viernes, 2 de enero de 2009

El León de St. Clair

Cuento



Me ando despertando demasiado temprano. A las cinco, cinco y media, por ahí. Si me dejara estar en la cama me volvería a dormir, seguro, pero no quiero. Cargo el ipod con Silje Nergaard y me voy a caminar a la playa. En esta época del año hay luz desde las cinco hasta las once. Llego a St. Clair como a las seis, después de atravesar la ciudad desierta. Aparco el carro y camino en el malecón en dirección a las escaleras para bajar a la playa. No hay nadie. Sin sillas, mesas, toldos, gente, los tres o cuatro cafecitos que bullirán con vida durante el día ahora están irreconocibles. Parecen casas como otras cualesquiera, de puertas y ventanas cerradas.


Durante el invierno el mar casi comió la barrera que lo separa de la llanura de South Dunedin. Por ahí anduvieron un par de retro excavadoras batallando contra los estragos. Una pelea desigual e inútil, pero la gente se siente en la obligación de hacer algo y no quedarse con los brazos cruzados. Llega a inundarse la llanura y es la pesadilla del siglo, piensan ellos, pienso yo. Pero ahora, con la llegada del verano, el mar retrocedió dejando al descubierto un arenal enorme, bonito como un manto de qué sé yo. Y con la bajamar se disiparon los temores. Un escenario difícil de imaginar hace apenas un par de meses.


No hay una nube en el cielo. El albor de un día de sol radiante, diría quien no conoce este clima. Sí dura un par de horas ya valió la pena. Me siento en uno de los bancos del malecón para cambiarme de zapatos, colocarme las sandalias. Me saco la camisa y doy con mi imagen reflejada en la vidriera del “Esplanade”. Con la luz del restaurante apagada el ventanal se transforma en un inmenso espejo, en el que me veo sentado en este banco con el mar de fondo. Me quito la gorra y me acerco. Je je, no puedo creerlo, soy yo. Con la cabeza rapada y más flaco. Intento mirarme el tatuaje en el cuello, pero es difícil porque si volteo mucho la cabeza dejo de verlo. Me miro de soslayo con una especie de desprecio altanero, infinito. Hubiera tenido más tiempo para pensarlo habría compuesto un tatuaje con una fórmula tipo anagrama o capicúa que pudiera ser leída al derecho o al revés, de frente o al espejo, respetando leyes de equilibrio y simetría. Será para la próxima, vamos a ver. La cosa destacaría más sin los pelos del pecho, me parece. Siempre puedo depilarme, pero no sé cómo. Es lo que hacen mis alumnos, los jóvenes de ahora, se depilan. No debe de ser precisamente con hojilla. Me acerco al vidrio para echarle una última ojeada al tatuaje y me doy cuenta de que hay dos personas adentro del restaurante. El cocinero y ésta muchacha que me saludan con la mano, desde adentro. Se ríen. Muy joviales, muy divertidos. Je je, qué incidente tan gracioso, je je. Qué humillación. Parezco una colegiala adolescente admirándose las piernas en las vitrinas.


Bajo a la playa. De una punta a otra, ida y vuelta, son cincuenta y cinco minutos, cronometrados por la duración de las músicas de mi ipod. Pero ahora, sin tanta ropa encima provoca más correr. A lo lejos, casi una mota de polvo en la extensión del arenal, anda alguien, hombre o mujer, jugando con su perro. Y más nadie. Es una sensación embragiadora, el pensar que tienes a tu mano derecha el océano Pacífico, esta masa de agua que ocupa mitad de la superficie de la Tierra. Y que tu mirada puede ser lanzada a circunnavegar veinte mil kilómetros de globo terráqueo sin tropezar con otra alma humana.


