miércoles, 29 de abril de 2009

De qué se mueren los mejicanos



Un par de amigos me llamó la atención sobre mi última entrada llamada “gripe”. Me dijeron que no la entendieron y que estaba fuera de contexto. Más aun porque en Facebook la acompañé de un “twiterazo” titulado “¿Por qué solo mueren mejicanos?” OK, concedido, mea culpa. Me voy a disculpar pues, avisados.
La última entrada es una traducción mía, muy libre, del prólogo de un libro. Tenía intenciones de hacer un artículo largo y empecé a traducir el prefacio porque me pareció una buena muestra del clima de opinión que ha prevalecido en los últimos años. Y lo que ha sucedido en estos tiempos más recientes es que la literatura epidemiológica revisitó e reinterpretó la llamada Gripe Española, o Gripe de 1918. Me parece que es esta reinterpretación y la epidemiología de su difusión en la opinión pública lo que explica nuestro estado general de paranoia.
Hasta finales de los noventa la Gripe de 1918 nunca mereció una particular atención. De hecho lo que muchos investigadores se preguntan es cómo una epidemia que mató por lo menos 20 millones de personas (algunas estimaciones llegan hasta los cien millones) pudo pasar tan poco notada y noticiada.
En primer lugar, afirman los investigadores, porque la censura de la Primera Guerra Mundial la obliteró. Los países beligerantes, a sabiendas de que la enfermedad estaba literalmente diezmando los cuarteles y campamentos militares, ocultaron la gravedad de la situación para evitar la deserción y la desmoralización de las tropas y proseguir con el reclutamiento. España, precisamente porque no estaba directamente involucrada en el conflicto, fue uno de los pocos países que notició ampliamente la pandemia, y de ahí proviene la denominación “Gripe Española”.
En segundo lugar, prosiguen diciendo los investigadores, para 1918 todavía no existía una comprehensión cabal de los mecanismos virales. Tendrían que pasar aún muchos años hasta que se pudiera ver un virus al microscopio electrónico. En muchos lugares la enfermedad era mal diagnosticada e incluso a muchos médicos les parecía improbable o por lo menos incómodo admitir que la gripe fuera la causa de muerte registrada.
Dada la extensión de la pandemia y su gravedad (una buena y conservadora estimación la coloca en 30 millones de muertes), es un verdadero enigma por qué pasó tan poco notada. Fenómenos similares del pasado fueron debidamente reseñados, desde Tucídides, pasando por El Decameron de Bocaccio, hasta llegar a El Diario del Año de la Peste, de Daniel Defoe. Hasta donde sé, La Peste, esa novela fascinante de Camus, no tiene referente histórico, y me parece que es una metáfora de la guerra. Bueno.
La situación solo se revertió a finales de los noventa y a propósito de una investigación que buscó y logró reconstituir la estructura interna del virus mediante el análisis de muestras recojidas en los cuarteles militares de la época y del análisis de cadáveres de esquimales que permanecieron cerca de ochenta años congelados. Mientras tanto, a lo largo del siglo XX, había florecido esta ciencia nueva y fascinante llamada Genética. El DNA, la doble espiral, el genoma, forman parte de nuestro vocabulario.
Lo interesante es que hemos asistido en los últimos años a una cierta reinterpretación, medio divertida y guacharachera, del hombre y la historia en la cultura popular. La genética y la teoría de la evolución han pasado a formar parte de un imaginario colectivo folclórico y muy digerible. Armas y Gérmenes, de Jared Diamond o El Gene Egoísta, de Richard Dawkins, son clásicos de nuestro tiempo y están para nosotros como Dickens o Hugo estaban en sintonía con el espíritu de sus tiempos. Hoy día cualquier macho que se precie sabe explicar su comportamiento (o al menos su inconfesada proclividad) promiscuo por el tamaño relativo de sus testículos comparados con el resto de las especies! Y en realidad los europeos del siglo XVI no dominaron el mundo porque su tecnología u organización militares fueran superiores a la de los indios o los polinesios sino porque los contaminaron de viruela y paperas mortales. Todo explicado.
Lo que quiero decir es que así como en 1918 existía una predisposición a minimizar la epidemia básicamente por desconocimento, hoy día tendemos a inflarla por sobre saturación. Hasta donde sé la gripe porcina no se está expandiendo a la misma tasa y con el mismo índice de morbilidad y mortalidad que la Gripe Española; ni remotamente parecida. Pero el espacio noticioso que le es dedicado ha crecido a un ritmo vertiginoso que sin duda la supera.
Por último, y porque quedé comprometido en mi comentario de facebook, voy a aventurar una hipótesis sobre el enigma mejicano, el por qué los episodios fatales solo se han registrado en México. El premio Nobel Herbert Simon decía que el 90% de lo que ganamos en nuestros empleos de las sociedades occidentales desarrolladas no proviene de nuestro propio esfuerzo sino de la organización económica, social y cultural subyacente. Llamémosle infra estructura, un nombre feo. La infra estructura son carreteras, sí, pero también está compuesta de instituciones culturales tales como la transparencia, la ética, la cohesión comunitaria o la democracia. Nuestras productividad y prosperidad asientan y son potenciadas por este sustrato. Voy a poner un ejemplo muy concreto y prosaico.
Aquí en Nueva Zelanda estoy suscrito a un servicio de películas en DVD. La idea fue concebida en EEUU por una compañía ahora famosa llamada Netflix. Es una idea muy simple. La gente se afilia al servicio por internet y paga un “fee” mensual para poder recibir un número determinado de películas, generalmente entre tres y cinco. En la página Web de la compañía seleccionas una lista larga de las películas que quieres ver. Se recomienda por lo menos una lista con treinta películas pero le puedes poner cien o doscientas, cuantas más mejor. A partir de ahí la compañía empieza a enviarte por correo los DVDs seleccionados y tú, a medida que los vas viendo, los colocas en el correo de vuelta con el importe pre pagado en unos sobres que también te facilitan. Y la cosa funciona como la animación de Windows en la que ves los ficheros volando de un lado a otro de la pantalla, saliendo y entrando con elegancia de sus respectivas carpeticas. Rápido, eficiente y sencillo. Yo estoy suscrito al plan de cuatro películas y siempre tengo uno o dos DVDs que aún no he tenido tiempo de ver. No espero por el correo; sino que el correo me espera.
Pues bien, este servicio es relativamente barato y funciona porque se dan por supuestas muchas cosas. En un país grande y tan poco habitado como éste no es fácil establecer un sistema eficiente de correos. Una compañía privada se las vería negras, como de hecho se las ve y sus tarifas son exhorbitantemente caras. El servicio nacional de correo es muy eficiente porque ha adquirido masa crítica a lo largo de los años, sobretodo en la fase inicial en la que contó con el aval del Estado. Y el servicio de correos funciona porque existen suficientes carreteras y en buen estado. La existencia y amplia disponibilidad de internet se da por sentada, por supuesto. Ésta es la parte más visible de la infraestructura, digamos así. Pero hay un otro sustrato, menos visible aunque no menos importante.
El sistema funciona, en primer lugar, porque la gente no se baja las películas por Limeware o Emule, jeje!! Sí. Las personas podrian hacerlo perfectamente, no serían presas ni amonestadas por eso (aunque ya falta poco), pero no lo hacen. Se abstienen de hacerlo porque no les parece bien. Y una vez que reciben las películas en su casa tampoco las copian para su biblioteca “personal” o para regalárselas (o venderlas!) a sus amigos. Y a los jovencitos que andan de bicicleta en la calle jamás se les ocurriría meter la mano en el buzón abierto del correo para robar, o “divertirse robando”, estas películas. Y un etecétera largo y aburrido como una letanía moral. Las carreteras y la internet son importantes en términos de infraestructura, pero lo que se hace o deja de hacer con esta infra estructura física es más importante aun.
Soy amigo de dos médicos. Pasé la tarde de domingo con uno de ellos. Jamás me atrevería a pedirles una receta para ir a comprarme Relenza o Tamiflu porque estoy seguro que no solo me mandarían a la mierda ahí mismo, sino que jamás me volverían a invitar a su casa. Ellos y yo sabemos que ese medicamento dentro de mi armario, cerrado y sellado, pudiera condenar a muerte una vida humana si cuando hiciera falta no estuviera disponible. Pero sinceramente, muy del fondo de mi alma, confieso que no sé qué haría si me encontrara en Liberia, en México, o en Venezuela. Me temo que les haría un paréntesis a mis bonitas convicciones éticas y que sería el primero en “arrebuscarme” un par de “Tamiflus” que pudieran llegar a salvar la vida de mis hijos.
Hace cuatro o cinco años la Organización Mundial de la Salud instó a las naciones del mundo a preparar programas de contingencia ante una eventual pandemia. Solo treinta países lo hicieron. No sé cuáles fueron, pero me imagino que fueron los de siempre y que entre ellos no se encontraba Liberia o Venezuela. Nuestro ministro de Sanidad tranquilizó a la población afirmando que no importamos carne de cerdo desde México!!!
Ésta es la razón por la cual creo que se han muerto los mejicanos. Han muerto infectados de ese surrealismo mágico que nos ha pegado a los países latinoamericanos. Nuestros queridos países en subdesarrollo. No terminamos de subdesarrollarnos nunca, dios mío, hasta cuándo. Esta senda del progreso no tiene fin. Y en el caso de México todo está muy confuso, para variar. Pero sería terriblemente triste constatar que a fin de cuentas ésta fue una falsa alarma y que esas muertes se pudieran haber evitado porque eran fácilmente curables y aun prevenibles.

martes, 28 de abril de 2009

Gripe



Si alguien debiera haber sabido acerca de la gripe de 1918 debería haber sido yo.
Soy licenciada en Microbiología e incluso saqué una especialización en Virología. Pero la Gripe de 1918 nunca fue mencionada. También tomé algunos cursos de Historia y uno de mis favoritos fue una clase que cubrió los eventos más importantes del siglo XX. Pero aunque la Primera Guerra Mundial fue una parte importante del curso, la Gripe de 1918 nunca llegó a ser discutida. Toda mi carrera he escrito acerca de enfermedades y medicina, primero en la revista Science y luego en el New York Times. Llegué a escribir artículos sobre gripe. Pero nunca le presté una particular atención a la gripe de 1918.
En retrospectiva se me hace difícil entender mi propia ignorancia. La Gripe de 1918 empalidece a cualquier otra epidemia de este siglo. Fue una plaga tan mortal que si un virus similar se presentara hoy, mataría a más personas en un solo año que las enfermedades del corazón, cáncer, Alzheimer, enfermedad pulmonar crónica, ACV y SIDA combinadas. La epidemia afectó el curso de la historia y fue una presencia terrorífica al final de la Primera Guerra matando más americanos en un solo año que los caídos en batalla en la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Corea, y la guerra de Vietnam.
La Gripe de 1918 afectó a mi familia y a la de mi marido. Mi padre insistía en obedecer el consejo de un viejo doctor que había vivido la Gripe y que había decidido a consecuencia acabar con toda enfermedad respiratoria a base de erythromicina. Cuando era niña tomaba el antibiótico cada vez que tenía fiebre, a pesar de que el remedio era completamente inútil en las enfermedades respiratorias comunes. Sin embargo, el incidente informa de la experiencia aterradora de aquel doctor en su convivencia con la Gripe de 1918 y su fe ciega en una droga milagrosa descubierta décadas después. Cuando crecí y entendí el abuso de los antibióticos, varias veces le recriminé a la memoria del doctor de mi padre una conducta que ahora entiendo, pero que en ese momento me parecía irracional.
En la familia de mi marido la fiebre fue un evento que alteró el curso de la vida. La madre de mi esposo era una joven muchacha cuando su padre murió de la infección viral y dejó a su madre sola y a cargo de cuatro niños. De alguna forma, sin embargo, ni mi esposo ni yo nos percatamos nunca de lo que había ocurrido. Su madre siempre había dicho que su padre había muerto de una neumonía que contrajo mientras trabajaba en una fundición.
Ahora me parece notable el hecho de que nunca percibí claramente que una terrible epidemia asoló el mundo en 1918, sembrando la muerte y la devastación por doquier y alcanzando casi a todas las familias con su mano de hielo. Aprendí también que no estaba sola en mi ignorancia. La epidemia de 1918 es uno de los grandes misterios de la historia, obliterado de la conciencia de los historiadores, quienes tradicionalmente ignoran la ciencia y la tecnología pero generalmente no ignoran las plagas.
Mi epifanía llegó en 1997, cuando escribí un artículo en el New York Times acerca de un notable ensaio que había sido publicado en la revista Science. Ese artículo, que envolvía los primeros intentos para resucitar el código genético del virus, era la clave en una historia médica de misterio que es tan deslumbrante como la Gripe de 1918 ella misma. La historia envuelve ciencia y política, en su vertientes más confusas y también más sutiles. Envuelve un virus que es uno de los peores asesinos jamás conocidos. Y envuelve investigadores que quedaron obsesionados con el rastreo del virus. Como todas las buenas historias de misterio, encierra elementos de azar y de sorpresa.
Es una historia que merece ser contada, tanto por la tensión dramática del cuento como por sus implicaciones. La resolución del misterio puede ayudar a los científicos a salvar la humanidad si ese virus terrible, u otro similar, vuelve a atacar la Tierra.


Prólogo del libro de Gina Kolata: Flu, The story of the great influenza pandemic of 1918 and the search for the virus that caused it.

sábado, 25 de abril de 2009

PiNatas


“Nosotros tenemos cosas muy bonitas en Venezuela”, empecé yo a explicarle a una amiga mía, americana. Por ejemplo las piñatas. Las piñatas son una salvajería indescriptible que traumatiza a los niños de forma indeleble para siempre.

Aunque nunca me había dado cuenta hasta que empecé a explicarle las piñatas a esta amiga mía, americana. Bueno, es americana pero araña el español ahí más o menos. Nació en Pittsburgh, creció en Hong Kong, habla mandarín perfecto y vive en Nueva Zelanda. Hola Caitlin si estás leyendo esto.

