sábado, 24 de octubre de 2009

dónde se revela la inexistencia de Dios, 1


Uno nunca sabe lo que le pueda suceder y por eso ya tengo mi respuesta preparada. Eso de llegar al cielo y tartamuderar delante de San Pedro es algo que no tiene clase, le falta charme. Yo he pensado muy bien lo que le voy a decir.

--Buenas. ¿Dónde me puedo sentar esperando a Célia?

Y como soy un tipo organizado en mis vainas también ya me imaginé lo que me pueda contestar. Me vendrá con eso de que la vaina puede tardar, que cuándo llegue (si llega, cosa que él tampoco puede asegurar pues no depende tanto de él y su Jefe, como de ella), puede que llegue alterada, se comprende, y etcétera y cosa y tal. Además, no sería la primera vez que un guevón se sienta a esperar y después de añales, cuando ya ni siente el culo de entumecido, llega ella por fin, pero con otro, porque se da la casualidad de que murieron ambos en un accidente de carro, muérete, por ejemplo.

Bueno, en realidad no tengo mi respuesta preparada para darla a San Pedro pero en la eventualidad, aún más improbable, de que me hagan una entrevista y me pregunten eso y cuál es mi libro y mi color preferido. La cosa es que no creo que exista cielo ni infierno ni un coño. Nada. Muy de vez en cuando voy al cementerio a ponerle flores en la tumba de mis padres y mis abuelos. Porque creo en las flores. Y me sorprende muchísimo ver que, gente mucho más inteligente que yo, creen en Dios y en el más allá y esas vainas. Me parece que en realidad no lo creen sino que lo quieren creer. Cosas diferentes.

La gente cree, básicamente, porque quiere. Y quiere porque la vida es una mierda incomprehensible, muchas veces. Injusta, bella, atroz, deslumbrante, infinitamente contradictoria, increíblemente inaprensible. (Vaya temita que escogí hoy para mi blog de guevonadas). Que el tema de la convicción religiosa sea extremamente complejo no quiere decir que no se pueda simplificar. Se puede, y mucho. Después de toda la simplificación vamos llegar a una especie de raíz cuadrada de un número negativo, una solución rara, medio mágica, medio imaginaria. Así que, lo que voy a hacer aquí es una especie de despeje violento, con el lápiz muy afilado.

El noventa y no sé cuantos por ciento de la gente cree por razones equivocadas. Generalmente por fundamentar su integridad interna, en el mejor de los casos; por puro y vulgar hedonismo, infortunadamente, la mayoría. Vamos a este último caso, que es el más fácil, gente que cree porque se siente bien con eso. Este es el típico caso de la gente que va a misa o que reza, ora fervientemente, y después siente como que una cosa, un alivio, como una luz y una esperanza, como no te lo sé explicar chica... si no crees no lo sientes...Es la religiosidad Prozac. La tomas y te sientes bien, con suerte, hasta reconciliada con la vida y la muerte. Sobra decir que es preferible, mil veces, el Prozac. No hace tanto daño. Por supuesto que puede revestir las formas más exóticas y deslumbrantes. Expiaciones, silicios, visiones y apariciones, estigmatizados, una galería de horrores. La religiosidad se encuentra desde adentro, es como un palpito y no puede ser otra cosa, chica, tiene que ser eso. Esta es la vertiente puramente psicológica de la cosa. En última instancia encontraremos siempre un móvil de naturaleza hedonista en el fondo, aún en los casos más perversos de sufrimiento y expiación. Porque el sufrimiento redime, etc. Claro que las cosas no son tan sencillas, se pudieron escribir libros enteros sobre esto. Ya se escribieron. Bibliotecas vaticanas enteras. Recomiendo el Prozac.

