sábado, 10 de octubre de 2015

Clarita

Esta criatura preciosa vino a vivir conmigo cuando tenía tres semanas, un mes. Era una labradora, dormilona y dulce, que a duras penas lograba verte porque no enfocaba bien los ojos. Por supuesto que dormimos abrazados los primeros días. Y la perdoné, esos primeros tiempos. Y los segundos. Pero a los terceros ya no pude aguantar más que me cagara y meara más en la alfombra, el sofá, la cobija verde, la almohada. Los sítios que ésta negrita prefería, porque eran los más suaves, los más cuchis, los más tiernos, dónde se sentía más confortable y a gusto para "relajarse". No, Clarita. !NO NO NO NO! !Pero no hubo manera! La encerré en una terraza grande, con bastante espacio, para que escogiera un sítio. Y lo hizo. Pero a los dos meses se había vuelto un toro, comía casi un kilo de perrarina por día. Estaba gordísima y fuerte. Te saltaba encima, te mordía, te arrancaba los zapatos y todo lo que tocaba lo destruía. Como una biblioteca completa de Sociología de la Familia, Sexualidad y Desigualdad de Género (oops, primícia para ti, querida, peldón).

Ya tenía varias heridas en las manos y en los pies, porque la condenadita quería jugar, pero lo único que tenía para aprehender, utilizar y expresarse, era la boca, y terminaba mordiéndome por todas partes. Las veces que la llevé al parque canino, me cagó en el carro. Las veces que la saqué a pasear en la calle, terminaba soltándose y se me perdía. !Claritaaaa! (Perra coño de tu madreeee, que te va a tropellar un carroooo).

La semana pasada, después de muchos paqueticos de galletas malgastados en el "refuerzo positivo", decidí dedicarme casi exclusivamente a ella. Ya tenía cinco meses. La había intentado meter a la casa algunas veces, pero cada vez que lo hacía me destrozaba los zapatos, los pantalones, las almohadas. De esta vez, me propuse, la iba a enseñar a lo antiguo. Con un buen par de coñazos y de jalones de orejas. Es verdad que me producía sentimientos encontrados, maltrato animal coño, esas guevonadas. !Pero Eureka! Entendió que no podía saltarme encima, ni morderme, ni subirse al sofá. Progreso al fin.

Tuvimos un par de días perfectos. Entendió que debía dormirse en el piso a mi lado (aunque me despertaba a las cinco de la mañana, lamiéndome la cara). Nos sentábamos en la escalera, mirando hacia la calle; ella intentando pararse las orejitas cada vez que pasaba un niño o un perro en la calle. Debatiéndose entre la tentación de bajar las escaleras o la de permanecer a mi lado.

Y en el ínterin, mientras pasaba uno u otro, se recostaba de mí, se pegaba a mí. Apoyaba su cabecita en mis piernas, y luchaba contra todas las tentaciones de su alma, que le ordenaban morderme las manos y los pies, pero se resistía. El primer día fue muy bonito, muy romántico. El segundo día no me tocó con la boca, ni me saltó, y dejé que me lamiera la cara todo lo que quisiera. (Me bañé meticulosamente antes de que llegara Mary Carmen). Ése día no comió. Al segundo día le puse caldo de pollo y atún, sus manjares favoritos, pero tampoco comió. El tercer día vino el veterinario. En tres días se puso flaca, piel y hueso. El cuarto día murió. La había visto un par de horas antes, debajo de la batea, en el otro extremo de la terraza.  Tenía las orejitas tan alicaídas que parecía que le iban a caer al suelo. Y una mirada indescriptiblemente triste. La acaricié, pero no se movió.

Dos horas después el plomero la encontró muerta, pegada a la puerta que comunica la terraza con la casa; el sítio dónde acostumbraba a acostarse, el más cercano para poder escucharme. Dos o tres horas después se desató un aguacero torrencial y escuché un trueno increíblemente cercano en la terraza. Me asomé, casi a miedo. Bajo el peso el água, una gran rama de un árbol del jardín, se había partido, desgajado y desparramado sobre la terraza dónde había vivido Clarita. De haber estado viva hubiera podido salir herida, o se hubiera asustado terriblemente. Pero ya no estaba. El día que hice las paces con Clarita, se murió. O hizo las paces conmigo porque se iba a morir. No lo sé. Era un bebé.

Esperé una vida hasta animarme definitivamente a tener un perro. Llevé 10 o 20 años para decidir qué raza de perro me gustaba. En Nueva Zelanda vivi en una casa con sopotocientos mil metros de huerto, jardín y floresta y con tres casotas para perros disponibles para recibir a la mascota. Visité media docena de refúgios, otra media docena de tiendas de animales, y no me atrevía a adoptar uno. No por miedo de escoger el animalito errado, sino por terror a hacer el compromiso emocional cierto, el de menos daño. Hasta que, sabiéndome los días contados, me dije que era hora. Mary Carmen y yo nos enamoramos a primera vista de Clarita. No preguntamos raza, estado, condiciones, ni precio. La agarramos y no la soltamos más, cuidando de que nadie más la tocara.

Debiera estar acostumbrado a esta clase de coñazos y pérdidas, de golpes absurdos del destino. Pero no lo estoy. Y me parece que no lo estaré nunca. No solo perdí a mi perrita. Mierda. Perdí la ilusión de querer tener a una, la que esperé por 20 o 30 años. Y no quiero tener otra. Era ella. Cagona y meona. Y se acabó.

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