miércoles, 4 de febrero de 2009

1-20 de 3582 resultados para el héroe bueno de la verdad que nunca se rinde

Cuento



-1-
Una cosa es un rayón, un descarche de la pintura. Otra cosa es una raya. Esto ni siquiera llegó a ser una rayita, fue una cosa mínima. El rayón es lo más común, algo que sucede a menudo: hay daño de la pintura pero no hay abolladura de la lata. Eso es un rayón. Pero en este caso no. Es verdad que los dos vehículos se tocaron, técnicamente, pero no hubo daño, entiéndase, de ningún tipo. Resumiendo: menos que un pipirotazo con los dedos, un toque insignificante. El policía, él mismo, fue mi testigo y antes de que se volterara empezó dándome la razón. Después cambió de opinión, débil, imbécil. Lo que pasa es que no tengo paciencia y no me sé explicar. Me cuesta. No logro. Llegué a un momento que nada más decía esto. Que me las iba a pagar. Ok. ¿No se acuerda? Yo la voy a refrescar. Y espero lo que sea. El tiempo que haga falta, no importa. Era lo que decía.

-2-
Estaba con la parienta. Los portugueses le dicen “la patrona”, en el sentido de “la jefa”. A lo mejor la gracia radica en la ironía, en la cosa machista, no sé. Bueno. La parienta era Clarita, pues. Ibamos a recoger algo a la oficina del correo. Digo “algo” porque todavía no sabíamos que era. Solo teníamos aquella postal que nos habían dejado metida por debajo de la puerta, diciendo que por favor presentarse con identificación entre tal y tal hora, día tal y cual en esta dirección así y así. Presentarse en los correos, pues. Me acuerdo que le dije a Clarita, “No me gusta cuando no usan el buzón y tiran las correspondencias por debajo de la puerta.” Me da mala espina, no me gusta. “Tu siempre viendo señales”, dice ella. Es verdad, veo muchas señales, cómo se dice, que van a suceder tarde o temprano, o que están en las eminencias. Ojalá me equivocara.

-3-
Esto era un jueves. Yo no sé porqué pero miércoles y jueves pasa todo. Una vez hice una investigación en la wikipedia y resulta que todos los golpes de estado desde Napoleón hacia acá caen un miércoles, a más tardar un jueves. ¿Increíble no? Les mandé un artículo explicándolo pero las instrucciones son enredadísimas, se me complicó la vaina y después ya no tuve más paciencia. No me daba el ancho de banda. Muy sencillo. Miércoles y jueves hay más gente en la calle. Las personas terminan más neuróticas y paranoicas pero esa es la base, porque hay más. Tendría que pararme mucho a explicarlo. Por ejemplo, el peor día para estacionar. ¿Cuál es? El jueves. ¿Porqué? Por la misma razón. Todos los días paso por aquella calle y estaciono cuando me da la gana y dónde me sale del forro sin ningún problema. Sin rollo. Casi siempre consigo puesto. Ah, claro, pero aquel día era jueves.

-3b-
Todo esto está pasando en Oporto. No sé si es importante o no, pero me parece bien aclararlo. Seguimos.

-4-
Bueno, no hay puesto, me doy una vuelta. ¿Cuál agite? Ningún agite. Todavía no sé nada. Bajo por el estadio, paso enfrente a las canchas de tenis, el complejo deportivo, despacito, voy voy voy y llego hasta los bomberos. “¿Qué haces?” me pregunta Clara. Ella estaba conmigo, no sé si lo dije. Clarita. “Tiempo” le respondo yo, y me doy la vuelta para comenzar a subir. Mentira. Yo no estaba haciendo tiempo nada, estaba buscando puesto pero le respondí lo primero que se me ocurrió. Porque estaba distraído. Pasa a menudo. Voy subiendo, voy mirando, pendiente de puestos vacíos. Ruqui ruqui ruqui, voy subiendo en primera, lo más despacito que se puede sin usar el croche. Porque yo cuido los carros. Si fuera mi cuñado, no joda, ahí mismo le aparecen dos o tres lugares para que pueda escoger. Es un lechudo de primera. Y no sabe cuidar los carros, dígase de paso. No es con los puestos nada más, es con todo en la vida. Tiene una suerte bestial. Una vez lo llamaron de “Quien quiere ser millonario” y ni siquiera respondió. No contestó, no fue, perdió la oportunidad, ¿verdad? Pues no. Porque a la semana siguiente lo volvieron a llamar de “No sé más que un niño de cuarto grado” y ganó cien mil euros. No es una suerte normal, coño, no me vengan con cuentos. Y después dicen que veo señales. “Si fuera tu hermano ya hubiéramos encontrado puesto” le digo yo a la parienta. “Qué suerte” dice ella, meneándose la cabeza. Cada vez que le hablo de su hermano ella pone aquella cara y dice que no con la cabeza.

-5-
Justo enfrente a los correos está esta redoma, bien grande, por cierto, imposible no darse cuenta. Está prohibido estacionarse en la redoma, evidentemente. Es decir a lo largo, en la rueda, el perímetro. Pero miro para todos lados y veo que hay un poco de carros estacionados. No joda. Carros por todas partes. Todos creyéndose en Marruecos o Banguecoque o esos países dónde no hay código. Con que esas tenemos. Aquí me puedo parar yo. Si viene un policía a meterme multa tiene que ponerle infracción a todos estos carajos. Eculecuá. Y a ningún policía le gusta enfrentarse a veinte coñoemadres a la vez, claro. Ese es el truco. Fue lo que pensó el segundo carajo que se estacionó, ya somos dos. Y el tercero pensó ya somos tres y así ha de infinito. Bien bueno. Con multa o sin multa me voy a arriesgar. “Quédate”, le digo a Clara. Total, lo que voy a tardar son dos minutos y ella se va a quedar en el carro, no puede pasar nada. “Dame la postal”, le digo yo, y en dos trancazos me pongo en la oficina del correo, justo en frente.