Después está la gente sana, digamos así, pero burra. La clase de gente que no se pasea por este blog, por supuesto. En esta vertiente, como en la anterior, el abanico de manifestaciones concréticas es enorme. En este caso está, por ejemplo, la gente que cree que la religión fundamenta, como último recurso, todo el sistema de moralidad. A veces son los imperativos morales los que desembocan en la religión; otras veces son preceptos fundamentales de naturaleza religiosa quienes terminan justificando la moralidad. Esta moralidad es entendida en un sentido super amplio que incluye desde usos y costumbres hasta las bases morales de la sociedad. Coño, ¿qué puedo decir? Esta gente no es burra porque no haya leído a Hobbes, Lock y Rousseau, (nosotros sí, jeje). Lo es porque nunca se ha detenido a pensar en lo que está sucediendo todos los días a nuestro alrededor. Hoy vivimos en un mundo tan fast que nuestra moralidad cambia a una velocidad vertiginosa, ya nada es seguro y fácil de creer como antes. Hoy día defendemos como principios morales, verdaderos anatemas que horrorizarían nuestros abuelos. A mi me parece muy bien que un niño tenga derecho a denunciar a sus padres por haberle dado una bofetada, por ejemplo. Y me parece bien que las parejas homosexuales estables tengan los mismos los derechos que todos los demás. Me parece excelente que se legalice la marihuana (de paso, nunca la he probado). Y estoy seguro que un día me parecerán muy bien cosas que si me las cuentas hoy me quedaría estupefacto. Pienso, por ejemplo, que un día de estos se tolerarán ciertas formas de pedo filia atenuada, así como pienso también que me metí en un peo porque este tema es para rato y continuará otro día.

martes, 13 de octubre de 2009

Antonio Cova



En los 50 años de Ciencias Sociales en la UCAB


Tengo una inmensa deuda de gratitud con Antonio Cova. Él mismo se podrá sorprender de escuchar decirme esto. Aunque estará seguramente dispuesto a conceder que nunca sabemos exactamente que efecto, que recuerdo o marca dejamos en los otros.

Una vez me llamó por teléfono un amigo de mi primera adolescencia.

--Me llamo fulanito de tal, estudiamos juntos allí en tal parte, tal año. ¿Te acuerdas?--. En circunstancias normales uno dice “ah...claro...¿como estás?” Pero aquél día, por alguna razón y porque el teléfono ayuda mucho también, me salió del forro de las bolas ser menos educado y más sincero.

--No qué va, panita, no me acuerdo de ti.
--Yo soy este y aquel-- me decía él.
--¿Estás seguro que soy yo? ¿No buscas otro Jaime cualquiera?
--Nada, negativo. Tú vivías en aquella casa así y así y tu hermana se llama asado (y estaba más buena que el coño, dígase de paso, salúdala de mi parte) y te la pasabas con los mismo pantalones y la misma chaqueta todo el tiempo.
--¿Chaqueta? ¿Qué chaqueta?
--Una verde a cuadros. La tenías puesta aquella vez que le dijiste a La Pata Patológica esto y esto y ella te contestó aquello y lo otro...

La cosa se transformó de pronto en una experiencia surreal. Los nombres y los lugares coincidían, todo eso cuadraba perfecto, pero yo no me acordaba de nada. No solo no me acordaba de quién era el tipo. Pase, pues. Lo increíble es que no me acordara de aquél personaje que había sido yo, de lo que hacía o decía, o de la simples forma como me vestía. Ni siquiera me reconocía de lejos en aquello.

--Tenías aquella chaqueta verde a cuadros, ¿no te acuerdas? ¿Como no te vas a acordar si la usabas todos los días, guevón?--. Insistía particularmente en lo de la chaqueta, por que altura de la pierna me daba, la forma del cuello, cuantos cierres tenía. Para él, yo había sido el chico lenguaraz y “opinático” de la chaqueta verde, aunque yo nunca fui hablador ni me gustan particularmente las chaquetas ni el color verde. Lo que me quedó claro era que al muchacho le había gustado mi chaqueta, o por lo menos que le había llamado mucho la atención. Son esas las cosas que quedan de nosotros en los demás, nuestras importantísimas y personalísimas improntas personales que dejamos en este mundo.