Caitlin, le dije (se llama Caitlin). tú lo que tienes es una piñata en la cabeza. ¿Pinata? ¿Qué ser pinata? Piñata con eñe. No puede ser que no sepas lo que es una piñata, le digo. No saber. Yo explicar a ti, hija.

Y bueno, empecé a contarle como era una piñata. Primero la cosa propiamente dicha, el meollo ontológico del ser en sí. La piñata ser un monigote de cartón con caramelos y juguetes adentro. Los niños se turnan para caerle a palos, el muñeco se rompe y vualá. Ya entender, me dijo ella muy presta y muy lista, lo vi en una película. No, espérate, tú no entender todavía. Seguro que la película que viste era mejicana. No es lo mismo. Porque, aparte el muñeco, la piñata es una de nuestras instituciones culturales más estimadas. Y entonces le empecé a explicar todo el proceso.

Primero empecé aclarándole que los edificios y las casas en Venezuela no tienen número. Bueno, sí tienen, pero nadie lo usa, ni el propio propietario del inmueble se lo sabe. Tenemos una relación muy especial con las casas y por eso les ponemos nombres. ¿Nombres, como a las personas? Exactamente. Una casa se puede llamar María Rosa, por ejemplo, no tiene nada de extraordinario. Aunque por lo general los nombres son un poquito más elaborados. Yo viví por un tiempo en una casa llamada Laucarce, ahí tienes. El dueño original de la casa tenía dos hijas. La mayor se llamaba Laura. La menor se llamaba Carce porque el papá se llamaba Carlos y la mamá Cecilia, ¿me sigues? Por la cara que puso me di cuenta que no me seguía. Te explico. Usamos nombres compuestos. Antes de que Leibniz se inventara la lengua atómico silábica de que hablan Borges y Umberto Eco, ya nosotros usábamos esa vaina hace siglos en Venezuela. Como el nombre del niño está formado con mitad del nombre de la mamá y la otra mitad del papá, y como los nombres de los padres fueron compuestos según la misma regla a partir de los onomásticos de los abuelos, a veces escuchando un nombre puedes rastrear una genealogía completa hasta el siglo diecisiete. ¿De verdad? Ah, pues.

Y lo mismo sucede con los nombres de los edificios y las casas. ¿No ser confuso? A veces ser, pero he ahí donde quiero llegar. Que para que no te pierdas entre tantos nombres tipo Licardale II o Mi Ternanda, la gente pone globos de colores a la entrada del edificio como los judíos del antiguo testamento ponían sangre de cordero en los umbrales de las puertas. Para que la ira de Dios o la borrachera de los invitados no les destruya las casas. ¿De verdad? Te lo digo, chama. Claro que si cae a un sábado y la urbanización es grande, habrá más de una piñata en curso y te puedes equivocar. ¿Suceder a ti? Uf, veces sin cuenta, amiguita. Ese tipo de cosas sucede todo el tiempo en Venezuela, por eso somos un país tan especial. ¿Y entonces? Nada. Te metes de coleado en la fiesta equivocada y no pasa nada. Para cuando te das cuenta de la boutade ya el niño y tú hicieron tantas amistades que no te vas del bonche ni por el carajo. Además, para el niño le da lo mismo, porque todos los cumpleaños más o menos se parecen. Perros calientes y bombas. Whisky y parrilla para los papás. Aquí hago una pausa porque cuando hablo en inglés me canso mucho.

¿Y las mamás? Ahí voy (estas sajonas siempre tan gymno sensibles, dios mio). No te me adelantes, chica. Las mamás desempeñan un papel especialísimo en estas fiestas cuando llega la hora de reventar la piñata. Son ellas las que van a buscar al niño que anda por ahí perdido jugando a golpes de estado, o a la niña que desfila en el borde de la piscina practicando miss Venezuela. La mamá atrapa a su niño, pues, lo atenaza, más o menos lo inmoviliza y lo arenga. ¿Arenga?

Sí chica, lo acicatea, lo azuza, así: “Van a reventar la piñata. Así que no te me quedes atrás de pendejito, ok? Ponte al frente y no te dejes joder, mijo, defiéndete. Cuando le revienten la panza a Bar Sinson te tiras de cabeza y agarras para ti y para tu hermana, me entendiste? Si te dan codazos tú les tiras también. Si te agarran de las piernas le das su patada, te me defiendes, ¿OK?”. El niño escucha a la mamá con la mirada perdida en el horizonte tipo campeón mosca antes de salir al ring. “No te quiero ver llorando, OK? Tú no eres ninguna niña. ¿Eres niñita?” No, responde el mocoso con los ojos vidriados por el sentido de misión. “¿Quieres que te digan arepita?” No, dice el pequeño con aquella determinación en la cara. “Ok, dale, vete para allá y destrózalos”. El niño sale disparado como un mastín. Fuas. “Mira, espérate. No le vayas a pegar a nadie, solo te me defiendes”.

El problema es que hay más de treinta niños que fueron instados a defenderse unos de otros por sus mamás, muchos de ellos despertados a bofetón limpio para que se les quitara el amodorramiento y la hiperglicemia que da la Pepsi. Cuando se llegan al pie de la piñata colgante están listos para arrancarse las tripas con los dientes unos a otros. De no intervenir los papás se comerían vivos. Pero he aquí que aparecen los padres venezolanos para apaciguar el redil con su proverbial bonomía de machos etilizados. Tranquilos, tranquilos, ya va. No es de extrañar que en uno de los países más violentos del mundo la exhortación a la tranquilidad se haya convertido en una muletilla del lenguaje. "Tranquilos" quiere decir “ya va” o “espera”.

Como te estaba diciendo, viene el papá de la cumpleañera y dice "Tranquilos muérganos, tranquilos", agarrando el mecate de la piñata porque es su prerrogativa. Ésta es la parte en que los padres participan con tiempo de calidad. Todos quieren agarrar la soguita y jalar del mecate, porque se divierten mucho.

“Me tengo que ir”, me dice la Caitlin. “¿Cómo? ¿Por qué?" le pregunto yo. “Porque ya son las cinco”, me responde ella con toda la naturalidad del mundo. “Pero ahora viene la parte más divertida, chica”. “Sí, puede ser, pero ya son las cinco”. Y se va...

martes, 21 de abril de 2009

Dinero, Inteligencia y otras cosas



Venezuela tuvo una vez un Ministerio de la Inteligencia. Un ministerio con partida en el presupuesto y lugar en el Consejo ocupado por un señor ministro encorvado y calvo. Era (es, no hace mucho lo ví en un concierto) un señor que hablaba bajito pero apasionado, con las convicciones jadeantes como si el alma le hiciera cosquillas y le pegara carreras.

Al estilo de los artículos de los Annalen der Physik, publicaba de vez en cuando unos libros pequeñitos, unos opúsculos taquigráficos pero contundentes, capaces de revolucionar la ciencia, o la sociedad, o por lo menos las dos cosas. En uno de esos libritos defendía una tesis que durante años no pude olvidar. Decía él que si agarrábamos a un pobre y a un rico y los volvíamos a colocar en la estaca cero, borrón y cuenta nueva, el rico volvería a enveredar por el camino de la prosperidad, de la misma forma que el pobre retomaría el condenado sendero de la oscura miseria. Indefectible, anótalo ahí, con c, decía él.

Y lo más increíble es que decía esto como demócrata cristiano de ir a la iglesia de Santa Eduvigis los domingos por la mañana, como ministro conservador a quien la predestinación protestante le resultaría un bicho moral raro como un anatema arriano (tampoco sé muy bien qué viene siendo un anatema arriano pero quiero decir que me parecía bastante raro).

De alguna forma, proseguía el ministro, el rico había aprendido una serie de destrezas y habilidades para sortearse la vida, como quien dice, andar de bicicleta, no sé si me explico, decía él con la pedagogía fatigada. No te lo sé explicar pero sé que sé, decía él, tirándoselas de teólogo medieval, y como prueba aquí me tienes, sonriente y cara al viento, pedaleando. Y de la misma forma que muchos años después el ciclista no necesita reaprender a andar en bicicleta, el rico tampoco necesita reemprender la heurística tortuosa del triunfalismo. Esta habilidad, los truquitos estos para tener éxito en la vida, una vez aprendidos e incorporados son como los huevos en la masa de las tortas, no tienen vuelta atrás, es para siempre.

Eso lo decía el ministro con la respiración anhelante, con la persuasión saltarina a flor del alma. Por supuesto que a esta tesis se podría oponer otra, a la que adherimos más espontáneamente porque es más natural, digo yo, dos puntos. La sociedad produce ricos y pobres como la naturaleza da verdor. Es decir, de forma natural y silvestre. Con alguna discriminación de extracción social o raza, admitámoslo, cosillas pequeñas, pero sin muchos distingos de inteligencia si a ver vamos. Por lo menos así queremos creerlo nosotros los pobres, a quienes la falta de dinero nos resulta mucho más difícil de ocultar que los déficits en el discernimiento.

Bueno. La cuestión es la siguiente. Que durante añales no pude olvidar la tesis del CI, del Capital Inteligente. Todo el mundo la olvidó y pasó a otra, pero yo no. Yo, que me olvido de toda vaina, anduve años sin poder olvidar la tesis del ministro Machado. En el fondo porque a lo mejor me la creía, es la verdad. Y las verdades, las genuinas, son siempre medio vergonzosas. Me decía a mí mismo “cómo te vas a tragar esa culebra, mano, a comer ese cuento medio nazi de ultraderecha opusdeica, por amor de dios, cómo puedes caer tan bajo”. Y me respondía por supuesto que no, que solo le daba un último benefício de la duda. (Así, con preguntas que se respondía, era como Stalin se dirigía en sus encíclicas al pueblo ruso y terminó por imponer la industrialización soviética). O la cosa, la tesis de Machado, a pesar de ingénua, tenía no sé qué de profundamente democrático, por lo menos al nivel de la formulación de intenciones. No sé. Lo que sé es que durante todos estos años no se me quitó aquella imagen de la cabeza, la del pobre condenado a su noria de fracaso y la del rico venido a menos, expatriado y jodido, pero con la predestinación del vinividivinchi estampada en la cara.

Y pasaron los años hasta que un día me di cuenta que había resuelto la cuestión, el dilema palmário, la aporía moral del ministro Machado. Descubrí que el dinero y la inteligencia vienen siendo la misma mierda insustancial y desechable. Algo que, comparado con el amor y una mañana de sol, no valen nada de nada. Tardé siglos en descubrir un secreto a voces que todos sabían, fui el último a enterarme. No puede ser tan simple, me decía yo, inocente e incrédulo. Ahora solo espero resarcirme del tiempo perdido, ligando a que me bendiga la meteorología con una apacible mañana de sol, sabiendo que el amor no se acaba, y cagándome en todas esas mierdas pecuniárias inteligentes en las que malgasté mi pasado.

sábado, 18 de abril de 2009

El arte de Manola Borrajo




Manola me encontró en Facebook y me escribió un par de líneas. Hola, ya no te acordarás de mí, Manola, Manola Borrajo, rings a bell? Le eché una miradita a tus dibujos en Flickr. Veo que te gustan las líneas. A mí me obsesionan los puntos. Sí, yo también pinto. Puedes ver mis cosas aquí. Así me lo dijo, con este “aquí” hiperlinkado y esta naturalidad.

Ya se sabe como son estas cosas. Hoy día cualquiera pinta, toca el bajo o el saxofón, es ventrílocuo, cualquier guevón como yo se cree escritor. Y hay que tener un poquito de paciencia y sensibilidad con todos, porque eso es lo que hacen con uno. Bueno, cliqué en el “aquí” azul subrayado y Fuas, entré en la dimensión fractal del espacio tiempo. ¡Coño! ¿Dónde estoy? ¿Qué vaina es esta?

Mis dibujos tienen líneas, sí, pero es algo de lo más normalillo del mundo. La tradición del “rendering” con “cross hatching”, o dicho en cristiano, la texturización y sombreado con líneas cruzadas es una cosa más escolástica que el cagar. De hecho, ésa es la parte que se enseña y se debe aprender en la escuelita. Así que cuando alguien me dice que usa puntos inmediatamente me pongo de pie atrás, porque la utilización del punto regla general no es una técnica sino una exploración asociada a artistas o escuelas. Desde Seurrat y Signac hasta Roy Lichenstein, desde el aduanero Rousseau hasta el arte aborigen de Australia, desde el puntillismo al abstraccionismo geométrico soviético hay toda una tradición, tanto en sus vertientes eruditas como naives, que se paga caro ignorar.

Bueno y entré, pues, al site de Manola con esta condescendencia culta que me caracteriza y que me ha dejado el culo pelado de tanta patada que me he llevado en la vida. Como estaba diciendo: verga, coño, que es esto, etc?! Esto son fractales. mano, son Mandelbrots sacados del alma. Eso es lo que son para mí las cosas de Manola. Como ella dice con toda simplicidad “it has to be this way”, tengo que hacerlo así, con estos puntos, es así que me sale. Y ésta es precisamente una de las marcas del arte verdadero, una especie de test de la veracidad y del valor, sentir que debe ser así, de esta forma barroca y loca, y no de otra.

Los puntos de Manola no son elementos pictóricos al servicio de la composición, o de la luz, o menos aun del dibujo. No son recursos al servicio de nada, no se justifican en términos formales porque no se prestan como pretexto a nada. Los puntos, ellos mismos, su tejido, como en una pieza de brocado fantástica, constituyen el tema. Por eso las piezas que más me gustan tienen un carácter casi abstracto, accidental, como cuando descubrimos la cabeza de un toro en las nubes, o el arco y las flechas de Orion en una constelación. Los puntos de Manola son gotas de una pasión que cae en la tela y que ella trabaja con aquella minucia y cariño infinitos que solo somos capaces de prodigar a un gran amor. Y los soportes, tablas, vidrios, lienzos, van adquiriendo texturas propias como si de ellos emanaran las estalagmitas de unas grutas mágicas o se tratara de una escritura Braille hecha para enseñar a ver. ¿Qué más te podría decir, Manola?

