“Nosotros tenemos cosas muy bonitas en Venezuela”, empecé yo a explicarle a una amiga mía, americana. Por ejemplo las piñatas. Las piñatas son una salvajería indescriptible que traumatiza a los niños de forma indeleble para siempre.
Aunque nunca me había dado cuenta hasta que empecé a explicarle las piñatas a esta amiga mía, americana. Bueno, es americana pero araña el español ahí más o menos. Nació en Pittsburgh, creció en Hong Kong, habla mandarín perfecto y vive en Nueva Zelanda. Hola Caitlin si estás leyendo esto.
Caitlin, le dije (se llama Caitlin). tú lo que tienes es una piñata en la cabeza. ¿Pinata? ¿Qué ser pinata? Piñata con eñe. No puede ser que no sepas lo que es una piñata, le digo. No saber. Yo explicar a ti, hija.
Y bueno, empecé a contarle como era una piñata. Primero la cosa propiamente dicha, el meollo ontológico del ser en sí. La piñata ser un monigote de cartón con caramelos y juguetes adentro. Los niños se turnan para caerle a palos, el muñeco se rompe y vualá. Ya entender, me dijo ella muy presta y muy lista, lo vi en una película. No, espérate, tú no entender todavía. Seguro que la película que viste era mejicana. No es lo mismo. Porque, aparte el muñeco, la piñata es una de nuestras instituciones culturales más estimadas. Y entonces le empecé a explicar todo el proceso.
Primero empecé aclarándole que los edificios y las casas en Venezuela no tienen número. Bueno, sí tienen, pero nadie lo usa, ni el propio propietario del inmueble se lo sabe. Tenemos una relación muy especial con las casas y por eso les ponemos nombres. ¿Nombres, como a las personas? Exactamente. Una casa se puede llamar María Rosa, por ejemplo, no tiene nada de extraordinario. Aunque por lo general los nombres son un poquito más elaborados. Yo viví por un tiempo en una casa llamada Laucarce, ahí tienes. El dueño original de la casa tenía dos hijas. La mayor se llamaba Laura. La menor se llamaba Carce porque el papá se llamaba Carlos y la mamá Cecilia, ¿me sigues? Por la cara que puso me di cuenta que no me seguía. Te explico. Usamos nombres compuestos. Antes de que Leibniz se inventara la lengua atómico silábica de que hablan Borges y Umberto Eco, ya nosotros usábamos esa vaina hace siglos en Venezuela. Como el nombre del niño está formado con mitad del nombre de la mamá y la otra mitad del papá, y como los nombres de los padres fueron compuestos según la misma regla a partir de los onomásticos de los abuelos, a veces escuchando un nombre puedes rastrear una genealogía completa hasta el siglo diecisiete. ¿De verdad? Ah, pues.
Y lo mismo sucede con los nombres de los edificios y las casas. ¿No ser confuso? A veces ser, pero he ahí donde quiero llegar. Que para que no te pierdas entre tantos nombres tipo Licardale II o Mi Ternanda, la gente pone globos de colores a la entrada del edificio como los judíos del antiguo testamento ponían sangre de cordero en los umbrales de las puertas. Para que la ira de Dios o la borrachera de los invitados no les destruya las casas. ¿De verdad? Te lo digo, chama. Claro que si cae a un sábado y la urbanización es grande, habrá más de una piñata en curso y te puedes equivocar. ¿Suceder a ti? Uf, veces sin cuenta, amiguita. Ese tipo de cosas sucede todo el tiempo en Venezuela, por eso somos un país tan especial. ¿Y entonces? Nada. Te metes de coleado en la fiesta equivocada y no pasa nada. Para cuando te das cuenta de la boutade ya el niño y tú hicieron tantas amistades que no te vas del bonche ni por el carajo. Además, para el niño le da lo mismo, porque todos los cumpleaños más o menos se parecen. Perros calientes y bombas. Whisky y parrilla para los papás. Aquí hago una pausa porque cuando hablo en inglés me canso mucho.
¿Y las mamás? Ahí voy (estas sajonas siempre tan gymno sensibles, dios mio). No te me adelantes, chica. Las mamás desempeñan un papel especialísimo en estas fiestas cuando llega la hora de reventar la piñata. Son ellas las que van a buscar al niño que anda por ahí perdido jugando a golpes de estado, o a la niña que desfila en el borde de la piscina practicando miss Venezuela. La mamá atrapa a su niño, pues, lo atenaza, más o menos lo inmoviliza y lo arenga. ¿Arenga?
