sábado, 17 de noviembre de 2012

De likes y deslikes, de hombres y mujeres


Hombres y mujeres somos diferentes, punto. Tan diferentes somos que jamás nos entenderemos. Estamos hechos de la misma substancia, somos fundamentalmente iguales, casi una sola vaina, entidad, pero miramos en direcciones distintas. Como Janus, el dios con una cabeza de dos caras. De hecho, originalmente Zeus creó a la humanidad con los dos sexos. Lo pasaron en Discovery. Pero sus criaturas se volvieron tan poderosas que amenazaron la hegemonía del Olimpo. Las deidades menores, opacadas, se sublevaron, y obligaron a Zeus a escindirnos en dos mitades. Y para colmo de males, dos mitades incompletas, eternamente añorándose la una a la otra, en un anhelo de totalidad  siempre buscado y nunca cumplido. Bueno. A lo mío. ¿Qué era? Ah, mujeres.

Las mujeres pueden tener sexo casual. ¿Pueden? Por supuesto que sí. No a menudo, que sea lo suyo, pero sí, sí pueden. Lo que no pueden es tener sexo casual dos veces con el mismo hombre. “Casual” y “dos veces” no entran en la misma frase. “El mismo hombre” menos de menos. Multitud, promiscuidad o algo. No hay forma de que lo entiendan. Aló. Casual no necesariamente significa una sola vez. Casual significa ocasional y más nada ¿o no? Para ellas no. En el fondo, muy en el fondo de la raíz del hipotálamo, comparten la ancestralidad animal de la mantis, el insecto más repulsivo y asqueroso del mundo. La mantis religiosas de un coño religiosa (aunque se parece a una monja septuagenária horrible)  es una insecta monjigata de mierda. De hecho también le dicen santateresa. Después de copular, se voltea y zuás, de un solo mordisco le amputa y se devora la cabeza del macho. El pobre animalito todavía no terminó lo suyo, está exhausto y perdido de perinola, en el momento más nirvánico del mundo, en el segundo más desprotegido y débil de su vida… zuás polvo fatal. Moraleja de la historia: si te gusta una mujer no te la tires. Por lo menos, no de buenas a primeras. ¿Por qué? ¿Cómo es eso? ¿Me gusta y no me la tiro? No. Sí te la tiras enseguida, enseguida te va a botar, ¿entiendes? No, los bichos estos no lo entienden. Porque son hombres, unos animales testosterónicos y básicos que de nada pierden la cabeza.

Una mujer jamás pierde la cabeza porque tiene siempre demasiadas cosas a perder. La virginidad, la reputación, la autoestima, el orgullo propio, la propiedad del cuerpo, la inversión darwinista en el óvulo, la vaina. Todo en la vida sexual de las mujeres es un problema peástrico, un drama. Y si te dicen “sexo y más nada”, mala señal, peor. Para una mujer nunca existe el más nada. Pueden perdonarlo todo, y de hecho lo hacen. Se pasan la vida haciéndolo.  Jamás olvidan nada. ¿Olvidan un compromiso, una responsabilidad, una cita, una fecha, un cumpleaños? No, jamás. Tampoco olvidan una flor, un poema, una cena (de qué lado se sentaron y qué comieron), una palabra, un silencio, una coma. Una mirada, porque estabas tratando de caerle bien a su mejor amiga. No olvidan nada.

Sobre todo las palabras. Son arrechísimas con las palabras. Nacieron programadas con esa vaina dentro de la cabeza. Bla bla bla, yada yada yada, eso es lo peor que le puedes decir a una mujer. Peor que eso, solo decirles bla bla bla haciendo la figura de la boquita del pato, con la manito alzada. Hagan la prueba, nada más por experimentar, jajaja. Ya verán. Un volcán de una indignación tan profunda que yada yada yada. Y después decirles que las entiendes y que su indignación te resulta conmovedora. No joda. Que no estás siendo cínico, por ejemplo. Verrrga. !!!

Pero eso no es lo peor, todavía hay más. El más más peor de todos los escenarios, alerta naranja tres, es cuándo se callan. El día que se callan es porque de verdad verdad se acabó. Ni tu tía, tu prima, un coño. Se acabó. El día que te dicen “interesante, pero…” ya sabes que estás jodidísimo, que te dejó de moler los sesos pero te va a devorar la cabeza. Aunque todavía tienes un 0,0001 por ciento de chance, porque aún eres encantador o dulce o esas cosas. El día que te sonríen y se callan, nada. Nada es nada. La nada.

Excepto para una mujer. Para una mujer “nada” no significa que no hay más nada que decir, sino que no te va a decir más nada. Puedes correr y patalear. Te va a sonreír, de aquella manera (ojalá hayas tenido tiempo de descubrir la manera) y no te va a decir más nada. Te sonríe de aquella manera, te tice hola bien y tu, de aquella manera, te pone un like en tu comment de aquella manera, y te cabe a ti interpretar.

Por supuesto que uno no lo sabe interpretar, coño, hasta cuándo, cómo lo vamos a explicar. Me gusta significa que me gusta, no hay un botón para decir disgusto poco más o menos. Mira, te pongo un like pero... Eso no se puede hacer.

¿Ah, no? Mírame, pajarito vacilador. Te vi rondando, zopilote descabezado.  Te voy a poner un click a tu comentario cómo si le disparara al pato. De esta manera. 

viernes, 12 de octubre de 2012

Moriturum te salutamus, Capriles y la Vinotinto



Replus devuelto a Venezuela, después de cuatro años, me sorprende la alharaca montada alrededor de “la vino tinto”, el color de la selección nacional de futbol. Pues nada, me dije, este es el país en dónde todo el mundo está dispuesto a creerlo todo. Me encanta, pero. ¿Venezuela un país de futbol? ¿Desde cuándo? Solo podía ser una cosa, y efectivamente lo era: un decreto de Chávez, una especie de, a la que estamos acostumbrados. De la misma forma que decretó que tendríamos un carro venezolano, desarrollado y producido en Vzla; un teléfono celular; un computador; un satélite y un cohete que nos llevará por el cosmos en una misión ecuménica de paz interplanetaria. Bueno pué. Hay cosas que se pueden hacer. Hay cosas que no se pueden hacer. No saber decirlo de una forma que estos señores poder entender. ¿Entender? Por supuesto que no entender. Yo explicar.

Pasé la segunda parte de mi infancia en Portugal, básicamente jugando caimaneras. Partiditos de futbol armados de la forma que sea. Todas las tardes, de lunes a viernes. En cualquier callejón, en cualquier campo de maíz o trigo o girasoles, recién cosechado y mínimamente aplanado. Con cualquier tipo de pelota, la que estuviera disponible; de playa, de voleibol, de básquet. Todas las pelotas servían para jugar al futbol. Aunque el sueño de todos esos chavales era tener La Pelota, la pelota de futbol de verdad, la de los pentágonos, de Paquistán. Hasta ese pormenor lo sabíamos, aunque no teníamos puta idea de qué eran los pentágonos esos, dónde quedaba Paquistán, ni que las pelotas eran cosidas a mano por niños semi esclavizados, de nuestra misma edad, en ese tal Paquistãom.

Y lo que hacía yo, era lo que hacían un millón de niños en Portugal.  Un país pequeño e insignificante en muchos aspectos, durante medio siglo un País Exportador (de portugueses) pero que siempre ocupa algún lugar entre las diez selecciones más importantes de la FIFA. Desde el más humilde de los obreros hasta el primer ministro, todos acompañan el desempeño de dos equipos: el equipo del terruño, y el equipo de la primera división de su escogencia. El Oporto, por ejemplo, es el club del “nacionalismo” norteño, algo así como un Barcelona o un Atletic para los nacionalismos españoles. El Boavista y el Sporting son clubes de la élite, que nunca se le ocurriría a algún desubicado patanensuelo.