Estoy seguro que Antonio no imagina cómo y cuánto me “improntó”. Yo venía de estudiar en Portugal, un paísito en dónde los profesores universitarios son tratados por “excelentísimos señores profesores doctores” y para quienes es (o era) sencillamente humillante tener una conversación de tu a tu con legos, plebeyos y estudiantes. Y, claro, bajo esta espesa capa de pompa y circunstancia, muchas veces se esconde un muy personal y humilde corazoncito de una mediocridad que te digo una cosa. Bueno. A mi me sacan de este vetusto y docto recinto y me colocan en una clase de Cova, a las siete de la mañana. Católica, año setenta y nueve ochenta, por ahí. ¿Coño?¿Qué vaina es esta? No solo no entendía lo que estaba pasando, estaba más chocado que una carmelita ante una verga rara. Así que lo vi entrando a clase, tan serio él, con su chivita adusta, me estaba esperando el tal profesor doctor que se viene a sentar a lo hierático y a engolar la voz. Cual no seria mi espanto cuando el señor empieza a pegar brincos en la ilustración histriónica de unos chistes que, o eran muy profundos, o muy infantiles, o yo no estaba entendiendo un coño de lo que estaba pasando allí. Y, claro, no me di cuenta en ese momento, porque venía con mucho blabla y salivita, pero el carajo me estaba sacando el virgo. ¡No habría de sentirme chocado, no joda! Por supuesto que no me reía, no le encontraba la gracia. Eso fue la primera vez. La segunda ya me gustó más, pero tampoco así que digamos muuucho muuuucho. Un poquito más. Y después vino la tercera y la cuarta y los sentimientos y las emociones van cambiando, como ya se sabe.

Me dio clases durante tres años y cada vez me parecían más fascinantes. La revelación me vino estilo fogonazo, a las primeras semanas de conocerlo, cuando súbitamente me apercibí que él no estaba contando chistes sino que estaba dando clases. La cosa fue a propósito de Historia de los Griegos, de Indro Montanelli. En medio de la clase soltó el nombre del libro como si se estuviera refiriendo al trabajito de ascenso de la profesora que daba clases en el salón de enfrente. Y yo fui y me compré el libro, seguramente en una banqueta del centro. Claro, me quedé enganchado, porque es un libro bellísimo. No es la gran disertación académica que te produce alergia griega para el resto de tu vida, sino precisamente lo contrario, un librito escrito con humildad y amor que te deja con ganas de aprender cirilico antiguo para leer a Homero. Por cierto, es uno de los pocos libros que he mandado a encuadernar en cuero repujado para que nadie me lo pida prestado. Bueno. Antonio mencionó el libro, pues, y siguió, literalmente, con la guachafita de sus clases. En una clase ilustraba, con ejecución en vivo y directo, la diferencia entre el pas-de-deux y el pas-de-trois o cuatro o qué sé yo. En otra, parodiaba el discurso político social-demócrata, señoras y señores, en la voz de: ¡Rómulo Bettancourt! Cada clase era una performance en función de estreno, y nosotros eramos su platea cautiva de primera fila. La tal revelación ocurrió cuando me di cuenta de que, espérate... yo creo que ya escuché esto en alguna parte... Ah, sí... ¡en el libro de Montaneli! ¡Coño, no puede ser! ¡Él carajo está dando clases de verdad verdad, con apego a programa y bibliografía! Yo era tan jojoto y tan burro que tardé una eternidad en darme cuenta.

