jueves, 14 de mayo de 2009

Plaza Mil



Para Adelso Yañez
(y para Sofía algún dia)

En el Maracaibo de mi infancia había una placita minúscula llamada Plaza Mil. Aunque pequeña y desgarbada, para el sector en donde se situaba servía como punto de referencia en la trama aburrida de la ciudad. Decíamos, en aquel entonces, para indicar una dirección “Queda a una cuadra de la Plaza Mil”, o “A dos calles y una avenida de la Mil”. De la misma forma que habían tres gracias, cinco virtudes, siete pecados, diez mandamientos, debían haber mil cosas, entre terrenales y celestes, entre materiales y etéreas: mil. Mil próceres de la independencia, mil balas disparadas por Sucre, la plaza Bolívar número mil, mil espinos en la corona de Cristo y otras tantas heridas en el sagrado corazón de la Patria. Qué mil vergas serían, me preguntaba.

(Estoy de vuelta a Maracaibo después de veinte años. Me parece importante señalar esto, que aquí hubo un parentesis).

Y ahora estoy sentado en un banquito de esta plazoleta cuyo nombre me había intrigado la infancia, jeje, ni lo puedo creer, digo, que pasaron veinte años. En una de las esquinas, junto al paredón de la iglesia, hay un pedestal semioculto por la maleza. Es un bloque de piedra de una sola pieza, invadido por el musgo. Sobre la superficie, revelando un color más limpio del granito, aún quedan los vestigios de unas letras que en algún momento estuvieron adosadas al zócalo. Ya no están. Hacían alusión a una estatua o un busto tal vez, que tampoco está. J. S. Mill 1806-1873, rezan las marcas que dejaron unas letras gruesas (quiero creer que eran de bronce) de bronce. El bronce que resiste la inclemencia del tiempo y que ya no está.

Regreso a mi banco antes de que me achicharre el tabardillo. Venezuela es esta película mala en dónde ocurren las cosas más insólitas. Eso viene en las guías turísticas, todo el mundo lo sabe. ¿Pero a quién coño se le habrá ocurrido dedicarle una plazoleta a J. S. Mill? ¿En Maracaibo? Vergazón. ¿Quienes fueron los obreros que constryueron las murallas de Tebas, los locos de emboque a quién se les ocurrió tan peregina idea? En el mismísimo Londres la estátua de Mill es un armatoste abollado que no le vende fotos de recuerdo ni a los turistas más perdidos y mamados.

Fui obligado a leer a John Stuart Mill hace muchos años, no sé si en historia de las ideas, historia de la economía, una historia cualquiera, no me acuerdo. Por supuesto que lo leí y no lo entendí, como siempre. El entendimiento me llega mucho después en retroactivo, tipo camara lenta. Esto en el mejor de los casos y con mucha suerte. Ni decir tiene que no me acordaba de nada que hubiera dicho o hecho ese tal mardito cómo se escribe? Pero hace dos años, en medio de una comida, mi hija cruzó ruidosamente los cubiertos por encima del bistec y se declaró vegetariana. Soy vegetariana. Lo dijo con orgullo y repugnancia (en inglés; me habla en inglés cuando me quiere esfloretar el quicio). Con aquella repugnancia hacia la carne, o hacia el régimen omnímodo, un asco incierto, nada claro. En condiciones normales digamos, aquella hubiera sido una declaración más del tipo “Soy pro aborto” o “Soy socialista utópica”, es decir. Pero dado que sobre la niña, con principios de anemia, recaían ya graves sospechas de comportamiento anoréxico, aquella intención se transformó en el Chernobil de las autoafirmaciones adolescentes. La confirmación de que estábamos ante el peor escenario. Alerta pandémica número seis, sirenas, luces rojas.

La mamá, como siempre, entró en pánico, salió a comprar Someses y me la dejó a mí y para mí solito. Ni se le ocurra discutir estas materias con una niña de catorce años llamada Sofía, porque entra a la porfía con muchísima desventaja. El debate, que para usted es una concesión paternal y un sacrificio, para ella es la gloria. Una adolescente es una criatura insaciable de filosofía y moral. Puede discutir la consubstanciación o el derecho del neonato a la vida durante horas y horas, noches y noches con sus días. Nunca se cansa.

