Mi amiga Flávia es brasileña pero vive en Nueva Zelanda hace más de diez años. Está casada con un kiwi que trabaja en los tribunales y entre los dos saben cómo funciona todo por aquí, a qué horas recogen la basura, cómo se ahorra en la factura eléctrica, cómo se le habla a un policía para que no te ponga multa y esas cosas. Cuando llega a Dunedin alguno de esos cruceros que dan vueltas al mundo la contactan a ella para que enseñe la ciudad. “Guía local” le dicen en la jerga técnica del turismo. Los pasajeros de los grandes cruceros casi siempre vienen divididos por grupos lingüísticos: los que hablan francés los meten a un ladito; en la parte de arriba del barco van los alemanes, por ejemplo; los que hablan inglés del lado de la ventana; los brasileños abajo, etc. Es un arreglo práctico que facilita mucho el trabajo de los mesoneros y las camareras del barco. Además, durante todo el crucero la gente va acompañada por uno o más “escorts”, es decir, los acompañantes, que a diferencia de los guías locales, son los profesionales que cuentan cuantas personas hay como si fuera muy normal que las personas de vez en cuando se cayeran por la borda.
--No te creas. Quedarse atrapado en el baño es muy común-- me sigue explicando Flávia.
--¿Porqué?-- pregunto. Si voy a ser guía local quiero saberlo todo.
--No sé-- me dice ella-- solo sé que no hay día que no se quede una vieja atrapada.
Raro, pienso yo. A lo mejor la gente está acostumbrada a que las puertas abran hacia determinado lado, o encuentran las cerraduras diferentes, me imagino. Y claro, como son personas de una cierta edad, se ponen nerviosas con mucha facilidad. La mayor parte de los pasajeros son viudas. Un noventa por ciento viudas, calcula Flávia. Después están los viejos ricos que se casaron con una mujer mucho más joven que ya se aburrió con la mierda del crucero. Cinco por ciento. Y el restante son dos o tres nietas adolescentes que fueron engatusadas para acompañar a las abuelas y también ya se arrepintieron.
--No hay nada de qué preocuparse-- dice Flávia-- Entras al autobús, agarras el micrófono y vas diciendo donde están, aquí la famosa estación del tren, la celebre oficina de los correos, la renombrada taberna dónde el capitán Cook tomaba cerveza con el alcalde, por ejemplo, eso es es todo.
--¡Pero coño chama, tu llevas aquí diez años! ¡Yo ni puta idea tenía que la Cook Tavern se llama así porque Cook estuvo allí!
--Serás bien gafo. Eso me lo acabo de inventar yo ahora mismo.
--Ah, OK. Ya entiendo.
--¿Me puedes hacer ese favor?
--Bueno, OK.
--Entonces le voy a dar tu email y tu teléfono a la agencia de viajes para que te contacte.
--Dale, pues.
La agencia me contactó con un mes de antecedencia a la llegada del crucero. Querían que les mandara una copia de mi licencia de manejar. Ese es el documento de identificación por aquí, el único que tiene foto. Escaneé muy bien la licencia, la pasé por Photoshop para sacarle el brillo y las pelusas y se la envié perfecta. Ellos me respondieron que muchas gracias y me preguntaron si conocía a otra persona que pudiera servir de guía porque el grupo era muy grande e iban a necesitar dos autobuses. Le pregunté a Francisco, un amigo chileno que lleva aquí toda la vida y tiene un hijo kiwicito y todo.
--¿Te interesa?-- le pregunto yo entonces a Francisco.
--OK-- me dijo él. Yo había acribillado a Flávia con preguntas, qué digo, qué hago, dónde me paro con el micrófono, de dónde me agarro si tengo el micrófono en la mano, pero Francisco a mí no me preguntó nada, ni siquiera cuanto iba a ganar, nada. Me gustaría ser así, decidido.
--Le voy a dar tus datos a la agencia.
--OK.
Y bueno, llegó el día, es decir el barco. Por supuesto que durante aquel mes me leí todo sobre Dunedin, el histórico casco central, los bucólicos suburbios, los humildes orígenes agropecuarios, el pináculo de la arquitectura victoriana. Todo lo que aparece en los links de la Wikipedia y después seguí con la biblioteca municipal. Las cosas que no aparecían en los libros o que no entendía bien me las explicó Shane, el marido de Flávia, un tipo que come Vegemite al desayuno. Yo una vez probé el Vegemite por error, pensando que era margarina, y sé de lo que estoy hablando: Shane es una fuente de información primaria, genuina y confiable. La agencia de viajes nos había mandado el itinerario y los horarios por email. Estaba previsto que los dos autobuses partieran del puerto a las ocho y treinta. El día anterior había encontrado a Francisco en la calle y me dijo que era mejor llegar como a las ocho.