-6-
Abro la puerta, saco mi numero y, aunque había una docena de personas regadas por aquí y por allá, ahí mismo se encendió la pantalla con mi numerito. Ok. “Número tal”, dice la señora empleada de los correos. Estaba escrito en la pantalla, no hacía falta que dijera nada, pero la señora estaba de buen humor, a lo mejor. Buenos días, buenos días, dígame usted, vengo por esto, mete la mano, saca la mano, aquí está, muchas gracias. ¿Qué tanto puede tardar eso? Un minuto. Es mucho, pero pónle: un minuto, que fueran dos. Eso fue lo que tardé. Salgo con la carta en la mano, bajo las escaleras, cruzo la calle y veo que el tipo viene bajando desde la esquina de la pastelería. El policía. Viene caminando con aquél bailadito de autoridad, despacito, tipo gato satisfecho. Tipo el gato del zorro, silbando, o sea, cómo diciendo tengo ganas de prensarme a uno. Ok, digo yo, pero a mí no. Yo paso, bien gracias. Ya no me vas a joder porque no te va a dar tiempo. Será a otro. Es que ni que el tipo echara a correr, no le daba tiempo, imposible. Yo tranquilo, ni pendiente. Me monto en la camioneta, le entrego el sobre a Clarita, la carta, paso la llave, el motor arranca, saco el freno de mano, meto luces de cruce, todo. Parece que me estuviera arrancando a millón, picando caucho, pero no fue nada de eso, todo lo contrario. Estaba arrancando despacio despacito, superpendiente del espejo retrovisor de mi lado porque los demás tienen prioridad en la redoma, como se sabe.


-7-
Estoy saliendo con todo cuidado, pues, despacito, con toda precaución. Delante de nosotros estaba esta camionetica de la Toyota, éste juguete. La Terios, le dicen, ahora que me acordé del nombre. Es una cosita con motor de moto pero disfrazada de todo terreno. Un motor cómo mil cuatrocientos, una estúpidez. Es como el escarabajo moderno, el bolbagen, no tiene motor ni tiene nada, es carísimo, puro disain, pero le encanta a las mujeres y pagan aquella fortuna injustificada. La gente no se da cuenta que son ellos mismos que inflan los precios. Bueno. Con la Terios pasa lo mismo. Estaba estacionada delante, como a un metro, metro y medio, esta Terios. Yo estaba manejando una Range Rover de las viejas, prestada. No calculé bien el ángulo. Estas camionetas antiguas tienen una deriva larga. Y le di un toquecito, una cosa mínima, a la Terios que tenía delante. Ni siquiera iba a meter retroceso, pensé en un primer momento. La camioneta dio un baquecito como si hubiera pasado por encima de una piedrita. El hipo de un bebé. Plin. Una cosa mínima. Estaba seguro que ya tenía la trompa afuera e iba a forzar la salida así mismo. Pero la Clarita me leyó el pensamiento y me dijo “Mete retroceso”. Lo dijo de lo más natural, sin ninguna alarma, porque ella misma estaba segura de que salíamos sin raspar más nada. Pero ok, por si las moscas meto retroceso, hago la maniobra, vuelvo a primera, y apunto a la calle, mirando siempre por el espejo retrovisor.

-8-
La Terios estaba estacionada y vacía, sin gente adentro, por supuesto, como todos los carros que estaban allí. Eso creíamos. Pero en eso vemos que se levanta una cabecita mirando para todos lados, tipo la gallina de la Warner Bros, recórcholis, qué planeta es éste, en dónde estoy. La vieja estaba perdida de sueño, medio despeinada, con la mirada lunática de perinola. Estaba durmiendo a pierna tendida en el asiento de atrás y se despertó con el toquecito. Hay cosas que me dan risa. Gente dormida, cuándo tiene mucho sueño, por ejemplo, cuando se acuesta o cuando se despierta, me da risa. Me cuentan un chiste y no me río. Pero si veo una persona cabeceando de sueño en el autobús me destornillo de la risa. Es bastante estúpido ya lo sé, qué le vamos a hacer. Y bueno. La vieja de la Terios se despierta medio sonambulótica y me dio el ataque. Claro que no me le estaba riendo en la cara, por favor. Yo hacía que estaba hablando con Clara y que me estaba riéndo de otra cosa. Ni siquiera quería mirarla porque ahí si era verdad que me iba a descontrolar. Fue entonces que Clarita empezó con eso del “No te rías, no te rías más que nos está viendo”, y se jodió la vaina porque la vieja se dio cuenta y se bajó del carro.

-9-
Era una vieja finória, repertigada, de estas que se pintan el pelo de rojo, verde, azul, ese tipo de colores. Amarillo. Y no era vieja. Anaranjado. Cincuenta años, digamos. Pero cómo no se decidia entre la cosa ex rebel o el look señorial, la indefinición la desfavorecía. Cindy Lauper con cincuenta años, fue lo que me vino a la idea al verla bajarse del carro. Después me di cuenta que Cindy Lauper en la vida real debe de tener más de sesenta, coño. Es demasiado triste cómo pasa el tiempo. Bueno. Se bajó del carro y le saqué la pinta. Estaba fuera de cuestión que durmiera en el carro por no pagar un hotel, por ejemplo. Esas cosas ahí mismo se notan, uno se da cuenta. Estaba esperando a alguién y se durmió, normal. La ropa la tenía impecable, por ejemplo. Seguramente que los forros y las suelas tenían etiquetas y marcas por todos lados. Nada más le faltaban unas plaquitas con los precios. Hubo una cosa que no me gustó. Tenía la cara muy limpia, demasiado lavada y planchada. Uhm, me dije yo, no me gusta. Yo he tenido oportunidad de tratar con dos o tres histerocotomizadas y sé muy bien de lo que estoy hablando, ok. Un primo de Clarita es psiquiatra y dice que ni me da ni me quita la razón. Pero yo no tengo que parecer educado y correcto conmigo mismo, lo que había de faltarme, no joda. Te lo juro, así que la vi bajándose del carro me pasó frente a los ojos toda la película. Si, además, es rica, estoy jodido. Clarita dice que no sé interpretar a las mujeres. Ahamm.