"Nosotras acabábamos de entrar a primero y ustedes ya estaban como en cuarto o en quinto y los mirábamos así como nuestros héroes, jeje. ¿Te acuerdas?" Claro que me acuerdo, pero aunque no lo hiciera, a partir de ahora sería imposible olvidarte. Eres la que nos ganó a todos a los puntos, chica. Un gran beso para ti, Manola. Que tengas por ahí una hermosa primavera.

viernes, 17 de abril de 2009

Reflexiones de un perro bajo la torre que marca la hora de los relojes en las vitrinas



Ha llovido como nunca, últimamente. Cómo ha llovido. Una lluvia fría. No es una lluvia enfermiza. Por el contrario, hasta me parece limpia. Pura aunque no me guste la palabra pura. Una lluvia que te podría sanar si estuvieras enfermo, o curar si estuvieras triste.

Son pocos los días frescos en estos tiempos. A lo mejor siempre fue así. Uno se imagina que fueron bonitos, coloridos, festivos, los días pasados del remoto pasado. A lo mejor no pasó así. Pudimos haber sido felices. Ahora ni siquiera nos acordamos.

La tierra, la con minúscula, la del fondo, la tierra tiene sus tiempos y sus estaciones tu reloj. El único, el verdadero, el que mide como pasa el tiempo y cuanto ha pasado. Tiempo de sol, tiempo de lluvia, tiempo de florecer, de fenecer. Porque llegado será un tiempo también para morir. Con naturalidad. Sin drama. Quién sabe si a la sombra de las diez y diez. Sin vergüenza. Y más nada.

No hay cosa más bella sobre la faz de la tierra que un cachorro. Míralo ahí. Cualquiera de ellos podría ser hijo mío. Pienso en esto, en la belleza infinita del perrito juguetón que bien podría ser mi hijo, y me siento tipo Dios. Un dios humilde y pagano tirando a perro viejo. Por eso mismo más dios.

Como menos que antes. Tengo la pelambre revuelta pero me veo flaco. Quisiera extrapolar de aquí un aforismo vago, con pretensiones de ecumenismo moral que atraviesa las razas, pero me siento sin ganas. Me siento cansado. Derrotado. Soldado vencido que libró sus batallas sí, pero les quitó importancia. O el tiempo se la quitó, da lo mismo. Ahora voy de vegetativo existente. Es todo. Estoy viejo.

Me cuento las palabras de la vida con los dedos de una mano y me sobran. Después del amor y la muerte aún me quedan tres dedos. Qué hago con ellos.

Algún día conoceré el mar, la mar, el inmensidad sin género. Aunque cada vez me consuela más el pensar que me quedaré con cosas sin conocer. Más personal y tergiversadamente mías, más a mi manera mía será la inmensidad entrevista de lo por conocer. No sé si es bueno. Pero no debe ser malo.

Me he buscado en vano. En lo que hice, en lo que dije, en lo que pensé, en los espejos por supuesto donde menos. Nada.

Cada vez más me arrepiento menos de todo. Pensé que sería al revés. Pensaba que la vejez sería el vórtice de la incriminación. Pero fíjate que no, qué raro. He de llegar a un punto que no me arrepentiré de nada, en que me apreciaré con justicia y me dormiré.

A los viejos les obsesiona la idea de la muerte. A los perros no. Hey, señor, wau wau. ¿Usted queé cree?

Aun por los hombres siento esta mezcla de compasión y amor paternal. No se dan cuenta de nada, no escuchan nada, no huelen nada. Andan siempre en las nubes. Hay algo más fuerte que yo que me lleva a amarlos. El amor siempre fue así, siempre habrá de ser así. Lo queremos así, inexplicado, inexplicable. Inmenso.

Morcillas, dénme morcillas, pedía yo. Y ahora me doy cuenta de que estaba equivocado. Pero tampoco podía hacer más nada, y de esto también me doy cuenta. Estamos condenados a repetir. Muchas cosas y de muchas maneras. Así es. Es así.

La Tierra gira allá abajo, pero aquí arriba son siempre las diez y diez. Aquí no hay día, no hay noche. A estas alturas ya no hay aire. Imaginar que me miro desde esta torre es lo máximo que me cabe aspirar. Y bien vistas las cosas desde esta perspectiva no se necesita prácticamente nada para vivir. Hay una paz eterna y soleada por encima de todo y de todos. Una indiferencia tan grande que a mí mismo me intimida y nada me importa y todo lo miro con el desprecio altivo de los perros dioses.

miércoles, 15 de abril de 2009

Las Torres del Silencio




Para Leila Macor

Hergé es una especie de anagrama con los sonidos franceses RG. Fue el pseudónimo que adoptó Georges Remi, un muchachito que nació en Bruselas y murió en Lovaina, en 1983, a los setenta y seis años de edad. Fue el autor de una obra inmortal, una bella y conmovedora evocación de la infancia.

A excepción del dibujo, irreprochable, Las Aventuras de Tintin no resisten una crítica literaria o política mínimamente exigente. Desde 1931 hasta bien entrados los setentas, la veintena de álbumes de Tintin, publicados con una periodicidad regular, proporcionan una lectura ilustrada del Estereotipo & Prejuicio en el siglo XX. El Tintin de los años treinta no titubea en hacer explotar un rinoceronte haciéndole tragar una carga de dinamita, y los alemanes son despiadados y crueles (aunque se les nota más que todo en el post guerra). Los negros del Congo se pelean entre ellos para cargar a los blancos, y los valores más básicos de respeto y convivencia democrática no existen más en el planeta, irremisiblemente se perdieron del todo y para siempre, por todas partes y en todo el mundo (a excepción de Bélgica). No resulta ni tan malo que los americanos, unos comerciantes de pocas reservas, terminen siendo castigados por gangsters sin muchos escrúpulos. Y a los japoneses, esas ratas que desbarataron la hegemonía francófona en los confines asiáticos, hay que ponerles un parado o nos contaminan la peste nipónica al resto del mundo.

Pero talvez sea eso, la inocencia de lo políticamente incorrecto, lo que convierte a Tintin en un personaje apasionado y creíble, un dibujo de carne y hueso. Vive en un mundo propio, con sus reglas, sus personajes, su propia sintaxis narrativa, todo un pelo ingénuo y anacrónico, todo un todonada perdido en el candor de aquellos tiempos. En el mundo de Tintin existe la maldad y los malos del mundo de verdad existen. Así como también hay gente buena como uno. A veces provoca saltar adentro de la página con un brinco de empatía y abrazar al capitán Haddock. Es un marino, un capitán de la marina mercante. Tambien es verdad que se pasa de palos y que para aplacar el ratón y la irascibilidad necesita whisky todo el tiempo. Pero es un cascarrabias buena gente. Tornasol es sordo y distraído. Los hermanos Dupondt son gafos y pretenciosos (son policías franceses). Rastapopolous es un coño de madre, de él no se hable más.

Y así como a los niños les gusta que les cuenten la misma historia una y otra vez, a nosotros nos reconforta saber que al abrir el álbum, reencontraremos a los del bien y a los del mal, lo irremisible y lo perdido, el añorado y previsible mundo de nuestra infancia. Un mundo perfectamente delineado con trazos limpios, formas nítidas, colores primarios. Un mundo de siluetas calcadas con la firmeza del negro a tinta china, la certeza del azabache Nanking.

Para Hergé, la perfección en el detalle del dibujo, la fidelidad al modelo original, la recreación exacta del pormenor, se convirtió en una obsesión. A semejanza y talvez inspirado por Walt Disney, de quien era amigo, estableció los Estudios Hergé, dedicados exclusivamente a producir nuevas aventuras para Tintin. Para muchos de sus álbumes Hergé enviaba a alguno de sus colaboradores al extranjero, con la intención de recolectar material gráfico sobre el terreno, mientras él se dedicaba exclusivamente a la producción en el estudio. La provisión de fotos, recortes y bocetos recogidos en campo no solo le servían de inspiración para accidentes del argumento, sino que le proporcionaban una base sobre la cual adaptaba después el esquema básico de muchos de sus dibujos.

Hacia el final de su vida, Hergé empezó a distanciar cada vez más su producción, alegando que la ansiedad colocada en el afán perfeccionista, tanto del guión argumental como del dibujo, interfería con su estado de salud. Padecía de un eccema irritante en las manos que a menudo le impedía trabajar. El último Tintin es un muchacho menos ingenuo y más correcto. Y las viñetas llegan a adquirir un valor etnográfico. Uniendo lo útil a lo agradable, y aprovechando para conocer los rincones del mundo que retrató de oídas, optó por recoger, él mismo, los apuntes gráficos que documentarían las nuevas aventuras.

A principios de los años setenta, después de un inusualmente largo interregno que le sucedió a Vuelo 714 para Sídney, Hergé decidió ambientar un nuevo libro en América Latina, al que llamó provisionalmente Tintin y Los Barbudos, o Los Bigotudos, todavía no optaba por un título definitivo. La trama tampoco la tenía clara, aunque estaría inspirada por la epopeya romántica de la Revolución Cubana, de los hombres que habían prometido no afeitarse hasta la vida nueva. Eso por un lado. Sentía también, aun vagamente, que debía incluir el tema de la dictadura y del militarismo, ya vería cómo. Algunos años después declararía: “Tenía un marco, América del Sur. Había el asunto Regis Debray, los Tupamaros, algunos acontecimientos que se dirigían hacia esta vaga idea, o más bien este marco. Pero nada tomó forma sino hasta mucho después.”

Entre agosto y septiembre de 1973, Hergé visitó tres países que utilizaría como fuente de documentación gráfica: Brasil, México y Venezuela. Tintin y Los Pícaros terminó por ser el nombre del álbum, el último de una saga que había empezado en 1926, y fue publicado tres años más tarde, en 1976, el año cincuentenario de las aventuras de Tintin. Hergé no volvería a publicar más, y murió algunos años después.

En Los Pícaros no queda nada de aquella idea original que Hergé se animó a retratar, la del héroe guerrillero, apasionado y quijotesco. Los guerrilleros barbudos terminan siendo unos vulgares borrachos, más animados por la retaliación y la venganza en el flip over del poder, que por principios e ideales románticos. Después de su visita, Hergé termina más interesado en retratar la desigualdad y el militarismo, en exponer la promiscuidad en la que conviven modernidad y pobreza, que en las vicisitudes novelescas a lo Regis Debray.

Muchos de los dibujos de Los Pícaros son fáciles de identificar. En algunos se reconoce al Pan de Azúcar en Rio. En otros se aprecian las pirámides de Tenochtitlan. Hergé pasó tres semanas en Venezuela e, impedido por un recrudecimiento del eccema, prácticamente no salió del hotel Tamanaco en Caracas. En la plancha número once de Los Pícaros se recogen dos viñetas cuyos apuntes fueron, según consta en los archivos de la Fundación Hergé, tomados del natural. Son las dos viñetas que han de encontrar ustedes en alguna parte de este libro. A excepción de la escultura, aparentemente inspirada en una obra de Brasilia, el primer dibujo capta un ex libris caraqueño de los años cincuenta, el Centro Simón Bolívar, en El Silencio. Al fondo, las torres.

Desde esta avenida, montados sobre una tarima o colgados de una grúa telescópica, dos generaciones de presidentes venezolanos han arengado al pueblo con discursos ampulosos y patéticos, llenos de promesas inverosímiles, de consignas tan estúpidas como cínicas. Todos sin excepción prometieron acabar con la desigualdad, exterminar la corrupción, erradicar la pobreza. Todos cargaron bebés barrigudos en los brazos y se mezclaron entre el pueblo repartiendo besos salivosos y muy apretados, muy sinceros abrazos. Y una vez electos, se escudaron tras ejércitos de guardaespaldas armados hasta los dientes, antes de atreverse a pisar la calle.

Hoy esta avenida se ha convertido en un inmenso e insalubre mercado popular. Miles de buhoneros, de informales, tanto civiles como militares, venden pollo y pescado al natural, sobre la acera de la calzada y a más de veintiocho grados, como si expusieran al escarnio las tripas de un sueño muerto. El hedor de la infamia perdura noche adentro, cuando los indios del amazonas y los indigentes de la más abyecta miseria encuentran en la oscuridad el único refugio de la intemperie y se arropan en cajas de cartón para medio taparse la dignidad y pasar la noche. Y se nos figuran extraños y remotos los dibujos de Hergé, imaginar que hubo un tiempo en el que la Avenida Bolívar era frecuentada por señoras turistas de tacón y estola. Un tiempo en que Caracas tenía líneas rectas, calles derechas, y aún podía inspirar dibujos planos, llenos de luz, con colores limpios.

La viñeta de la derecha fue realizada a partir de una foto a blanco y negro, que lleva en un canto la siguiente inscripción "Minas de Baruta, Caracas, Sept. 1973". Consta de los archivos de la Fundación Hergé en Bruselas. El dibujo, a excepción de los dos militares y la mujer tocada con el sombrerito boliviano, es muy fiel a la instantánea original, presumiblemente tomada por el propio Hergé. Entre los ranchos del primer plano y las montañas del fondo, cuyo contorno está delineado con preciosa fidelidad, en ese valle que ahí se deja adivinar, está Caracas. Estuvo Caracas. La ciudad de colores en la que nací y que ya no existe.

miércoles, 8 de abril de 2009

Tres historias venezolanas -- la cosa competa




Para Fabrizio Macor


-1-
Mi esposa es portuguesa. Trabaja para un instituto llamado Camoens, que, guardando sus debidas distancias, tiene unas funciones similares a las del British Council o la Alliance Française. Es un organismo oficial dedicado a la enseñanza del portugués en el extranjero. Helena (con el nombre cambiado va a ser mejor) es profesora del Instituto Camoens, pues. Esa es la razón por la cual nos encontramos ahora en Polonia. Antes de que la enviaran para acá trabajó en Nueva Zelanda. Sin pena ni gloria. Y antes de eso en Timor, qué bolas, solo de pensarlo, bueno, poco tiempo. Y antes de eso aun, en Venezuela, que es donde quiero llegar y para lo cual no necesitaba de tantos rodeos ni tantas escalas. Helena se cayó por Venezuela tal día para esto o aquello, hubiera podido decir y punto. No hacía falta más nada. Bueno.