Llegué a las siete y media porque no sé calcular muy bien el tiempo por la distancia veces la velocidad promedio y Port Chalmers queda más o menos lejos. Tampoco había entrado nunca al puerto y no quería perderme. Pero fue muy fácil llegar porque a la entrada del pueblo está todo señalizado con unas plaquitas azules que dicen “cruise arrivals and departures”. Siguiendo las flechas se termina en un galpón enorme. Hay varios tipos apostados en la puerta, vestidos con chalecos verdes fosforescentes y con porta papeles en las manos. Me paro y le digo al primero que se me acerca que soy el guía local, que vengo a buscar los brasileños. Le entrego mi licencia y él empieza a chequear mi nombre contra la lista del porta papeles. Revisa las cinco o seis hojas hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante otra vez con más detenimiento, pero nada, me dice que no aparezco en la lista. Yo había mandado la copia de mi licencia para la agencia de viajes con un mes de anticipación y creo que esa fue la raíz del problema. Que las cosas no se deben hacer encima de la hora, es cierto, pero tampoco con demasiada antelación. Las dos cosas son igualmente malas. El señor revisa otra vez los papeles pero lo llaman por radio y me pide disculpas porque es urgente. Me dice que me estacione por ahí, mientras resuelve el problema y regresa.
Estaciono junto a la cerca y empiezo a repasar mentalmente los años fundacionales 1830-1848, hasta la llegada de la Iglesia Libre de Escocia, que es la parte más enredada en la que los varios autores no se ponen de acuerdo. Pasado como un cuarto de hora el señor del chaleco verde me llama otra vez y me dice “war gland cluther did you came that plight morning?”, algo así. Por el tono sé que me está haciendo una pregunta pero aún después de haberla repetido dos o tres veces no la entiendo. Le digo que sí, claro, por supuesto, que sea lo que dios quiera. Él pone aquella cara de espanto y me va a decir cualquier cosa pero lo vuelven a llamar por la radio, que venga urgente que está pasando una vaina grave del lado de adentro. Me pide disculpa y que aguarde solo unos minutos más, que ya vuelve, y sale corriendo. Me meto al carro otra vez porque aunque ya pasa de las ocho sigue haciendo demasiado frío.
En eso llega Francisco en su carro. Me ve, se para y yo le explico que no puedo pasar porque no estoy en la lista. Se acerca otro señor de chaleco verde y le pide la licencia a Francisco. El señor que me atendió a mí era simpático, pero éste tipo es medio antipaticón, barrigudo, ni siquiera saluda. Francisco sí estaba en la lista. Cuando va a meter el carro el gordo le dice que alto ahí, dónde crees que vas tú, no puedes pasar con carro, pajarito. Yo conozco a Francisco, es un tipo pacífico que no se mete con nadie. Estaciona su carro al lado del mío, abre la puerta de atrás y saca el balón, la lunchera y de último, al niño. Él y el pequeñin son inseparables, lo lleva para todas partes, andan siempre juntos. Cuándo se van a meter por el galpón adentro lo llama el barrigudo y le dice que el niño no puede pasar. ¿Porqué? Porque no está en la lista, obviamente, por qué iba a ser. Pero es un niño, por dios, es mi hijo, no tiene licencia de conducir, no tiene edad para aparecer en listas, dice Francisco, ese tipo de cosas. Yo no los escucho hablando porque estoy dentro del carro repasando los años del apogeo colonial 1866-1890, hasta la plaga del conejo. Pero veo a Francisco y el panzón levantando y bajando los brazos durante un rato hasta que Francisco desiste y se devuelve con el niño agarrado por la mano. El pequeño viene abrazado al balón, lloriqueando.
-No hay problema, pana- le digo-- Entra y explícale al chófer del autobús que no me dejaron pasar. El autobús cuándo salga que se pare un momento, para que yo pueda entrar.
--¿Y el niño?-- pregunta él. Coño, es verdad, se me había olvidado el niño...
--Pues... vienes tu adelante en el primer autobús; yo te entrego el pequeño y después me monto en el segundo autobús.
--¿Y cómo hago yo para poner a los autobuses juntos?-- vuelve a preguntar.
--Bueno. Tú entra y ya resolveremos el problema.
--OK-- dijo él y empezó a caminar en dirección a la puerta.