Yo, que siempre fui un nerd gordito, que vomitaba ante un penal, el último en ser invitado al equipo.llegué a mantener, una sola vez, la pelota en el aire con 50 patadidas. Debe haber sido el día en que me sentí tan orgulloso y dueño de mí, que me corrí por primera vez. Sin mucha precisión, por esas fechas. Pero yo era el guevonote de la partida. Tuve tres amiguitos que no contaban pataditas. ¡Simplemente apostaban que podían mantener la pelota dominada por una hora! Cambiando de pie, alternando las rodillas, tocando la pelota con los hombros, llevándola a la cabeza, manteniéndola por tres segundos en el cuello, disfrutando un puyero, tocando el nirvana. Aparte los malabarismos, eran los cracks indiscutibles del equipo; los que marcaban los goles o les regalaban el gol, con un pase magistral, a algún parapléjico como yo. Los tres eran diestros y se propusieron, con determinación total (el fundamentalismo infantil es el más arrecho de todos) a jugar exclusivamente con el pie izquierdo, con la siniestra, antes de presentarse al examen de admisión a la selección juvenil del Oporto. Los tres fueron raspados. ¡Eran muchos los llamados, pocos los elegidos! Me encontré a uno, de esos tres, veinte años después. Barrigón. Me quedaron dos cosas de esa conversación: que se había casado y tenía dos hijos, la primera; que había sido rechazado por el Oporto, no sé si te acuerdas, bueno.

A nadie se le ocurrió financiar clubes. De hecho, en Europa sucedió todo lo contrario. Se optó por no financiar al “circo” y cada club es una empresa privada, que se debe auto sostener, “cotada” en bolsa y toda la parafernalia esa, en la cual se intercambian jugadores por millones de euros.

El futbol no pertenece al alma (no me gusta la palabra “alma” ni los estereotipos de nacionalidad), no pertenece al alma venezolana. Aunque hay un millón de cosas que pudiéramos ser o hacer. Pudiéramos ser la primera potencia petroquímica del mundo, y tenerlo a nuestros pies. Pudiéramos ser la primera potencia turística del Caribe, y tener a los gringos y canadienses, aún a los lejanos europeos, a nuestros pies. Les podríamos dar todo en un paquete: cóndores y frailejones de Los Andes, boas constrictoras y carne en vara de Los Llanos, playas paradisíacas, pececitos de colores, del Caribe. Futbol: NO. Sufriremos con la Vinotinto, pero gritaremos con una franela amarilla, por los muchachos negros y talentosos salidos de las favelas caimaneras de Brasil.

Hay cosas que no podemos hacer. Como existen cosas que ni siquiera podemos pensar, según Witgenstein. Por ejemplo, tener un candidato con los apellidos incorrectos. Apellidos que no pertenecen al beisbolero venezolano, el que se levanta la franela y se restriega la barriga cervecera mientras espera, disfrutando el sol, sin güiro, en la parada del autobús. Será simplista y palmario, pero la vida, tomando sol, funciona así. Lo siento por él, por el tostadito que espera a Godot, lo siento por el candidato de una unidad precaria, por mi dedo meñique que se me durmió. La inmensa mayoría de los que votamos por él, no estaríamos dispuestos a pactar con un ideario neo liberal, derechoso, decadente. Votamos diciéndonos: estoy dispuesto a algunas concesiones para salvar a nuestro país del desastre, de la africanización ingobernable, de la cubanización degradante, de esta retórica más absurda que un diálogo loco de Ionesco. Algo así, con sus mil variantes. 

El pueblo, Venezuela entera, votó, y nosotros, malgré nous, legitimamos contundentemente la voluntad popular. Ya Venezuela es otra. Catorce (o 50) años no pasaron en vano. Olvidémonos del pasado, al cual asociamos, indefectiblemente, nuestra juventud.  La juventud solo vuelve a los pacientes de Alzheimer, que no se acuerdan de lo que desayunaron hoy, pero reviven, con lucidez cristalina, una escena acontecida 20 años atrás. Corazón en la estratósfera (y que Dios no nos abandone a nuestros sueños de Las Alturas). Pies y paz en la tierra.

Henrique (Pablo, Jóse, Juaco, quien seas). Ustedes que lo han dado todo, quemen las naves del regreso. Múdense de una buena vez por todas. Para Las Acacias, para la orilla de Petare, del Guataparo, uarever, pero barrio adentro.  Compren una empanada grasienta y una Pesi en el abastico con rejas.  Amen su sabor a morir. No se me conviertan en gorditos flácidos y dietéticos al que le gustan relojes suizos y vomitan ante un penalty. Sobre todo no se les ocurra decir una palabra en inglés, citar a Ionesco o Witgenstein, o como se llamen los guevones esos. Olvídense de complacer a griegos y troyanos. Por el honor y la gloria de Roma, por el sueño de una verdadera república siempre incumplida, pero nunca perdido ni perdida. A ti, César, el Henrique qué seas, los que te verán morir te saludan. Ave. 

domingo, 30 de septiembre de 2012

Verbales Tiempos


Dos cuerpos se atraen. Normal. Con una fuerza directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional a su distancia. Acontece todos los días. Todo explicado, hasta el menor detallito, por Newton. Y no hablo de esas atracciones electromagnéticas, surreales, raras, (no se me confundan), que explicó Maxwell. El también, en su campo, lo explicó hasta el último pormenorcito.

La guarandinga de las atracciones, y de la física como un todo, estaba clarita como el agua, a comienzos del siglo pasado. Respetadísimas eminencias afirmaron que, por el lado de la ciencia, colorin corolario, este cuento se había acabadio. No había más para descubrir;  poco más quedaba por descifrar; apenas trivialidades a dilucidar, en fin, minucias, virutas carpintéricas a trabajar. Dios dispuso las cosas para que funcionaran, este reloj de mil engranajes cuyo mecanismo nos competía deconstruir en reverse engineering. Suena contemporáneo y complicado, pero era sencillito y obtuso con bolas. El mundo era tan papaya de entender que ya lo habíamos logrado. ¡No joda, que arrechos! Nosotros y el Deus ex machina. De panas y cómplices en ese crimen de pedantería proprio de aquellos doctores  con bastones y polainas, decimonónicos con bolas, los guevones.
 
A nosotros nos enseñaron, y entendimos con facilidad, en los primeros años de la secundaria, lo que a muchas doctas cabecitas del siglo XVIII y XIX no les entraba. Por ejemplo, la diferencia entre peso y masa. Porque aún antes de entrar a la escuela primaria, escuchamos o intuimos, majomeno, lo que era la gravedad.  Que la física se había acabado, dijeron, cuando la parte verdaderamente bonita del cuento ni siquiera había empezado.

Dentro de un siglo, los niños entenderán con toda naturalidad la teoría de la relatividad. Eso es lo que va a pasar. Que el tiempo se estira y se encoje, pue sí, pol supuesto. Ebidente. Como será evidente que vivimos en la maleabilidad del continuo espacio tiempo.

Lo que van a tener que estudiar los pobres chamos del futuro, a quienes compadezco, son las 11 dimensiones de la Teoría de las Cuerdas. La realización del proyecto intelectual colectivo más audaz de la humanidad, al cual Einstein dedicó en vano los últimos treinta o cuarenta años de su vida: la teoría del todo. La integración de la Teoría General de la Relatividad con Electromagnetismo y comportamiento cuántico. Un instrumento de 11 cuerdas de las cuales se extraen melodías del tipo: “vivimos en uno de infinitos universos paralelos que se están desarrollando simultáneamente, dentro de lo que nosotros creíamos era la única realidad posible”. Una realidad física que se volvió muy extraña y muy rara, en los últimos 60 o 70 años, pero la única posible, creíamos. Pues no. Vivimos en el Multiverso. No es broma. No son las especulaciones filosóficas, aunque no menos premonitorias, de Spinoza o Leibniz. Es en serio.  Búsquenlo en la Wikipedia, pues, si no me creen. Para eso construimos aceleradores de partículas que cuestan, en churupos reales y constantes, centenares de catedrales de Nantes.

2
Dos almas se atraen. Un hombre y una mujer, por ejemplo. Y no es normal, ni por un coño, que la atracción sea directamente proporcional a las hojas de líquenes que crecen en los semáforos de Caracas, e inversamente proporcional a la raíz cuadrada de todas las aristas filosas que por colisión, erosión o fricción, se formaron ayer en el resto del mundo. ¿Qué? ¿Suena más jalado por los pelos que el Multiverso? Y no me estoy refiriendo a que las cosas acontecen en una sucesión probabilística impredecible, cadenas de Markov, teoría del caos, mariqueras. Que el amor es función de líquenes y aristas, es cálculo puro y duro, el tipo de física que le gustaba a Einstein, y no un Dios que tira dados como un Cupido borrachito tirando flechas, indio de bola. No solo vivimos dentro de uno de entre infinitos universos, sino que se trata de infinitos de Cantor: ¡unos más grandes que otros! Todos infinitos e infinita, inextricablemente conectados. Solo puede ser ahí dónde nace el amor, de dónde proviene esa cosa tan profundamente enigmática que nos baraja la vida: en uno de esos infinitos mundos, es función analítica de líquenes y aristas. Sale de un mundo y se cuela en otro. Solo puede ser. No me vengan con eso de que los iguales se funden y los opuestos se complementan. Eso lo vi en una película que hicieron de un libro de Paulo Coelho. O el lenguaje corporal, o las feromonas, dios mío. No solo es simplista de perinola, sino descaradamente estafador.