Resumiendo. Que se llegó a Caracas en 1999, el primer año del primer gobierno de Chávez. Mientras estuvo trabajando en Venezuela para el tal instituto poseía una visa especial solicitada por el gobierno portugués. Unos años después, cuando concluyó su trabajo, decidió quedarse más un tiempo en Venezuela, por varios motivos. Entre otras razones, se había casado con un venezolano. Había parido dos hijos venezolanos, por ejemplo. Así que, ahora con su pasaporte normal de ciudadana portuguesa, solicitó una visa de residencia, aduciendo que llevaba cinco años viviendo en el país y estaba casada con un venezolano. Cualquiera de las tres o cuatro circunstancias anteriores, aun por separado, le daba derecho a la residencia, según la ley venezolana.

Llenó entonces las requeridas planillas y solicitó su visa. Allá en la oficina general de pasaportes, en una taquilla, le dieron un cartoncito mugriento que ya había sido usado quinientas veces y le dijeron que la visa estaría lista tal día así asado. Llegado ese día, se presentó con el papelito en la mano. Le informaron que la cosa no estaba lista pero que volviera el día tal. Día tal se volvió a presentar y le volvieron a decir que volviera el día cual. Y el proceso se repitió unas tres o cuatro veces más hasta que la visa anterior se le venció. Mientras tanto se le había perdido el papelito. Sin papelito era más complicado. Entre una cosa y otra la llamaron de las oficinas en Lisboa y optó por adelantar el viaje ya que, volviendo a entrar al país, la visa de turista se le prorrogaba automáticamente por un período de tres meses.

De vuelta a Venezuela, reanudó el plan visa. Ya se había convertido en un hábito personal, una costumbre. En su agenda todas las semanas reservaba un par de días para tratar del asunto. Un viernes por la noche, en una tasca de La Candelaria, empezó a contar la historia de su visa y todos nos cagamos de la risa con la portuguesa. ¡Por supuesto que no estaba lista! ¿Cómo iba a estar lista si no pagaba? Entonces le explicamos como funcionan las cosas en la administración pública venezolana. Para sacar un papel cualquiera, para echar una carta al correo, a veces, dependiendo, hay que bajarse de la mula. “Bajarse de la mula” significa pagar, le explicamos, con toda paciencia. A mucho costo fue convencida de que esta era la manera correcta, o por lo menos la eficaz, y se decidió a pagar. “¿Cuánto les ofrezco, cuánto me cuesta?” preguntó ella. No, no, no. Vamos con calma. Estas cosas se hacen a través de un intermediario con una sensibilidad & delicadeza especiales.
—Mil dólares—dijo el intermediario de las bermudas. Tenía una panza descomunal y unas piernas delgadísimas, tipo palillos velludos. Le faltaban las sandalias. El propio centurión estúpido de Asterix.
—Mil dólares—repitió, como si no lo hubiéramos escuchado o fuera él el distraído que no estaba seguro de haberlo ya mencionado.
—Mil dólares…
—¿Y cuándo estará listo?— preguntó la portuguesa.
—Mañana — respondió el legionario, como despertándose de un largo sopor — Mañana. Por eso es tan importante que me pague hoy cuanto antes.

Pero el día siguiente no estaba nada listo, y el otro día tampoco, y otro día más pasó, y la primera semana de aquel mes pasó, y ese mes también, y el pasaporte no terminaba de estar listo. “Culpa del intermediario”, nos dijeron los amigos de La Candelaria. “El tipo es un farsante, no tiene los contactos indicados. Está fácil de ver. Búscate a otro”. Yo andaba abriendo una sucursal pero ella preguntó, se informó, buscó referencias, cruzó informaciones, corroboró reputaciones, inciertas, la mayoría, hasta que la pusieron en contacto con otro contacto que conocía a una persona que tenía el amigo indicado para tratar del caso. Un abogado.

“Buenos días. Tres mil dólares”, dijo el abogado a modo de saludo. Me acordé de las sandalias que le faltaban al otro y le miré distraídamente los zapatos a éste. Yo nunca había visto unos zapatos Prada y no podría reconocerlos, por supuesto. Pero el, creyó que los estaba identificando y empezó con lo de estos Prada son muy cómodos bla bla bla. Los miré con detenimiento y no me parecieron particularmente nada. Ni bonitos ni feos.
—Pero son muy cómodos—decía él, buscando marearnos con la conversación.
¡Tres mil dólares, caballero! Aquello triplicaba la tarifa del intermediario especial anterior, pero ya se sabe como se paga la reputación de los abogados.
—¿Y cuándo estará listo?— preguntó Helena, sacándole cuentas simultáneas a la caducidad de la visa y a la tasa de cambio.
—Mañana, señora— respondió el abogado.
—Si me paga hoy puede estar listo mañana—añadió.

Mañana no estuvo lista la cosa, por supuesto. Pasado mañana tampoco. Pasado un mes el abogado la llamó y le dijo que finalmente estaba listo. Nada más faltaba una pequeña formalidad, estampar las huellas digitales y la firma. Una cosa de minutos. “Bueno. Dígame qué debo hacer”, dijo Lena. “Preséntese en la oficina nacional de los pasaportes, tal día a tal hora”. Fue.

Sacó un numerito a las seis de la mañana y pasó allá todo el día con una galletita de soda hasta las cuatro de la tarde, pero no la pudieron atender. El día siguiente volvió mucho más temprano. Sacó un numerito a las cuatro de la mañana y la atendieron a las tres y cincuenta y cinco de la tarde, cinco minutos antes de cerrar. Explicó a lo que venía y de parte de quien. Le contestaron que jamás en su vida habían escuchado el nombre de aquel abogado y que no le podrían localizar el pasaporte pero que igual pasara el día siguiente.
— Y cómo hago con el numerito? —preguntó ella.
—¿Qué numerito? ¿De qué habla usted?
—Del numerito que hay que sacar en la madrugada para poder ser recibido.
—No señora. Nosotros aquí eliminamos el sistema de los numeritos hace mucho tiempo. Ahora trabajamos por citas— le explicaron. Orden de llegada era antes. Este país ha cambiado, pero hay gente que todavía no se dio cuenta—añadió alguien entre dientes.
—¿Cómo hago, entonces?— preguntó Lena.
—Usted venga mañana y le explicamos.

Ella fue al día siguiente, a las nueve. Bien dormida y desayunada. Cuando metió la mano en el picaporte para abrir la puerta de la oficina se le apareció un negro con boina roja y cara de indignado.
—¿Qué hace, señora?
—Voy a entrar, pues. Ayer me dieron cita.
—¿Y qué numero tiene?

Bueno. Ese día no pudo pasar. Entre otras cosas porque no tenía número y pretendía colearse. Volvió al día siguiente, y el otro día también, y al tercer día, viéndola llorar, le dijeron que no era para tanto. Una de las funcionarias le tuvo lástima, la llevó para su cubículo y la retuvo allá hasta que se calmara. Cargaba unos lentes de sol clavados en el pelo de la pollina, tipo tiara. Explicó que antes también sufría mucho de los nervios. Hasta que le recomendaron esta hierba de San Juan, el Hipúrico. “En la mañana, me tomo un vasito de la infusión, en ayunas”. Y después tomaba el hipúrico en cápsulas, con cada comida, a lo largo del día, siguió explicando ella. Remedio santo. Nunca más había sufrido de los nervios. “Tenga, pruébese una”, dijo, ofreciéndole a Lena una de aquellas cápsulas. Mandaron un muchachito a por un té, en la panadería, y Lena se tomó la pastillita con el té de tila. Se sintió mejor. “Pruebe por una semanita y ya verá”, dijo la señora de la tiara negra, metiéndole una papeleta de capsulitas en la cartera. “Y no se deje amilanar por la vida, mija. Ya verá como se va a sentir mejor”.

Cuando se le acabó aquella primera papeleta Lena se compró una caja en una farmacia naturista de no sé donde. Estaba mejor. Unos días después se le venció la visa de turista y me explicó, sin el menor rastro de emoción, sin expresión en la cara, sin flexiones en la voz, con las piernas juntas y los brazos pegados a lo largo del cuerpo, sin gestos innecesarios, que cuando se casó conmigo nunca pensó acabar inmigrante indocumentada. Fue cuando me di cuenta de que la situación era más o menos grave. Llamé a Rafael (es médico) y lo que pude apurar, después de mucha físico química, fue más o menos esto. Que el hipúrico actúa como un Botox que plancha las arruguitas del cerebro. Lo primero fue quitarle las pastillas. Después me busqué el listín telefónico y me decidí a llamar a este amigo del amigo mío que tenía una amiga que trabajaba en la oficina de los pasaportes. “¿Es importante la persona esta, tiene poder, influencia?” le pregunté yo al amigo de mi amigo. “No joda, chamo, ni lo dudes. Después del jefe del subjefe de los pasaportes viene un jefe más y después hay otra persona y luego viene ella”. “Ah, bueno”.

Me dio el número de teléfono y la llamé. Le pregunté a la señora, muy simpática ella, si la podía invitar a almorzar. Me dijo que sí y yo le sugerí que se trajera a su jefe, si quería. Ella me preguntó si podía traer también al jefe de ellos dos, y yo le contesté que sí, por supuesto. Se trajeron al jefe de todos ellos también, y, ya en el restaurante, encontramos de casualidad el jefe de este jefe. Nos bajamos dos botellas de Dimple mientras hablé con todos juntos y con cada uno por separado. Ninguno colocó la menor objeción. Pan comido. La cosa iba a estar lista mañana. Claro, me iba a costar cinco mil dólares. La plata no era para ellos, había gente de por medio. “Entiendo”, dije yo. Según mis cuentas ya salía más barato una semana en el Hyatt de Aruba para dos adultos y dos niños, visas y desayunos incluidos.
—¿Qué prefieres?— le pregunté a Lena.
La visa – me contestó ella, grave, con los ojos muy abiertos, muy seria.
—Piénsalo bien. Tres días de sol y piña colada...
—La visa.
Gafa.

Pagamos los cinco mil dólares y se produjo el milagro. Al otro día tenía el pasaporte en mi oficina, con una flamante visa, más acribillada de sellos y firmas que un acta de expropiación de la United Fruit. Me puse de buen humor, reconciliado con nuestra idiosincrasia, como llamamos nosotros al despelote de mierda cuando nos sentimos de pinga. Estaba tan radiante que, en mi delirio de felicidad, me dio por llamar al jefe de los pasaportes para agradecerle.
—Ya la recibí— dije yo— gracias, jefe.
—¿Gracias por qué?
—Por la visa, pues.
—¿Qué visa?— pregunta él.
Me di cuenta de que había metido la pata pero ya era tarde. Debí haberle agradecido al jefe de su jefe, evidentemente, pero ya era tarde. Quise rehacer rápidamente el equívoco pero el tipo no me dio tiempo.
—Esa visa es falsa— me dijo, de la forma más tajante.
—¿Cómo que falsa?
—Falsa, mano. Así como lo oyes. No es buena. Es falsa.
—Esta visa me la dieron ustedes, los jefes de los jefes de la oficina central general sectorial nacional de los pasaportes. Más legítima que esta mierda solo la declaración de independencia. No solo tiene estos sellos azules y blancos: ¡Tiene hologramas! A la cara de Simón Bolívar nada más le falta hablar. Y me costó cinco mil dólares más viáticos, no joda.
—Falsa— me dijo él— ni se le ocurra a tu esposa presentarse con ese pasaporte allá abajo en el aeropuerto, porque la meten presa. Te lo digo porque te quiero ayudar.
—Ya va, viejo, un momentico. Explícame una cosa. Este pasaporte salió hoy de tus oficinas. Ahora dime algo. ¿Esta visa, este papel, no es el que usan ustedes normalmente?
—Sí.
—¿Y los sellos no son los mismos, los de ustedes?
—Sí.
—¿Y las firmas no son las de ustedes?
—Sí.
—¿Entonces cómo coño es falso?
—Estás avisado— me dijo él. Y descolgó.
—La visa es buena y lo demás me sabe a mierda ¿OK? Mama guevos— dije yo para rematar, y le tiré el teléfono. Pero él me había descolgado primero. Falsa el coño de tu madre será falso, bobolongo, marico, desgraciado, hijo de puta.

OK. Cuando llegué a la casa no le dije nada a Lena, esperé. Ella no lo sabía, todavía. Los niños estaban jugando Nintendo y ella estaba acostada en el sofá, viendo Ciesay. Busqué el pasaporte y, como quien se abre una cajita con diamantes, me arrodillé frente a ella y lo abrí por la página que tenía la visa. De repente se le iluminó la mirada y puso aquella cara de felicidad angelical en el azimut neurálgico del nirvana epifánico de la vaina. Conmigo no se tira de esos orgasmos, hermano. ¡Estaba curada! De vez en cuando volvía en sí, en ella, retomaba la expresión normal y preguntaba si era de verdad. Yo le aseguraba que sí, ya todo terminó, quédate tranquila. Nunca más volvimos a hablar del asunto. La vida funciona así. Vas resolviendo las cosas y las vas olvidando para poder concentrarte en los problemas nuevos. Un ciclo que se repite. Y después hay ciclos de estos ciclos como en la astronomía de Ptolomeo. Todo dentro de todo y dando vueltas. Muy simple.

-2-

En los meses que se siguieron, todo el mundo, por una u otra razón, cayó enfermo, o le pasó algo. Yo me resbalé en el baño y me pegué contra el borde del bidé. A la media hora me sentía casi bien. Al otro día me dolía una barbaridad. El día siguiente ya no me dolía nada otra vez, pero no podía caminar. Lo clásico. Me hicieron un examen “laboratorial” buscándose rastros de hemoglobina (sangre) y me descubrieron de todo menos la costilla partida. Me pareció obvio desde un principio, pero no soy médico.
—Tenemos aquí varias cosas, pero vamos a atacar una de cada vez—dijo Rafael. Rafael sí es médico. Flaquito, tímido, nadie da nada por él, pero es bueno. Muy bueno.
—Lo primero y más importante: el colesterol.
—¿No crees que tenga una costilla partida?
—No.
—Pero me duele.
—Se te va a pasar. Lo importante es el colesterol. Yo sé lo que te digo.
—Coño, no lo dudo pero…
—Cómprate estas pastillas.