Estoy corriendo sobre la arena mojada, la más dura, y de repente veo algo dentro del mar. Una mancha que se mueve. Impresión mía. No puede ser nada, era una mancha demasiado grande. Sigo corriendo, me acerco. Coño ¡Un león marino! No puedo creerlo. Nunca he visto a ninguno en vivo y directo y éste está aquí a tres metros y no demuestra tener miedo. Está jugando, dios mío. Miro a izquierda y derecha, no sé, buscando que alguien me diga que no estoy soñando. Los leones marinos existen, claro. ¡Pero no en las playas de Dunedin! ¡Y si llegaran a aparecer, se supone que no se acercan a jugar contigo! Agarra la cosa esta con la boca, la tira al aire, y después se sumerge a recogerla. La recupera, le da unas sacudidas y vuelve a tirarla y corre a buscarla. Parece un alga, una raíz de alga, o la cabeza grande de un pez, no se logra entender. Tiro el ipod en la arena y doy unos pasos más dentro del agua. El agua está bajita y cristalina. Él me rodea, cómo desafiándome a que le saque el juguete y que se lo lance. Un auténtico perro. No puedo creerlo. Nadie va a creerme cuando lo cuente. Ni siquiera cargo el móvil para sacar una piche foto de baja resolución. Solo espero que los satélites del Google Earth me estén filmando, le pido a dios. Extiendo una mano pero me rehuye. Con un golpe de la cola me respinga, se aleja, se da media vuelta y se acerca para mirar el efecto. Me empapaste, coño de tu madre, mira lo que hiciste. En un momento en que suelta el juguete intento recuperar la cosa ésta, el alga. Pero en una fracción de segundo se coloca a mi lado y me enseña los dientes. OK, amigo, ya lo entendí, es tuyo, no te pongas así. Solo quería saber que es tu juguete. El agua está tan fría que ya me duelen los pies. Miro hacia atrás porque me parece inconcebible que nadie más esté presenciando ésto. La muchacha con el perro viene corriendo en esta dirección pero todavía está muy lejos. Y la fiera sigue con su jueguito loco. Si llega a morderme estoy frito, lo sé, pero la fascinación no me deja salir de aquí. Ahí viene otra vez. Ahora sí, parece que me va a entregar la cosa para que se la tire. Doy dos pasos más y me pregunto si no estaré siendo demasiado imprudente. Pero es imposible resistirse a un animal tan poderoso, tan rebosante de vida, tan hermoso. Tengo los pies congelados, siento el dolor en el tuétano de los huesos. El agua del mar que llega a Dunedin, arrastrada por las corrientes del polo, es tan fría que los muchachos se bañan con swimsuits, los trajes de goma que usan los buzos para prevenir la hipotermia. Es hora de salir, pero tengo que quedarme aquí hasta que llegue la muchacha. Necesito a alguien de testigo. No sé cuanto tiempo más podré resistir. Me restriego el cuerpo con las manos. Ya se escucha el perro ladrando. Debe de haber detectado algo con el olfato porque viene disparado. La muchacha lo llama, pero el perro no obedece. Los ladridos ya son claramente perceptibles. Me pregunto si el león marino los escucha. Si los escucha no lo demuestra, sigue con su juego como si nada. El perro ya está cerca. Es un Retriever, no le tiene miedo al agua. Cuándo se percate de la presencia del león marino va a entrar nadando por el mar adentro, es seguro. La muchacha le grita pero él no le hace caso. Unos veinte metros antes de llegar, el perro desvía el rumbo y en vez de meterse al mar coge en dirección opuesta, hacia los arbustos. Perro estúpido, en fin. Se detuvo y ladra como un desalmado. La muchacha lo va a buscar. No sé si los leones marinos escuchan o no, ni siquiera entiendo muy bien si aquellos orificios son orejas. En todo caso mi leoncito sigue a mi lado, no se siente amedrentado. Espero a que la muchacha mire hacia mi lado para hacerle señas con las manos, pedirle que se acerque, que venga a ver. Pero antes de que yo le haga alguna señal es ella la que me llama a mí. Y por la forma como lo hace es un llamado urgente. “Espérame aquí, Fiel” le digo a mi perrito juguetón, y salgo del agua. “No se me vaya ¿OK?”


Me acerco hasta dónde está la muchacha. Aún antes de llegar me apercibo de la estela de sangre que se pierde en la arena y termina desapareciendo entre los arbustos. Esto no me gusta. Me doy mi tiempo, me aproximo con cuidado. Ella no me dice nada, apunta hacia la arena con la mirada. Y ahí está el otro león marino, el segundo del día. Pero a éste le corren las lágrimas en silencio. Le bajan a borbotones por el hocico y se pierden en la arena. Le han arrancado una aleta y parte del costado y se está muriendo en un charco de vísceras y sangre.


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