Prefiero los cuentos chino-cuánticos de la física moderna. Prefiero pensar que Belerofonte, nieto de Sísifo, el que atraviesa los cielos y se pinta el cuerpo para la guerra con los colores de la aurora, me disparó un fotón vainilla que me perforó el corazón. Y que me estoy desangrando rosas, calas, margaritas… idea que de seguro se le ocurrió a algún hagiógrafo loco de la Edad Media. Porque hay que estar aquí para entender lo que me pasa, coño. Que me tripeo viajes en el tiempo. Cuánticos y cuánticos. Me veo en la Plaza de San Marcos con ella, por ejemplo. Tan clarito como acabo de ver al monje benedictino, el biógrafo alucinado de algún santo místico que, sometido al suplicio, sangró flores y estrellas. Yo. Justo frente a mí. Y créanme. O no. Porque estoy seguro de que todos me entienden, pero a este nivel de matemático rigor fue difícil de explicaré. La sintaxis no al amor resiste. Pronombres ni escapa verbales tiempos.

Para Carlota. Ojalá le guste.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Ruego de niño mirando por el telescopio


Espía sideral
Agente secreto de la oscuridad del mundo
Rayo de mí
Extensión infinita de mis ojos
Tubito mágico
Caleidoscopio de verdad verdad
Con espejos y cuentas coloridas que son mundos.
Mensajero de mi mirada
Cañón de mega súper megatones
mi más fiel confidente
vete, llévame a las estrellas, amiguito.
Afina grados
Ajusta segundos
Apunta
Tírate por ahí y cuéntales  a todos
esta cosa loca del enigma del tiempo
hasta que sea grande y entienda mejor.
Mientras tanto, diles
que aún estoy pequeño, y no entiendo mucho.
Que me confundo con muchas cosas
pero estoy aquí.
Que nadie en la Andrómeda se olvide mí.
Yo soy el él del morral anaranjado
con unos All Stars azules bastante rotos.
Pero son los únicos zapatos que me gustan.


(Hoy damos por establecido que la luz rebota de los objetos y nos impacta el sistema óptico. Hasta casi el Renacimiento, y debido a la autoritas de Aristóteles,  se creía que la mirada nos salía de los ojos y se dirigía a los objetos. Esa es la percepción que tienen los niños, hasta que se les enseña lo contrario. Este paralelismo entre el desarrollo cultural y el cognoscitivo hasta tiene un nombre propio, bautizado por Jean Piaget, y que pertenece al vocabulario de la epistemología. Que no viene al caso. El que la mirada brote de los ojos, nos permite atravesar el mundo, el cosmos, llevarnos, transportarnos, perdernos).

viernes, 10 de agosto de 2012

Cosas en el Techo


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Y m echo aquí, en la cama
con los brazos cruzados por detrás
(pavosísimo, dicen) como una gafa.
Contando mis cosas, escribiendo estupideces en el techo.

Me puedo quedar así
no sé cuánto tiempo
sin idea de lo q pienso.

Hay días q m pongo sixtina
y dibujo unas mariposas tecnicolores de tres metros.
Otras veces m da por cartas
enviadas a mi indestino, no joda, harta, JJarta!
De mi sensiblería telenovelezca, de mierda.

Eso sí, siempre de espaldas, con clase
con aquella elegancia de la natación sincronizada, estilo campeona olímpica.
A veces m sale una especie de poema hiper super ultra
king size premium vip high jet set super model
(q por el aire se queda, y tampoco es mi estilo, de paso).

Bueno. Serán mis pequeños delirios
pero por metro cuadrado, no juegue
4X3 o algo asi
soñar con la carta perfecta que le podría escribir a ese hombre
(el q no existe, el q n necesariamente debiera volverse mi amante
aunque me confundo en esto, 
Eso del q no está, no sabe, no responde, N/A.  Por qué?)

Me encantaría resumir en una frase la obra de mi alma prima perdida
ese monumental poema a mi soledad secreta
dibujada a caligrafía china en el techo.
Creo, aunque nunca segura, creo q m gustaría.

Bueno, pensándole mejor: NO!! Mala idea.
Esa exposición, la debilidad, la sensiblería cursi y la cosa. NO!!
Aunque ahí está, una parte de mi y ajena a mi
garabateada a tinta de limón en el techo
mientras se hacen la ocho.
¿Limón?
Q m pasa, coño? ¡Las ocho!

martes, 7 de agosto de 2012

El día del cometa


Las esferas giran todo el tiempo
A nuestro alrededor, sin que las veamos
Unas dentro de otras
Muy plácidas y bonitas ellas
Sin abajo ni arriba
Nosotros dentro
Tipo gato de niño malo
Revolcado en una lavadora.
.
Contienen los números astrales
Y sueltan música celestial
Estas esferas, bellas ellas.
Giran y giran, desde el origen de los tiempos, sin parar.

En el silencio de la oscuridad sideral se van dando vueltas
Tocándose levemente ecuadores con arcos meridionales
Rozándose sutilmente ápsides con zénits
Nadires con azimuts acariciándose
E sucede. Un día sucede. No te lo esperabas.
Sucedió.

El problema es que no se ve.
Pasó y ni cuenta te diste.
El día que tenías cita con el médico y te habían cortado la luz.

Las constelaciones son muchas
Los destinos zodiacales ni se cuentan
Y la cantidad de esferas es tan grande
Que la combinatoria de las permutas universales no se acaba nunca.

Uno sale a la ventana y no ve nada
Ni el antes ni el después.
Se interponen las nubes,
El smog, la contaminación lumínica
De que vale que todo esté escrito si no puedes leer nada?

Cuesta un mundo aceptar que las esferas están ahí
Que ignoramos las mil cosas
Que desde el fondo de los tiempos
las infalibles mecánicas celestes
escribieron dentro del rayo de nuestras vidas.

Ahí ya estaban y continúan estando todos
A todos quienes conocimos y nos falta conocer
A quienes amamos y aún vamos a amar
Y a todos los demás
a los que hemos herido, y dejamos mal
a todos los que nos falta meter en la lavadora.

Y sucedió.
Un chorro interminable de metras cayéndose del cielo
tipo la piñata de un sádico.
Con aquel ruido de lluvia metálica astillando todo por todo lado
Hiriéndonos la cabeza y el rostro hasta volverlo hinchado, irreconocible
Y todo el mundo resbalándose, cayéndose
Partiéndose brazos y costillas
Dando tumbos un millón de veces
Incrustándonos ojos cíclopes en la frente
Ojos ciegos, mirando en todas direcciones sin ver nada.
Corriendo desesperadamente en todas direcciones para salvar los gatos.

Por qué, cómo sucedió?
Las esferas.
Tranquilas, girando impertérritas
Indiferentes a todo y a todos
A nuestra sangre, al sadismo inocente de los niños
Al sufrimiento estúpido del gato.

Bueno. El gato, por cierto, se salvó
Porque no estaba conectada el agua caliente ni el ciclo de secado.
No pasó de un buen revolcón mojado.
Medio se tambaleó por un rato, y al ratico se durmió.

Pero las secuelas de la lluvia
Esas quedaron. Muchas de las metras se nos incrustaron bajo la piel, tipo tumores.
Unos quedaron mancos, otros ciegos.
Y todos, sin excepción, deformes
Con los pómulos partidos y los ojos para siempre hinchados.

Fue el día que se cruzaran un montón de epiciclos.
Nadie lo pudo prever. Hay cosas que no se pueden saber.
Y ese día sucedió.
Pero también ya pasó.
Dicen que fue un cometa que se cruzó con la Tierra.
La gente se inventa cualquier cosa.