Sí, fue una de las grandes lecciones de mi vida la que fui aprendiendo a lo largo de mi convivencia con Cova. Son varias cosas, una especie de package tamaño familiar que adquieres con regalitos oferta. Y no estoy muy seguro de poder explicarlo bien. Es la idea de que cultura y humor no solo no están en absoluto reñidas sino que casi se presuponen. La idea de que la incorporación intelectual más cabal y legítima implica un cierto distanciamiento crítico sí, pero también una gran inversión personal, sincera, si miedo ni pena, sin mucha mierda. Aprender a tutear un libro, a reírse de él, a llorar con él, es una de esas lecciones que no olvidas el resto de tu vida. Como no olvidas quién, dónde y cuándo te enseñaron a andar de bicicleta.

Y bueno, cuando me di cuenta que la cosa metía libros empezó a gustarme. Cuanto más metía más me gustaba, lo confieso. De vez en cuando, en medio de la clase, soltaba la referencia al libro que se andaba leyendo en el momento. Y yo, claro, solo para poder reírme con más gusto en sus clases, corría a buscarme el libro. Como tenía mucho más tiempo para leer que él, casi siempre lo acababa primero. Y gozaba una bola viendo por que capítulo de La Guerra del Fin del Mundo andaba él, o a qué personaje de La Habana para un Infante Difunto se estaba refiriendo. Y la cosa, así, con preparación previa, con la debida anticipación y foreplay aún daba más gusto. Literalmente lloraba. De la risa, pues.

El día que me propuso que fuera su preparador salí disparado de orgullo por las nubes. Ni me dio tiempo a escuchar que esa era la parte buena. La parte mala es que iba a tener que dar a Luckács, coño de la madre, qué huevo tan duro.

--A ti te gusta Luckács ¿verdad?
--¿Qué si me gusta? Lo adoro, ni sé cómo te digo, lo amo.

Un día me preguntó que que era lo mío, mi vaina pues ¿cual era? Me quedé un pelo perplejo porque revelaba interés personal, y era una pregunta muy seria.

--Escribir-- le dije yo, poniéndome cara de malo.
--Bueno, va siendo hora de que saques cosas.
--Está bien..tienes razón... pero tengo veinte años-- le dije, cómo diciendo que iba retrasado pero que aún pasaban trenes a aquella hora.
--A tu edad ya mucha gente tiene muchas cosas-- insistió él.

¡Qué santas bolas tenía éste! La facultad entera decía de él que era un talento perdido, que era brillante y todo eso, pero que a la hora de la chiquita se esfriaba todo porque no escribía nada. Es una pena, coño, decían todos con ese aire de pésame pungente con que se palmea la espalda de un amigo impotente. Quiere, pero no le sale, ni una línea. ¡Y éste es el mismo caramelo que me viene a decir que me ponga a trabajar! Me quedé loco, pues. Pero caí en la cuenta de que me tenía en estima, por lo demás completamente inmerecida, cosa que el futuro se encargó de demostrar con evidencia fehaciente.

Pasaron unos años y caí en Venezuela de vacaciones. Había acabado de publicar un libro y unos amigos demasiado generosos me organizaron “un bautizo” con bombos y platillos. Yo andaba deprimido de bola en esa época, para variar (creo que más por eso mis panas me organizaron la fiesta). Me enchufaron un flux, me enroscaron una corbata alrededor del cuello, me sentaron en la silla del medio de una mesa larguísima que metía cónsules y embajadores y llenaron un salón de gente que casi ni conocía. Ya no me acuerdo si fui yo quien lo invité. Me parece que no, que fue él quien se enteró. De pronto levanto la vista de la mesa por encima de toda aquella gente y veo a Antonio al fondo del salón, de pie y mirándome muy serio. No se me olvida esa imagen. Cuando terminaron los discursos vino la champaña para regar y terminar de rascar la dudosa calidad del libro, y cuándo lo busqué para saludarlo ya no estaba, se había ido.