-10-
Se bajó y se quedó mirándome con cara de hipopótama. Primero pensé “Está loca, solo puede ser”. Nadie en su sano juicio va a pretender que esto fue una especie de choque y que tenemos que salir y platicar tipo “fíjese que me presenté por la derecha”. Esta gente por tener la prioridad es capaz de cualquier cosa. La Clarita me dice “Tienes que salir”. Qué caligueva, mano. Salgo. Puede que hable mucha pendejada pero soy un tipo educado y le pedi disculpa. Ella me mira con aquella cara de asco y empieza a darse la vuelta al vehículo. ¡Qué coña de su madre! Actuando cómo si estuviéramos en un choque de verdad, buscándose los vestigios, cómo se dice los indicios, las pruebas del accidente. Mire señora, ya le pedí disculpa. ¿Ok? Pero ella nada. Caminando para atrás y para adelante y mirando hacia la calle cómo procurando el apoyo de alguien, testigos, qué sé yo. ¿Qué le pasa a ésta? Está loca. Clarita todavía no había salido del carro porque pensaba que iba a ser rápido y no hacía falta. Bueno, señora, ya le pedí disculpa. ¿Podemos irnos? Pero la hija de puta, con la jeta fruncida de arrechera, no decía nada. Todavía no le había escuchado una palabra. De verdad que parecía la gallina de las comiquitas, mirando para todos lados cómo si estuviera picoteando. El policía ni se había dado cuenta de nada pero ella tanto aspaventó el cuello que el tipo terminó acercándose. La fresita del postre, pues. ¡Señores! Con policía y todo.

-11-
Ya estábamos los tres. El policía, calladote, chupándose un palillo como el jefe de Monk en la serie. Y en esto se acerca un tipo caído no sé de dónde. Y empieza a mirar con cara de entendido en la materia. “¿Se le perdió algo, amigo?”, le pregunto yo. Y el tipo me responde “Tampoco hace falta ser maleducado”. “Maleducado ¿por qué?”. “Solo trato de ayudar”, dice él. “Nadie le pidió ayuda” le digo yo. Y en eso la vieja levanta la mano y dice “Gracias Ernesto, pero puedo manejarlo yo sola”. Para cagarse. Los tipos se conocían. Bueno, no tiene nada de raro. A lo mejor ella se quedó dormida mientras esperaba el pedazo de Ernesto éste. Pudiera ser el esposo, también, quién sabe. Pero en aquel momento la vaina me pareció jaladísima de los pelos, el complot del siglo. Además, eso del “yo puedo sola” era el colmo. ¿Qué es lo que podía? Y fue en ese momento que cometí el penúltimo peor error de mi vida.

-12-
Ninguno de los tres, incluyendo el policía, había visto nada. Es más, yo sentía que el policía como qué pendía más hacia mi lado. Pero voy yo, yo mismo, subrayado, de bobo, y apunto hacia una manchita en el parachoques y digo “Fue aquí, señora. Como puede ver, no fue nada”. Más vale que no. La hija de puta pasa de gallina desconfiada a lora histérica “Fue aquí, fue aquí”. “Ven y fíjate, Ernesto, fue aquí”. “Mire Sr. Policía, dónde fue. Fue aquí”. Dos tipos que van pasando en la acera la miran apuntando con aquella insistencia y se acercan a ver de qué va la gritería. Pero como no veen nada se agachan creyendo que la cosa tendría que ser debajo del carro. El policía, para no parecer que se estaba cagando en el asunto y era el que menos trabajaba, también se arrodilló y empezó a mirar debajo del carro. El Ernesto también. Clara piensa que descubrieron algo debajo del carro y sale a mirar también. Y la cabra vieja ésta, en virtud del éxito de taquilla que se estaba anotando, le sube el volumen al cacareo del “fue aquí, ésta es la prueba, la marca, yo tengo razón, fue aquí”. Perdí los estribos, lo reconozco. Una fracción de segundo. “Ya está bueno, no joda” le digo yo a la vieja. Muy mal.

-13-
No termino de decir esto empiezan a sonar alarmas intergalácticas en los sótanos del universo. Luces rojas, código naranja, ruido infernal, y me pasa por en frente esta pantalla gigante que parpadea error, error, error de sistema. Pero ya era demasiado tarde. Cuándo le digo a la vieja “Ya está bueno”, sobretodo aquella parte del “no joda”, ella, como la puta vieja y sabida que es, se pone las manos en la cabeza y se agacha. Reconozco que nunca debí haberle dicho eso, con aquél tono. Eso lo reconozco. Pero juro por mi madre y por lo más sagrado que existe en la tierra, que no la toqué, ni tenía intenciones de tocarle, ni tal cosa se me atravesó por la cabeza. En mis casi treinta añitos de vida nunca le toqué a una mujer. En ese sentido, digo. Así de claro y sencillo. Estaba diciendo. Ella pega aquel grito de cochina degollada. El policía y el Ernesto, que estaban medio metidos debajo del carro, se levantan a ver qué pasó. Y ella empieza con la gritería del “No me pegue”, fingiendo que se estaba sobando la cara, “Por favor, por favor, se lo imploro, no me vuelva a tocar”. La vaina era tan actuada a lo culebrón mejicano que al principio ni siquiera entendí qué decía o qué estaba haciendo. Pero después, viéndole la cara al policía me di cuenta de que estaba perdido. El tipo era demasiado guevón, demasiado policía de patrullaje básico, y yo estaba demasiado alterado. Me seguían sonando las sirenas en la totuma de la consciencia pero ahora ya estaba viendo las letricas verdes de Matrix diciéndo The End y los créditos pasando a millón hacia arriba. Se acabó. Estoy perdido.

-14-
Nunca había estado preso en mi vida. Nunca había caído. No creí que alguna vez sucediera, que me pudiera pasar a mi. No hay mucho para contar. Sería de la conmoción o algo, lo cierto es que no me acuerdo. Es como cuándo la mujer dice que le duele la cabeza. Te está diciendo que tiene la regla. Y es verdad más o menos 50% de las veces. Aquí es igual. Cuándo uno no sabe o no lo quiere contar dice que no se acuerda. Me calmé, entré en razón, miré: OK, estaba enchinado. Arrestado, detenido, enjaulado. Eso es todo. Sé que me dolía la garganta, el ojo, el labio, bueno, toda la boca, y un brazo. Pero nada que necesitara cuidados especiales, me parecía a mí. Ahora: cómo terminé con los labios partidos y con el ojo negro, eso ya no lo sé. Me parece recordar, tipo en blanquinegro regresando a una escena del pasado, que el policía me empujó contra el carro y que me pegué la boca contra el tejadillo. Pero Clara dice que fueron los dos mirones y el Ernesto. No importa. En aquel momento estaba dispuesto a matar por aquella tontería, no sé, por mostrar que tenía razón, que no le había hecho nada, que era inocente. Por la verdad. Eso es. Uno es capaz de las cosas más impensables porque se siente el héroe bueno de la verdad que nunca se rinde. Tanta gente que se ha desgraciado la vida entera por una pendejada así, teniendo razón. Asistiéndole la verdad, como dicen los locutores que forman la opinión nacional. En mi caso creo que reaccioné a tiempo de darme cuenta. No se acababa el mundo por aquella estupidez. Sobretodo esto. Me faltaba. Tenía mucho que aprender. Pensaba en la vieja y me venían tantas cosas a la mente al mismo tiempo que me decía “algo tienes que aprender”. Fueron setenta y dos horas en la comisaría. Algo tenía que aprender.