 Leica, la gata
Sobrevivió doce años más
Y nunca pronunció una palabra sobre el incidente.
Ni siquiera el día que le metieron las crías dentro del microondas.
Se le inflaron los ojos como globos
Y después explotaron.
Tampoco dijo nada.
Las esferas siguieron girando
Y ella como si nada.

jueves, 2 de agosto de 2012

Hombres del mar


Quisiera misión cierta

o certera, más o menos
(no pido mucha precisión, tampoco).
Un puñadito de verdades,
un racimito, me gustaría.
He venido aprendiendo a apreciar las flores.
Poco a poco. Muchas veces dos o tres son suficientes.
Con unas hierbitas silvestres componiendo el ramillete. Listo.

Norte y sur, esto o este. Cosas así, la que añoro. Lo que es cierto, y lo que no lo es.
Izquierda y derecha en el cosmos. ¿Será que existen?
Ponerles un color y meterlas en frascos de compota
encima de la mesa de la sala
para que les pegue el sol de mañana.

¿Vocación? Claro. Por supuesto.
Y arte, y oficio y profesión. Cosas que parecen tontas, a lo mejor
¡Pero cómo me gustarían!

Talento musical (me encantaría coño. Daría la mitad de mi vida en cambio)
Y la otra mitad, aunque me quedara sin vuelto. (Ya me parece buen trato).

Me gustaría tirármelas de opinador.
Ocurrente, locuaz y esas cosas. Aunque no me creyera nada de lo que dijera.
Sería burda de divertido, me lo imagino
Vacilarme las convicciones de los demás, sin reírme nunca, muy serio siempre, jajaja.

Habilidad con los números, me gustaría eso. Qué pudiera delirar con ecuaciones de Fourrier y Maxwell cómo quien se lee una partitura de Bach, infinitos de Cantor, esas vainas.  Por supuesto que me gustaría. El sencillito de vuelto, a cambio. Aunque no me quede más nada para vivir. Y contento, además.

Destreza manual, hacer guevonadas con las manos, avioncitos de balsa, frascos con barquitos
Sacar la lengua con esa concentración artesanal.
No tengo la menor duda: me encantaría.

Saber escribir. Saber sacar y poner puntos y comas, a diestra y siniestra.
Evitar el adverbio, el adjetivo y esos pormenores que te quedan muy mal o casi bien.
Evitar las redundancias fónicas. También.

O convicciones aún más sencillitas, por ejemplo. Dios, cómo me gustarían. Una o dos, no pido más.

Saber cosas sin conocerlas, sin entenderlas, sin poder ni querer explicarlas.
Creer porque te conviene y es bueno para el colón.
No joda, claro que me gustaría.

Idearios religiosos, ya que dudas caben: me gustarían, un montón.
Tener fe porque sí, y no dudar de un coño con relación a nada, dios mío, qué bonito sería.
Ni que fueran unas referencias, modestas
Postmarxistasliberalmonetaristas
Piltrachitas, cómo se sabe, pero que aún devaluadas, me gustarían
cómo a quién le gusta cargar unas moneditas en el bosillo.

O sencillamente aquel sentido recto de la moral
Codearme con esos que saben lo que está bien y lo que está mal, y lo tienen clarito
a la hora de condenarte a ti o a quién sea. Mamá o papá.
Eso, aún la mierda esa, bien creída, metida en los tuétanos, me encantaría.

La cosa de la responsabilidad cívica, sin ir más lejos.
Quisiera yo, cómo me gustaría.
La responsabilidad paternal, higiénico-sexual, laboral…
Todas cositas a granel pero que agregadas suman mucho, claro que me gustarían.

Me gustaría tener un libro de cabecera, por ejemplo. Uno.
Ovidio, Platón, cualquiera.
Y colocarlo en la mesita de mi cama
para poder verlo antes de apagar la luz.
Duérmete bien y mañana me cuentas.
Claro que me gustaría.

Y aún con menos, con mucho menos que eso, me daría por contento:
con un pensamiento, por ejemplo.
De Marco Aurelio, de Marco Antonio, Adriano, Augusto, Trajano.
Hasta un frase prosapiosa de Pessoa, Kavafis, cummings, me servirían.
Busquénmela pues. Una. Envuelta en papel de cumpleaños.
Te regalo una verdad. Qué la pases bien. Un millón. Me gustaría.

Mil veces mejor aún sería tener un ídolo, completo, de carne y hueso, con la vida toda depurada, empaquetada, embalsamada como Evita o algo.
Un personaje de película, un general, una santa, una puta ninfomaníaca desalmada.
Un anti anti héroe pleno de anti atributos que te dejen pensando la antítesis de la anti cosa.
En la vida. Esta cosa plagada de dudas, y traiciones, y contradicciones y todo lo demás.
Es el tipo de guevón(a) que me gustaría. Invitarlo a mi casa. Prepararle un café. Leerlo como si me hablara, si está muerto. O invitarla que me hablara, ella a mí, en sueños, si nunca escribió nada.

Una Iglesia, por ejemplo, no joda, ni me atrevo a pedirlo. El orgasmo.
Asistir a una misa, venirte, correrte en los pantalones
mientras los congregados cantan un himno de alabanza a Dios.
Que me perdonen, Él y sus acólitos fieles, pero me encantaría.


Aunque, bueno, que le hacemos
me he cansado de pedir, de rezar, de implorar.
Lo mínimo de los mínimos será que Dios me mande a que me cojan por el culo
con esta clase de plegarias iconoclastas, anatemas, imprecaciones, herejías. (El vocabulario de la Iglesia se vuelve muy prolífico con ciertos temas). Y por eso ceo que la cosa es medio embustera. Y que el Dios de ellos es malo. Porque solo escucha a los buenos. Y a los que verdaderamente pecamos y estamos jodidos, nos dejan desamparados. No me vengan con los cuentos mojigatos del perdón, no joda. Me llenaron las bolas.

Concluyendo. Que a estas alturas, ya me contentaría con bien más poco, con poco bien menos.
Con un ideal, chiquitico, poca cosa, una piche duda ni que fuera.
Pero obsesiva obsesiva. Una mechita de 1/8 taladrándome los sesos
todo el santo día.

Una enfermedad grave
(tampoco muy grave, no exageremos)
Pero redentora. Que te hiciera olvidar el mundo y ver la vida. Sucede a menudo. Dicen.
Y lo creo.

O lo mejor de todo: una pasión leta fata mortal
Beta tetra descomunal, consumidora.
Se comprende la idea: que te quemes todo por dentro
solo de verla. Más o menos esa es la idea.
Ese tipo de amor purgatórico, ardiente, insoportable, aún me gustaría.

Y, o ( o “y/o” si no se puede pedir todo) rogaría a todos los santos
Por una libido insaciable, frenética, vehemente.
Para mí, sí, pero más que todo para mostrarle mi amor por ella.
Un palo más sebucánico y más encarpado que el mastro de la tienda de una legión extranjera…
una cojonera reventándome las bolas todo el tiempo. Plun, plin, plás. Son solo dos, pero varias veces.

Ya no qué sé qué pedir o cómo, aunque busco, como todos, la redención, la comunión, la paz.
(No voy a decir que me gustaría eso. No estoy seguro.
He escuchado de hombres que se les “parte” el guevo.
No sé lo que es, pero, coño, no. Así tanto tanto creo que no me gustaría).

O, dos puntos, ya se trata de otra cosa:
Vivir, en alternativa, sin más nada, y si más no queda.
Vivir normal como todo el mundo.
¡Nadie se imagina cómo me gustaría!

Resumiendo los asuntos cómo quién no piensa para nada en las cosas
y de todo se aparta diciendo “blablablá”.

Resumiendo: vivir apenas y simplemente
comiendo queso, de vez en cuando.
Y esperando a contarle a tus nietos, algún día, que sobreviviste a un naufragio.
Sí, claro que es cierto. De verdad verdad.
Un naufragio terrible, una escena dantesca
con ahogados exhaustos y sin fuerzas para subirse a las balsas
apaleados a remazos por los sobrevivientes
y todos, unos y otros
implorando la clemencia de Dios.
(Mentira, por supuesto, nunca vi un naufragio. Pero a los niños qué coño les va a importar.
Lo que les va a interesar es el cuento, la historia, por supuesto).