Pasaron otra vez unos años más y volví a caer en Venezuela. Llego, me siento en el sofá y enciendo la televisión.
--Célia, corre, rápido, ven a ver esto.
--¿Qué?- pregunta ella media frustrada porque no era un despeñamiento de avión.
--Este es Cova, el profesor de que tanto te he hablado.

La escena se repitió un poco de veces porque Antonio pasó a ser un habitué de los programas de televisión, aparte de que escribía para los periódicos. ¡Y cómo escribía, mano! Será que lo tenía guardado porque ahora escribía artículos de análisis y opinión a página entera para los periódicos más reputados.

--Célia, corre chica, ven rápido.
--¿Es Cova otra vez, verdad? Ahora no puedo, estoy ocupada.
--No, no es cova, ven-- le dije yo. La pobre es portuguesa, y por ese entonces todavía no tenía el castellano muy afinado. Y fue bien hecho, no joda. Por tirárselas de incrédula muy viva se perdió el derrumbe de las torres gemelas.

domingo, 11 de octubre de 2009

El violinista desnudo


Cuando me echaron este cuento no me mencionaron su edad. No sé si referirme a él como “ese señor” o como “aquél muchacho”. Me lo imagino de unos treinta años, más o menos, estatura mediana, ni gordo ni flaco, pelo más voluminoso que largo, franelita desbotada y bluejeans. Llega a la estación del metro, abre un estuche viejo y rayado, y saca su violín. Sucede todos los días, en todos los metros del mundo. Aunque parece que la historia salió en el Washington Post yo me lo imagino en el metro de Nueva York, no sé porqué. Tal vez porque en Nueva York hay más gente y más ruído, creo, tampoco lo sé. Lo cierto es que llega éste joven, retira su violin, y lo frota con el pañito amarillo que después despliega sobre el viejo estuche, preparado para recibir sus moneditas. Y se lanza, pues, ahí va.

Toca que toca y la gente entramdo y saliendo pasándole por detrás o por enfrente, todos ocupados con sus destinos. Lo normal, lo de siempre, lo que se ve en todas partes. Unos le dedican una mirada fugaz, otros no miran ni paran, y otros más se colocan en el andén dándole la espalda sin esconder aquella cara de qué fastidio la bulla, no joda. Nadie sin excepción dejó pasar un vagón y sacrificar cinco o diez minutos para quedarse escuchando un rato más. Al cabo de dos horas recoge el paño y las monedas que los transeuntes más benevolentes tiraron sobre el estuche. Diez, veinte dólares, algo así. Parecía más, pero había muchos “quarters”. Resultado, que probablemente no llegó a sacar la tarifa horária del salario mínimo, que en Estados Unidos no es precisamente un despilfarro generoso. Mete la calderilla al bolsillo, vuelve a limpiar el instrumento como si se tratara de un objeto precioso y, ya caminando de vuelta sobre el andén, le dice adiós y gracias al equipo de filmación que, desde el extremo opuesto del muelle, con grandes lentes y telemicrófonos de última generación, registraron minuciosamente el concierto recién ejecutado.

Exactamente el mismo concierto que la noche anterior había sido interpretado por este mismo joven en el Carnegie Hall, con casa llena. Lo ejecutó exactamente con el mismo rigor técnico y la misma pasión que le merecieron la apoteósica ovación de público y crítica. Y con el mismo instrumento, un Stradivarius cuyas cláusulas del seguro estaban siendo violadas al exponer semejante pieza a los azares de una estación del metro. Un trastabilleo, un empujón, o incluso el “arrebatón” de que pudiera haber sido víctima habría costado millones de dólares.

La historia me la contó Célia y quise reproducirla aquí antes de ponerme a gugulear para verificar la fuente. Me la contó así, sin epílogo ni moraleja. Como se deben contar ciertas historias para ponerte las neuronas en taichi, bailando pasitos de gimnasia china.