Sí chica, lo acicatea, lo azuza, así: “Van a reventar la piñata. Así que no te me quedes atrás de pendejito, ok? Ponte al frente y no te dejes joder, mijo, defiéndete. Cuando le revienten la panza a Bar Sinson te tiras de cabeza y agarras para ti y para tu hermana, me entendiste? Si te dan codazos tú les tiras también. Si te agarran de las piernas le das su patada, te me defiendes, ¿OK?”. El niño escucha a la mamá con la mirada perdida en el horizonte tipo campeón mosca antes de salir al ring. “No te quiero ver llorando, OK? Tú no eres ninguna niña. ¿Eres niñita?” No, responde el mocoso con los ojos vidriados por el sentido de misión. “¿Quieres que te digan arepita?” No, dice el pequeño con aquella determinación en la cara. “Ok, dale, vete para allá y destrózalos”. El niño sale disparado como un mastín. Fuas. “Mira, espérate. No le vayas a pegar a nadie, solo te me defiendes”.
El problema es que hay más de treinta niños que fueron instados a defenderse unos de otros por sus mamás, muchos de ellos despertados a bofetón limpio para que se les quitara el amodorramiento y la hiperglicemia que da la Pepsi. Cuando se llegan al pie de la piñata colgante están listos para arrancarse las tripas con los dientes unos a otros. De no intervenir los papás se comerían vivos. Pero he aquí que aparecen los padres venezolanos para apaciguar el redil con su proverbial bonomía de machos etilizados. Tranquilos, tranquilos, ya va. No es de extrañar que en uno de los países más violentos del mundo la exhortación a la tranquilidad se haya convertido en una muletilla del lenguaje. "Tranquilos" quiere decir “ya va” o “espera”.
Como te estaba diciendo, viene el papá de la cumpleañera y dice "Tranquilos muérganos, tranquilos", agarrando el mecate de la piñata porque es su prerrogativa. Ésta es la parte en que los padres participan con tiempo de calidad. Todos quieren agarrar la soguita y jalar del mecate, porque se divierten mucho.
“Me tengo que ir”, me dice la Caitlin. “¿Cómo? ¿Por qué?" le pregunto yo. “Porque ya son las cinco”, me responde ella con toda la naturalidad del mundo. “Pero ahora viene la parte más divertida, chica”. “Sí, puede ser, pero ya son las cinco”. Y se va...
Aunque nunca me había dado cuenta hasta que empecé a explicarle las piñatas a esta amiga mía, americana. Bueno, es americana pero araña el español ahí más o menos. Nació en Pittsburgh, creció en Hong Kong, habla mandarín perfecto y vive en Nueva Zelanda. Hola Caitlin si estás leyendo esto.
Caitlin, le dije (se llama Caitlin). tú lo que tienes es una piñata en la cabeza. ¿Pinata? ¿Qué ser pinata? Piñata con eñe. No puede ser que no sepas lo que es una piñata, le digo. No saber. Yo explicar a ti, hija.
Y bueno, empecé a contarle como era una piñata. Primero la cosa propiamente dicha, el meollo ontológico del ser en sí. La piñata ser un monigote de cartón con caramelos y juguetes adentro. Los niños se turnan para caerle a palos, el muñeco se rompe y vualá. Ya entender, me dijo ella muy presta y muy lista, lo vi en una película. No, espérate, tú no entender todavía. Seguro que la película que viste era mejicana. No es lo mismo. Porque, aparte el muñeco, la piñata es una de nuestras instituciones culturales más estimadas. Y entonces le empecé a explicar todo el proceso.
Primero empecé aclarándole que los edificios y las casas en Venezuela no tienen número. Bueno, sí tienen, pero nadie lo usa, ni el propio propietario del inmueble se lo sabe. Tenemos una relación muy especial con las casas y por eso les ponemos nombres. ¿Nombres, como a las personas? Exactamente. Una casa se puede llamar María Rosa, por ejemplo, no tiene nada de extraordinario. Aunque por lo general los nombres son un poquito más elaborados. Yo viví por un tiempo en una casa llamada Laucarce, ahí tienes. El dueño original de la casa tenía dos hijas. La mayor se llamaba Laura. La menor se llamaba Carce porque el papá se llamaba Carlos y la mamá Cecilia, ¿me sigues? Por la cara que puso me di cuenta que no me seguía. Te explico. Usamos nombres compuestos. Antes de que Leibniz se inventara la lengua atómico silábica de que hablan Borges y Umberto Eco, ya nosotros usábamos esa vaina hace siglos en Venezuela. Como el nombre del niño está formado con mitad del nombre de la mamá y la otra mitad del papá, y como los nombres de los padres fueron compuestos según la misma regla a partir de los onomásticos de los abuelos, a veces escuchando un nombre puedes rastrear una genealogía completa hasta el siglo diecisiete. ¿De verdad? Ah, pues.