Eran dos pastillas diferentes. Supuse que una era para el colesterol y otra era para el dolor, aunque no pregunté. Entregué la receta al muchacho de la farmacia y creo, no estoy seguro, que esbozó muy levemente una sonrisa. O no esbozó nada, fue impresión mía. Me quedé en la duda. Le iba a preguntar para qué eran las pastillas, cuál era cuál, pero se me olvidó.

Lena se comió unos calamares. Nada fuera de lo común, tampoco. Todo de lo más normal. Esa misma tarde, viendo que ya no podía manejar, pidió que le llamaran un taxi. Apenas se metió al carro se desmayó. El taxista, un viejito buena gente, la llevó a la clínica y ni le robó la cartera ni nada. Ella salió del taxi por su propio pie, se acostó en una camilla que estaba parada a la entrada de Emergencias y se volvió a desmayar. Los enfermeros andaban fallos de camillas y empezaron a preguntar en voz alta si alguien conocía aquella señora. Como nadie la conocía la despertaron para preguntárselo directamente. Ella se sentó en la camilla, contestó a las preguntas de los camilleros y se volvió a acostar. Entonces la llevaron para dentro, le pusieron una bata mal abotonada y le sacaron muestras de sangre y esas cosas. Después se despertó, llamó al colegio de los niños y dijo que iba a llegar bastante tarde. Me llamó a mí y se volvió a dormir. Una horita o así. Se despertó otra vez, y como le dijeron que debía quedarse bajo observación porque tenía una intoxicación alimentar aguda, decidió, por ella sola, tomar el ascensor y subir al piso de internamiento. Abrió la puerta de la primera habitación que le pareció desocupada y se volvió a desmayar. O a dormir, no se sabía bien, era un estado confuso. Se da la casualidad que un médico importante pasó por el pasillo en aquel momento y le llamó la atención ver una paciente sin identificación en la puerta de la habitación. Entró, le tomó la tensión y ahí mismo pegó dos gritos a las enfermeras pidiendo la carpeta de internamiento de la paciente. Las enfermeras buscaron por todas partes, lo revolvieron todo, llamaron a Ingresos, Admisiones y Recepción (los tres son departamentos separados) pero no encontraron la carpeta. Entonces el médico cirujano se molestó y mandó a llamar la enfermera jefe. No estaba. El médico de guardia. Tampoco estaba. El administrador del hospital. Menos. El jefe de seguridad. Tampoco. El director. No estaba. Mientras tanto las enfermeras del piso salieron a preguntar por los pasillos si alguien conocía una señora así y asado. Ya me habían llamado al celular pero yo todavía no había llegado porque la costilla comunicaba con el ciático y me costaba caminar. Además, había pasado a recoger a los niños. Resumiendo, estaba sola y nadie la conocía. A una de las enfermeras se le ocurrió despertarla para preguntárselo. La despertaron. Le hicieron preguntas y ella respondió a todo. Se aclaró la situación. El cirujano se mostró satisfecho y dio el asunto por concluido. Pidieron la bendita carpeta a Emergencias y después se fueron todos para que la paciente pudiera descansar. La paciente durmió y a la hora del desayuno, después de haberse lavado y peinado, bajó al restaurante de la clínica, se sentó en una mesa y se desmayó. Igual al caso de los camilleros y de las enfermeras pero con mesoneros. Y así varios días, casi una semana. Despertándose, respondiendo a preguntas, cambiando de sitio, desmayándose otra vez, etc. A Lena no le gusta que yo cuente esta historia, no sé por qué.

Por aquellos mismos días, Ernesto, el papá, allá en Portugal, fue operado de emergencia a las dos rodillas. Nunca entendí muy bien como se puede ser operado de emergencia a una rodilla, mucho menos a las dos, pero algo tiene que ver con los cupos y las colas para operarse en los hospitales portugueses. Hay que simular un accidente, un percance inesperado, algo así. Una vez que te llaman debes comparecer de inmediato o pierdes el cupo. Se da la casualidad que la mamá también estaba recién operada. Tenía dos semanas de operada a una cosa de nariz y garganta que no tiene colas tan largas como los problemas de rodillas. Los médicos decían que había salido todo bien, todo perfecto, pero la pobre señora, que nunca fue de quejarse mucho, no se sentía nada bien. Le dolía la cabeza, vomitaba, tenía la garganta inflamada, estaba perdiendo peso, ya llevaba no sé cuantos kilos rebajados en dos semanas. Ernesto, el marido, regresó del hospital poco después pero estaba prohibido de realizar esfuerzos con las piernas, caminar, por ejemplo, no podía. No podía ayudar, resumiendo. Lena no quería llamar a sus padres para decirles que estaba hospitalizada. Ellos tampoco habían llamado por la misma razón, claro. Y la situación era esta, muy común, la incomunicación total.

Sucede que por aquellos días la sobrinita mayor de Helena cumplía años y desde la propia clínica llamamos por teléfono a Tania, la cuñada. Fue ahí que Lena se enteró de todo. Que los viejos estaban convalecientes, en la casa, y que el parte era más o menos como seguía: uno podía hablar pero no podía caminar; el otro podía acercarse y coger el teléfono pero no podía hablar (esa era la razón por la cual el teléfono tocaba y tocaba y tocaba). Aquello, no sabía porqué, me parecía divertido, como los problemas del lobo y del repollo y de la cabra que se montan en la barca para atravesar el río. El lobo es tu papá, le empecé a explicar a Lena, cagándome de la risa. Soy malo contando chistes porque me río solo y muchas veces sencillamente no logro llegar al final del cuento. Ernesto es el lobo que se quiere comer a la cabrita de tu mamá, le digo yo, cagadísimo de la risa.
—No me parece gracioso—me espetó ella, otra vez repentinamente seca. Y después agregó, de lo más hipúrica:
—Me voy, me tengo que ir.
—¿Adónde, chica?
Ella estaba en bata, en la habitación de una clínica, pálida como la cera, pinchada, a suero.
—A Portugal. A verificar como están mis viejos. Están solos, no se pueden valer…
Iba a decir que, dadas las circunstancias, que me parecía, era una opinión, no quería decir que, pero está allá tu hermano (mi cuñado, creo que no hace falta explicarlo), en fin…
—Me voy, me tengo que ir.
Ya se sabe como es difícil resistirse a este tipo de argumentos sólidos, bien construidos, elaborados. Los niños tenían clases y yo no podía viajar, ni soñarlo. Por aquellos días andábamos abriendo una sucursal en Valencia, pero me regresé a Caracas para organizar, por esa semana, como íbamos a hacer con los niños. Le explicamos la situación a Manuel, mi hermano, y él se ofreció a quedarse con los niños unos días.
—¿En tu casa o en la nuestra?
—Ustedes prefieren en vuestra casa, ¿verdad?- preguntó Manolo.
—Pues, si podemos escoger, sí.
—OK. Entonces sea, en la vuestra, pues.
--No sé como agradecértelo, Manuel—dije, colgando.
Claro que después se lo íbamos a agradecer, de alguna forma.
—¿De qué forma?—preguntó Lena.
—No sé.

Yo solo tenía cabeza para la abertura de la sucursal de Valencia. El banco ya tenía siete sucursales en la ciudad pero aquella, la octava, era particularmente importante, por varias razones. Primero, porque siendo la mayor, iba a servir de cuartel regional. Y segundo, que la abertura estaba completamente a mi cargo. A mi cargo significaba que si salía todo bien, abriendo en la fecha prevista, los directivos celebraban con champaña; y si salía algo mal, también celebraban con champaña (para no reconocer que algo, alguna vez, podría salir mal) pero el cuarenta por ciento de mi sueldo en bono se iba a la mierda. En lo que dependía de la compañía, de sus departamentos internos, Ingeniería, Instalaciones, Comunicaciones & Informática, Operaciones, etc., estaba bastante seguro de no tener problemas. Pero uno de los contratistas, el de tabiquería y pintura, amenazaba quitarme el sueño, el hijo de puta. Un italiano. Hijo de italianos, para ser más preciso, aunque no se le había quitado lo mafiosillo. Se le había pagado el cincuenta por ciento por adelantado, como siempre, pero los veinte mil metros cuadrados de cielo raso seguían sin aparecer en ninguna parte del edificio. Tenía que prensarle las bolas y, buscando intimidarlo, lo cité en Caracas, en la sede del banco. Él ni siquiera sabía que se iba a reunir conmigo porque quien lo llamó, a pedido mío, fue una de las secretarias de la presidencia. Mi idea era buscar un director cualquiera que tuviese un minuto disponible, y decirle al italiano, delante del accionista, que, o empezaba el día siguiente a colocar el techo o se le aplicaban las cláusulas chiquitas del contrato. Era una jugada doble. Por un lado me estaba cubriendo la espalda. Si llegaba a salir algo mal yo siempre podría decir que avisé con tiempo. Y, por otra parte, el italianito, delante de un dueño, iba a concluir que la cosa ya no estaba para más juegos e iba en serio. Debía venir a Caracas ese fin de semana, de todas maneras, para despedirme de Lena y encargarme de los niños. Además, había olvidado llevar para Valencia las pastillas que Rafael me había recetado para el colesterol. Ese mismo jueves, cuando llegué a Caracas, tomé las pastillas y empecé el tratamiento.

Cuadramos todo con Manolo, mi hermano. Aunque yo iba a pasar el fin de semana en Caracas, él se vendría para el apartamento el viernes (Miguelito, él y yo íbamos a organizar un torneo FIFA 2004) quedándose, a partir del lunes, a cargo de los niños. Yo iba a encontrar un hueco para acercarme a casa por lo menos una vez durante la semana.


-3-
Estábamos a viernes, pues, y Lena viajaba ese día, como a las dos de la tarde. Caracas-Madrid, Madrid-Lisboa, por Iberia, que salía bastante más barato. Mi plan era dejar a Lena en el aeropuerto y subir a todo gas para citarme con el italiano antes de que cerraran el banco. Salimos de casa en plena madrugada, los niños todavía iban a seguir durmiendo por un buen rato, hasta que Manolo llegara.

Viernes, quincena, comienzos de agosto. No sé si agosto es el mes más caliente del año, pero aquél fue el día más caliente del siglo. Cuando llegamos allá abajo, a Maiquetía, tuvimos que poner el aire acondicionado al máximo para andar el kilómetro que separa el aeropuerto de la autopista. Las obras en el estacionamiento del aeropuerto empezaron en el 96, y hoy día todavía no están listas, como se sabe. Pero en el 2004 estaban menos, menos listas todavía. Tubos, arena, bidones, carteles de “trabajamos para usted” olvidados hace una década y tirados por todos lados. Las hierbitas crecían bajo la sombra de los caterpileres abandonados.

Llegamos. La cola para aparcar en el estacionamiento tenía más de cien carros, no estoy exagerando. El calor era tanto que el paisaje temblaba y se desenfocaba solo tipo armagedón nuclear. Teníamos el aire acondicionado al máximo y aun así hacía calor dentro del carro. Empecé a sudar. Cómo no sería allá afuera. Nada. Había que buscar otra solución. Salimos de la cola en dirección al Terminal, en el piso de abajo. El plan era dejar las dos maletas cerca de la puerta de embarque pero así que nos acercamos vinieron a nuestro encuentro dos guardias nacionales. Les hice señas pidiendo permiso para estacionar un momentito y dejar las maletas y ellos me apuntaron con las metralletas advirtiéndome que si me estacionaba en el área reservada a los dignatarios oficiales nos volaban los sesos. OK, entendido y gracias de todas maneras, dije yo con las manos.

Volvimos al estacionamiento descubierto e hicimos nuestra cola, en el mismo sitio. Solo que ahora había doble fila, y en vez de tener cien carros por delante teníamos doscientos. Serían como las ocho de la mañana cuando llegamos, y estacionamos a las diez. Por alguna razón que desconozco, aquel estacionamiento gigante tiene los puestos numerados en el piso. No conozco otro igual. Porque no debe de haber otro igual en el mundo. Miles de puestos, cada uno con su número pintado de amarillo en medio del rectángulo. Cuando el estacionamiento está vacío, poca falta te hace el número porque localizas el carro fácilmente. Pero cuando el estacionamiento está lleno y necesitas ver el número, es imposible, porque los números quedan ocultos debajo de los carros. Bueno, OK. Me iba a parar en el 476, el primero que se nos deparó vacío, pero después, ya que podía escoger, preferí andar cincuenta metros y estacionamos en el 499. El 500 también estaba libre, pero preferí el 499.

Además, no había prisa. No estaba con muchas ganas de salir para ser achicharronado por el sol. Estacionamos y nos quedamos dentro del carro unos momentos como calculando, agarrando coraje. Nada más se me ocurría un plan para no quedar convertido en fósil atrapado en el asfalto. Muy simple: abrir la puerta y salir corriendo. Dicho y hecho. Al abrir la puerta me llegó aquel calor de La Guaira, que, como todos saben, es una mezcla de UVs con rayos gama. Sentí el coñazo del calor pegándome en la cara y salí corriendo. Lena empezó a gritarme algo pero yo había salido disparado, ya no escuchaba. O escuchaba, pero muy lejos.

Aquel estacionamiento, lo explico a quien no lo conoce, tiene dos mil puestos de capacidad y un área igual a Luxemburgo, pero una sola entrada y salida. Y, claro, es muy fácil perderse en medio de tantos carros. El sudor ya me había empapado la ropa. Me agaché en medio de dos carros. Me había dado un dolorcito, le llaman el dolor del burro, y me agaché. La vi acercarse de lejos, por entre las ruedas, arrastrando una maleta, tipo la última sobreviviente del holocausto termo solar. El sudor me caía por la frente, me quemaba los ojos y no me dejaba ver muy bien. Solo cuando habló pude estar seguro de que era ella, Lena.
—¿Qué coño te pasa, mijo?¿No me estabas escuchando? Desde que saliste volando del carro que te estoy gritando.
Puse cara de no estar entendiendo. Parecía más fresca que yo. Las mujeres sudan menos, no sé por qué.
—A mí no me pongas caritas raras ¿OK? Vuelve por tus pasitos y recoge la otra maleta que dejaste dentro del carro. Anda.