El niño de Francisco es una preciosidad de mocoso. Hasta me parece que Francisco lo carga todo el tiempo porque es su gancho con las mujeres. Viejas, jóvenes, bonitas, feas, todas se detienen en medio de la calle para sonreír y meterse con el pequeño. Él y la esposa están divorciados y me imagino que tienen aquellos arreglos tipo “este fin de semana no puedo porque la semana pasada te tocaba y te hice el favor por consideración para con tu mamá y ahora me vienes con esto”. Y aparte todo eso el chamito tiene un atractivo natural. Despeinado, con las trenzas de los zapatos sueltas, unos ojos azules impresionantes y todo el tiempo agarrado a su balón como diciendo que se caga en todo y en todos menos en la gloriosa selección de Chile.
Bueno. Lo dejé que lloriqueara un rato viendo como desaparecía el papá galpón adentro. Pasé varios minutos sin dirigirle la palabra hasta que se fue calmando, aunque en ningún momento se atrevió a salir de mi lado. En eso, para nuestro completo asombro, de adentro del galpón se asoma la locomotora de un tren. Un momento después caí en la cuenta que debía ser un viaje turístico especial, una especie de vuelo charter, pero en tren en este caso, exclusivo para los pasajeros del crucero. Pasa la locomotora y empiezan a desfilar los carruajes uno tras otro, atiborrados de viejitas finórias que al ver al mocoso se deshacen en sonrisas y adioses.
--Nunca vi un tren tan largo en mi vida-- digo yo, como hablando para mi mismo-- Debe de ser el tren más grande que alguna vez he visto.
Y era cierto. Cómo el viaje hasta Dunedin es en terreno plano y sin grandes curvas le metieron más de treinta carruajes a aquél tren.
--Y él más bonito-- sigo diciendo yo, hablando conmigo solo-- Más bonito que un tren amarillo solo un tren rojo...
--O azul...
--Claro, de acuerdo, aunque los azules son demasiado potentes, más peligrosos.
--¿De verdad?
--¿No lo sabías? Dame la mano y vamos caminando que ya te lo explico.
Al llegar a la puerta vuelve a encontrarme el guardia del chaleco verde, el mío, el simpático.
--¿Nada?-- le pregunto. Él se encoje los hombros y me pide la licencia. Se la doy y anota los datos en el fondo de una de aquellas listas.
--Bueno, pase pues-- me dice medio resignado.
--Ahora tengo un problema.
--??
--Bueno, no puedo dejar aquí el niño. Es el hijo del otro guía...él si estaba en la lista y pudo entrar...pero el niño no...ni estaba en la lista ni lo dejaron entrar...y yo iba a esperar el primer autobús para entregárselo y meterme en el segundo... no sé si me entendió...
-- What tha gried bus hast to walts? Increasing duggs?
-- ¿Perdón? No, yo no soy el padre del niño-- le iba a empezar a explicar otra vez pero lo llamaron por la radio. Por supuesto que tampoco entendí nada de lo que se decían por la radio pero a juzgar por la voz del tipo del otro lado las viejas turistas le estaban pellizcando el culo. Pase, pase rápido pues, me dijo el guardia del chaleco por señas mientras intentaba calmar el tipo de la radio.
Pasamos pues, ni lo podía creer, Joseph y yo de la mano, tal y cual la entrega de un espía enano en un galpón de Berlin! Me dijo cómo se llamaba y que edad tenía, siete. Y lo que más le gustaba, aparte del fútbol, eran las franelas rojas y azules del Barcelona. Yo tengo en la casa una franela blanca del Real Madrid, pero ningún problema, amigos pues de todas maneras.
Una vez que salimos del galpón nos encontramos en medio del muelle del puerto. Primero vimos aquél gentío loco, gente como arroz hasta que la vista se perdía. Parecían hormigas alrededor de los autobuses. Y los autobuses, que yo originalmente creía que eran solo dos, eran más de cincuenta. Por dónde entraron aquellos autobuses no lo sé. Solo un momento después levantamos la vista y vimos el monstruo, el crucero. El barco era sencillamente descomunal, con más pisos y más alto que un rascacielos. Nos metimos entre la multitud bien agarrados de la mano. Yo no sabía muy bien adónde me dirigía pero estaba esperando escuchar en cualquier momento la voz de un brasileño. Lo que me faltaba ahora es que estos fueran brasileños finos, ricos, y que hablaran bajito. Pero no. Los escuché a más de trescientos metros gritándose unos a otros con todo cariño. Había un despelote montado no sé porqué, hablaban unos por encima de los otros, era difícil entenderlos. Por lo que pude inferir, preguntando un poco aquí y escuchando otro poco allá, la confusión la había armado el guía de los argentinos. Aparentemente el hombre quería salir en el primer autobús, no se sabía porqué razón. El problema era que el primer autobús ya estaba ocupado por los brasileños, que no solo estaban instalados en sus asientos sino que ya estaban contados y recontados por el escort. Vi a Francisco en el epicentro del peo, rodeado de un poco de choferes y chalecos verdes y le hice señas con la mano diciéndole que el niño estaba bien, que ya no estaba llorando y que se venía conmigo. Unos minutos después estaba todo resuelto. Yo salí con Joseph y los brasileños en el primer autobús. Francisco se vino en el de atrás con los argentinos.