Como a nadie le importa nada, coño, resumiendo, aparte de una história.
Aunque vaga e inciertea, una historia.
Lo cierto es que algo tendré que inventarme a los chavales para que guarden de mi algún recuerdo, más o menos
A esos nietos impertérritos que aún no tengo.
Eso es más importante que el resto
Es importante que guarden algún tipo de recuerdo.
Del viejo que probablemente seré
y que me las tiraba de héroe del mal, de héroe del mar.
Mojoneador con bolas. Del tipo marítimo.
Y muy derecho al grano. Así era yo. Anti blablablá.
Muy claro. Norte y sur, este y oeste.
Guardando, cachivaques estúpidos, como todos los viejos
Atesorando y que puntos cardinales en frascos de compota, qué bolas
Para que les pegara el sol en la mañana.


Le prometí a alguien una traducción de algo mío en portugués. Soy absolutamente incapaz de traducir, sobretodo tratándose de algo mío. Esta es una versión, 4 o 5 veces superior al original y no necesariamente mejor.  

lunes, 30 de julio de 2012

Un Millón


Recibí un correo raro de un site de estadísticas de la web. Me felicitaban porque mi blog, "Crónicas de Nueva Zelanda", había recibido más de un millón de hits. Wow.

Tiros en la oscuridad, por supuesto. No podía ser otra cosa. Me imagino que peruanos, bolivianos, españoles y chilenos se andaban gugueleando Nueva Zelanda a lo loco, para emigrar, y terminaban por caer en mi blog (cosas de Nueva Zelanda, en español, no hay muchas). 

Pero el site estadístico, me los discriminaba por países: 25% de España, por ejemplo, la mayor parte. ¿España? ¿Pero si yo me empeño en escribir caribeño vernáculo, cómo va a ser? Leo autores venezolanos por obligación, para aprender unas palabritas. Cubanos por placer.  ¿Cómo coño me va a salir España de primer lugar? Después de España venía Méjico, y después Argentina. Claro que la presencia de internet y cableado cuenta, por supuesto. Las guevonadas socio-políticas y tal, penetración, telecomunicaciones, alfabetización, poder de compra. La ladilla infinita.

¡Y solo en cuarto lugar aparece Venezuela! Yo escribo en venezolano, a mucho costo y muy mal, de paso (porque soy medio portugués), pero me esfuerzo. Llamo a mis amigos a la una de la madrugada preguntándoles como se dice “devassidão” en castellano, porque la definición de Wordreference.com no me convence. ¿Qué coño sucede aquí? ¿España? ¿Argentina? Conozco más o menos esos países pero nada que ver conmigo. Cuando escribo, lo hago pensando en una treintena de amigos íntimos, los alfabéticos. Y que 30 amigos los compartan entre dos, serán 60, o algo así, ayúdenme en estas cuentas exponenciales, por favor. ¡Pero un millón! Coño. Número equivocado. Vuelva a discar.

Es verdad que escribí mucho en 4 o 5 años, sobre todo cuando estaba en Nueva Zelanda, pero aún así, no es posible. Un millón, no puede ser, es embuste. Seguramente me querían embarcar en una de publicidad en la página, tipo ¡Visa para Nueva Zelanda en 15 días! Ajá. Pónte a creer.

Esta cosa maravillosa que empezó llamándose internet se está puteando, mano, y de qué manera. No navegas más de cinco minutos sin q t pidan los datos de la tarjeta de crédito. Siempre, de toda la vida, los sites más visitados fueron los de putas. ¡Pero ahora te piden la tarjeta para bajarte el abstract de una Crítica a la Razón Pura! ¿Redes sociales? ¿Web 2.0? La que viene es la master/visa 3.0, en comodísimas cuotas, free delivery!

Bueno. No se me quita de la totuma lo del millón. Un millón no puede ser. El mundo no está tan globalizado así, ni por un coño. Es verdad escribo con una entrega total, malsana. Rio y lloro cuando escribo, no lo niego. Tantas veces la risa o el llanto me han obligado a poner un punto final, prematuro, a la crónica, a la cosa. Pero esto, que lo confieso ahora, por primera vez, nadie lo pudo saber antes. Si de algo me cuido es de tener mi cámara web desconectada. Nadie me miró sobre el hombro, nadie me palmeó la espalda mientras hacían cinco grados bajo cero en Dunedin. Nadie me vio sollozar en las colinas plácidas de Nueva Zelanda. Y, aunque no se lo decía a nadie, me moría de frío y de soledad en las colinas idílicas, ovejísticas,  de Nueva Zelanda. Y lloré como un adolescente condenado a muerte por un crimen que no cometí. Como un condenado allien, por el hecho de ser extranjero; sin poder defenderme debidamente, con todo mi léxico, en una lengua extranjera; sin poder comer una mierda de un mince intragable pie; sin poder alegar mi inocencia con el abogado, empertigado, hijo de puta. Otra historia (perdónenme. Me pierdo a menudo, es cierto).

Mis crónicas, algunos centenares ya, tal vez, siempre fueron escritas con un nudo en la garganta. Nunca me atreví a escribir un texto  sin que sintiera algo invadiéndome el cuerpo, las ganas, el sentimiento de hacerlo. Risa, burla, despecho, alegría, rabia o amor. Cualquier cosa, por dentro. Escribir porque debo hacerlo, como un académico que debe un paper a la academic press, qué va, no va conmigo. Escribo por cojonera, coño, cuando siento las bolas llenas. Y mis lectoras no se sienten ofendidas por estas y otras obscenidades, lo vine a descubrir, con el tiempo. Escribo por encarpamiento y cojonera pues (solo espero que mis hijos no me vengan a preguntar qué significa esto).

Me imagino que ciertos conocidos creen que uno escribe como los showmen que echan chistes en la televisión. Ellos tienen un chiste preparado, nosotros no. Al escribir somos sorprendidos por un personaje (muchas veces la caricatura grotesca de nosotros mismos) y, de la sorpresa inesperada, de la ocurrencia loca, nos sale reír o llorar.

Una crónica no es un cuento. Es la transcripción de un acontecimiento, de un momento, una sensación, la emoción de una frase o de una imagen. Con una perspectiva. Personal, subjectiva, uarever.

Ahora volví a Venezuela. Bueno, aquí estoy, aunque nadie entiende por qué. A lo mejor ni yo. Intento explicarlo. Que solo uds. me medio entienden un poquito, coño. ¿Será tan difícil de aceptar? 

Antonio Cova me preguntó, la semana pasada, porqué seguir llamándolas “Crónicas de Nueva Zelanda”.  Porque no tiene sentido cambiar el pasado, mi viejo. Quiero seguir riéndome y llorando con un mínimo de clase y perspectiva, imaginándome durón, como si asistiera a todo y a todos desde un frío Antártico, desde una frialdad austral arrechísima. Asistirme a mí desde el fondo de la última butaca. Aunque me sienta horrible, feo, malchistoso, meloflorítico, splendameloso o diablorojorístico.

Esos coños de su madre me engatusaron de lo lindo con el millón. Es verdad, no se me quita de la cabeza. Es cierto que consulto mis propias estadísticas del blog. Un site llamado Statcounter.com. Y me quedo loco. No me extraña que me lean en Perú y Ecuador. De hecho, logré hacer una veintena de amigos, de pennfriends, en Vzla, através de mi blog. A todos les prometo tomar un café aunque no he encontrado el tiempo. ¿Pero en Corea, en China? ¿Cómo harán? ¡No me quiero imaginar que lo hagan con Google Translator!

¿Yo deber llorar cuando escribir porque sentir los testículos rebosar? ¡Noo. Por favor! Quítenme los puntos de interrogación y exclamación porque yo no escribir así. Escribir para 10 o 20 amigos. Decirles lo qué sentir y quién ser yo, mostrarme un poquito para proponerles q ellos quererme a mí y dejarme quererlos a ellos. ¿Entender? ¿No entender? OK. Yo explicar. ¿Tu ser Coreano? Ok. Si querer alquilar mi blog para publicidad, meterte el millón por el culito. Yo no escribir para ti ni para vender pantallas Samsung. Yo hacerlo… ¿cómo decir a ti? En mi lengua poder decirlo mejor. Pero, para tu entender, lo resumir. Yo hacerlo por amor. Y cagar en millones. A mí, no importar aunque tú no entender. ¿Saber amor? Ok. Olvídalo.

sábado, 28 de julio de 2012

Perfect Match dot com


Ahora me toca imaginarte. Me dicen que aparecerás, aunque lo dudo mucho. Por supuesto que el día que aparezcas (un día ocupado para ambos, seguro) no te reconoceré. Pero te digo cual es mi tipo. Eso es lo que esperas, en definitiva, saber quién soy. Quién sabe, me reconocerás tú a mí.