-15-
El primer día no pude comer porque me dolía demasiado el labio y estos dos dientes del lado izquierdo, que los tenía flojos. Clara me trajo de todo, aquella mujer. Pasteles, boñuelos de bacalao, empanaditas de camarón, dulces, arroz chino. De todo lo que se acordaba, lo que se le atravesaba por la mente a la pobre. Podía recibir una visita dos veces al día, media hora. Esas eran las reglas. Bebidas sí, alcohol no. Venía ella, cargada de comida. Pero mal podía abrirme la boca y no puede probar bocado. Hablar tampoco. Decía sí y no con la cabeza. Tampoco tenía muchas ganas de hablar. Es más, yo mismo creía que no hablaba porque no tenía ganas. La media hora se pasaba súper rápido. Esos tres días tomé agua y jugo. Le pedí a Clara que me trajera el periódico pero le dijeron que no, que estaba prohibido. Normas. Yo quería distraerme con algo pero comida era lo único que me podían traer y yo a la comida ni la tocaba. La celda quedaba al final de un pasillo inmenso, ilógico. Seis catres para mi solo. A fin de cuentas no hay tanta delincuencia como eso. Los medios de comunicación inflan mucho. En toda la ciudad yo era el único guevón preso. A uno le consta que hay ladrones, estafadores, políticos corruptos, jueces pedófilos, muchachitos grafiteros, traficantes de prostitutas rusas, asesinos pasionales de sangre fría, pero ninguno de esos estaba preso. Clara les preguntó si podía leer libros. Libros tampoco. El laptó, le dije yo. Ellos no se acercaban nunca a la celda. Todo era por intermedio de Clara. El portátil, Clara, le digo yo. No, eso si que no, ni pensarlo. ¿Computadoras? Menos que menos. No.

-16-
Uno está acostumbrado a ver gente, a mirar la televisión, a leer, a escuchar el ruido de la calle, a preferir hora de almuerzo. Y de repente nada, blanco total. Me refiero a que estoy preso, todavía. Sigo preso en la comisaría, aquellos tres días. De repente: nada. Como en aquellas sesiones de cine de antiguamente. Se cortaba la cinta o se estropeaba el proyector y la realidad aparecía de repente. Era un balde de agua fría. Se rompía todo el embrujo de la cosa, el encanto. Uno creía que estaba despierto pero no, era mentira. ¿Estaba dormido? Tampoco. Era un estado especial. Por eso se hablaba de “hechizo”. El hechizo del séptimo arte. Hoy día eso ya no sucede porque las películas son mucho más resistentes, creo yo, las hacen distintas, y los equipos son medio digitales, empezando por ahí. Pero aún así, solo, sin nada que me distrajera, sin ruidos, sin gente, sin ningún tipo de cuento que te volara la mente, aún así, no lograba calmarme y pensar. No podía, me costaba. Me decía a mi mismo, tranquilo, piensa con calma, anota las conclusiones a un ladito del cerebro, repásalo todo de vez en cuando. Fue mejor así, sin papel ni lápiz. Me obligaba a memorizar. Uno ya no está acostumbrado. Número uno. Sonreír. Sonreír significa no dejarse joder, sentarse derecho, parecer normal. Popular, muy amigable. Hacerse el loco, si hace falta. No admitir nunca nada. Negar las evidencias. Sostener absurdos si llega a hacer falta. Pero siempre con aquella cara, tú sabes. Manejar cálculos por dentro a trescientos por hora pero sin dejar de sonreír, como si fueras el tipo más burro del mundo. Los políticos son buenísimos en esto. Ese fue el principal error que cometí, tenía que acordarme. No podía darme al lujo de volver a cometer el mismo error. Había sobrevivido, sí, pero de chiripa, pues. Número uno. Sonríe. Numero dos. Hay tiempo. Eso también cuesta mucho aprenderlo. Siempre nos creemos retrasados para todo pero después, si somos obligados, perdemos tres días presos, tres meses en coma, tres años manguareando, y hasta lo agradecemos. Hasta terminamos congraciados con la desgracia que nos hizo perder (ganar) el tiempo. Preparación, tercero. No se consigue nada sin esfuerzo. Planificación. El estudio, igual de importante. Una vez la empresa me mandó a un seminario de IBM sobre la resiliencia. Es lo mismo. Tres cosas sencillas. Sonreír, hay tiempo, prepararse. Yo sé que no se dice así o que no lo parece, pero no importa. Con tal que yo me entienda. Decía. Estaba bastante mal. No sabía nada en concreto. Sabía que estaba en el camino correcto, eso sí, pero en aquél momento solo tenía estas tres cosas.

-17-
El abogado se apareció el tercer día. Ni yo ni nadie conocía, conocíamos, mi verdadera situación. Todavía. Él era el menos interesado de todos. Cada vez que yo intentaba hablar ponía cara de fastidio y me levantaba la mano cómo diciendo sí, ya lo sé. Se sabía todo, no necesitaba escuchar ni aprender nada. Yo también era un poco así. Antes. Me sucedía mucho en las fiestas, por ejemplo. Estaba hablando con alguien pero siempre con la sensación que debía hablar con otra persona. La persona me estaba hablando pero yo estaba mirando a otra parte, viendo con quien más podía yo hablar. Me parecía muy extraño que tanta gente me mandara a comer mierda. En una librería, por ejemplo. Tenía un libro abierto en la mano, pero no era capaz de leerme una sola línea solo de pensar que tenía tantos miles de libros por delante. No me iba a dar tiempo. Era lo que pensaba yo. Regla número dos. Andaba siempre muy preocupado con el tiempo. Y eso fue lo que hice. Intenté hacer. Aplicar las reglas. Esta era la primera persona con quién hablaba en tres días. El abogado. Sin contar a Clara. Algo tenía que haber aprendido en tres días. Sería el colmo. ¿Hablar? ¿Explicar? ¿Para qué? ¿Él estaba interesado? ¿Alguien estaba interesado? Sonríe, pajudo, me decía a mi mismo. Sonríe, me mandaba yo a mí mismo. Pero no podía. Era increíble. Clara vino más tarde, a traerme comida, y se lo dije. No te entiendo, me dijo ella. Eso, le respondí. Me explicaba pésimo, muy mal. Creo que no puedo sonreír. Llevo como veinte minutos intentándolo y no puedo.

