sábado, 23 de mayo de 2009

Encuentros


Me encantan esas reuniones en las que un grupo de desconocidos se sienta alrededor de una mesa y cada uno se turna para presentarse a sí mismo. No hay una fórmula establecida para hacerlo pero la gente termina siempre por reducir la cosa a un canon común de expresión mínima: me llamo fulanito de tal, hago esto o aquello, nací en tal o cual parte. Regla general eso es todo. Algunos, algunas mujeres principalmente, informan la edad; no tanto porque crean que la edad contribuye a componer el cuadro (ninguna lo cree) sino por alardear que enfrentan la vida de aquella manera, con la verdad por delante. Otras agregan que son casadas y tienen hijos, queriendo decir que la reunión es importante como no, pero más importante es la ropa que quedó por planchar allá en la casa, su marido y sus dos hijos. Pero aun estas son raras; la mayor parte de nosotros reducimos las señas de identidad a esta frugalidad trivial del nombre, la profesión, la procedencia.

Rita McTerry, obstetra, Edimburgo. Clic, ya está. A muy grandes rasgos quedas encuadrado barra encuadrada en la foto, en la toma preliminar, lista para ulteriores y más sutiles enfoques, el fine tuning que se seguirá después. Adicionas detalles, reparas como cruza las piernas o coloca los énfasis pequeñitos de la voz. Y la cartera DG, y los jeans CK, te fijaste? Bueno, te vas haciendo una idea.

Soy el primero en sucumbir a las falacias simplonas del estereotipo, lo confieso. No me digas más nada pecosa, mi vida. Con las piernas que te gastas no solo puedo imaginar tu pasado cómo predecir tu futuro. Y veo un moreno apuesto y viajado plantado en todo el medio de tu destino. Éste, mira es mi turno, te voy a sonreír, date cuenta.

Jaime Senra, Departamento de Literatura Hispana, Venezuela. Ella me sonríe un niquitin de vuelta, muy coqueta y empática, mucho gusto, el placer es mío. Llegada la hora, si llega, como voy a explicarle que todo es mentira? Que no me llamo Senra, que no soy profesor de literatura. Que ni siquiera soy venezolano empezando por ahí. Es decir, es todo verdad y es todo mentira, pero que más da. Es cómodo y facilita mucho la vida asumir una caricatura de uno mismo, cargar una identidad standart, un yo tipo y tamaño pasaporte.

Aunque a Rita la conozco, por lo menos eso es cierto, ni todo es mentira. De vez en cuando nos encontramos en la cafetería o en la Staff House a la hora del almuerzo, intercambiamos aquel tipo de saludo incomodo en el que no tienes nada que decir o preguntar (porque no sabes nada de nada de la vida del otro) pero hace tanto que se conocen que te sientes en la obligación de agregar algo para que el “hola” no suene tan seco.

Es una mujer bella e inteligente, la Rita. Y está más buena que el coño a pesar de que mis inaugurales augurios nunca se cumplieron y nuestros destinos nunca se cruzaron. Para mi es la escocesita que da clases de obstetricia en la Facultad de Medicina; de la misma forma que yo soy para los demás el latinoamericano que da clases de literatura en el Arts Building. Pase pues, puedo con eso. Y la pasaría igual de bien siendo el portugués que da clases de ortografía. Es verdad que la primera versión suena mejor que la segunda, aunque se trata de una trialidad, como diría Pessoa, soy más la versión incompleta de mis mismos.

Sí, me obsesiona la identidad (y detesto reconocerlo, odio la palabra “identidad” en todos sus tamaños y presentaciones, tipo “identidad nacional”, argh, por ejemplo). No me obsesiona tanto la mía (mi yodad, mi cosa, mi mierda), esa me la conozco de atrás palante, sino la del otro, la de los otros. Precisamente por saber que la mía es esta manta usada de retazos que para quedar bonita se debe mirar de lejos. Tal vez en el fondo me siento un bicho tan raro, un esperpento tan culturalmente pastichizado, que me complace encontrar en los residenciados con permanencia algún parecido, alguna remota afinidad. Por aquello del mal de muchos consuelo de tontos, debe ser. Pero no es fácil, digo, entender esto, sobretodo tratándose de un afásico como yo que se la pasa sumergido en la pantalla o en un libro todo el tiempo, sustraído de la realidad, drogado, jodido claro, pero tampoco requeta jodido, normal, casi contento.

La gente cree que los ridículos no podemos vernos, mirarnos, darnos cuenta, jeje. Que somos muy inteligentes para unas cosas pero muy burros para otras. Que entendemos perfectamente el ballet de sutilezas sociales en Jane Austen, y los cataclismos psicológicos de Dostoyevsky y todo eso, pero que no nos damos cuenta de cuando se ríen de nosotros, de cómo cargamos la chaqueta, de lo estúpidos que nos vemos con corbata y sombrero de Zorro. Como llegan a creer eso, como les cabe semejante dialéctica de circo en la cabeza no lo sé, sinceramente. Son los tales misterios de la naturaleza animal que nos fascinan. Por supuesto de que me doy cuenta de quien soy, faltaba más, coño. Y del ridículo que hago, pues claro. Y exactamente de la misma forma que puedo reconocer un Louis Vuiton y nunca he cargado uno, del mismo modo, con la misma diáfana claridad me percato de la facha de mis lentes y soy el primero que me río. O me me río. Digo, todos construimos o tejemos una incierta imagen de nosotros mismos.

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