Cuento
Para mi hija Cati
A principios de Mayo de 1960, un humilde emigrante alemán, trabajador de Mercedes Benz Argentina, un obrero que daba por el nombre de Ricardo Clemente, fue raptado por los servicios secretos de Israel, el Mossad, y llevado a Jerusalén para ser juzgado por actos de guerra y crímenes contra la humanidad. Vivía en una pobre casa de ladrillo crudo sin frisar, sin agua ni electricidad, en los suburbios pobres de Buenos Aires. Iba y venía del trabajo en autobús, y fue una gran sorpresa para la vecindad el saber que aquel señor educado, siempre con un hola y un buen día en los labios, que aquel señor que ocasionalmente le traía un ramo de flores a la esposa, fuese en realidad un tal Adolf Eichmann, el más directo responsable por la ejecución sumaria de cinco millones de personas.
Desde el día en que fue capturado hasta la mañana en que fue ejecutado, año y medio después, nunca desmintió su verdadera identidad ni negó los crímenes que se le atribuían. Pero se negó, desde el primero momento, a ser caricaturizado como un carrasco. Soy una persona normal-- afirmó muchas veces, mirando de frente y con el mentón levantado. Nunca maté ni nunca mandé matar a nadie, judío o no judío. Cuando tengo que presenciar una escena de violencia me fallan las piernas, me tiemblan las rodillas. No puedo ver sangre porque me incomoda y me enferma. Las cosas, pura y simplemente, sucedieron así. Yo era un soldado y obedecía órdenes. Mis subalternos obedecían órdenes mías y yo obedecía las de mis superiores. Y no siento ningún tipo de remordimiento. El remordimiento se lo dejo a los niños. Remordimiento, vergüenza, hubiera sentido yo de mi mismo, de no haber ejecutado con rigor y escrúpulo de buen soldado las órdenes que se me habían encomendado.
El juicio fue un acontecimiento mediático sin precedentes, no solamente en el joven estado de Israel, sino en todo el mundo. Israel procuraba algo más que justicia. En el primero de una serie de gestos de reafirmación nacional que se parecían a una campaña de marketing, Israel se estaba saltando un pocotón de convenciones internacionales. A sabiendas, después de haberse leído el manual, cagándose descaradamente en el asunto. Argentina protestó, sin mucha convicción. Las Naciones Unidas condenaron esas cosas que no se hacen, con menos vehemencia aún; y la cosa quedó por ahí. Israel, en un cierto sentido, tenía razón al buscar hacer justicia por sus propias manos. Hoy día se sabe que el paradero de Eichmann y todos sus movimientos siempre fueron conocidos de la CIA. La razón no escoge lados.
Ben-Gurión se devanó los sesos imaginándose la escenografía que mejor le convenía al juicio de Eichmann y concluyó que el lugar más indicado era la recién inaugurada Casa de la Cultura de Jerusalén. De sus setecientos lugares disponibles, más de seiscientos fueron asignados a periodistas. Se mandó construir un cubículo de vidrio, tipo pecera, que tenía un doble propósito: protegía al acusado del público; y el público del acusado. Ecuanimidad y justicia en todo.
En el momento en que Eichmann entra a la sala son tantos los flashes que se disparan que los espectadores terminan enceguecidos y no pueden ver nada. El acusado levanta los brazos para protejerse los ojos, y tampoco ve nada. Los periodistas disparan a ciegas los centenares de fotos que se imprimirán en miles de ejemplares de periódicos y revistas alrededor de un mundo encandilado.
--¿Cuál es?—telegrafían los jefes de redacción para Jerusalén.
--El del medio, pues. El de lentes y traje oscuro. ¿Cuál va ser?
--Coño, no parece. Parece un tío normal.
Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni joven ni viejo. Normal. Este era Eichmann, un hombre así así. Y su actitud, (su falta de ella), su apariencia de don nadie, sus declaraciones, las filas de militares enguantados, los himnos, la constitución del jurado, las luces, las togas, todo aquello, poco a poco se estaba volviendo vago y agobiante.
Eichmann, por más que así lo quisieran presentar los medios judíos más conservadores, no mostraba los colmillos, no enarbolaba los cuernos, no tenía pezuñas, no sacaba las garras, no espumaba odio antisemita por la boca. Tampoco se alteraba fácilmente. Ignoraba las provocaciones con una serenidad enervante. Esta piltrafita delicada, más parecida a un contable ictérico que a un oficial del Tercer Reich, estaba arruinando el espectáculo.