El músico se llama Joshua Bell, uno de los violinistas más reputados del mundo, y la cosa efectivamente fue organizada por el Washington Post. No tocó durante dos horas sino tan solo 45 minutos. Bach. Su violín está valorado en 3.5 millones. Los tickets de su concierto de la noche anterior se habían vendido a 100 dólares. Esa mañana recogió 32.

viernes, 2 de octubre de 2009

Alberto


--Los que se quieren cambiar a sí mismos estudian psicología-- dijo, sin mirar a nadie en particular.

--Claro-- respondí yo, con la manito alzada en el aire, sin haber sido invitado al baile-- los que quieren cambiar a la sociedad estudian sociología y por lo tanto hay un defecto de extracción hacia la izquierda y el status quo y el pato y la guacharaca-- despotriqué yo por un ratico, con el culo muy pegado a mi pupitre cómo diciendo “ya cagué mi mojoncito, aja. Dígnese usted ahora de proseguir a su antojo mi querido profesor”.

--Los que se quieren cambiar a sí mismos estudian psicología o psiquiatría—recapituló él, retomando el hilo e ignorándome de lo más lindo-- Los que estudian sociología solo quieren cambiar a los demás. La decisión de estudiar esto o aquello sigue perteneciendo al dominio psicológico-- dijo, sin mirarme a mi particularmente

Me jodió, claro. La primera de miles de veces sin cuenta. Sí yo decía a él decía b. Hasta ahí todo normal, OK, a fin de cuentas se suponía que estaba aprendiendo. Bueno, al menos estudiando. Lo que me sacaba la piedra era la sonrisita y que no te mirara derecho a los ojos. Te contestaba a todo pero siempre mirando a otra parte, como quien está a punto de destornillarse de la risa porque la pregunta es tonta. No, no puede ser coño, no puedo ser tan burro, me decía yo, de cada vez que bajaba despacito mi manito en el aire. Pero lo era. Burro como una piedra. Me di cuenta cuando inventé una estratagema para fregarlo. Ah, así es la vaina, pues vas a ver. A partir de ahora en vez de decir lo que pienso voy a afirmar lo opuesto, voy a decir b, tu me vas a salir con a, y seré yo el que ría de último, jaja. Podrás haber estudiado mucha teología en Lovaina, curita vacilidor, pero te voy a dar tu paradito, ya vas a ver. Y entonces empecé. A medio de la clase le interrumpía la ensoñación con el mayor descaro, cómo si estuviera gritando fuego:
--B, B, profesor, mire profe, es B grande... ¿Verdad que sí? ¿Verdad?-- gritaba yo de manito en ristre.
--Efectivamente, así es Jaimito. La cosa es B. ¿Y sabes porqué?
Por supuesto que no lo sabía, pero en este caso el juego exigía que dijera que sí, reglas son reglas. (Y me saca la piedra cuando me llaman Jaimito.)
--Sí sé porqué, claro, no faltaba más, por supuesto que lo sé.
--Entonces explícalo. Tus compañeros y yo te queremos oír.

Me la tenía aplicada o era impresión mía. Pero éste coño e madre era el mismo curita tímido y calvito que oficiaba misa todos los días en el 23 de Enero. Al lado de su mente, las maquinaciones político intelectuales de los jesuitas eran juguetes de niños de pecho, no joda.

Yo no le ganaba una a Grusón. No solo por su erudición avasalladora sino porque era y debe de continuar siendo una de las personas más intelectualmente exigentes y honestas que he conocido. Siempre estaba dispuesto a ponerlo todo en causa, a retar la convención, a moverte el piso. Fue sin duda una de las personalidades más interesantes que he conocido en mi vida. Tuve la suerte de trabajar con él unos tres o cuatro años, en Cisor. Muchísimas cosas de lo que decía y hacía Alberto solo las entendí plenamente mucho más tarde. Lustros y décadas más tarde. Concedo plenamente que siempre he sido un pelo lento de entendimiento pero, por favor, hablar de indexaciones semánticas de bases de datos a principios de los ochenta, cuando aún no había aparecido el PC personal, por dios, era sencillamente inaudito! La Web 3.0, la Web semántica apenas ahora se empieza a vislumbrar y muy a lo lejitos. Fue tutor de mi tesis, un mamotreto que daba unos tiros locos por la formalización semántica, precisamente. Me presentó el estructuralismo y acabé casándome con una lingüista chomskyana, cosa de la cual no lo hago estrictamente responsable. Aunque, como me hipnotizó tantas veces no sé qué me habrá metido en la cabeza.

