y tenía dos hijos, la primera; que había sido rechazado por el Oporto, no sé si te acuerdas, bueno.

A nadie se le ocurrió financiar clubes. De hecho, en Europa sucedió todo lo contrario. Se optó por no financiar al “circo” y cada club es una empresa privada, que se debe auto sostener, “cotada” en bolsa y toda la parafernalia esa, en la cual se intercambian jugadores por millones de euros.

El futbol no pertenece al alma (no me gusta la palabra “alma” ni los estereotipos de nacionalidad), no pertenece al alma venezolana. Aunque hay un millón de cosas que pudiéramos ser o hacer. Pudiéramos ser la primera potencia petroquímica del mundo, y tenerlo a nuestros pies. Pudiéramos ser la primera potencia turística del Caribe, y tener a los gringos y canadienses, aún a los lejanos europeos, a nuestros pies. Les podríamos dar todo en un paquete: cóndores y frailejones de Los Andes, boas constrictoras y carne en vara de Los Llanos, playas paradisíacas, pececitos de colores, del Caribe. Futbol: NO. Sufriremos con la Vinotinto, pero gritaremos con una franela amarilla, por los muchachos negros y talentosos salidos de las favelas caimaneras de Brasil.

Hay cosas que no podemos hacer. Como existen cosas que ni siquiera podemos pensar, según Witgenstein. Por ejemplo, tener un candidato con los apellidos incorrectos. Apellidos que no pertenecen al beisbolero venezolano, el que se levanta la franela y se restriega la barriga cervecera mientras espera, disfrutando el sol, sin güiro, en la parada del autobús. Será simplista y palmario, pero la vida, tomando sol, funciona así. Lo siento por él, por el tostadito que espera a Godot, lo siento por el candidato de una unidad precaria, por mi dedo meñique que se me durmió. La inmensa mayoría de los que votamos por él, no estaríamos dispuestos a pactar con un ideario neo liberal, derechoso, decadente. Votamos diciéndonos: estoy dispuesto a algunas concesiones para salvar a nuestro país del desastre, de la africanización ingobernable, de la cubanización degradante, de esta retórica más absurda que un diálogo loco de Ionesco. Algo así, con sus mil variantes. 

El pueblo, Venezuela entera, votó, y nosotros, malgré nous, legitimamos contundentemente la voluntad popular. Ya Venezuela es otra. Catorce (o 50) años no pasaron en vano. Olvidémonos del pasado, al cual asociamos, indefectiblemente, nuestra juventud.  La juventud solo vuelve a los pacientes de Alzheimer, que no se acuerdan de lo que desayunaron hoy, pero reviven, con lucidez cristalina, una escena acontecida 20 años atrás. Corazón en la estratósfera (y que Dios no nos abandone a nuestros sueños de Las Alturas). Pies y paz en la tierra.

Henrique (Pablo, Jóse, Juaco, quien seas). Ustedes que lo han dado todo, quemen las naves del regreso. Múdense de una buena vez por todas. Para Las Acacias, para la orilla de Petare, del Guataparo, uarever, pero barrio adentro.  Compren una empanada grasienta y una Pesi en el abastico con rejas.  Amen su sabor a morir. No se me conviertan en gorditos flácidos y dietéticos al que le gustan relojes suizos y vomitan ante un penalty. Sobre todo no se les ocurra decir una palabra en inglés, citar a Ionesco o Witgenstein, o como se llamen los guevones esos. Olvídense de complacer a griegos y troyanos. Por el honor y la gloria de Roma, por el sueño de una verdadera república siempre incumplida, pero nunca perdido ni perdida. A ti, César, el Henrique qué seas, los que te verán morir te saludan. Ave.