Es decir, que hice aquel trayecto tres veces. Ya no me sentía bien. Bueno. Llegamos al área cubierta del aeropuerto y fue aquel alivio al entrar al aire acondicionado. Me senté encima de las maletas, descansando. Justo por encima de nosotros estaban dos pantallas con la información de los vuelos. Entre las dos pantallas estaba una boca del sistema del aire acondicionado. Y se estaba bien.

En Venezuela es necesario hacer el check in de un vuelo internacional con cinco horas de antelación. Nosotros, por experiencia propia, recomendamos por lo menos seis, preferiblemente siete. Para quedarse tranquilo y seguro de que se va a viajar, ocho horas. Consultamos el horario del vuelo en la pantalla de las “departures” y verificamos que, a pesar de haber perdido tres horas estacionando, todavía estábamos bien de tiempo.

El calor y el sudor no se me quitaban aún debajo de aquella tronera gigantesca de aire acondicionado. Seguía sudando con la misma intensidad, como si mi cuerpo no se hubiera percatado de que ya no estaba allá afuera, expuesto al sol, sino dentro del edificio, al fresco y en la sombra.
—Eso no es normal—sentenció Lena.
—Vamos a esperar un ratico más— sugerí, con un ojo puesto en la pantalla. Lo extraño del caso era que no me sentía cansado, no estaba jadeante, nada. Solo sentía aquel calor agobiante y sudaba.
—¿Estás segura que no está calor aquí adentro?— preguntaba yo.
—Sí, es decir, no. No estaba calor, sí, estaba segura.

No sé cuantas partidas y llegadas después, seguía igual, sudando y sudando. Me dolía ligeramente la barriga. No era precisamente un dolor, sino una indisposición. O ni siquiera, un principio.
—¿Crees que sean las pastillas?—le pregunté a Lena.
—¿Cuáles pastillas?
—Las del colesterol. Las empecé a tomar ayer.
—No sé. Llama a Rafael.
Pero se nos estaba haciendo tarde para el check in y bajamos a la planta inferior. En esas casi dos horas que tardamos en la cola para entregar las maletas no dejé de sudar ni por un segundo. Miraba a mi alrededor y me costaba creerlo. Estaban centenares de personas en aquel sitio, y ninguna sudaba como yo. Ni siquiera daban muestras de sentir calor. Era un problema mío, definitivamente. La caminata bajo el sol me produjo un desarreglo endocrino o algo. Lena me puso varias veces la mano en la frente, verificándome la fiebre, haciéndome prometer que, camino a casa, pasaría un momento a consultar con Rafael. Aparentemente no tenía fiebre, pero era difícil saberlo, porque estaba empapado. Me daba pena que la gente me viera en aquel estado, con la ropa toda pegada al cuerpo. Una razón más para ponerme a dieta y rebajar. Eso era lo que me iba a decir Rafael. “Rebaja. No tienes nada.” Siempre lo mismo.

Despachadas las maletas acompañé a Lena hasta la entrada. Íbamos caminando los dos hacia el control de pasaportes cuando, de repente, me pegó un cólico tremendo en los intestinos. Fue como el deflagrar de un rayo dentro del cuerpo, y tuve que detenerme en medio del pasillo, tieso, apretándome el culo con todas las fuerzas para no cagarme.
—¿Qué pasa?
Por unos momentos no pude ni abrir la boca para hablar. La fuerza requerida para mover los labios me parecía suficiente para desarmarme todos los esfínteres del cuerpo y hacer que me cagara ahí mismo. Pero, de repente, unos segundos después, de la misma forma súbita en que se vino, el dolor se fue, se desvaneció, sin dejar rastro.
—Qué pasa—volvió a preguntar Lena.
—Vamos, no pasa nada.
—Estás pálido…prométeme que…
—Tranquila, ya se me pasa—le dije yo.

En el medio del hall principal estaban tres puertas de vidrio, cada una custodiada por un guardia nacional uniformado que le pedía el boleto y el pasaporte a las personas. “Documentos” decía aquel guardia que nos había tocado, muy marcial él, poco dado a sonrisas y por favores. Recibía los papeles mirando a la persona en los ojos, con verdadera arrechera, y se los pasaba a una muchacha que lo acompañaba. La muchacha también estaba uniformada, pero con traje civil. Estaba sentada en un taburete alto, frente a una pantalla. Abría el pasaporte que le entregaba el guardia, escribía algo, probablemente el número, y después le extendía directamente el documento a las personas pero mirando hacia el lado opuesto con una expresión de infinito fastidio. Me parecía que las muchachas estaban allí porque los guardias no querían saber nada de computadoras. No se podía saber eso, claro, pero uno anda siempre buscándose la explicación de las cosas.

La muchacha que nos tocó en nuestra puerta era morena, alta, fuerte. Tenía unas piernas tan gruesas que no parecía estar sentada en la banqueta sino encima de su propio culo. Y quedaba altísima, por supuesto, encima de aquella almohadilla. Lena le entregó el pasaporte al guardia y el guardia, después de hojearlo sin ver nada (porque no dejó de mirarme a los ojos ni un segundo) se lo entregó a la culona altiva. La muchacha golpeó las teclas del computador, y empezó a aclararse la garganta haciendo cof cof, ejem, pero el guardia, en vez de mirarla a ella me miraba a mí. No me quitaba los ojos de encima. Yo seguía sudando, por supuesto, y no paraba de moverme para que el sudor no goteara sobre un solo sitio. La muchacha volvió a toser en seco y solo entonces el guardia estiró el cuello para mirar la pantalla. Por una fracción de segundo me dio la impresión de que algo estaba mal, que había algún problema. La sensación fue tan nítida que se lo pregunté.
—¿Algún problema, oficial?
—Su pasaporte—me contestó, extendiendo la mano.
—No, yo no voy a viajar—respondí.
Él tuvo que recoger la mano, como si yo le hubiera negado el saludo.
-Inténtalo otra vez- le dijo a la muchacha.
La muchacha se acomodó en el banquito y volvió a teclear cosas en el computador. Trabajaba con las manos muy extendidas para que las uñas no le estorbaran y aparentemente cometía muchos errores porque no paraba de teclear. Era imposible escribir tanto. Tenía que ser la tecla del backspace o del delete.
—¿Hay algún problema?— volví a preguntar, intentando asomarme para ver la pantalla y lo que estaba haciendo la muchacha.
—Ningún problema—dijo el guardia, colocándose frente a mí y cerrándome el paso.
La muchacha seguía tecleando, dándole y dándole. No sé qué tantos datos pudiera meter. Por fin, al cabo de muchos minutos, dio la tarea por concluida.
—Adelante, señora—dijo, dirigiéndose a Lena. Se bajó de la banqueta para entregarle el pasaporte en la mano, con una gran sonrisa. Lena le dio las gracias y ella respondió que siempre a la orden. En el suelo, de pie, no parecía ni tan fuerte ni tan alta. Lena me puso la cara que pone cuando me agarra mirándole el culo o las tetas a las mujeres. Y me hizo prometer, por última vez, que pasaría por el consultorio de Rafael.
—OK, te lo prometo, para que vayas tranquila.
Nos despedimos. Esperé hasta que la perdí de vista y nos volvimos a decir adiós.

-4-
Estaba justo de tiempo pero todavía podía reunirme en la sede del banco con el italiano del cielo raso. En condiciones normales el viaje de Maiquetía a Caracas no debe llevar más de una hora. “En condiciones normales” significa lo que los economistas reaccionarios de las antiguas repúblicas llamaban pomposamente “caeteris paribus”, es decir, con los mismo viaductos y túneles de toda la vida y sin hongos raros atacando la composición bioquímica del asfalto de la autopista. Pero, por aquellos días, se había caído un viaducto. Además, habían descubierto unas bacterias anabofágicas virulentísimas en uno de los túneles de la planicie, por lo que el viaje estaba tardando cuatro horas. Al despedirme de Lena, miré el reloj y calculé que, si quería reunirme con el italiano, debía de apresurarme a buscar el carro.

Entré al estacionamiento y volví a recibir la oleada de calor en la cara. Ya me estaba orientando y no perdí mucho tiempo buscándome los puntos cardinales y eso. De vez en cuando, me arrodillaba, metía la cabeza debajo de un carro y verificaba por cual número iba. Y así fui, fui, fui, hasta llegar al lugar donde había aparcado. No estaba. Era el 499, estaba seguro. Lo que no estaba era el carro. Estaba el sitio, vacío, el puesto libre. Aunque fuera ilógico, por lo inútil, camino un poco más para atrás, buscándolo, y nada. Un poco más hacia delante, y tampoco, no lo encuentro. Me ha pasado otras veces, perder el carro, cuando ando con las prisas y eso. Pero de aquella vez no lo había perdido, me acordaba perfectamente del sitio donde lo había dejado. El 499. Di varias vueltas por el lugar, no sé por qué, o buscando qué. Solo contribuyó a que la ropa, que de tan mojada, me hiriera la piel en varias partes. Bueno, me dije, me han robado el carro. No estaba nervioso. Estaba molesto eso sí, pero más con el calor y con la pérdida de tiempo que aquello iba a representar que propiamente con el carro, que lo tenía asegurado. Era la tercera vez que me robaban un carro. Me estaba profesionalizando. Agarro y me pongo a caminar, otra vez, cruzando el estacionamiento. Para ese momento la ropa ya me había raspado la piel en varios sitios: en los talones, donde toca el borde del zapato; detrás de las rodillas; en los sobacos; en la nuca; por lo menos en esos cuatro sitios. El sudor me escurría por la piel, y ahora, sobre las heridas, me quemaba.

Nada, me dije. Hay que buscar la policía y el administrador del estacionamiento para participar el robo. Me encaminé hacia la salida sin dejar de seguir buscando el carro con la mirada, como si fuera posible que el vehículo se hubiera cambiado él solo, buscándose un mejor puesto, con más fresco y más sombra. Por el camino, agarré el celular y marqué el número del banco. Le dije a la secretaria que llamara al italiano cancelando la reunión y que si alguien preguntara por mí que dijera que me habían robado el carro.
—¿De verdad, le robaron el carro, Sr. Javier?
—Pues, sí.
—¿En dónde?
—En el estacionamiento de Maiquetía.
—¿Qué cosa, no?
—Sí.

Un minuto después me estaba llamando Milagros, la muchacha de Recursos Humanos. Milagros llevaba los asuntos relacionados con los seguros. Yo conocía a Milagros hace muchos años. Nunca encontré una persona que le gustara tanto hablar. Una lora, una cotorra de primera categoría internacional. Por eso la pusieron en Seguros & Siniestros. Porque es un departamento para una sola persona y no tiene mucha gente con quien hablar.

—Me dijo Mari, la secretaria de directiva, que le acaban de robar el carro, Sr. Javier.
—Pues sí, Milagros.
—¿Ya participó a la policía?
—No.
—Tiene que participar cuanto antes, Sr. Javier, cuanto antes. Las compañías de seguros ahora se están agarrando de cualquier cosa para no pagar. Al Sr. Arturo, el gerente de la sucursal veintiocho, no le querían reconocer el robo porque solo participó al otro día. Y a la Sra. Dina, de Conciliación, le pasó esto, y al Sr. Fulano lo otro. Llamé a Seguros Mercantil. ¿Y sabe qué me dijeron, los frescos? Esto y aquello, ni se lo imagina. Pero yo se las canté. Cómo no. El deber de ustedes es defender a los clientes.

Había que tener un poquito de paciencia con Milagros. Después de escucharla hasta el final te resolvía el problema, por más imbricado que fuera. Con bastante eficiencia, por cierto. Pero primero había que escucharla. Lo malo es que te arrasaba con la batería del celular.
—Bueno, Milagros, entiendo, me parece que hiciste bien, adiós.
—Una última cosa, Sr. Javier.
—Dime.
—¿Usted tiene copia de la póliza del seguro?

Fue entonces cuando me acordé de los documentos y de las llaves de la casa. De súbito me faltó el aire. Me pegó un dolor en la barriga, un cólico tan grande, que me obligó a doblarme: había dejado las llaves de la casa dentro del carro. Y en la guantera tenía copias de la póliza de seguro que mencionaban la dirección de mi habitación. La cuestión era ésta: que los niños estaban en la casa. Solos o con Manolo, estaban en la casa, y las llaves no las tenía yo sino los ladrones que me habían robado el carro.

Las fuerzas de las piernas me abandonaran de a poquito y terminé sentado en el piso. Al pegarme el cólico ya no tenía fuerzas, y no pude resistir cagarme. Me estaba literalmente cagando en los pantalones pero no me importaba en lo más mínimo. No me parecía bien ni me parecía mal. Ni bueno ni malo. Sencillamente no me importaba. Miré el celular. Colgué la llamada de Milagros y marqué el número de casa.

