sábado, 14 de marzo de 2009

Azafatas de antiguamente






Mi abuelo llegó a Venezuela en Abril de 1945, un día antes de acabar la guerra. El barco, que había salido de Lisboa casi dos meses antes, fue atacado por submarinos a lo largo de Las Azores y a punto estuvo de zozobrar. Porqué atacaron aquel barco, quienes, cuántos eran, no se sabía. Los alemanes ya no confiaban en nadie.

Diez años más tarde, estamos en el 55, mis padres se casan en Portugal y van a pasar la luna de miel a Caracas. Se quedaron allá treinta años. Los primeros tiempos vivieron en casa del abuelo, por los lados de La Vega. Pasó algun tiempo y nací yo. Cosa que me parece importante. (Nacieron otras personas, antes y después. En mi familia y en el planeta. Y pasaron varias cosas más en el mundo).

En 1965, veinte años después de haber llegado a Venezuela, mi abuelo decide regresar a Portugal. Definitivo. “De vez” como decían los emigrantes de entonces. Todavía se realizaban muchos viajes de barco pero empezaba a ser normal viajar en avión. Mis padres bajaron a despedirse del abuelo en el aeropuerto de Maiquetía. Era poco más que una pista de tierra batida, por aquel entonces, Maiquetía.

Mi mamá, intentando retenerme, me cargaba en los brazos con miedo de que me perdiera entre tanto transeúnte y residenciado. Yo perneaba. Ella me asía con fuerza. Los aviones estaban estacionados afuera, del otro lado del vidrio. Del lado de adentro se entablaba una lucha. No es fácil retener en los brazos a un mequetrefe de cinco años. Un poco para aliviarla y para que descansara, mi abuelo me alzó y dijo, amenazador, que me portara bien porque si no me llevaba con él. En aquél avión. Ese mismo. Papá miró, primero al avión y después a mi mamá. Y le dijeron que OK, puede ser. Por un tiempo.

Aquí las cosas se dividen. Cómo fue aquello exactamente ya no se sabe. Ellos contaban esta historia de varias formas y todos los pormenores me parecían importantes. Después de escuchar lo mismo muchas veces uno se pierde, aunque se trate de algo sencillo.

--Me lo llevo entonces—decía mi abuelo.
--Lléveselo pues—decían mis padres, riéndose.
--Dile adiós a tu papá y a tu mamá.
--Adiós pues, jajaja.

Hay que ver la cantidad de papeles y permisos y certificados que te piden para meter un gato o un perro dentro de un avión, hoy día. Pero en aquella época todo era fácil. La edad de oro de la aviación estaba empezando. Y como eso, tantas cosas.

La versión de mi abuelo metía una aeromoza, más o menos así.
--¿El pasaje del niño?-- preguntaba la azafata.
--No tiene—respondía el abuelo.—Es mi nieto. Lo voy a cargar encima de las rodillas.
-??
--Todo el viaje.
--No puede.
--¿Porqué no?
--Normas de la aviación moderna.
--Entiendo—decía mi abuelo.-- Entonces le compro un pasaje. ¿No se puede comprar un pasaje a un niño?
--Sí, se puede.
--¿Cuánto cuesta?
--Puede comprarlo, pero no aquí.
--¿Cómo haría yo, entonces? ¡Este reglamento no me deja hacer nada!
Ella encoje los hombros, mira por encima de mi cabeza y ve a mis padres que se ríen y nos dicen adiós.
--¿Son los padres del chico?- le pregunta al abuelo.
--Sí.
--Bueno. Ándele, pues. Pase.

Y fue así cómo nos fuimos los dos, sentados lado a lado. De paseo por la vida, literalmente. Las aeromozas de adentro me dieron un libro de colorear y una caja de creyones especiales para los peques. A mi abuelo le dieron güisqui y cigarrillos para que fumara. Era otro mundo.

Después que nos montamos en el avión mis padres regresaron apresuradamente a Caracas. Llegaron, se sentaron a la mesa de la sala, y se pusieron a escribir una carta entre los dos. “Mándelo de vuelta”. “Ahora mismo ya grasioso” garabateó mi mamá por encima. Nadie en mi familia había pasado nunca de tercer grado y las cartas tardaban quince días en llegar, a veces más. Mi abuelo se organizó la vida primero y me reenvió pasados cinco años, con mañas, medio usado.

