domingo, 1 de noviembre de 2009

El primo del mono, en donde se demuestra la inexistencia de Dios, 2


Un tercer grupo de argumentos concluye en la existencia de Dios a partir de la falibilidad e “incomplitud” del conocimiento humano. Por supuesto que todos estos argumentos son cosas muy serias que tienen nombres en Latín. Las palabrotas que se le escaparon a San Agustín las raspó Santo Tomás de Aquino. Pero viene siendo algo así como llamar ácido acetilsalicílico a la aspirina o referirse a la cebolla por su nombre científico. A mi perro caliente no me le pongas tanto allium cepa vulgaris, mi panita, porfa.

Para esta familia de argumentos, Dios viene siendo como la piedra armilar que aguanta la magnífica (pero frágil) catedral de nuestro conocimiento. Es uno de esos silogismos rigurosos, límpidos, infalibles, como que dos más dos son cuatro: “Hay cosas que no podemos explicar. Luego, Dios existe”. Quod est demostratum. ¡No jodum, chicus! Seré yo que soy burro, pero aquí me está fallando algo.

Hablando de evidencias palmarias, hay recursos más sofisticados. Godel demostró, efectivamente, que dos más dos no son cuatro. Que no hay forma lógica de llegar a demostrarlo. Nunca. Jamás. ¿Luego? Dios existe.

Es cierto que la cosa a veces se pone más complicada, tipo: “No podemos explicar el Big Bang. Eso no demuestra la existencia de Dios, es cierto, concedido. Pero el hecho de que Dios lo pueda hacer, sí. Ergum, Dios existe”. Confieso que cuando escucho este tipo de cosas la cabeza me da vueltas y me siento burro con bolas. No me da el ancho de banda, no llego.

Admito que el mundo es una vaina arreichísima. Bendito el que no se haya dado cuenta porque de los simples será el reino de los cielos. El mundo, y el cosmos que tiene adentro, son complejos, extraños, fascinantes. Está lleno de misterios y nos plantea mil enigmas. Hemos formulado algunas respuestas, pocas, fragmentadas, incompletas en muchos casos. Es lo que hay, lo que tenemos. Y no veo porqué este primo del mono se sienta con derecho a penetrar en la omnisciencia prístina donde se formulan los designios de Dios.