Los argumentos vegetarianos subieron pues, lentamente, de lo pedestre y proteínico a lo irreductible y principístico, todo dentro de la amplia esfera de lo conceptual. No se trataba de que la carne diera acne o se digiriera mal. Por favor. Se trataba de un principio muy sencillo, muy fácil de entender. Matar es malo. ¿Tú no entender, viejo? Yo repetir a ti, Matar ser malo. Yo sé que soy burro pero me salta el tampón cuando me lo recuerdan (burlándode de mi inglés con aquél tonito, para más grima). Así sea mi hija, o más aun tratándose de ella. Y la niña, tirándoselas de muy leída, se empeñaba en remitirme a la consulta de un guru australiano, un líder espiritual o chamán o qué sé yo, llamado Peter Singer. Yo ni puta idea de quién sería éste Pedro Cantor. Supuestamente daba clases en Harvard o Cornell, una vaina de esas. Ya me lo estaba imaginando. Un Paulo Coelho con más barba, de la Ivy League. ¿Qué otra cosa pudiera esperarse de las lecturas adolescentes? Pero como no hay nada que los padres no hagan por sus hijos terminé encargando un par de libros por amazon. A lo mejor me los compré para saber cómo pensaba mi hija. Hoy ella y yo somos vegetarianos. (Claro que me he puesto a analisar eso y creo que lo hago, en el fondo, porque quiero mostrarle a Sofía que le tengo consideración intelectual. Y porque la verdad es que no tengo tantos gases. Ella no se ofende con esto porque la he enseñado a respetar la verdad, así sea fea o suene mal).

La lectura de Singer remitía a los fundamentos del utilitarismo y por consiguiente a J. S. Mill. Por ladilla, como quien no quiere la cosa, por deporte, más por ladilla pues, googueleé un rato por allí. Internet está llena de referencias a la obra de Mill y con un poco de paciencia se consiguen sus obras completas, doc o pdf, como el lector lo prefiera. Descubrí que estamos en deuda con Mill por un bojote de cosas, algunas de ellas bien básicas. Nociones fundamentales de economía que yo creía provenientes del pleistoceno, tales como costos de oportunidad, economías de escala, ventajas comparativas, conceptos que ya forman parte del inconsciente colectivo como diría Sofia, los debemos, en buena medida, a Mill. Aunque no es por eso que es recordado.

Como Mozart o Picasso, John Stuart Mill fue un niño prodigio. Cuando en compañía de Andrés Bello, Bolívar visitó Londres, en 1810, Mill tenía cuatro años y por ese entonces se estaba leyendo las fábulas de Esopo en el original griego. A diferencia de Simón Rodríguez, que tenía una ensalada roussoniana en la cabeza, dulzona y permisiva, el padre de Mill tenía un par de principios pedagógicos bastante claros, que rezaban más o menos así. El niño tiene una capacidad intelectual infinita que desarrollará plenamente si se lo somete a una carga didáctica brutal, inflingida con disciplina inmisericorde, impuesta sin descanso ni tregua. Lo demás son pendejadas francesas, mijo.

A los ocho años, el pequeño John, después de haberse raspado a Platón, Herodoto y Xenofonte, entre otras menudencias, empezó con el latín y lo leyó todo, de cabo a rabo. Desde Tito Livio a los dísticos frontispicios de las iglesias de Escocia. Todo. Fue una suerte, para él, que el imperio romano no durara más de tres siglos.

A los doce años comentaba, con aporte crítico, los principios de economía política de Ricardo y Adam Smith; y en el lapso de pocos meses pasó de los elementos geométricos simples de Euclides a los sutiles incrementos del cálculo diferencial de Newton y Leibniz. Como el mismo Mill afirmó con respecto a sí mismo, al promediar la adolescencia, en materia de formación, ya le llevaba veinticinco años de adelanto a sus pares. Modesto, el muchacho. Y como iba bien de tiempo decidió aprender a anudarse las trenzas de los zapatos.

Los especialista le han atribuido a Jonh Stuart uno de los más altos coeficientes de inteligencia de la historia, entre 200 e 230. Na molleja, primo, por no decir un mutante. Y cómo toda la vida he creído que existe una relación profunda entre la capacidad de amar y la inteligencia --una de esas teorías estúpidas mías que ni siquiera viene al caso-- me puso a investigar. Y ésta es es la historia de amor que me gustaría contar. El cuento de cómo el Chavismo destruye todo a su paso, esa ordinariez, esa vulgar história de mierda, que la cuente otro. Mill, pues.

No es por su precocidad, o por la originalidad de los métodos pedagógicos a los que fue sometido, ni por sus ideas liberales o sus precursores conceptos económicos, por lo que Stuart Mill debe ser recordado, sino porque fue el protagonista de una de las más bellas historias de amor de todos los tiempos. El amor que John le profesó a Harriet Taylor fue un desvarío loco, barroco, desproporcionado, fuera de todo mesura, más allá de cualquier límite impuesto por la sociedad, por el pudor mental o la sensatez. La conoció a los veinticinco años. Ella tenía dos menos que él. John emergía de una crisis intelectual que lo había sumido en la depresión. Y como sucede con todos los grandes amores, aconteció de forma súbita, fatal, irreversible, hiperadjectivada y flagrante. Se apasionaron locamente, mutuamente, los dos, de aquella forma, ambos, fatal.