Y bueno, una vez superada la crisis inicial salió todo muy bien. Joseph amenazó con lloriquear otra vez pero le expliqué que íbamos a llevar a aquellas personas a conocer la ciudad, incluyendo la fábrica de los chocolates. Es decir, la fábrica de chocolates si nos daba tiempo, porque ya estábamos bastante retrasados.
--¿Entiendes, chiquillín? Sí, entendió y se sentó agarrado a su balón, junto al escort brasileño, en el banco inmediatamente detrás del mío. Yo iba adelante, en el banco individual del guía, al lado del chófer. Me boté pues, explicando todo micrófono en mano, mirando hacia el frente para no marearme pero indicando a mano izquierda la colonia del pingüino de ojo amarillo único en su especie, y a derecha, cómo pueden ver, el edificio del ayuntamiento construido en 1892 cuya campana del reloj pesa más de dos toneladas y se mandó a fundir en China con bronce proveniente de los yacimientos de Otago. Es verdad que en uno de los primeros asientos estaba una vieja con una guía en la mano y que a las dos por tres decía “Perdón, aquí dice que...” Pero quien tenía el micrófono era yo.
Paramos en varias partes para que la gente saliera y visitara sitios. El señor Coutinho, el escort brasileño, me explicó cómo estas cosas se hacían. Él ahí mismo se percató que yo no tenía mucha experiencia en estas cosas.
--¿Tienes experiencia de barco?
--No-- le dije muy sinceramente. Yo, experiencia de barco no tenía ninguna.
--Yo te lo voy explicando todo.
Y así fue. Lo más importante, pero era dónde yo más fallaba, era la bandera. Cada vez que salíamos del autobús teníamos que cargar y levantar bien alto una bandera azul que decía “Diamond Princess, Transmundi Tours”, pero a mí o se me olvidaba la bandera o se me olvidaba levantarla. Pero aparte ese pormenor el señor Coutinho siempre se me acercaba diciéndome que lo estaba haciendo muy bien.
--¿De verdad no tienes experiencia de barco?-- me preguntó más de una vez, incrédulo.
--Pues no. Experiencia de barco no tengo ninguna.
En la vuelta Joseph amenazó con armar un berrinche al ver que pasábamos enfrente a la fábrica de los chocolates y que el autobús no se detenía. Pero le cayeron tantas viejas empáticas encima que reconsideró la decisión y dejó de lloriquear ahí mismo. Un poco antes de llegar el señor Coutinho se levantó y empezó a contar a los pasajeros uno por uno. A medida que los iba contando hablaba con ellos, no sé de qué, algo referido a alguien que yo no conocía, un tal Mario. Volvió a su asiento un poco antes de que llegáramos al muelle. Cuando el autobús se detuvo frente al barco yo me dispuse a salir de primero con mi bandera en el aire, cómo había hecho en las paradas anteriores, pero el señor Coutinho me agarró por un brazo y me dijo que saliera de último. Porqué, no lo sé, experiencia de barco. A medida que las personas salían me decían muchas gracias y yo les deseaba buen viaje. Una vez que salieron todos agarré a Joseph de la mano y bajamos. El señor Coutinho me agradeció muchísimo diciendo que había salido todo muy bien y que yo debía dedicarme a barcos porque tenía un talento natural. Le agradecí la amabilidad y él me pidió que abriera la mano y me metió un poco de billeticos de cinco y de a diez con unas moneditas.
--Gracias Mario-- me dijo.
3 comentarios:
Jaime! Amei sua crônica! Dei muita risada! Acho que o seu dia foi melhor que o meu. Temos que tomar um cafezinho e conversar. Beijos, Flavia
Hola Jaime, ya se algo mas de ti y de tu estancia en Nueva Zelandia. Es genial saberlo escrito de esa manera.
Yolanda
Simplesmente Excelente Gracias Amigo por estos minuto de jocosa lectura! Son geniales tus aventuras por NZ. Un Abrazo para ti y Besos para Célia.
Francisco Silva
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