Uno de los periodistas enviados a cubrir el acontecimiento fue la politólogo Hanna Arendt. Arendt era judía alemana, se había refugiado en los Estados Unidos a mediados de los años treinta, y desde 1953 poseía nacionalidad americana. Fue enviada a Jerusalén por The New Yorker, y en 1963 reunió sus comunicaciones a la revista en un libro al que llamó “Eichmann en Jerusalén”. A modo de acotación, lo subtituló “Un informe sobre la banalidad del mal”.
Arendt no es fácil de leer. Escribió montones de cosas sobre los fascismos, los totalitarismos, la barbarie enquistada en el alma de la civilización, la locura que no se puede entender y ese tipo de cosas. Fue una de las primeras a explicar que el nazismo y el stalinismo eran dos variantes de una misma mierda. Todo esto con diferentes palabras, por supuesto.
Treinta y cinco años más tarde, en 1996, el FBI capturó al enemigo público número uno. El criminal más buscado de su tiempo pasó casi veinte años enviando sobres bomba para universidades y líneas aéreas sin ser identificado. El University And Airline Bomber, o Unabomber, cómo era designado internamente por la policía, resultó ser un genio loco, un ex profesor universitario de matemáticas avanzadas que se había sustraído voluntariamente de todo contacto humano. Vivía en una cabaña que construyó con sus propias manos, alguna parte en las colinas boscosas del estado de Montana. No tenía electricidad ni agua corriente y vivía de la recolección y de la caza. Mientras se preparaba el juicio de Theo Kaczinsky, John Zerzan, otro anarco-primitivista (así se llaman), en una especie de misión suicida, intentó la apología del Unabomber. En la defensa terminó de acuñar otra expresión, que por su contundencia y ferocidad, no le queda debiendo nada a las frases más felices de Hanna Arendt. Según Zerzan, las víctimas de Kaczinski eran “pequeños Eichmanns”, gente como uno, ciudadanos de a pie con aspecto de contables pálidos, siempre listos para afirmar que ejecutamos o transmitimos órdenes, y que eso es todo, más nada.
Ward Churchill, profesor de la Universidad de Colorado, estuvo a punto de ser dilapidado por haberse referido a las víctimas del 11 de septiembre como “pequeños eichmanns”. ¿Cómo es eso?, le preguntaron. Un montón de tíos y tías nada preocupados por las masacres que comete su patria por ese mundo de dios, siempre listos para considerarse inocentes de todo y con relación a todos, chusma menuda que se limita a cumplir órdenes y a recibir un salario. Gente que por ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa son los protagonistas y beneficiarios de la hegemonía imperial más entremetida que ha conocido la tierra, que ha dado el mundo. Dijo Ward. Estuvo a punto de ser emplumado y linchado al mejor estilo de los hermanos Watson de Lucky Luke.
Pocos meses antes del juicio de Eichmann, John Kennedy dio un bonito discurso junto al muro, afirmando que él también era berlinés. El mundo había cambiado mucho desde el final de la Segunda Guerra, en aquellos últimos quince años. Ser alemán, ser berlinés, significaba un montón de cosas nuevas.
En los interrogatorios al que la policía israelita sometía a Eichmann, antes del juicio, éste contaba una historia. Los informes refieren que la relató varias veces, aunque de formas ligeramente diferentes, como variantes alrededor de un mismo tema. Cuándo terminaba de contar la historia se quedaba con la mirada extraviada, la expresión perdida, y se hacía inviable la continuación del interrogatorio. Había que acompañarlo a su celda ya que de otra forma parecía incapaz de moverse solo.
Contaba Eichmann que en una de sus visitas de inspección a un campo de concentración se encontró con un conocido de larga data, un viejo judío. Al reconocerlo, el viejo se le lanzó a las botas. Apelaba a la larga amistad que los había unido, en nombre de una intimidad que Eichmann no desmentía. El viejo se arrodillaba, imploraba, hundía la cabeza entre los brazos, lloraba. Pero él le respondía que existían reglas y maneras de hacer las cosas. Los procedimientos nos los había inventado él, explicaba. Si por él fuera, que ni lo dudara un momento, ya estuviera todo el mundo afuera. Desafortunadamente no era así que las cosas funcionaban. El viejo golpeaba la tierra, gimoteaba, se contorcía. Después, poco a poco se calmaba, se recomponía. Eichmann lo ayudaba a incorporarse, le sacudía la tierra de la ropa y terminaba abrazandolo con ternura, apretandolo contra su pecho, para protegerlo de los interrogadores. Shh, shh, le decía al viejo, acariciándole suavemente la cabeza. Ya pasó, ya pasó. No les tengas miedo, viejo. No saben nada.
DND, abril 2008.
1 comentario:
Muy buen relato. Quedo con el extraño sabor de lo insólito de nuestras historias.
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