-18-
Trajeron una ambulancia. Un policía que no conocíamos, de bigotes, fue con nosotros, dentro de la ambulancia. Yo ni siquiera podía caminar pero tenían miedo que me diera a la fuga. Me pusieron en observación. Se suponía que yo seguía preso en el hospital. El que más me observaba era el policía de bigotes. Entraba a cada rato en la habitación y me observaba. Después se sentó en una silla que colocó al lado de la puerta de la habitación, del lado de afuera. Se la pasaba cerrándoles el paso a los médicos y a las enfermeras, preguntándole a todo el mundo que era lo que yo tenía. Le dijeron. Conmoción cerebral, fractura del maxilar, coágulos en el cerebro. ¿Cuántos? preguntó él. ¿Cuántos qué? ¿Cuántos coágulos? No sabemos, ¿porqué? ¿le parece importante? No, bueno, no sé. Tengo que escribir mi informe. A partir de ese momento dejé de estar vigilado porque ya no representaba un peligro para la sociedad y no volvimos a tener noticias de la policía. “Se nota evolución”, dijo uno de los médicos. No dijo si era bueno o malo. Estaba bajo observación, eso era todo lo que nos podían decir. Las reglas en el hospital eran otras y Clara podía pasar más tiempo conmigo. Se acostaba a mi lado, en la cama, y lloraba noche y día. Yo estaba enfermo pero no estaba loco. Entendía que el llanto era proporcional a la gravedad del asunto pero por esa orden de ideas ya debía de estar muerto hace tiempo. Ella lloraba tanto que cada vez me costaba más entender porqué seguía vivo. Entendía y no entendía. A veces hablaba con mucho tino y mucha lógica. Otras veces ni yo mismo entendía lo que decía. Ponía atención para poder explicármelo a los demás, después, a ellos, no, no entendía. Pasé varios días en la duda. Era verdad que podía seguir viviendo indefinidamente así, casi bueno, casi normal, en evolución. Pero no podía sonreír, por ejemplo. “Me opero”, dije yo. “¿Está seguro?”. ”Sí, estoy seguro.” “¿Podemos prepararlo todo?” “Preparen todo, estoy seguro”, dije. Me mandaran unos papeles para que los leyera y firmara. Era un jueves.

-19-
Fui operado ese mismo día, tenía que ser. “Esto no puede esperar más”, dijo uno de los médicos. Yo no lo escuché, por supuesto, me lo contaron. Que la operación había durado seis horas y pico, casi siete. Los cirujanos se turnaron. En las semanas que se siguieron a la operación, tampoco me dejaron leer ni usar la laptó, allá en el hospital. Escuchar música, bueno, puede ser, dijeron. Pero cuando descubrieron el tipo de música también me la prohibieron. Yo estaba bien, me sentía bien, hablaba, ya podía sonreír, movía los brazos y las piernas con mucha coordinación, pero tenía que quedarme en el cuarto, preferiblemente acostado, sin hacer más nada. Los días nunca más pasaban. El tiempo se tardaba una eternidad. Clarita había dejado de llorar. Completamente. A veces se le olvidaba el día de visita. El único problema era que había perdido el apetito y estaba más flaco. Mi peso los tenía sin cuidado. Pero les preocupaba que me pudiera tropezar por ahí y pegarme la cabeza contra el piso. Sí llegaba a pasar una tal fatalidad, se afectaban un poco de promedios: la reputación del cirujano, el record del anestesista, la subvención del hospital, los índices nacionales de morbosidad, todo, lo de siempre. Una conmoción general. Yo sabía que estaba bueno porque podía pensar este tipo de cosas. “No se mueva mucho, evite”, me decían ellos. A veces, cuando los médicos se daban la vuelta yo hacía que me pegaba la frente contra la pared, solo por asustarlos, por la payasada. Las enfermeras viejas eran las que más se reían. También imitaba aquel médico que decía “evite”, y el otro de “vamos a esperar la evolución”, y las enfermeras se destornillaban de la risa. Pero la mayor parte del tiempo era un aburrimiento infernal, acostado en la cama, mirando el techo. Me imaginaba que leía. Me imaginaba una noticia en el periódico, aquel encabezado periodístico muy sintético y resumido. Y después el desarrollo, la historia, las fuentes que solicitaron no ser identificadas, todo. Joven auditor es agredido salvajemente por la policía. O me imaginaba que estaba navegando en internet, saltándome páginas y páginas, gugueleándome los médicos, morboseandome el culo de las enfermeras porno, mirando desde satélite la mitad oscura del mundo.

-20-
Una vez salido del hospital me averigüé el nombre y el contacto del abogado aquel que me había visitado en prisión. Bueno, en la comisaría. Lo llamé, me dio cita. Ya estaba fuera del hospital, cuando esto. No me reconoció. Eso era bueno, muy bueno. Significaba que ahora yo lo estaba haciendo bien, sonriendo. “Ah, perdone”, me dijo él, “no lo reconocí, no sabía que era usted”. “No hay problema, doctor”. Les encanta ser doctores. Le conté la historia. Aquella parte de la operación para extraerme los coágulos él no la conocía. Y el maxilar roto. Le conté todo. “Por eso no me reconoció, doctor”, le dije al final. “Porque con toda esta vaina, aparte el empleo y la novia, he perdido más de veinte kilos”. Él me levantó una mano y me dijo “No me diga usted más nada. Usted tiene aquí un tremendo caso, hombre. Tremendo caso”, repitió. “Es contra el gobierno y por eso no se le puede sacar plata, ¿me entiende?” Yo dije que sí, que qué le íbamos a hacer. “No se le puede sacar plata pero hay otras cosas”. “¿Qué cosas, doctor?” le pregunto yo. “Usted me dijo que era contable, ¿no?”. “Sí”. (Yo me licencié en ciencias actuariales e informática pero le digo a la gente que soy contabilista, para que me entiendan más o menos). “Pongámoslo de esta manera. Digamos que le podemos sacar dividendos políticos, llamémoslo así”. “Ah”, dije yo. Me acompañó hasta la puerta, me tendió la mano. “Tremendo caso”. “¿Usted cree, doctor?” “Se lo aseguro”, me dijo. “Es tremendo caso”. “Bueno. Nada más le pido una cosa”, le dije. “¿Qué?” “Usted sabe como somos nosotros los contabilistas. Nos gusta todo documentado, registrado, ordenado”. “Ojalá los abogados también fuéramos así”, dijo él. “Bueno. Usted me va manteniendo informado, me va pasando la información del proceso, y yo le ordeno todo”. “No se preocupe, no faltaba más, está en su derecho”, me dijo él. “Yo le voy a dar una copia de todo. No se preocupe”. Yo no estaba preocupado. Estaba en mi derecho.