Me gustan las mujeres altas. Aún las muy altas. Mucho más altas que yo. Ya me pasó (ya me pasó de todo; fui atropellado en la calle varias veces por andarme caminando en las nubes). Las altas. Y aunque me sentía enano pretencioso no dejé de quererlas menos. Y las bajitas también. Me gustan mucho. Imaginar que puedo doblegarme el pecho y abrazarlas y protegerlas del frío como si todo yo fuera una manta de algodón no muy peludo. Eso me gusta. Me gustan las duronas que fruncen el ceño. Eso puede parecer raro. No lo es. Intentan desesperadamente proteger el corazón. Todas, sin excepción. No pretendo conocer a las mujeres. Mira quién. Pero me gustan.

Las flacas, aún las muy flacas. Cosa que me parece rara. Porque también me gustan mucho mucho las rellenitas. Las que se pintan el pelo de azul o rojo, me fascinan. Y las que salen a la calle de cara lavada, sin base ni rímel, bueno, esas me vuelven loco. No tengo fascinaciones raras. Ni con pies, ni zapatos, ni uñas, ni nada de eso. Bueno, sí. Los ojos. Me pierdo en unos ojos negros. Me sumerjo, o algo. Y los verdes y azules me ponen a volar. Claro, debo poder verlos de cerca, de muy muy cerca. Cosa poco práctica, si hemos de conocernos para tomar un café.

Me gustan los labios carnosos. Los delgaditos también. Ambos tienen sonrisa de mujer. Y las sonrisas de las mujeres son indescriptibles. Los dos ojos se achican, pero uno tiene un pie atrás. Un milímetro. El milímetro que me propongo descubrir o conquistar. Por lo demás, de galán conquistador no tengo nadita de nada. Nunca fui yo a dar el primer paso. No puedo, no sé, tiemblo por dentro, ojalá supiera. Me hubiera ido mejor en la vida de poder hacerlo, a lo mejor.

Pero es verdad que estoy colocando este anuncio. ¡Diez dólares al mes, verga!

Todo el mundo me dice “aparecerá”, “busca”, “di lo que buscas y habla de ti”. Esas cosas. “Hablar de mí?” “Sí, guevón, lo tienes todo”. Sí, claro, me digo yo: dos brazos, dos piernas, y un pene mediano, eso es lo que tengo. Y las voces que me rondan la cabeza todo el tiempo. Todo el tiempo sin lograr dejar de pensar. Escuchando la frase que dijo el jefe de mi jefe. E intentando descubrir si la cosa era conmigo o con mi jefe.
Aunque más a menudo escucho tu voz. Sí. Una palabra que se soltó de una música.

Mi cabeza escucha música todo el tiempo. Lo refiero porque creo que es bueno que lo sepas. Hablo, escribo, saco cálculos de Excel a millón, pero nunca dejo de escuchar música desde el fondo del cerebelo, o cómo se llame. Bueno, músicas, la mayor parte de las veces, mezcladas. Bach con Stevie Wonder, por ejemplo, y cosas por el estilo. Y a veces escucho las frases de las músicas. Una palabra aquí y otra allá. De cierta forma normal, ok, no quiero sentirme raro. Pero la voz que escucho es la tuya. Sí, la tuya, la voz de quién no sé quién eres. Y eso es lo que busco, creo. Aunque nunca estuve seguro de nada. Pero sé qué, lo que busco en tu voz. La forma en que entonas las palabras. La forma en que me las harás llegar para que las entienda. Pero lo más triste es que, aún después de haberla escuchado un millón de veces, no sé si podré reconocerla. ¡Ponte una margarita amarilla en la voz, para que te pueda reconocer!

Bueno, esto es. Me dijeron “metete a Perfect Match, a Corazones Solitarios, hay tanto sitios así. Y simplemente di que buscas y quién eres”. Pero no sé, coño. De cierta forma me gustan todas, o una de entre todas que no sé quién es. ¿Estás ahí? Y acabo siempre escondiéndome en subterfugios post-literarios y estúpidos para evitar hablar de mí.

Por supuesto que no voy a postear mi foto. Me afeito bajo la ducha, por sistema Braille, porque no soporto verme al espejo. Tampoco me importa ver tu foto. A todas las fotos les falta ese último milímetro. Es increíble la cantidad de mujeres que no se creen bellas. Es inaudito. Es solo una cuestión de un milímetro. Y tienen tanto tanto para dar. Es un drama, coño. Porque me faltará ese milímetro para cobijarlas en mi pecho y decirles que está todo bien, todo se resolverá, todo acabará bien. Espera un par de horas que ya saldrá el sol. Por más que el cielo se vuelva negro y llueva a raudales, un poquito más arriba de estas nubes, el sol brilla como si explotara una estrella loca aquí mismito, bien cerquita.

No sé si cumples con los requisitos de altura, esbeltez, color de ojos y pelo. Espero que te guste la música. Leer. Comer en terrazas. Andar desnuda a las tres. El milímetro final no depende de nosotros. Tu voz.
Me imagino que te gustaría saber un poco más de mí. Mi edad, mi estado civil, mi empleo, mi carro (quién sabe). No son atributos míos sino de mi vida Civil. No sé cómo llamar a ese aspecto colateraloestúpido. Y si te interesa, perdona, creo que no eres quién busco. Te dejo mi correo electrónico. Uno que acabo de crear hacia media hora, por supuesto. Con mucha, mucha suerte, si me escribes, lograré imaginarme tu voz.

No sería completamente sincero, si no te dijera algo. Que me haces falta, por un lado. Qué puedes tener el aspecto y la apariencia que sea, la edad que sea, el pelo largo o corto, la falda larga o corta. Lo que busco, es ese milímetro inconmensurable que ni la manometría sabrá definir. Y, por otro lado, bueno. Será contradictorio y muy estúpido, pero creo que sencillamente no creo que te pueda encontrar.

Perfect Match me cobra 10 dólares al mes para publicar mi anuncio. Si lograste leerlo hasta el final, (y esa fue una gran prueba) escríbeme, o algo. Dime que me entendiste, más o menos. Sería increíble para mí. No sentirme tan medio loco, tan completamente solo. Te dejé un link con la traducción en ingles, no vayas a ser Sueca, Bielorusa, cualquier cosa que no impide nada, no me importa.

En otras palabras, no te quiero coger, sea dicho de paso. Si no te quedó bastante claro, no respondas. No eres tú. Claro que tengo perfecta consciencia de que los manuales dicen que la cosa no se hace así. Pero ni funciono por manuales, ni por manuales te voy a encontrar a ti. Te quiero fuera de pote. Especial. Para mí.

A lo mejor me leíste. Y es bastante probable que no me vayas a responder, aunque tú también pagas los 10 dólares de PM. Yo sé. La vida es así. Vale diez dólares. ¡Diez dólares! Lo que cuesta no es el precio del anuncio. Es otro el precio, por supuesto. El de nuestra exposición, el de, en un momento de insensatez, arriesgar un pedazo de nuestra pretenciosa integridad por una simple margarita amarilla. Creo que por eso no espero respuesta. Tú, precisamente tú, eres la que no me responderás. Adiós.


jaime.senra.nz@gmail.com


viernes, 27 de julio de 2012

30 años de diluvio




Uno no se inventa los sueños así como así, de la nada. Puesto a pensar, y con suerte, se descubre, más o menos, de dónde viene la cosa. Descubre un origen remoto, soterrado en la memoria, medio absurdo, siempre estrambótico. Una explicación es otra vaina. Bueno, no viene al caso. Al principio me pareció raro encontrarlos a todos en el jardín. ¡Lloviendo a cantaros y todos en el jardín! Aunque nadie le paraba a nada. No se daban cuenta. Raro, muy bastante. Demasiado.

