Si hubiera sido sociólogo, creo que terminaría estudiando un tema: cómo se configuró la mentalidad (si hubiera sido sociólogo diría el “ethos”, o el “zeitegeist”) del siglo XX y hasta la fecha. Hoy pensamos, creemos y sentimos cosas muy diferentes, a veces diametralmente opuestas, a las que creían nuestros abuelos. Les hubiera dado un infarto ver una mujer oficiar una misa, y proclamar que, aunque lesbiana, a mucho orgullo, adoptó un hijo.
Nuestra vida cotidiana cambió, así como nuestras convicciones más íntimas, las que están en la raíz de nuestras opiniones, sentimientos (faltaba el “pathos”; aquí lo tienen), toda nuestra expresión, desde la información “veraz” hasta el arte más dramático. Los abuelos de nuestros abuelos estaban mucho más próximos de vivir en la edad media que en la edad contemporánea. Creo que este cambio tan abismal se debe a dos factores: el peso de la tecnología; y la emergencia y aniquilación del fascismo, la gran fisura histórica que, literalmente, divide el siglo XX por la mitad.
Un sociólogo del siglo XIX, admitiría, a muy duras penas, en sus “tertulias” absinticas, que explicar civilización en términos de impacto tecnológico, no solo sería exagerado, sino intelectualmente simplista. Se pasaron la vida estudiando clásicos griegos y santos padres de la iglesia, y claro, se les retorcieron las neuronas, y las frases con que escribian. Que el telar o la fabricación de velas y sombreros de copa pudieran ser sociológicamente determinantes, era una idea sencillamente descabellada. Y efectivamente lo era. Hubieran tenido que esperar a la electricidad y al carro para ver como la vaina funcionaba, como las cosas cambiaron.
Aunque el estudio sistemático de la electricidad se remonta, por lo menos, a Faraday, hubo que esperar a que Edison creyera que la electricidad iba a servir para alumbrar las calles del sur de Manhattan. Nunca soñó con lo que vino después: electricidad – electrónica - telecomunicaciones – digitalización- internet. Todas seguiditas, presuponiéndose.
(Ya que están todas seguiditas y se presuponen tanto, le preguntarán al sociólogo que no soy, que es lo que vendrá después: yo creo que la digitalización – y consiguiente “colectivización”- primero del cuerpo, y luego del alma – hasta dónde se pueda. Vienen también por ahí unos desarrollos químicos que apuntan básicamente a lo mismo: desde la cura de la alopecia silvéstrica, hasta la extirpación del sentimiento melacholicus – cosillas preconizadas hace más de cincuenta años por Aldous Huxley y Stanislav Lem).
Electricidad, por un lado; carro, por otro, nos cambiaron completamente el mundo. Las formas en las que la urbanización moderna, con el millón de consecuencias que implica, se moldea, solo fue posible con el carro. Se transformó dramáticamente el paisaje. Se ampliaron las distancias y se acortaron los tiempos. La vida se nos aceleró de tal forma que es difícil acompañarla.
Una de la revistas icono de los últimos años se llama precisamente Fast, y la escogencia de este nombre no fue ingenua. Es una revista que tanto habla de tecnología como de tendencias sociales. Por cierto, tres años después de lanzada fue vendida por 700 veces su inversión inicial: 350 millones de dólares (viene en la Wikipedia). Es el tipo de cosas que suceden hoy y que nuestros abuelos jamás creerían. Prefiero leer a Fast y a Wired que a cualquier Journal of Sociology, básicamente porque la "profesionalización del pensamiento" está acabando con él y con su utilidad. No soy sociólogo, sino especialista en super e hipermercados. Una subespecie de comercio masivo al detal, que no existiría sin carro, ni electricidad para la nevera. Y sin la digitalización; que, al contrario de lo que otros piensan, creo que dio lugar a una concentración de poderes centrales: desde los cuarteles generales de un banco, hasta las instituciones del Estado. Son tantas y tan diversas las consecuencias de la “tecno-socialización” galopante, que resultaría frustrante empezar a enumerarlas.
Por último, me parece que existe un tercer factor que ayuda a explicar este mundo que tenemos. La segunda guerra mundial (como casi todas guerras, sin excepción) fue consecuencia de conflictos de poder sobre territorio y recursos (“los de arriba”, sean ricos o pobres, son los primeros que se están cagando en ideologías y sentimientos nacionales). Hasta el mismo Churchill “flirteó” con el nazismo. El duque de Marlborough se dejó de mariqueras cuando le empezaron a pisar el chiquito, del pie. El nazismo, hasta el deflagrar de la guerra, no le hacía muchas cosquillas a nadie (tanto así que proliferaron los movimientos simpatizantes, aún dentro de la mismísima Inglaterra). Pero con la guerra se produjo un distanciamiento del orden, disciplina, puritanismo y acato (nazismo), a favor de la participación, libre expresión y tolerancia (democracia mi compadre). Por eso es tan importante Hanna Arendt, importantísima, fundamental, aunque nadie logra “leerla” por más de cinco páginas sin que se quede dormido.
Constitucionalismo, libertades y blablablá no eran cosas nuevas, sobretodo en el mundo anglo sajón (Locke y sus amigotes), pero se reforzaron enormemente. Es verdad que al nivel socio-histórico este cuentico se nos complica porque debemos explicar como la guerra desembocó en la concepción del Estado Social de los 50-70, y luego en la chacina neo liberal de los 80 en adelante; explicar “el auge y caída” de la Unión Soviética; explicar la “fundamentalización” del mundo árabe. Rollo parejo.
Pero al nivel cultural se reforzaron enormemente dos principios: el de la libertad económica y el de la libertad individual. Ricos y pobres se sienten en su pleno derecho de hacer lo que les da la gana. Los primeros pillan y se sienten inocentes; los segundos queman y saquean (y también se siente inocentes). El drama, dijeron los griegos (los griegos que leían los tertúlicos del siglo XIX), no se limita a oposición y conflicto. Es la oposición en la que todos tienen razón. Es el dilema, sí, pero más importante aún: es un dilema de irresoluble. Edipo se coge a su mamá y es inocente de pecado. ¿Cómo es eso?
La solución estribaría en apelar a un árbitro. Dios. Pero Dios fue quemado vivo en el siglo XVIII, precisamente cuando ya terminaban los autos de inquisición. El Estado, entonces. Bueno, que venga el diablo y escoja. El estado está carcomido por dentro y podrido por fuera. ¡OK, ya sé! La sociedad civil. Bueno. ¿Quién sabe? Lo cierto es que, hasta ahora, es menos una opción que una historia de pajaritos preñados. El problema de la sociedad civil, es que, casi por definición, no está articulada, ergo: no existe. ¿Qué nos queda?
En las barriadas periféricas de Londres (o Paris o Caracas), salen los marginados a quemar, robar o simplemente a destruir. No solo siento, sino que pienso, que debo condenar y vehemente condeno, con toda convicción. Me identifico con Lady P., la cantora negra de jazz que, por estos días, en medio del tumulto loco de Londres, instaba a los vándalos a organizarse y a protestar dentro del status quo. Sí, estoy de acuerdo y me gusta la señora. Pero, para ellos, Jazz, Shostakovsky y ese tal Estatusculo, es todo la misma vaina. Háblame claro mano, dicen ellos, y los entiendo. Les mostraron los Adidas y las Xbox y no se las dieron. ¿Qué les queda?
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