—Escucha bien lo que te voy a decir, Miguel. ¿Aló, Miguel? Escucha. Es muy importante.
Debía de tener la voz muy alterada, porque él entró súbitamente en silencio, como si de alguna forma, solo con aquellas palabras, le hubiera transmitido mi pánico.
—¿Tu hermana está en la casa? Ellos tienen un año de diferencia el uno del otro. Lenita tenía siete años. Pero Miguel, aparte de ser el mayor, tenía otro carácter. Era más calmado, escuchaba, obedecía en algo. La niña era una tempestad que no paraba nunca y por lo tanto todavía no se había podido entender cabalmente.
—¿Tu hermana está en la casa?— Por supuesto que estaba en la casa. Fue una especie de pregunta retórica.
—No— me respondió. Me volvió a correr un dolor eléctrico a lo largo de los intestinos y me cagué un poco más.
—¿Cómo? ¿No está en la casa?
—No. Bajó a casa de Andrea.
—¿Quién es Andrea?
—La del 5B.
—¿Tienes el teléfono de ella?
—¿Quieres que vaya a llamarla?
—No, no, no salgas de la casa. ¿Tienes el teléfono de Andrea?
—Voy a ver si está anotado en la libreta—dijo. Y dejó el teléfono tirado sin esperar mi respuesta. El celular dio aviso de batería baja. Al cabo de unos minutos interminables volvió al aparato.
—¿Aló? Está aquí—dijo— ¿Lo quieres?
Tomé nota del número encima del primer papel que había encontrado en la cartera.
—Ahora escucha bien lo que te voy a decir. Es super importante que escuches y hagas lo que te voy a pedir. Es de vida o muerte, ¿entiendes, hijo?
—Sí.
—Es muy sencillo lo que te voy a pedir. No te puedes equivocar.
Él debió notar algo en mi voz porque empezó a llorar.
—¿Estás llorando?
—No.
—¿Hay alguien más ahí contigo? ¿Tu tío Manolo ya llegó?
—No.
—¿Hay otra persona?
—No.
—¿Por qué lloras entonces?
—No sé.
—Escucha bien, hijo. ¿Aló? ¿Me escuchas? Si te pones a llorar no me puedes escuchar. ¿Me estás escuchando?
—Sí.
—No le vayas a abrir la puerta a nadie. ¿Me escuchas? A nadie. ¿Aló? ¿Aló?

El teléfono volvió a dar señal de batería baja y, sin mediar más intervalo, se desconectó. Hacía meses que me había prometido a mí mismo comprar una batería nueva pero aún no lo había hecho. Por experiencia sabía que si apagaba completamente el teléfono por unos minutos podía hacer una última y breve llamada cuando lo volviera a encender. Lo apagué. No podía estar seguro de si Miguel me había escuchado. Ahora me urgía llamar a la vecina del 5B, para pedirle que se quedara con Lenita hasta que yo llegara. Pero preferí esperar un poco más y estar seguro de que se recargaría al máximo la batería.

-5-
Después de hablar con Miguel me calmé un poco. Ya no me temblaban las piernas. A lo mejor el ladrón ni siquiera se fijaba que las llaves y los documentos estaban en la guantera. O, aunque se fijara, no intentaría acercarse al apartamento. Pudiera que no, aunque pudiera que sí, y esto era un asunto demasiado importante como para dejarlo a las probabilidades.

Se me ocurrió que alguna de las tiendas del aeropuerto pudiera vender baterías o cargadores de celular. Me levanté del suelo del estacionamiento, desde donde había llamado a Miguelito, y empecé a caminar de nuevo hacia la nave principal del aeropuerto. Al dar los primeros pasos y sentir el roce de las mejillas del culo, concluí que me había cagado más de lo que en un principio había imaginado. Me detuve para tocarme el fondillo del pantalón con la mano. Al detenerme me apercibí del olor. Hedía peor que la mierda, olía a pozo séptico. Seguí caminando, raspándome la mano a lo largo de la reja del estacionamiento. Pensé si no sería preferible agarrar un taxi y salir disparado hacia la casa, pero, después de reflexionar unos instantes, concluí que podía controlar la situación de forma más rápida por teléfono.

De esta vez ya no me costó tanto encontrar la salida del estacionamiento y la entrada al aeropuerto. Me estaba aprendiendo el camino. Pensé en Lenita y me volvieron a dar los cólicos. Ya estaba cagado de pies a cabeza, y en vez de frenar el paso para apretujarme el culo, aceleré en dirección a los baños. Volví a cagarme un poco más aunque ya tanto daba. Lo que quería ahora era llegar al baño. El olor sin duda me precedía porque la gente me abría el paso. No miraba a nadie aunque tenía plena consciencia de ser mirado con una mezcla de curiosidad y repugnancia. A medida que las rebasaba, las personas iban soltando exclamaciones. Me sentía como el maratonista que sabe, con muchísima anticipación, que va a ganar la medalla de oro. Solo que la gente se abría reverentemente y exclamaba aje, asco, qué olor a mierda. No había razón para estar nervioso, me decía. Y era verdad, los niños estaban bien, no la había, pero igual estaba cagado.

Al llegar al baño de caballeros me encontré con una pequeña valla amarilla, de plástico, cruzada frente a la puerta, cerrando el paso. “Limpiamos para usted”, algo así, decía un papel pegado a la vallita amarilla. Empujé la puerta de sopetón, llevándome sin querer la señalización por delante.
—Epa, usted, ey ey ey— me gritó una gordita con una mopa en la mano, muy segura de la jurisdicción en su feudo.
—Pssst, está cerrado. ¿Es ciego, o qué? ¿No ve?
Sin contestar, sin mirarla, sin cerrar la puerta del tabique individual tan siquiera, me bajé los pantalones y me rendí del todo. Primero me salieron unos pedos roncos, profundísimos, que hicieron vibrar la poseta. Después nada más se escuchó una poderosa, interminable, eyección a chorro contra el agua. La gordita se calló de pronto y se puso a aspaventarse las manos delante de la nariz, sin dejar de aproximarse, a miedo, con pasitos cortos. El alivio fue tan grande y tan súbito que me mareé y debí cerrar los ojos, por un momento. Se me bajó la tensión, creo. Por unos segundos se me fueron los tiempos. La gordita esperó a que volviera a abrir los ojos para preguntarme si me sentía bien.
—¿Se siente bien?— me preguntó de lejos, temerosa, medio escondida detrás del cabo del coleto. Solo entonces ella y yo nos fijamos en el estado de los interiores y los pantalones, enrollados alrededor de mis rodillas. Escurrían mierda. Ella dio un paso atrás tanteando el vacío con el brazo extendido, buscando el pomo de la puerta, como huyendo de un exhibicionista peligroso y perverso. La llamé, pero solo logré asustarla más aun. Así que se halló fuera de mi campo de visión soltó la escoba en el suelo, abrió la puerta y salió corriendo, despavorida.

Me quité los interiores y los pantalones y me acerqué hasta la puerta para cerrarla por dentro. El pomo no tenía pistillo pero logré trancarla insertando a la fuerza, por entre el marco, un manojo de papel higiénico. Tiré los interiores a la basura y me puse a restregar los pantalones en uno de los lavamanos. Comencé con cuidado, evitando mojarlos del todo, pero pronto concluí que la única forma de lavarlos sería sumergiéndolos completamente en el agua. Me quité la camisa, que acostumbro a usar por dentro. Los faldones también estaban cagados en varias partes. Me la saqué por la cabeza, sin desabotonarla, y la metí debajo del grifo de otro lavamanos. Estaba desnudo, pues. Evité mirarme en aquel espejo que tenía en frente y medía al menos unos cinco o seis metros de largo. Tocaron a la puerta.
—Busque otro baño, amigo— grité.
Tiré las medias a la basura y empecé a lavar los zapatos. Volvieron a tocar.
—Abra o llamamos a la policía.
—Este baño está cerrado.
—Abra o entramos a la fuerza- dijo otra voz.
—Vayan a mear a otro baño.

Pensé que, mientras tanto, ya se habría recargado el celular. Dejé la ropa en remojo, encendí el aparato y verifiqué que, efectivamente, ya tenía dos rayas más en el indicador de la batería. Busqué el papel donde había anotado el teléfono de la vecina del 5B pero no lo encontré en la cartera. Tampoco estaba en el bolsillo de la camisa. Lo encontré medio desecho en uno de los bolsillos del pantalón. Los números, borroneados de mierda y diluidos por el agua, estaban completamente ilegibles. Saqué la ropa de los lavamanos y la retorcí con todas mis fuerzas, exprimiéndola al máximo. Intenté vestirla así como estaba, mojada, pero ni las piernas ni los brazos me entraban. Iba a tener que colocarla bajo el secador eléctrico de las manos, cosa que me podía llevar más tiempo que del que disponía.

Seguían tocando a la puerta con insistencia. Volví a llamar a Miguelito. Cambié de ideas y llamé a mi hermano.
—Aló, ¿Manolo? soy Javier. Escucha.
—Dime.
—Tengo poca batería. Esto es muy importante. Escucha bien.
—¿Pasa algo?
—No, bueno, sí. Escucha.
—Dime.

Pero no alcancé a decirle ni una palabra más porque los de afuera terminaron de abrir la puerta del baño por la fuerza y, sin poder refrenar el impulso, me llevaron por delante en la embestida. Eran tres. A uno de ellos, al verme desnudo y medio cagado, se le quitaron las ganas de mear y volvió a salir. Los otros dos se levantaron del suelo y, aún antes de apercibirse de nada, asumieron una especie de posición de ataque con los codos cruzados delante de la cara. Intenté levantarme pero me dolía el costado. El teléfono había golpeado contra el suelo y estaba roto en varias partes. Intenté recoger las piezas y recomponerlo pero era imposible. Los meones desesperados bajaron los brazos, aunque me seguían mirando con bastante desconfianza.

—¿Eres marico o qué?— me preguntó uno, el más alto. Llevaba una especie de paletó reglamentario que le daba aspecto de empleado administrativo, funcionario de algo. Intenté pararme de nuevo pero otra vez sentí la punzada en el costado. En el mismo sitio donde, una semana atrás, me había golpeado contra el bidé del baño de mi casa.
—¡Levántese!— me ordenó. El tipo presumía que podía mandarme ya que tenía puesto paletó y yo estaba desnudo y cagado. Así estaría yo que a mí también me parecía normal que un patán de aquellos me pudiera dar órdenes. Obedecí y volví a intentar ponerme de pie.
Me quedé a medio camino, de rodillas.
—Te hice una pregunta, mariconcio— volvió a decir el meón alto.
—Déjalo—dijo el otro, el más bajito. Debiera ser un viajero, porque llevaba una pequeña maleta, con ruedas, de las que pueden cargarse dentro del avión.
—Oiga — dije, dirigiéndome al tipo de la maleta. Terminé de levantarme.
—Le parecerá un abuso pero le quiero pedir un favor.
El tipo retrocedió unos pasos mirándome con cara de espanto, como asombrado de que yo pudiera hablar.
—Présteme un pantalón y una camiseta de las suyas—dije, apuntando a la maleta.
Él continuó reculando, alejándose, mirándome con cara de no entender.
—Se la pagaré después, se lo garantizo. Déjeme su contacto y le haré llegar el dinero. Lo que usted me pida.
—No, no puedo, es decir, no tengo. No cargo ropa en la maleta.
Era mentira, por supuesto. Se le notaba a leguas en la cara que estaba mintiendo. Se me estaba haciendo tarde para llamar a mi hermano y pedirle que se acercara a la casa para verificar si todo estaba en orden. Evitaba pensar en los niños para que no me volviera la diarrea.
—Por favor—le dije yo.
—No… es decir, no…
—Que no tiene ropa ¿no escuchó?— gritó desde atrás el meón trajeado, el más alto.
—Por favor—volví a pedir yo.
Estaba dispuesto a arrodillarme pero en eso se abre la puerta del baño y vuelve a entrar la gordita de la limpieza. Se vino derecha a mí, extendiéndome unas ropas, con los brazos muy tiesos, mirándome derecho a los ojos.
—Tenga—dijo.
No le pregunté nada. Era un pantalón y una chaqueta caki, de tela gruesa, una especie de uniforme maoísta que usan los mecánicos y los electricistas venezolanos, la gente de mantenimiento. Me vestí ahí mismo las dos piezas, calcé los zapatos, agarré la cartera y salí corriendo. No llegué a darle las gracias a la gordita.


-6-
No tenía monedas ni tarjetas para poder usar un teléfono público. Entré en una librería y fui derecho al balcón. Un viejo y una señora hacían la cola para pagar. La señorona usaba lentes con cadenita dorada y tenía una revista de sucesos en la mano. Empezó a olisquear el aire tipo lontra de agua en celo y a mirarme por encima de los lentes. De arriba abajo, varias veces. Me miré a mí mismo. La ropa me quedaba demasiado pequeña. Las mangas de la chaqueta me quedaban por los codos y los pantalones, desabotonados debajo de la chaqueta, me daban por las pantorrillas. Ni el mecánico más borracho y desgraciado se atrevería a usar un uniforme así. Cuando la señorona présbica se apartó, abriéndome paso, el dueño de la tienda se fijó en mí. No terminó de atender al viejo. Lo apartó con una mano y se me dirigió, alzando la barbilla.
—¿Qué desea?
El viejo empezó a reírse, tapándose la nariz con dos dedos, tipo pinza de ropa. Pagué la tarjeta con un billete grande y pedí que me diera el vuelto en monedas.
—No tengo monedas— dijo el dependiente de la librería.
Pero después que me vi con la tarjeta en la mano, o me daba las monedas o sencillamente perdía el dinero. Terminó dándome las monedas.

El primer teléfono que probé no funcionaba. El segundo tampoco funcionaba. Al tercero le faltaba la bocina para poder hablar. En el piso de abajo encontré dos teléfonos que daban tono para discar pero no aceptaban la tarjeta ni las monedas. Viendo mi desesperación una jovencita me dijo que en el extremo opuesto del aeropuerto había un teléfono que funcionaba. Crucé el aeropuerto de una punta a la otra. Más de un kilómetro. En el piso de las llegadas, siempre hacinado de gente, las personas seguían apartándose a mi paso. Se me abrian tipo las aguas del profeta. Era imposible que fuera por el olor. Debiera de ser por otra cosa, talvez el aspecto. Al cabo de media hora, encontré un teléfono perdido en los sótanos del aeropuerto, en un área reservada al personal. Tomé la bocina y solo entonces, al momento de discar, me percaté que no me sabía ningún número de memoria. Dependía exclusivamente de la agenda del celular. No estaba muy seguro de acordarme del número de la casa, pero lo intenté. Miguelito atendió la llamada.

—Miguel, soy yo, papá.
—Aló, aló.
—¿Me escuchas? Soy yo. Papá.
—Aló, aló.
—Oye, no vayas a llorar. No cuelgues. ¿Aló?