Después me puse a pensar que algo parecido me había sucedido a mí, “en la vida real” como dicen las películas malas. Hacen años. Porque los años se hacen, si nos negamos a dejarlos pasar. Era el cumpleaños de uno de mis hijos y reservamos el salón de fiestas con un mes de anticipación. Para un sábado, me imagino. Nosotros nunca pasábamos por Planta Baja. Nunca. Entrabamos por el estacionamiento, llamábamos el ascensor, y listo. De ida para la calle, igual: ascensor, sótano, calle. Pero el viernes anterior al cumpleaños bajamos al salón de fiestas a inflar los globos, a colgar la piñata y esas cosas. Sorpresa. ¡El salón de fiestas era un cuarto de escombros! Lo habían tumbado todo: la cerámica de las paredes y la del piso, el cielo raso, las paredes de los baños, todo. Salimos disparados a hablar con la conserje.

--Pero si lo habíamos reservado, por Dios, con un mes de anticipación. Ni que fuera la Esmeralda.
-- El contratista se retrasó en la obra—sentenció ella--. Además, yo reservo –dijo—colocándonos un cuadernillo mugriento ante los ojos—. Pero no asisto a las reuniones de condominio.

“Resabiada de un coño. Será en el jardín”, nos dijimos. “Ojalá no llueva”. Compramos unas cortinas plásticas de baño, con bolitas,  para medio substituir a las paredes derruidas de los sanitarios y salió todo muy bien, porque hizo un sol magnífico que mantuvo a los perros calientes tibios muchas horas después de que el Perrocalentero se fuera para su segunda piñata.

De ahí viene la cosa, el sueño, creo. A veces lo descubro. Pero la mayor parte de las veces no. Como, por ejemplo, la segunda parte, que no sé de dónde viene.

Bueno. Me tiro aquél viaje de catorce horas. En la estación del autobús le doy la dirección al taxista. Vueltas y vueltas, parando aquí y allá para preguntar. “¿Calle T?” “Eso seguro que es la calle ciega que queda por allá”. “No, qué va, estás perdidísimo, mi pana, queda del otro lado. Sigue derecho como unas veinte cuadras y vuelve a preguntar”. Yo no pregunto un coño; es una absoluta pérdida de tiempo. Era el taxista quién lo hacía. Pero llegué. Y los vi a todos.


Nadie me salió al encuentro. Bueno. Estoy acostumbrado. Nunca fui presidente de nada. No soy alto, ni flaco, ni tengo el dinero que me supla las faltas de personalidad e ingenio, aparte otras misceláneas. Normal, pues. Claro que los reconocí a todos, apenas mirarlos. A unas más que otras. A unos mejor que a otros. No me fue nada difícil apartarme discretamente y embreñarme en el jardín. No me estaba escondiendo. Solo quería verlos. Para eso vine. Pegándome la cabeza contra la ventana del autobús, catorce horas.  


Un jardín venezolano, aunque ocupe treinta metros en las traseras de un edificio, y esté rodeado por asfalto y cemento por todos lados, es una explosión de exuberancia, de magnificencia, lleno de escondrijos secretos, de pedacitos de selva impenetrable, y de los ruiditos y fragancias que quisieran tener aquel montón de hierbajos y piedrecitas maricas de Versailles. Me senté por allá, viéndolos, normal, sin querer bucearlas (raro en mi). La misma forma de hablar, de alzar los brazos, de simular que da un paso en falso, con aquellas mismisimas piernas, coño, de cortarte la respiración; la misma manera de dar la espalda con abrupta indiferencia, levantando los senos; y aquella forma de captar la atención con solo acercarse. 


Ella y todos, hombres y mujeres, no lograron, o no quisieron, o no pudieron, dejar de ser los gestos y la mirada que delatan lo más íntimo de quiénes son y serán siempre, sin que importe mucho lo que digan o lo que hagan. De tantas formas no ha pasado el tiempo. Y nunca pasará. Por más que llueva.

No estaba precisamente escondido, aunque nadie se fijaba en mí. ¿Qué pasa aquí, coño? ¿Si yo los reconozco a ellos, por qué no me reconocen a mí? Dicen que los sueños se cumplen, y yo, de niño, deseé con todo fervor ser el Hombre Invisible. Y casi lo logro, de no ser por el mesonero. El hombre, impecablemente vestido de blanco, desde los zapatos al bigote, pasaba de vez en cuando a ofrecerme un trago. Casualidad. La única persona que nunca había visto en mi vida lograba verme. En medio del aguacero se me olvidó dejarle la propina.

Ahí estaban pues. Formaban grupos, aquí y allá, se alejaban por un rato y volvían a reagruparse, atraídos por esas raras fuerzas gravitacionales que aglutinaron y dispersaran las galaxias, en el origen del Universo, hace 30 años. Ahí estaban aquellos hombres y mujeres, aquellos niños y niñas, las estrellas con las cuales, por primera vez, calculé las paralaxis de mi posición en el mundo, de mi lugar en la vida. Los que me mostraron las músicas y me prestaron los libros; los que me enseñaron a reír de cualquier estupidez (¡yo no sabía hacerlo!); los que me hicieron sentirme querido; los que me propusieron soñar con un mundo mejor; los que me propusieron  dudar de todo y a todo quererlo incondicionalmente; los que me abrazaban y besaban porque habían pasado tres dias de un puente (tampoco sabía que se podía hacer). La verdad, es que no sabía nada. 


Ahí estaban aquellos curas con quiénes compartíamos tres minutos de intimidad, después de clases, sin contriciones ni liturgias raras, y sin que ambos lo admitiéramos, nos atrevíamos a confesar nuestros más íntimos pecados. La lujuria de descubrir el mundo a bocajarro, o la arrogancia de ponerlo en entredicho y condenarlo. Esas cosas. Algunas, bueno, no las confesábamos, porque ya ibamos aprendiendo que las cosillas mundanas no valían la pena. Teníamos un grupito de tres en que imaginábamos el clítoris de aquellas cincuenta niñas. Albahacas, azucenas, orquídeas carnívoras, y demás variantes de una flora exótica y fragante, de las que solo un venezolano posee las referencias taxonómicas para poder hacerlo. Uno, solo, en un jardín, se pierde en estas cosas.

Pero de repente, me despierto del ensueño, empieza a llover. Estamos en Julio, mes voluble. Y viene un chaparrón de los nuestros, una descarga de furor divino. Pero el salón de fiestas estaba cerrado, estaba en obras. Largan copas y sándwiches y explota la estampida hacia todas partes. Ella fue la primera que se adentró en el jardín en busca de abrigo. No me dijo una palabra. Ni siquiera me miró. Se me abrazó como al tronco del árbol que le abrigará de la inclemencia de la vida por el resto de los tiempos. Y después vinieron otros, que me agarraron por la espalda, por el costado, y me sobaron la cabeza sin importarles mi pelo y me rasgaron la camisa y me estrujaron las costillas y ya no podía respirar el aire porque respiraba el aliento de todos. Todos apiñados a la lluvia, profiriendo comentarios triviales, como una colmena rara que emite un zumbido loco de recuerdos. 

Un chaparrón es eso. Viene y se va. Pero el torrencial biblico no acababa nunca. Llovían te acuerdas, fulanitas que no estaban, correos, proclamas, sueños rotos, ausencias, pastelitos de queso, amigos muertos, te quieros. Y agua, agua, millones de toneladas de litros cúbicos y titricos y cuádricos de agua que no lograban lavar treinta años de recuerdos. Hablaban todos con todos y conmigo, al mismo tiempo, y aunque no entendía mucho, sonaba bello como la lluvia en una tarde plácida de domingo. La lluvia que arranca las semillitas de la fertilidad y las lleva por ahí, por más 20 o 30 años, agarradas a la ropa de nuestros hijos, a fecundar las fertilidades remotas de la tierra. 


Aunque, repito, el ruido era mucho, el sueño raro, se veía poco, no estoy muy seguro de nada. Me distraje, creo, porque había retrocedido 30 años. Todos mojados como pollos en una granja sin abrigo. Lo que menos  importaba. Porque en las catorce horas de regreso volví a ser el niño que estuvo abrazado a ella.

Un amigo, que no estuvo presente,  tuvo un brevísimo chat conmigo. Me dijo: “Vi las fotos. Soñé que había ido pero que nadie me había reconocido”.

martes, 22 de mayo de 2012

Las pantaletas de la Reina


Lo primero que me entero al llegar es que se acaba de estrenar una nueva Ley de Inquilinato. Nuevecita, hecha precisamente para tipos como yo, que acaban de llegar al país pelaos de bola y caídos de la mata, creyendo que se van a alquilar un apartamentico en Caracas. La Ley me pareció una vaina de pinga, hecha para los pobres y expatriados de regreso - una especie mutantisíma de "redevuelto voluntario", que hace años desapareció de este país por efectos de tanto cataclismo natural. Los que se fueron, se fueron demasiado. 


