viernes, 9 de octubre de 2015

Los adecos de ayer. Los chavistas de hoy. Los venezolanos de mañana.

John Stuart Mill es uno de mis poquísimos héroes. Alejandro, Bonaparte, Bolívar o tantos otros, estaban carcomidos por la ambición de poder y aniquilaron, sin contemplación, en nombre de ideales que justificaban la voracidad de sus egos, miles o millones de vidas a su paso. Pero pensadores y poetas son otra cosa.

 

Algunos investigadores han tratado de determinar cuáles fueron las personalidades más inteligentes de la Historia. Y destacan, Leonardo, Goethe y Mill con coeficientes de inteligencia superiores a 200. El promedio es 100. Cuando era jovencito me ponía a hacerme tests de inteligencia para mí mismo, diversión tipo crucigrama. Era como hacerme la paja, solo que más secreto y vergonzoso. Y mi orgasmo consistía en constatar que tenía entre 125 y 130. Algo que me parecía sublime en mi inocencia y que hoy día considero absolutamente pueril y casi malsano. No solo porque existen calidades humanas mucho más importantes que el C.I. (como la humildad, el respeto, la tolerancia, la educación, la capacidad de amar y de hacerse amado, y un millón de cosas más) sino porque existen millones de personas en el mundo con 130 y son campesinos o taxistas, muchos de ellos, personas buenas.

 

Pero tener más de 200 es harina de otro costal. Mill empezó a aprender griego a los tres años de edad. Entre los ocho y los diez, se conocía el grueso de los clásicos griegos y latinos, y cuándo por fin tuvo la destreza de manos necesaria, aprendió a amarrarse las trenzas de los zapatos. Fue protagonista de una de las historias de amor más bonitas de todos los tiempos, a la que dediqué una vez un cuento que está enterrado, en alguna parte, en este blog.

 

Es conocido sobre todo por sus aportaciones a una rama de la economía, el utilitarismo, teoría de la utilidad marginal, etc. Pero su gran contribución radica en sus ensayos políticos. Por ejemplo “On Liberty” y “Considerations on Representative Government”.

 

¿Porqué mi voto, el de una persona que habla cinco o seis idiomas, que he pasado la mayor parte de mi vida estudiando a Platón, Séneca, Cícero, San Agustin y Santo Tomás, Hobbes, Locke, Rousseau, Hume, Voltaire, Tocqueville y paremos de contar; ¿porqué mi voto vale lo mismo que el de un minero inglés cuya única “pensamiento” se lleva a cabo con chistes procaces alrededor de dos o tres “pints” de cerveza?  ¿Mi opinión vale lo mismo que la de él? ¿No estamos cometiendo un error?

 

Valga recalcar que esta nunca fue una cuestión que se colocó abiertamente Mills en su obra, o no en tan sinceros términos como los colocó Platón en “La República”, por ejemplo. Pero es un leit motif subyacente a toda la obra de los grandes pensadores políticos, desde Marco Aurelio hasta Anna Harendt. Es un dilema moral y un conundrum lógico y ético. Es incuestionable que cada ser humano tiene derecho a tomar las riendas de su vida, a decidir cómo quiere vivir y por quién debe votar; votar por quién mejor crea que puede representar sus intereses. Pero no deja de ser igualmente cierto que la inmensa masa votante no tiene la más rudimentaria formación política, no conoce la Historia, sus grandes aciertos y sus grandes errores, desconoce el origen y función de las instituciones, su evolución y razón de ser, empezando por este ejemplo mismo: por el origen y evolución del voto democrático, universal y secreto. El grueso de la masa electoral, la que decide en última instancia, el resultado de un proceso electoral, vota de forma desinformada, sin la debida educación y conocimiento de causa. Vota de forma manipulada.  Y la forma de hacerlo es mediante un proselitismo populista, colocándose a su nivel y hablando su mismo lenguaje. Un lenguaje extremamente pobre construido sobre la base de las emociones más vulgares, apelando, por ejemplo a sus sentimientos y emociones, en el mejor de los casos; apelando al resentimiento y al odio, en los peores, como ha sucedido en Venezuela.

 

Es un dilema moral al que se enfrenta la democracia occidental, desde el Reino Unido a Polonia o Japón. Los régimen comunistas (en el cuál cada vez más se enmarca el nuestro) e islamistas no tienen ese problema. Es parte de los muchos dilemas morales, las imperfecciones inherentes a la democracia, que no es perfecta.

 

A veces me digo (en la intimidad más recóndita de mi mismo, que no confieso a nadie) que debiéramos instituir un super hiper mega plan becario Ayacucho. La Superultra Ayacucho: todos los venezolanos debieran pasar un año en el exterior, en un país civilizado, “normal”. Aprender a decir “buenos días”, a respetar un semáforo y una cola, tener una hora para sacar la basura a la calle y constatar las avenidas pulcramente limpias en la mañana; aprender que el autobús llega a las 12:17, así haga sol o lluvia, y no “más o menos a las doce y cuarto”, o “entre las doce y las doce y media” o “cuándo llegue” que es lo normal; países en los que no se debe pedir ni implorar para solicitar un servicio público, y mucho menos “pasar algo bajo cuerda”; países en las que pedir la identificación (“!CEDULA!” como todo cajero nos vocifera aquí cuál mastín) o tomarte “las huellas” es considerada una agresión a la privacidad.

 

Gran parte de nuestros compatriotas venezolanos, humildes pero buenos de corazón y honorables, han sido manipulados por un discurso, un zumbido permanente, un tinitus doloroso, de instigación al resentimiento y al odio, haciéndoles creer que la superación de la pobreza y la desigualdad pasa por el camino de la intransigencia y el odio. Es nuestra obligación demostrarles que eso no es cierto. Pero de cierta forma estamos claudicando de nuestro deber, de nuestra responsabilidad.

 

Las masas, precisamente porque son amorfas, son volubles. Los adecos de ayer son los chavistas de hoy y serán los demócratas de mañana. Y para eso no valen artículos, entrevistas, opiniones, comunicados, ruedas de prensa. Necesitamos líderes. Con capacidad de trabajo, resonancia, poder de penetración. Que no sean tibios, difíciles de entender en su posicionamiento, que no sean ni sí ni sopa. Que sean consecuentes. Que no desempeñen cargos con prebendas, guarda espaldas y chóferes. Dispuestos a dar la cara y que los metan presos. Dispuestos a luchar hasta el final con ideales e idearios claros, intransigentes, si lo deben ser. El que no esté dispuesto (por mil razones aceptables y dignas de empatía) que reconsidere su carrera política y que se dedique a otra cosa. A nosotros, los venezolanos anónimos que no tenemos afiliación política ni participamos de ruedas de prensa, a los venezolanos de a pie, se nos está agotando toda ilusión y toda esperanza. O nuestros líderes de oposición van a hacer algo, o que no hagan más nada. Declárense incapaces (porque están amordazados, amenazados, etc., no importa). Qué hagan algo o se vayan. Porque nos hacen un favor dejando el camino libre a quién está dispuesto a hacerlo.

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