Cual Virginia Woolf, cual James Joyce cual nada, chico. Si querías ser testigo del hilo de consciencia, del desarrollo de la lógica interna del pensamiento, tenías que asistir a una clase de Grusón. Daba las clases pensando en voz alta, de tal forma concentrado que eran los alumnos quienes lo pillaban distraído a él. Ni siempre despertaba pero a veces emergía de lo profundo y nos miraba con extrañeza, cómo si recién se percatara de que estábamos allí.

--¿Usted preguntó algo?
--¿Quién, yo?
--Usted.
--No, yo no, profe.
--Fuí yo profesor.
--Diga entonces.
--Yo tampoco, fue él.

Desistí de hacer preguntas. El suyo era, y es, uno de esos estrabismos post euclidianos, que no respecta paralelas y te trastoca la noción del espacio de una manera. Y claro, empezaron a circular las teorías. Los ojos miran a izquierda, decían unos. No, chica, estás completamente pelada, es a derecha. A las cuatro y veinte. A las cinco y media. Hasta que a alguien se le ocurrió prueba de hipótesis con apelo a verificación empírica. Nos pusimos de acuerdo en el cafetin. Entramos todos al salón y unos de nosotros --tú Pancho, te sientas en el medio. Cuándo él esté bien embreñado en su meditación espirita, invocando a los antropólogos trobiandeses, tú lo llamas y quién se sienta mirado dice “Yo”. Y ya está, salimos de dudas. ¿Vale? Vamos pues.

Ocupamos nuestros puestos. Y la clase le estaba yendo de maravilla, como a él le gustaba, perdido de bola en Papua Nueva Guinea y cero preguntas estúpidas de estudiantes tontos. En esto Pancho se para del pupitre, alza las manos como deteniéndole la locomotora imparable del pensamiento y lo llama:

--¡Profesor!

Mal Alberto levanta la cabeza ahí mismo se escuchan dos o tres voces: “Yo, me mira a mi, a mi tambien, aquí yo”. Naturalmente él voltea a buscar quién está diciendo “yo”, quién lo está llamando, barre el salón con la mirada y desata un tsunami. La una y diez, once y veinticinco, diecisiete post meridien, la confusión horaria total.

Uno de mis cuentos preferidos venía del salón de quinto, del salón de Rómulo Sanchéz, que también trabajaba en Cisor y siempre fue vaciladorcito (nunca más he sabido nada de él). Rezaba más o menos así.

--¿Sabes que Grusón ya llegó de Francia, no?
--¿Ah sí?
--Sí. Ayer. ¿Y sabes con quién se encontró allá?
--No.
--Con Sartre, mano, nada más y nada menos, con Sartre.
--¿De verdad? ¿Y qué pasó?
--Bueno. Se encontraron en el Café de Flore, esos cafecitos finos de por allá tu sabes, y se armó la sanpablera.
--¿Cómo así?
--Sí pana. Los mesoneros les preguntaban “usted necesita algo, señor”, “usted me llamó, señor”, “ajá, dígame señor”, “coño monsieur, esta es la quinta vez que usted me llama y me dice que no quiere nada?”... Y no se dio el debate intelectual del siglo porque se amotinaron los garzones. Jajaja.