Y lo mismo sucede con los nombres de los edificios y las casas. ¿No ser confuso? A veces ser, pero he ahí donde quiero llegar. Que para que no te pierdas entre tantos nombres tipo Licardale II o Mi Ternanda, la gente pone globos de colores a la entrada del edificio como los judíos del antiguo testamento ponían sangre de cordero en los umbrales de las puertas. Para que la ira de Dios o la borrachera de los invitados no les destruya las casas. ¿De verdad? Te lo digo, chama. Claro que si cae a un sábado y la urbanización es grande, habrá más de una piñata en curso y te puedes equivocar. ¿Suceder a ti? Uf, veces sin cuenta, amiguita. Ese tipo de cosas sucede todo el tiempo en Venezuela, por eso somos un país tan especial. ¿Y entonces? Nada. Te metes de coleado en la fiesta equivocada y no pasa nada. Para cuando te das cuenta de la boutade ya el niño y tú hicieron tantas amistades que no te vas del bonche ni por el carajo. Además, para el niño le da lo mismo, porque todos los cumpleaños más o menos se parecen. Perros calientes y bombas. Whisky y parrilla para los papás. Aquí hago una pausa porque cuando hablo en inglés me canso mucho.
¿Y las mamás? Ahí voy (estas sajonas siempre tan gymno sensibles, dios mio). No te me adelantes, chica. Las mamás desempeñan un papel especialísimo en estas fiestas cuando llega la hora de reventar la piñata. Son ellas las que van a buscar al niño que anda por ahí perdido jugando a golpes de estado, o a la niña que desfila en el borde de la piscina practicando miss Venezuela. La mamá atrapa a su niño, pues, lo atenaza, más o menos lo inmoviliza y lo arenga. ¿Arenga?
Sí chica, lo acicatea, lo azuza, así: “Van a reventar la piñata. Así que no te me quedes atrás de pendejito, ok? Ponte al frente y no te dejes joder, mijo, defiéndete. Cuando le revienten la panza a Bar Sinson te tiras de cabeza y agarras para ti y para tu hermana, me entendiste? Si te dan codazos tú les tiras también. Si te agarran de las piernas le das su patada, te me defiendes, ¿OK?”. El niño escucha a la mamá con la mirada perdida en el horizonte tipo campeón mosca antes de salir al ring. “No te quiero ver llorando, OK? Tú no eres ninguna niña. ¿Eres niñita?” No, responde el mocoso con los ojos vidriados por el sentido de misión. “¿Quieres que te digan arepita?” No, dice el pequeño con aquella determinación en la cara. “Ok, dale, vete para allá y destrózalos”. El niño sale disparado como un mastín. Fuas. “Mira, espérate. No le vayas a pegar a nadie, solo te me defiendes”.
El problema es que hay más de treinta niños que fueron instados a defenderse unos de otros por sus mamás, muchos de ellos despertados a bofetón limpio para que se les quitara el amodorramiento y la hiperglicemia que da la Pepsi. Cuando se llegan al pie de la piñata colgante están listos para arrancarse las tripas con los dientes unos a otros. De no intervenir los papás se comerían vivos. Pero he aquí que aparecen los padres venezolanos para apaciguar el redil con su proverbial bonomía de machos etilizados. Tranquilos, tranquilos, ya va. No es de extrañar que en uno de los países más violentos del mundo la exhortación a la tranquilidad se haya convertido en una muletilla del lenguaje. "Tranquilos" quiere decir “ya va” o “espera”.
Como te estaba diciendo, viene el papá de la cumpleañera y dice "Tranquilos muérganos, tranquilos", agarrando el mecate de la piñata porque es su prerrogativa. Ésta es la parte en que los padres participan con tiempo de calidad. Todos quieren agarrar la soguita y jalar del mecate, porque se divierten mucho.
“Me tengo que ir”, me dice la Caitlin. “¿Cómo? ¿Por qué?" le pregunto yo. “Porque ya son las cinco”, me responde ella con toda la naturalidad del mundo. “Pero ahora viene la parte más divertida, chica”. “Sí, puede ser, pero ya son las cinco”. Y se va...
3 comentarios:
Hola Madeleine,
Aqui dice que "el autor ha eliminado esta entrada". Este blogger está más loco que una cabra. Yo no eliminé nada! Lo cierto es que no puedo leer tu comentario.
Te lo copio textual...
"Que buena esta vaina, nunca me había reido tanto leyendo un blog, todavía me estoy secando las lágrimas. Soy Venezolana,tengo una niña pequeña y he vivido afuera del pais en varias ocasiones, asi que la escena en donde tratas de explicarle nuestra cultura de piñatas a una americana, me ha parecido buenisima, sé lo divertido que puede ser escucharse uno mismo cuando describimos nuestra cultura, voy a seguir escudriñando tu blog. Saludos!"
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