Pero me colgó, medio balbuceante. Y me volvió a colgar las dos veces siguientes que logré discar, ya para entonces llorando a todo pulmón, a moco tendido. El teléfono se tragaba las monedas y yo escuchaba el niño diciendo “Aló, aló” entre sollozos, pero él no me escuchaba. Después de haber marcado varias veces se me olvidó el número. Así, de repente, se me borró el número de la mente. Marqué lo primero que me vino a la cabeza. Me atendió la voz de un tipo y me sentí invadido por el terror.
—¿Quién es usted?
—Aló, aló— me contestaron del otro lado de la línea.
—¿Qué número es éste? ¿Qué hace usted en mi casa?— Me daba cuenta de que estaba alterado pero se me hacía difícil pensar.
—Aló, aló.
—Póngame el niño al teléfono. EL-NI-ÑO-EL-NI-ÑO-EL-NI-ÑO.
—No le escuchan, hombre—me dijo una voz fuerte, abaritonada, detrás mío.
—¿Quién es usted?
—Ese teléfono lleva más de seis meses descompuesto, amigo. Usted escucha, pero del otro lado no oyen nada.

Con un gesto delicado me tomó la bocina de la mano y la volvió a colgar. Me di cuenta de que, por primera vez en muchas horas, alguien decía y hacía algo que tenía sentido. Si el teléfono no sirve se debe colgar.
—¿Se siente bien?
Era evidente que no me podía sentir muy bien. Bastaba mirarme. Para darse cuenta del aspecto, la presentación, el estado, olor.
—¿Qué le pasó?— preguntó.
La pregunta también tenía sentido. El mundo volvía a ser aquel sitio horrible pero normal que las personas, por encontrar familiar, agradecen a Dios. Pero no fue eso lo que dije. Dije que me habían robado el carro.
—¿Lo golpearon?— me preguntó entonces, señalándome la ropa con los ojos.
Me pareció que, en aras de la credibilidad, era mejor decir que sí, sí señor, efectivamente, me golpearon bastante. Eran tres. Armados, por supuesto. Me dieron una tanda de coñazos tan grande que me cagué todo, hermano. Es triste confesarlo, pero es la verdad.
—Ya veo— dijo, asintiendo repetidamente con la cabeza, como pensando.
—Dejé la ropa tirada en el baño de arriba y me consiguieron esta prestada. Dejé las llaves de la casa dentro del carro y tengo dos niños pequeños, solos en la casa y el teléfo…
—Ya veo.
—Y la dirección de la casa…— iba a seguir explicando yo, pero él me interrumpió.
—Te entiendo. Vente por aquí.

Empezó a caminar y yo le seguí. Se internó en unos pasillos solitarios, lúgubres, a pesar de que estaban intensamente iluminados. La mayor parte de las puertas estaban cerradas y no contenían ningún tipo de placa, letrero, identificación. Algunas pocas oficinas tenían las puertas abiertas y estaban aun más iluminadas que el pasillo por donde caminábamos, pero sin nadie que las habitara en su interior. Entre él y yo mantenía algunos pasos de distancia para no importunarlo con el olor. Al cabo de uno de aquellos pasillos se detuvo ante una puerta, sacó un llavero y la abrió. Me señaló un teléfono sobre la mesa de una secretaria. Sin darme cuenta volví a acordarme del número de la casa y llamé. La niña, mientras tanto, ya había regresado de casa de la vecina del 5B y estaba en el apartamento. Los dos estaban bien y de esta vez Miguelito no lloró.

—¿Tu tío no ha llegado?
—No.
—¿Y no llamó?
—No.
—Escucha, yo perdí mi celular. Mira a ver si el número de tu tío está en la libreta.
—Espérate— me dijo él.
La libreta estaba sobre la mesita del teléfono pero él prefería hacer una cosa a la vez y posar el teléfono para poder usar las dos manos en la consulta. Al cabo de unos minutos regresó al aparato y me dictó el número.
—El llavero de mamá está ahí sobre el aparador, creo. ¿Lo ves?
—Sí.
—Entonces vas a hacer lo siguiente. Esto que te voy a decir es importante. Pero no te pongas nervioso porque todo está bien. ¿Aló?
—Sí.
—Vas a cerrar la puerta con la llave. Le das tres vueltas y dejas la llave puesta.
—¿Puesta?
—Sí. Después de cerrar la puerta no quites la llave sino que la dejas puesta en la cerradura.
—Ah.
—Entonces ve, ahora.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Yo te espero aquí en el teléfono.
Regresó al cabo de unos segundos.
—¿Cerraste?
--Sí.
—Ahora escucha bien esto otro. No le abras la puerta a nadie. Y no dejes que tu hermana la abra tampoco. Aunque ella llore y patalee, no la dejes salir ni dejes que ella le abra la puerta a nadie. No llores, está todo bien, te lo aseguro. Pero tienes que hacer lo que te pedí. ¿OK? Deja de llorar y responde, hijo. ¿Entendiste todo?
—¿Nos van a secuestrar?
—No, por supuesto que no. ¡Qué tontería! No llores más, ya está bueno. Ahora ponme a Lenita al aparato.

A Lenita le expliqué lo mismo. Aunque Lenita era, y es, el retrato chapado de la mamá. Dice que sí a todo pero termina haciendo lo que le da la gana. Generalmente lo opuesto de lo que estás pensando. Y si piensas que ella hace lo opuesto, ella te sale con lo opuesto de lo opuesto de lo que estás pensando. En eso se parecen, la madre y la hija. Dóciles y previsibles.

Después de colgar me sentí más tranquilo y le agradecí el uso del teléfono. Le pedí disculpa por el abuso, le expliqué, pero necesitaba hacer una llamada más. Él, recostado al umbral de la puerta, inclinó la cabeza afirmativamente. Llamé a Manolo. No atendió la llamada. De pronto, sin aviso, me volvió a pegar un dolor abdominal que nada más me dio tiempo a decir ay antes de volver a cagarme. Era algo que podía más que yo. No valía la pena resistirme. Solté el teléfono sin colgarlo debidamente y me deslicé silla abajo. Terminé acurrucado bajo la secretaria, gimoteando algo y cagándome todo. Me acordé de un perro que tuvimos en casa de mis padres, era yo muy pequeño. Yo adoraba aquel perro, lo amaba. Pero el bendito perro era un cagón asustadizo que le tenía miedo a todo y a todos. Le temía a los gatos, lo asustaban las moscas, lo atemorizaban las gallinas, lo espantaban las cucarachas. Se la pasaba escondido, abrigado, oculto. Si alguien alzaba un poco más la voz, el pobre perro temblaba tanto que entraba en conmoción. Le tenía miedo a todo y a todos, menos a mí. Y para resarcirse de tanta humillación en la vida la agarraba conmigo. El coñito me atacaba con una saña loca, una ferocidad despropositada, desmedida. Se me abalanzaba encima por dame acá aquella paja, y me mordía. De cada vez que me mordía me llevaban al dispensario a ponerme la antirrábica, en una de prevención, por si las moscas. Me vacunaron no sé cuantas veces. Yo creía que tenía un perro cazador agresivo y valentón, una fiera salvaje, y le perdonaba todo. Hasta que un día Manolo me llamó la atención para la verdad, me abrió los ojos. Que aquél era un perro cobarde que la tenía agarrada conmigo. Nunca me había dado cuenta. Empecé a fijarme mejor y concluí que efectivamente, era la verdad. Hacía añales de eso. Ya ni me acordaba del nombre del perro.

-7-
Me tuvo que menear varias veces para que yo me pudiera despertar. Yo me daba cuenta, pensaba en los niños y estaba lúcido y todo, solo que no podía despertarme. Él intentaba ponerme de pie, me daba cachetadas en la cara, me echaba agua en la cabeza y yo me percataba de todos los esfuerzos que hacía y en el fondo se lo agradecía, pero no podía despertarme. Pero lo dejaba hacer como si estuviera asistiendo a una película. A partir de ese momento nuestras relaciones se pusieron raras. A veces le daba la razón a Manolo; otras veces creía que eran los celos. Varios, de Manolo hacia mí, míos hacia Manolo, del perro hacia los dos. El perro, al verse ignorado por mí, o, por lo menos, al leer mis sospechas, tampoco sabía ya como actuar. Dejó de atacarme y empezó a mostrarse menos receloso, cosa que invalidaba la observación inicial de Manolo y colocaba la cuestión en el punto de partida.
—¿Qué hora es?
—Las siete.
Me pareció increíblemente tarde. Pero cuando él añadió “de la mañana”, me pareció casi imposible.
Encima de la secretaria estaba una jarra con jugo de naranja, dos vasos y dos tazas de café.
—Tómate algo— me dijo.
—Gracias, pero debo irme.
—Estás deshidratado, mano. Anda. Tómate algo.
Acabé tomándome aquel litro de jugo antes de irme. Tampoco le di las gracias porque pensaba volver y agradecérselo como es debido. Ni pregunté por el camino de salida. Me metí por los pasillos y empecé a caminar. Y el perro dejó de ser receloso a partir del momento en que se le reconoció lo cobarde. Como un acto del habla al revés, una imposición invertida. Me perdí. Imponiendo la evidencia se le revelaba una cara oculta. De pronto me encontré en el pasillo principal de las llegadas, una faceta igual de verdadera. Y allá, en todo el medio del pasillo, estaba Lena.

No podía ser, claro. Lena había partido el día anterior y a esa hora ya debiera estar en Lisboa. Me acerqué. Ella también me vio y puso una cara de asombro más grande que la mía. No dejó de señalarme las ropas ni por un momento a medida que fui acercándome. Le daba risa verme vestido así, estaba fácil de ver, pero así que llegué cerca se me abalanzó encima llorando.
—¿Qué te pasó?
—Me sentí mal con las pastillas del colesterol— le expliqué. ¿Y a ti, qué te pasó?
—Creo que me tomaron por traficante de droga y no me dejaron viajar.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Y tú?
—También.
Ahora venía la pregunta de los niños. Desde que me había despertado estaba evitando pensar en los niños, pensar mucho, porque sabía que me iba a volver a cagar. Ella iba a hacer la pregunta en ese momento, en el momento en que llegó Manolo.
También puso aquella cara de espanto, claro, no era para menos.
—Cómo… Pero…¿Qué coño hacen ustedes dos aquí?
Le explicamos. Y él nos contó que había dejado a los niños durmiendo en la casa. Que, desde el momento que lo llamé, diciendo que pasaba algo, había pasado todo el día buscándome.
—Vámonos, entonces—dije yo, apresurándolos.
Todavía no quería contar nada que me habían robado el carro junto con los documentos y las llaves.
—No me siento bien para manejar—dije. Mañana bajo a buscar el carro.
—Yo lo llevo—se ofreció Lena.
—Déjalo. Vamos en el carro de Manolo. Mañana lo buscamos.
Era sábado y no había cola subiendo hacia Caracas. Así que llegamos Lena se abalanzó sobre Miguelito y yo sobre la pequeña. Ella refunfuñaba de la nariz, respingaba, tosía, quejándose del olor, pero yo no la largaba.

Después del baño con agua fría, me senté en la mesa de la cocina, llamé a Lena y a Manolo y con una taza de Fama de América bien caliente, les conté la historia del carro con documentos y llaves. Ahí mismo llamamos a un cerrajero para cambiar la combinación de la puerta y de la reja. Lena llamó a Rafael y le contó de mi diarrea. Él le dijo no sé qué, que rebaje, pero nunca más interpreté el valor o la falta de temeridad de la misma forma. Le pregunté a Manolo si se acordaba de un perro con estas y aquellas características. No mencioné que fuera particularmente cagón o que le diera para lo agresivo conmigo. Lo describí más o menos como era, bajito, de pelo corto, blanco, con manchas marrones.
—No, hijo—. Manolo me dice “hijo” a menudo, porque es un pelo mayor que yo.—Nunca tuvimos perro. Bueno, sí. Uno, una vez. Cuidamos de uno de un amigo de papá. Por muy poco tiempo. Y no era nada así. Era todo negro.

Manolo ya no tenía por quué quedarse en el apartamento pero, como había pedido permiso en el hospital, quiso pasar con nosotros unos días más. Nunca tuvo hijos. Y siente esa debilidad especial por los niños, por los sobrinos. Natural. Lena y yo queríamos dar el asunto por concluido pero Manolo no se cansaba de pedirnos que le contáramos la historia una y otra vez. Bueno, las historias, porque la de Lena no tenía nada que ver con la mía. La de Lena era la clásica historia antidrogas. Un interrogatorio, solo que, en este caso, no condujo a nada. Ya la mía era una vulgar historia de mierda. Hasta que se le ocurrió que pudieran estar relacionadas.
—Relacionadas ¿cómo?
—Bueno. Muy sencillo. El tipo que te ayudó a ti y te llevó para su oficina era el mismo que interrogaba a Lena, en una habitación al lado. Que te robaran el carro tampoco fue casualidad. Y por ahí se soltó con su imaginación desbordante. Con razón decía, de joven, que quería ser director de cine.
—Olvídate.
—¿“Olvídate” por qué?
—¿Te acuerdas del perro blanco y marrón?
—No joda, mijo. Y dale que dale con el perro marrón. ¿Qué coño tiene que ver el perro con esto?
—Si no te acuerdas del perro (y para mí fue tan importante) ¿cómo coño vas a entender esta historia?
Él me miró con cara de tenerme lástima y se fue a platicar estupideces con Lena.

La sucursal abrió en la fecha indicada y fue un éxito. Hasta yo brindé con champaña y me pasé de la cuenta. A veces es bueno que tus subalternos te vean con un poco de debilidad. Sirve para estrechar los lazos del calor humano. El carro nunca volvió a aparecer. El italiano, con el que nunca llegué a reunirme, murió unos días después de la inauguración, de infarto. Me enteré mucho después, un día que me encontré al ingeniero Di Lorenzo en el edificio principal de la sede.
—Coño, no puede ser— le dije, haciendo un esfuerzo para que no se me notara el temblor en las piernas. Por alguna razón que ni yo mismo entendía se me hacía difícil concebir la muerte de aquel hombre.
—Pensé que lo sabías—me dijo Jorge.
—No, no lo sabía.
—Andas siempre tan volado que nunca te enteras de nada.
Yo sabía por qué me estaba diciendo aquello. Pero era otra historia.