Y después la vida te lleva por ahí, y por varias razones perdí contacto con Alberto. Hasta hace unos seis meses atrás, cuándo Matilde Parra me dio su email y nos encontramos por Messenger. No resulta cómodo ni natural restablecer algo después de tantos años. Uno no encuentra qué decir, de qué hablar. Así que le conté las cosas que estaba leyendo.

--Ando en una de neo-spenciarismo popular.
--¿Como es eso?
--Tú sabes, los libritos que explican que a las mujeres les gusta el shopping porque tienen una impronta genética de recolectoras, ese tipo de guevonadas, mujeres de Venus y hombres de Marte, jeje.
--¿Lo leíste?
--Por supuesto que no, pero me imagino que también debe de andar por ahí.
--Ah.
--Bueno, la cosa es... cómo te digo, las teorías de innatismo derivaron hacia la justificación ideológica mediante el evolucionismo...vienen siendo ahora como los Ovnis de los cincuenta...
--Ah.
...Y me quedé con aquella misma sensación de que él estaba a punto de soltar la carcajada burlándose de un diletante tonto.

Sé que no. Alberto es una excelente persona, que ha dedicado su vida a los demás, con humildad, sin pedir nada a cambio. De la misma forma que apuntar la desigualdad social no revela odio a los ricos, asi también las dudas que abrigo con relación a la Iglesia Católica no pasan por juzgar de animo fácil a los curas. Hay gente, como me consta en el caso de Alberto, que con un sacrificio inmenso y de la forma más humilde, transformaron su vida en un apostolado sincero y nunca tuvieron miedo de someter su vocación a las pruebas más duras de la inteligencia y la razón. O cómo lo diría él, “ah...bueno”.

Dilia, la secretaria, me llamaba de vez en cuando a la casa.

--Hola Jaime, como estás. ¿Seguro que no tienes libros de la biblioteca?
--Por supuesto que no mujer. ¿Y tú como andas?

Pasados seis meses me volvía a llamar. Cero libros, chica. Pero me enteraba de cómo andaban las cosas, quien todavía trabajaba por allá, quien no. Cuando a Grusón le dio el infarto ya no conocía a nadie. Se habían ido los nuevos, entraron nuevos, el tiempo pasó, muchas cosas cambiaron. Yo me dejé de sociologías y me puse a trabajar!!! Y creo, por lo menos siempre me quedé con esa impresión, de que a Alberto no le gustó que renunciara tan a la ligera a mis vocaciones. No sé, pudo haber sido. Y yo de cierta forma rehuía el contacto para evitar “disonancias cognitivas” cómo se dice en francés. Cosas difíciles de entender y menos de explicar. Pero nunca se me olvidó Grusón. Lo recuerdo a menudo, la fascinación ante su poder intelectual y su ejemplo de servicio y humildad.

Hace un par de meses Dilia y José Luis Fernández nos encontramos en Facebook. Oye, te acuerdas del criadero de ratones que teníamos en los botellones de água? No me acordaba, pero cuadra muy bien en el tipo de cosas que hacíamos, por ejemplo recrear las condiciones originales de los experimentos pre lamarquianos, la historia de la epistemología en vividirecto, señoras y señores, vualá! Pero me acuerdo de muchas otras cosas, de los tableros de ajedrez ocultos entre los libros de la biblioteca. De los boomerangs de papel, de cómo sub contratábamos a los muchachos del café como “terminalistas de datos” a cambio de “clases de computación”, y sobretodo me acuerdo de que por esas y por otras que tales Grusón me despidió y me reenganchó dos veces, más por cansancio que por reconsideración de méritos o juicio. Eramos tan invenciblemente jóvenes que no nos importaba ni el tiempo.

Un día entré a Cisor y no vi a nadie. Dejé los libros encima de la primera secretaria y volví a cerrar la puerta con cuidado.

Lissette González me dijo ayer que se celebraban los cincuenta años de Ciencias Sociales en la Católica. La foto de Alberto es de Blas Regnault.