-21-
“¿Tiene lápiz para anotar?” me preguntó él. “Un momentico. Aquí estoy. Dígame entonces doctor”. “Ana Madalena Martins Pinto. ¿Quiere el número de identidad?” “Sí, claro”. “Entonces anote”. Anoté todo. “Casada ¿verdad?” “Sí”. “Por casualidad no tiene los datos del esposo, del Ernesto”. “¿Qué Ernesto?” “Ernesto se llama el marido, ¿o no?” “No, usted debe de estar confundido. El marido se llama Paulo, si no me equivoco. Eso es, Paulo Barradas”. “Ah. ¿Tiene los datos?” “Tengo. Tome nota. ¿Ya anotó? Mire, le tengo buenas noticias. ¿Se acuerda de aquello que le dije? Ya le conseguí la pensión de invalidez”. “¿Invalidez? Pero yo no estoy inválido, doctor”. “Claro que no”. “Usted lo único que tiene que hacer es firmar para poder recibir y más nada. “Gracias”, le dije yo. Bueno. Pasaron como dos meses. Cuándo me llegó el primer cheque de la pensión de invalidez me dije “Coño, y yo que me mostré medio desagradecido con el abogado”. Le había dado unas gracias muy secas. No me gusta ser desagradecido.

-22-
Casi enfrente a su casa estaba este cafecito. Con toldito rojo, de la Buondi. Bueno, en Portugal hay tantos cafecitos que es difícil encontrar una casa que no tenga uno delante. El Buondi es excelente café, dígase de paso. Es el más caro, pero es bueno. Cuando es así uno habla de calidad-precio y dice que vale la diferencia. Es caro pero vale la diferencia. Era lo que le decía yo a Adriana, la dueña del café. Me sentaba en la primera mesa pegada al ventanal y ella me traía un buñuelo de zanahoria y un cafecito. “¿Cuánto te debo?” “Tanto”. “Es caro pero vale la diferencia”. Antes del accidente yo no sabía hablar. Si uno va a hablar porque tiene algo que decir, no hablará nunca y es preferible quedarse callado, por muchas razones. Y cuando lo hacía pensaba las palabras primero y me salían unas frases largas de cura hipócrita. Bueno. No sabía. Pero es muy sencillo. Hay tiempo. Eso es todo. Solo tienes que pensar que hay todo el tiempo del mundo. La Adriana al principio me trataba con desconfianza. Yo sé que sí, aunque ella diga que no. Trataba. Pero nada más se lo expliqué cuándo el tema saltó a la conversación, cuando mostró curiosidad, que lo quería saber. No le dije que había sido golpeado por la policía. Le conté que fue un accidente de tránsito. Tampoco le mentí. Le conté partes. Me saqué la gorra y le enseñé las cicatrices. Al otro día le traje las radiografías para que ella viera dónde me habían puesto las placas. “¿Aquí?” me preguntó, apuntando con el dedo muy cerca de mi cara. Yo le agarré la mano para que me pudiera tocar y le dije que no sentía nada, que por fuera era normal. Y por dentro también, claro. Ella me rozó el rostro con la yema de los dedos. Parecía ternura pero era miedo. “Lo único es que a veces no me acuerdo que acabo de decir una cosa y la repito”, le expliqué. Pero todo el mundo me dice que no me preocupe. Que es normal.


-23-
“¿Ya entregaste tu declaración?” le pregunto yo a Adriana. Estábamos en Mayo, el mes del impuesto sobre la renta. “No”, dice ella, “no he tenido tiempo”. (Nunca hay tiempo). “Sí quieres yo te la hago por internet en un momento”. Era una de las cosas que yo hacía, allá en la empresa, las declaraciones de todo el mundo, cuarenta y dos personas. Hubo un año que llegamos a ser cincuenta y ocho y en aquel tiempo se hacía todo a mano. Adriana se trajo el sobre de los gastos y se sentó a mi lado, con los codos clavados en la mesa. Su caso era uno de los más sencillos. Nos conectamos, y ahí mismo la hicimos. Para quién no está acostumbrado parece muy difícil, complicado. Es como todo en la vida: cuestión de práctica. “¿Ya está?” pregunta ella, muy asombrada. “Sí”. “¿Cuánto voy a pagar este año?” Ella no tenía retención en la fuente. Nada. “Vas a recibir”, le digo yo. “Más o menos”, estas cosas nunca son muy seguras, “más o menos: !Mil quinientos euros!”. “¿De verdad?” pregunta ella, muy admirada. “Sí”, le digo yo. “Yo nunca recibo nada”, me dice ella. “Pues, este año te va a tocar, porque tu declaración la hice yo”. “¿Qué te debo por el servicio?” me pregunta ella. “No me debes nada”. “¿Cómo que nada?” “No es nada, tú misma lo viste, no me costó nada. Mañana te imprimo la declaración en papel y te la traigo para que tengas una copia”. Al otro día le voy a entregar la copia y ella me dice que me quería pedir un favor. Si le podía hacer la declaración a su hermana y a su cuñada. “Por supuesto que sí, chica. No faltaba más”, le contesté. Ese mes hice como unas trece o catorce declaraciones allá en el cafecito de Adriana. En los primeros días de Junio hice otras tantas, con multa de fuera de plazo, claro. Como unas treinta, en total. Eran todos clientes del cafecito, más o menos amigos de Adriana. Después de eso algunos venían y se sentaban a mi mesa, un rato. Se tomaban el café conmigo y se iban. Muchos de ellos conocían mi historia, el accidente, la operación, las prótesis de platino. Adriana les había contado.