“Búscate la ley, para que te enteres”, me decía la gente que me quería ayudar a alquilar  mi apartamentico de una habitación. Le eché un vistazo y me di cuenta que leyes como esas están hechas para proteger el sagrado derecho a la vivienda que tiene la gente como uno. Una vaina pensada en el ser humano, cuyos inalienables derechos prevalecen, le llevan una morenísima a los sórdidos sentimientos de la especulación y la usura. Nadie te puede sacar tu techito y abandonarte a la inclemencia de los elementos, por supuesto. 


Me releo la cosa. Pero que guarandinga tan buena. Si entras a la vivienda, no sales más. Ni tienes que pagarla, porque aunque la inflación sea del treinta por ciento, el propietario no te la podrá valorizar más que al 1,20% anual y está obligado a vendértela a ti, al arrendatario; y, si por una de remotísima casualidad de la vida, no tienes o no quieres pagar, tampoco hay guiro, porque la Ley de Política Habitacional te ba a prestá!

En esa me anoto, me dije yo, buscándome el apartamentico en MI inmueble punto com. Pero como sucede con todo lo relacionado con las telecomunicaciones en Venezuela, el bendito site no funcionaba. Cuando le metías una búsqueda de apartamentos para alquilar te salían todos los que estaban para la venta. Un problema de nada, un botoncito que no funcionaba, pero fastidioso.  Además, en las pocas oportunidades en que la casillita funcionaba, por ejemplo, cuando le ponías las urbanizaciones más exclusivas de Caracas, el programa si te daba alquileres aunque se volvía loco y en vez de darte los precios en Bolivares, te lo daba en googueles, es decir en múltiplos de cien ceros. Había que hacer scroll down para terminar de enterarse del precio. El alquiler de un apartamento tipo estudio entre Los Palos Grandes y el Marques andaba (anda) costando algo así como entre 10 y 17 googueles!! A uno, recién llegado, le cuesta sacar esas cuentas de euros mutiplicados por 0,90 veces el dólar promedio La Guaira-Bonos-Cadivi. Andaba con mi calculadora financiera parriba y pabajo. Pero cuántas más cuentas sacaba menos me daba.

En estas, mis tíos estaban felices, porque mientras sacaba logaritmos de números grandes, me estaba quedando en un almacén que tienen en Las Acacias. Me traían de todo: empanaditas de cazón, jugo de guanábana, queso telita, esas cosas que ellos saben que nos gustan porque acabamos de llegar. “Quédate aquí chico, cual es la prisa?” me decían. “Qué alquiler que nada, estás loco? Eso sí, mientras estés en la casa haz ruido que jode, ponte música, cocina para que se escuchen las ollas y se sienta el olor. Guisados. A ti te gustan los guisados, no? Échale Carmencita bastante. Lo único que te pedimos es que no te encierres a oscuras leyendo libros, por favor. Bulla, hijo, es lo único que te pedimos. Salsa, regatón, lo que quieras”. Cuando mi tío se fue a mear al baño, mi tía me susurró al oído: “Ya intentaron invadir la casa dos veces”.

A las tres semanas todos me conocían en el vecindario. Es verdad que cuando entraba a la pollera de enfrente me miraban con mucho cariño, admiración o algo, no daba para entender bien el sentimiento. Después me entero que yo era “el inquilino de Mario”, un carajo de pinga, parrandón, bochinchero, y que de paso me estaba cogiendo a sus dos hijas, juntas y por separado (!!mis primitas que empezaron a traerme pollo a la plancha cuando me cansé de los guisados!!)

No me sentía maltratado, antes todo por el contrário, pero los decibeles nocturnos estaban acabando conmigo. Pormenor: la casa no tenía estacionamiento y debía dejar el carro en Plaza Tiuna, a siete cuadras. El problema no era tanto la distancia sino calcular el puesto en función de la profundidad y la cola. La mejor hora para llegar era a las seis y media, por ahí. No solo atravesaba las siete cuadras de día, con luz, sino que el carro no me quedaba enterrado en el quinto coño sótano de aquel infierno sulfuroso de Alighieri. Pero si llegaba demasiado temprano, a la mañana siguiente, para sacarlo, debía de esperar una buena hora y media hasta que sacaran los cincuenta carros que estaban por delante. 


Si llegaba tarde, a eso de las nueve, salía de primerito en la mañana, es verdad, pero la noche anterior tenía que llegar y cambiarme de una (dentro del carro). Me quitaba el traje y me ponía unos shores y chancletas particularmente adecuados para transitar cuadras del suroeste, pasadas las nueve de la noche.
 
Pero lo peor lo peor, es que no tenía intimidad. Entraban mis primas, salían mis tíos. Manolo, el del abastos, venia todos los días a revisar que me hacía falta en la nevera.  José, el asturiano de la esquina, llegaba todos los santos martes y viernes (a las seis y media de la mañana!) con un taperuere con la fabada que le había sobrado del día anterior. (Es sabido que todo lo que sea caraota recalentada al otro día es mucho mejor). Todos querían saber que coño de Viagra Chino se metía el inquilino de Mario para clavarse a sus hijas, juntas y por separado, de lunes a domingo, y de ocho a seis de le mañana. "Algo le metes a los guisados, ese olor..." me decía Manolo.

Hasta que un día, Leonardo, un gerente que trabajó muchos años en la sucursal 46, me dijo, solemnemente “Sr. Jaime, me divorcié!” Me lo dijo con aquel tono de quien comunica una cosa importante, un hito biográfico, un incidente significativo en la vida. Ya no tengo paciencia para estas cosas. 


“Mis viejos están enfermos, sabe, y bueno…le alquilo el apartamento”. 


“¿Qué? ¿Pero cómo sucedió eso chico? ¡Qué vaina tan arrecha! Lo bien que se llevaban! Ni me digas nada… sé perfectamente cómo te sientes. Un divorcio es lo peor chico…¿en cuánto me lo alquilas?”

Sin papeles, ni nada. Oficialmente no tengo residencia legal. Cuando me solicitan un recibo de luz o teléfono pido uno prestado y hasta ahora no he tenido problemas. Por supuesto que las niñas de los bancos y las tarjetas de crédito tienen más que hacer que ponerse a leer recibos del aseo urbano.

Pero yo, irresidenciado y todo, estaba feliz feliz. Al fin, un poquito de privacidad, para mí (y para mi carro).


Leonardo había comprado ese apartamento, éste, precisamente porque queda justo en frente a la sucursal dónde trabajó varios años. Saliendo a la puerta de la tienda se ve clarito el balcón y la ventana de mi cocina, que da hacia el tendedero.

La sucursal 46 es una especie de tienda piloto en dónde probamos cualquier tipo de cosa: los pos de los bancos, los exprimidores automáticos de naranjas, los nuevos uniformes de las cajeras, los bugs de Oracle Retail. Una especie de atol en medio del Pacífico dónde revienta toda vaina. La única razón por la que es la sucursal piloto es que tiene acceso por todas partes: por la Fajardo, por La Cota Mil, por La Francisco de Miranda, por La Libertador, por todas partes. En menos de media hora se ponen un poco de supervisores de acuerdo y le caen en cambote a la 46. Casi siempre los viernes. Yo acostumbro reservar los últimos días de la semana para visitar las sucursales del interior, cosa que todo el mundo sabe, pero empezó a parecerme raro que, siempre que estaba en la casa un viernes, alguno de los supervisores me llamaba para que me acercara a evaluar los daños colaterales de los experimentos piloto. Un día le pregunto a uno: “¿Chico, cómo sabes tú que estoy en la casa y que no estoy Barquisimeto?” “Cómo se iba a ir para Barquisimeto si dejó todos los interiores colgados en el tendedero, mi jefe?”

¡Privacidad un coño, no joda! Ahora entiendo porque la reina Isabel odia que le alcen el pabellón real de Buckingham cuándo está en Londres. Y tiene toda la razón, la vieja. Es como si le colgaran las pantaletas en el hasta más alta del palacio, para que todo Londres las pueda ver. Ahora la entiendo, a la pobre. Ricos y pobres, nobles y plebeyos, todos necesitamos un lugarcito para leer un libro y guardar el carro.