Aunque había un problema. Cosa poca. Harriet, educada bajo los más rígidos preceptos puritanos, aparte de ser una joven casta, era casada. Con hijos. Una mujer casada y de la high, en plena época victoriana. Era un problema, porque ella era una persona sobria y recatada. Él también. Ella había sido educada en el doblegamiento de la voluntad y en la disciplina de los sentimientos. Él también. Él se conducía en la vida con aplomo y serenidad, con ascetismo inglés muy circunspecto. Ella también. Y a ambos se le olvidó todo lo que eran, fueron, o habían sido, y pronto se les abatió encima el escándalo. A los dos, en frentes cruzados, ambos, horrible.

Harriet y John se convirtieron en la comidilla preferida de aquellos salones de té y salitas de club dónde se bebía mucho, se hablaba poco y no se comía nada. Circunstancia agravada por el comportamiento de Mr. Taylor que, todas las noches, para dejarle el terreno libre al amante de su esposa se escabullía al club yéndose a fumar un bien meditado Cohibita de seis o siete pulgadas. Esta situación poco original no es del todo infrecuente. Lo que la hace tan particular es que duró veinte años, hasta la muerte de Taylor. Las fuentes, básicamente la Autobiografía de Mill, no aclaran si la causa de muerte fue el cáncer de pulmón.

Luego del período de duelo recomendado por las buenas costumbres, Harriet (viuda a la muerte de Taylor) y John (célibe en el amor de Harriet) se casaron al fin en 1851, bien entrados ambos en sus cuarentas. Estuvieron casados siete años más aunque nunca fueron absueltos por aquellas viejas broyeras del Londres victoriano. Varias veces Mill confesó que había sido la mejor época de su vida. Fue la altura en la que menos escribió.

En 1858, buscando desesperadamente un alivio a la tuberculosis de Harriet, John renunció a su trabajo en Londres y emprendieron viaje hacia los aires cálidos del sur de Francia. Pretendían llegar a Montpellier, en la costa. Harriet falleció muy pocos kilómetros antes de llegar, en Saint-Véran, un pueblito cercano a Avignon, donde fue sepultada.

Fue en este pueblo, en una pequeña casa situada al lado del cementerio, dónde John, acompañado por una hija de Harriet, pasó los últimos años de su vida y escribió lo fundamental de la obra por la que es hoy recordado.

Pocos meses después de la muerte de Harriet, en esa casita del sur de Francia, empezó la redacción de un pequeño libro, que hoy es un clásico. Sobre la Libertad habla del derecho a pensar lo que te pase por el forro y a poder expresarlo como te da la gana, apostando a que el ejercicio de la locura libertaria no podrá alejarnos de la felicidad. Tiene un título que, en inglés, suena tierno, sencillo, simplemente bello. On Liberty. Como decía a propósito de gran parte de su obra, Mill afirmaba que Sobre la Libertad había sido en buena medida escrito, o por lo menos concebido, en colaboración con Harriet.

On Liberty posee una de las dedicatorias más románticas jamás escritas. “Dedico esta obra a la recordada y llorada memoria de aquella que fue la inspiradora y, en parte, autora de lo mejor de mis escritos. A la amiga y esposa, cuyo excelso sentido de la verdad y de la justicia fueron mi mayor acicate, y cuya aprobación constituyó el mejor de los reconocimientos. Al igual que todo lo que he escrito durante muchos años, este libro es tanto de ella como mío. Aunque de manera insuficiente, esta obra, tal como la presento, ha contado con la inestimable ventaja de haber sido revisada por ella; había dejado algunas de las más importantes secciones de la misma para una más cuidadosa revisión, que ya nunca tendrá lugar. Si fuera capaz de exponer ante el mundo la mitad de los grandiosos pensamientos y nobles sentimientos que yacen enterrados con ella, mi papel se vería reducido al de intermediario de todo el provecho que de tal se derivase, mucho mayor del que pueda concluirse de todo lo que yo pueda escribir sin la inspiración y la ayuda de su inigualable sabiduría”.

On Liberty, El Origen de las Especies de Darwin, y la Contribuición a la Crítica de la Economía Política de Marx, fueron todos publicados en Londres en 1859. Un año después de la muerte de Harriet, exactamente cien años antes de que yo naciera. Cien años que pasaron en vano porque al pueblo le ha dado por robarse las letras de bronce con las que se atestigua el paso de la historia. O a la historia le ha dado por devastar la geografía imposible de mi infancia.

(Pocos dias después regresé y no he vuelto más. A veces pienso en esta historia, de las letras que no estaban y que me encontré. A medida que pasan los años cada vez más me parece improbable e inverosímil haber topado con vestígios de Stuart Mill en Maracaibo. Y me parece ver en esta incredulidad mía una señal inequívoca de una transculturación irreversible).

1 comentario:

Aimed dijo...

Me gusto. pero como soy tan ignorante y por mas que quiero recordar usar tanta palabreria de tantos libros leidos ... sigo siendo carnivora a mas no poder.. sorry