-24-
Fue en la comisaría que se me ocurrió, el segundo de aquellos tres días, mientras me hacía las reglas. Número uno, sonreír, dos, hay tiempo, tres, prepararse. De vez en cuando las repaso. Ya estaba preparado. Desde el café se podía ver todo el movimiento de aquella casa. Quién entraba, quién salía, a qué hora, en qué supermercado hacían las compras, y en qué día de la semana. Saber unas cosas te permite llega a otras. Eso es como todo. Ella de vez en cuando entraba en el cafecito pero se quedaba en la barra. Pedía una nata y un café “goteado”, no tardaba ni cinco minutos. Y se iba. Por supuesto que nunca me reconoció. Yo estaba demasiado cambiado. Una vez me paré al ladito de ella y me puse a hablar muy alto con Adriana para ver si me reconocía por la voz o algo. Tampoco. Nada. Ni le pasaba por la cabeza quien era yo. Ni se lo imaginaba.

-25-
La gente cree que un hacker es un supergenio de las computadoras, un mago de la electrónica, un programador de las películas que llama a Pizza Hut y pide deditos de mozarella con Coca Cola. Pues no. Lo que pasa es que el noventa y nueve por ciento de la gente tiene claves que un niño puede adivinar. El nombre de la hija, de la mascota, de la mamá, la fecha de nacimiento del esposo. Es verdad que aún así existen muchas combinaciones pero para eso se escribió la regla número dos. Tampoco quiero dar a entender que fue fácil. No lo fue. Es más, los primeros días estaba viendo como el plan se me desmoronaba frente a mis ojos como un castillo de arena. La coño de su madre ésta, la Madalena, no usaba internet. Tenía banda ancha instalada en la casa y no me costó nada averiguarme la dirección IP, pero quién la utilizaba era el esposo y la hija. Ella no. Ni la tocaba. Hasta que descubrí una cosa. Que ella no, pero el amante, el querido, sí, era un gran utilizador. Ernesto. Ese mismo. Se pasaba horas y horas frente al computador. Trabajaba en el ayuntamiento, pero en vez de trabajar se la pasaba escribiendo estupideces en los blogs. Bueno. Este señor vivía en el edificio que quedaba por encima de la oficina de correos. Otra casualidad. Aham. Todo se iba entendiendo y se iba explicando. Durante tres meses, casi cuatro, me estudié la vida de Ernesto, y había llegado a algunas conclusiones. Por ejemplo, que se clavaba a la Madalena, mujer de su amigo Paulo, dos veces por semana. Y que era un tipo que no confiaba mucho en su memoria ya que usaba la misma clave para sus dos tarjetas de crédito. Lena67. Una password así no es ningún secreto. Es una invitación, una burrada, lo que se quiera. Pero no es un secreto.

-26-
Primero le mandé un par de coronas. Personalizadas, a nombre de ella. Las floristerías están acostumbradas a hacer entregas a domicilio. “¿Cómo se llama el difunto?” me preguntaron. “La difunta”, le corrijo yo, compungido. “Se llama Madalena Martins Pinto”. “¿De parte de quien es la corona?” “Del propio esposo”, decía yo con aquella voz. “La dirección es la calle tal y cual y mi nombre es Paulo Barradas. Ya pagué por el website y estoy confirmando”. “No hay problema, señor Paulo, no faltaría más”. Nunca había problema, sobretodo tratándose del viudo, eso se entiende. Algunas señoras se emocionaban de verme enfrentando la adversidad de aquella manera, con aquella entereza. Usted estése tranquilo señor Paulo que nosotros tratamos de todo. “Todo” significaba la corona. Yo me quedaba sentado en la mesa del ventanal, esperando. A las dos o tres horas aparece la camioneta de la floristería. La Madalena abre la puerta. La primera vez se extrañó muchísimo. El chofer de la floristería le enseña el recibo. Ella mira el recibo y mira la corona. Habla con el chófer y vuelve a leer la inscripción de la corona. Se estuvo así más de media hora, hasta que llegó el esposo, el Paulo. El esposo también parecía muy intrigado. Pusieron cara de desconfiados. El chofer, de vez en cuando perdía la paciencia y blandía el recibo en el aire. “Aquí está la prueba”, parecía decir. Empezaron a entrar y a salir de la casa. Aparentemente estaban llamando a la floristería. En una de esas salidas le dijeron al chofer que se apagara el cigarro y que pasara para dentro. “Teléfono… de la floristería”, decían por gestos, “querían hablar con él”. A los pocos minutos salió el chofer con la corona en la mano. Se metió en la camioneta refunfuñando, cerró la puerta de golpe, y se fue. Esa fue la primera vez.

-27-
Ya sería como la sexta o la séptima corona, yo mismo había perdido la cuenta. De esta vez había escogido una floristería que quedaba más o menos cerca. Llamé como a las dos de la tarde. Al final de la tarde se apareció una gorda con la corona alzada por encima de la cabeza. Seguramente se vino caminando. Para venirse a pie no quedaba precisamente cerca, la floristería. Cargando una corona fúnebre en la mano la vaina quedaba en el fin del mundo. Bueno. Llega la gorda ésta, jadeante, sudorosa, y toca el timbre. Sale ella, la Madalena, a abrir la puerta. Así que ve la corona le lanza una mirada fulminante a la gorda, y vuelve a cerrarle la puerta en las narices. Plum. La gorda mira el papel, verifica la dirección, no hay equivocación, no señora, y se enchufa el dedo en el timbre. Rinnnnnnnnnnng. La puerta no se abre, pero ella sigue con su dedito pegado, rinnnnnnnnnng. No voy a seguir en esto del ring ring solo para mostrar cuántas veces fueron o como pasa el tiempo. Bueno. La Madalena estaría botando rings rings por los ojos, también, con los sesos molidos. Porque se abre la puerta con aquella furia, da dos pasos resueltos hacia la gorda, le arrebata la corona de las manos y empieza a destrozarla golpeándola contra el suelo. Plas, plum, plas, dándole maniatazos descontrolados con toda la fuerza de que era capaz, plas, plin, pum. A dada altura la corona se deshizo y quedó desparramada en el suelo, pero ni aún así la Madalena se calmó. Empezó a pisotear las flores una por una, con tanta saña, que a veces saltaba. Dejó la corona vuelta mierda, hecha trizas. Ven a ver esto, Adriana, dije yo. ¿Qué pasa? preguntó Adriana, secándose las manos en el delantal y acercándose a mi mesa. La gorda, que seguramente venía arrecha porque tuvo que atravesar media ciudad con la corona al hombro, agarró a la Madalena por los cabellos, la obligó a doblarse, y le pegó un rodillazo. “Mira, Adriana, ¿Viste eso?” Qué va. Adriana ya no estaba viendo nada porque salió corriendo hacia el mostrador diciendo que había que llamar a la policía.