Para comprar el pasaje de regreso tuvimos que ir a Lisboa: cinco horas en tren. Seis de regreso, no me pregunten porqué, siempre fue así. Allá en Lisboa nos fuimos directos a las “oficinas aéreas”, a hablar con aquellas azafatas de pestañas largas. Usaban unos sombreritos redondos y unos pañuelos al cuello. Y unos zapatos blancos de cuero y tacón muy alto que se veían muy sólidos y resonaban en cualquier tipo de piso. Era con ellas con quien se tenía que hablar para estas cosas. Flotaba un perfume en el aire. Fueron ellas las que me colgaron un cartel al cuello y me dieron un besito en la frente. Era el procedimiento para viajar solo. Unas eran de Varig y otras de Pan Air. Las mujeres más bonitas del mundo. (Quería decir “sofisticadas” pero me faltaba la palabra). Yo me hacía la paja desde hace poco más de un año.

Así que llegué a Venezuela, pasados pocos días, me puse bastante mal de salud. Tenía diez años y estaba a punto de morir. Se me chuparon los cachetes, quedé delgado como un palillo. Nadie sabía muy bien que era lo que tenía, lo que me pasaba. No mostraba signos de recuperación. Solo empeoraba. Los especialistas no atinaban con nada. A uno de los médicos se le ocurrió intercambiar dos o tres palabras con el niño y descubrió que o menino falaba un casteliano enrevezadísimo.
--¿De dónde salió esto?
--De Portugal—contestan mis padres.
--Mándenlo de vuelta-- dictaminó el médico-- inmediatamente.
No se detuvo gran cosa en el resto de la sintomatología. Y fue bastante práctico en la prescripción del tratamiento. Una especie de cuarentena en extradición, como se estaba viendo. Nunca llegamos a saber que era lo que tenía, de qué me enfermé, qué me había pasado. Todavía hoy tengo esa duda. La paja nunca ha matado a nadie, eso es mentira, todo el mundo lo sabe.

Pero fue santo remedio. El viaje de regreso me tocó un asiento del lado de la ventana. Ellas “té, café o limonada” pero yo distraído, en las nubes pues, como si nada. Así que llegué a Portugal empecé a mejorar. Me recuperé bastante. Y, pasado un tiempo, porque ya estaba bueno otra vez, me regresé a Venezuela en mejor estado. Ahora fue mi abuelo quien les escribió una carta a mis padres. Básicamente decía que, en Portugal, la educación era mejor. Un hecho incontrovertible que estaba claro para todo el mundo, incluyendo mis padres. El resto de la carta no se le entendía muy bien. Bueno. Y así, etcétera, no voy a seguir porque ya se entiende. De un lado para el otro, pues, siempre en las nubes, mirando por la ventana. Cada cuatro o cinco años había alternancia en el poder. Yo siempre fui sensible a los campos magnéticos y aquellas migraciones trasatlánticas me reventaban con las hormonas. Me salió acné, me salió barba. Empecé a pegarme la cabeza contra todas partes. Lo normal en la vida.

Y después se murieron todos, mi abuelo, mis padres. Las aeromozas seguramente también. Y las que sobreviven deben ser viejitas de aquellas que se pintan mucho y viven con montones de gatos que sueltan pelo pero a ellas no les importa nada y los dejan dormir en la cama. El tiempo pasa como un caterpiler sobre una huerta en la que alguien estuvo trabajando hasta hace unas horas. ¿Valió la pena? Eso fue lo que quedó. Una zanja en el suelo. Tanto trabajo y tanto amor para qué. Para nada.




Julio 2008
Dunedin

4 comentarios:

Fabrizio Macor dijo...

biografia o ficcion?

Jaime Senra dijo...

Hola Fab
¿Te acuerdas de aquello "ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario"? Pues, la mayor parte de las veces es muy pertinente y se aplica. Ni lo uno ni lo otro sino las dos cosas al mismo tiempo.
Chau pué

Anónimo dijo...

BRAVO!!!
BRAVISSIMO!!
me gustó mucho mucho este... es conmovedor!
Saludos
Blas

Mario dijo...

Todo lo relacionado con el mundo de los viajes y el turismo me interesa, debido a que estoy estudiando una carrera afin. Ademas viajo mucho. Normalmente compro Vuelos a Buenos Aires desde Salta ya que por razones laborales debo trabajar entre ambas ciudades