-28-
Esa noche no se habló de otra cosa en el cafecito de Adriana. Bueno, para eso sirven los cafés de esquina, para airear el cerebro y enterarse. Yo mismo me vi obligado a contar la historia varias veces. “¿Pero qué corona era esa?” me preguntaban. “Yo no sé, chico. ¿Yo qué voy a saber? Era una corona fúnebre, creo yo”. Más de uno llegó a la conclusión que la estaban amenazando de muerte. Yo no me mostraba tan seguro. Llegué tarde a casa ese día y no tenía sueño ni ganas de dormir. Digo, no quería acostarme, pues. En la televisión estaban pasando Yo no sé más que un niño de cuarto grado. El tipo, el concursante, era burro como una piedra pero tenía una suerte increíble. Se ganó cien mil euros. Bueno. No tenía sueño. Le bajé el volumen a la televisión y llamé al número de la amistad. Dijeron “Aló…aló”, un pocotón de veces. Dejé pasar más o menos un minuto. Del otro lado de la línea seguían diciendo “Aló” más espaciadamente pero no colgaban. La chica tenía voz de niña. “Hola”, me dijo de lo más animada así que le contesté. “Me voy a matar”, le dije. “Cuénteme”, responde ella. No dije más nada. “¿Cómo se llama usted?” me preguntó. “Esta misma noche me voy a matar”. “¿Dónde está? ¿De dónde me llama?” Ellos son obligados a preguntar eso. Yo le había quitado la identificación a mi teléfono, claro. “Estoy en mi casa”, le dije yo. “La última noche que paso en mi casa”. “Ya va, no me vaya a colgar”, decía ella, “vamos por partes”. “¿Cómo se llama usted?” “Paulo”, le dije yo. “Usted me está llamando porque me quiere decir algo, Paulo”. “Sí, señorita. Le quiero dejar mi dirección para que alguien me encuentre y no dejen que mi cadáver se pudra al aire indefinidamente, porque yo vivo solo. Tome nota”, le dije. Ella decía “No vaya a colgar”. “Me voy a matar porque mi mujer me engaña con mi mejor amigo. Usted, cuándo hable con ella, dígaselo, por favor. Que yo descubrí que ella me anda engañando con Ernesto. Dígaselo así mismo”. “Pero señor, cálmese por favor, yo no conozco a ningún Ernesto”. “Usted no, pero ella sí. Bueno, no tengo más nada que decirle”. “Ya va, no vaya a colgar señor Paulo, usted está un poquito alterado, espérese”. Fui a la cocina y me servi un vaso de agua. Coloqué la jarra bien alta, a una buena distancia del vaso para que se escuchara el agua corriendo. “Ahora me voy a tomar estos tres frasquitos de pastillas y eso es todo, señorita” “¿Cómo se llaman esas pastillas?” me preguntó ella. Era una buena pregunta pero ya fue muy tarde porque dejé caer el teléfono al piso y me fui a acostar. Era muy tarde.

-29-
“No pudimos dormir nada esta noche”, me dice Adriana al otro día, al traerme el café a mi mesa. Si no habían más clientes, se sentaba un ratico en la punta de la silla cómo diciendo Yo sé que no es correcto o no debo o no puedo sentarme a la mesa con mis clientes pero ya me voy. “Siéntate un ratico, chica, descansa. ¿Qué pasó?” le pregunto. Me contó. A las dos de la mañana empezaron a sonar las sirenas. Una ambulancia, primero. De las rojas, de los bomberos. Después otra, de las blancas y verdes, las normales. Y más tarde otra, de la policía. ¿Tres ambulancias? Le pregunto yo. Tres ambulancias y dos patrullas que llegaron más tarde para controlar el gentío. Llegaron a la casa de enfrente y ni siquiera tocaron al timbre: derrumbaron la puerta y entraron por la fuerza. “¿Qué casa?” pregunto yo. Ella apunta con la cabeza. “No me digas”. “Todo muy extraño”, dice ella. “Tú conoces a esa señora, ¿verdad?”, le pregunto. “¿Doña Madalena? Sí”. Se quedó pensativa. Después se levantó y se fue a meter detrás del mostrador. Yo me levanté también. ¿Ya te vas? me pregunta ella, viéndome salir. Sí. Me tengo que comprar un celular, le respondí. Ayer se me estropeó el que tenía.

-30-
Es increíble la cantidad de servicios disponibles al domicilio. Hay cosas que ni siquiera salen en un motor de búsqueda. La extrema unción, por ejemplo. Hay gente que no lo sabe, pero es un servicio gratuito con home delivery, satisfacción o devolución, no questions asked. Muchas veces no es la plata la que hace falta. Llamas al servicio de pompas fúnebres, por ejemplo. Vengan a recoger el muerto. Los tipos no te van a preguntar si vas a pagar con cheque o tarjeta, no joda, sería el colmo. Los servicio de mudanzas, por ejemplo, una cosa eminentemente domiciliaria. Pides una ambulancia, por ejemplo. Ajá. Mandas a lavar las alfombras o las persianas. “Aló, ¿lavandería? Tengo una alfombra persa que quiero mandar a lavar”. “Déme la dirección y su teléfono, por favor”. Eso es todo. ¿Qué te puedes tardar? Unos segundos. Después, como con todo, está la práctica. Vas aprendiendo a pedir las cosas. Por ejemplo, pizza. Muy sencillo, dirán. Depende. Es sencillo si se pide una pizza y una pepsi cola. Cuándo pides pizza para las trescientas personas de la convención turperware, ya no es tan sencillo. Tienes que llamar con uno o dos días de antecedencia, caerle bien a la niña, engolosinar el gerente. Después están las emergencias, otro capítulo. Una inundación, es una emergencia. Una fuga de gas, es otra clase de emergencia. Y cuando había que pagar algo, la tarjeta de Ernesto pagaba y no rechistaba. Los servicios geriátricos de apoyo funcionan las veinticuatro horas, ahí está otro ejemplo. Las sex shops tienen entrega al domicilio, cosa que la mayor parte de las personas no sabe. Y por ahí.

No hay comentarios: