El interior de la casa de mi abuelo era muy sencillo. En una punta estaba la cocina y el comedor. En la otra punta, estaba una especie de patio interior que distribuía tres habitaciones y un baño. Los dos sectores estaban conectados por un largo pasillo alfombrado. Exactamente en el medio del pasillo, se abrían otras dos puertas. Una se limitaba a ser una salida lateral hacia el exterior, hacia el jardín. La otra daba hacia una minúscula despensa que, aparte de tener un armario cerrado a siete llaves, tenía una misteriosa escalera. La llamábamos la despensa, aunque, por deseos de mi abuelo, no debiera guardar nada comestible (aparte sus jamones serranos). La “despensa” daba hacia una portezuela que accedía al sótano. El sótano me tenía sin cuidado, pero el armario me tenía loco de curiosidad. Entrar a esa pequeña despensa estaba prohibido. Mucho menos hurgar en sus accesos y contenido, claro.
Pero un día descubrí en dónde estaba la llave del armario. Por encima de su marco (¡dugh!). El descubrimiento me pareció, entonces, de un infalible olfato e intuición. (Aparte de que, obviamente, mi abuelo me subestimó, probablemente no tanto a mí como o a la niñez generalizada). Error grave, pero asaz común. Al abrir aquel armario, me quedé loco. Había descubierto el mayor de los secretos de nuestra familia, de nuestra casa. Allá estaban, perfectamente aplomadas, relucientes, las dos escopetas que usaba mi abuelo en la caza.
Aún hoy es común la caza, en Portugal y en el resto del mundo. Aunque, a algunos, cada vez nos parezca más un sadismo sanguinario que un noble “deporte”. Pero por aquél entonces, bueno: no, no tenía nada de malo. Era la época en que las homosexuales ni siquiera tenían nombre, y que más tarde se empezaran a llamar “cachaperas”. Matar conejos, patos y codornices era la adrenalina pura. Cazar un jabalí, un lobo, un venado, ¡un lince ibérico!, era sencillamente el orgasmo deportivo. Los venados silvestres desaparecieron. Y, hoy día, se gastan millones en la preservación del lobo y del lince ibéricos. Pero aquellos eran otros tiempos. Sin moros en la costa, yo agarraba las escopetas, las quebraba, olía la pólvora de los cartuchos, los metía en los caños, los sacaba; y después me iba derechito al baño a hacerme la paja, porque no había nada en el mundo que me hiciera sentir tan hombre.
A medida que fueron pasando los años, cada vez le di menos importancia a las escopetas, y más a los culos de verdad, gracias a dios. Le agradezco no haberme convertido en un fetichista exótico, una vaina rara. Bueno. Al fondo del pasillo, exactamente en el medio, había dos objetos, que formaban parte de una especie de culto, aunque muy mal definido. Uno, era una litografía de Simón Bolívar. Yo no lo sabía, ni me lo imaginaba, claro, pero para mis abuelos, aquel retrato poseía un valor simbólico enorme: los años que habían pasado en Venezuela, y la prosperidad que los había arrancado de la pobreza y permitido el ingreso a la clase media. (Hubieran, con toda seguridad, renegado del retrato si llegaran a conocer lo que el culto a Bolívar llegó a significar después). Pero aún por encima de Simón Bolívar, estaba algo más. Era un reloj de pared, al que nunca presté demasiada atención. Un reloj mecánico y cantor, un carrillón. Daba los cuartos, las medias, y las horas, en grados de elaboración melódica crecientes. Tenía pesas y había que “darle cuerda”, literalmente, el tipo de cosas que hoy solo se logran ver en los museos y entre los coleccionadores.
Probablemente sería (o es) un reloj de tres o de ocho días, los modelos más comunes. Modelos en que hay que darle cuerda cada tres u ocho días. Pero a mi abuelo se le olvidaba. Había días en que el reloj marcaba la hora cierta; había días en que definitivamente se notaba, por la hora indicada, que no podía ser, que no tenía cuerda. Pero las situaciones verdaderamente conflictivas, a veces dramáticas, se presentaban cuando uno, mirando el reloj, creía que eran las ocho y veinte, cuándo, en realidad, eran las diez y diez. Citas perdidas, exámenes aplazados, consultas preteridas, encuentros frustrados; de todo sucedía en aquella casa. Y todo por culpa del bendito reloj.
La situación llegó a extremos insostenibles, hasta que alguien sugirió sacar, guardar, regalar, vender, el maldito reloj. Mi abuelo entró en pánico, y se comprometió a darle cuerda regularmente, todos los días. Era el último en acostarse. Cuándo ya todos habíamos conciliado el primer sueño, nos despertábamos con el rac rac rac del la cuerda del reloj. Pero, invariablemente, a mi abuelo se le terminaría olvidando darle cuerda. No querría forzar demasiado el mecanismo, perdía la cuenta de los días, sencillamente se le olvidaba, no lo sé. Lo cierto es que alguno de mis tíos armaba el zafarrancho del siglo porque había pelado la cita con el dentista, después de calarse un dolor de muelas durante ocho días. “Vamos a acabar, de una vez por todas, con esa mierda de reloj” decían. Pero mi abuelo prometía y prometía. Y cumplía, hasta que se le olvidaba darle cuerda al reloj.
Veinte años habían pasado. La casa cambió de manos. Mi abuelo se murió y mi abuela hizo un par de mudanzas. Un día compré la casa dónde vivía mi abuela, con todo lo que estaba adentro, ni sabía muy bien qué. El reloj voluble de mi abuelo se me había olvidado completamente. Tan completamente como sus tres perros de caza, que traté muchos años por su nombre. En ese período de veinte años, por alguna razón que sinceramente desconozco, me empecé a interesar por relojes. No sé cómo empezó ni porqué. No me acordaba, ni remotamente, del reloj de mi abuelo. Tampoco me interesaban los relojes caros, fashion, fancy, de pulso, los normales. Me interesó su historia, cómo se llegó a descubrir el mecanismo. Y su perfeccionamiento, siempre mecánico, sobretodo hasta el siglo XIX, hasta la llegada del reloj eléctrico y de cuarzo. Me pareció una historia fascinante, llena de habilidad, destreza, intuición, hallazgos felices, perseverancia maníaca, qué sé yo. El tipo de cosas a las que se pudiera dedicar toda una vida. La misma erección mórbida que sentí ante las escopetas de mi abuelo, la volví a experimentar frente a la sección horólogica del Museo Británico. ¡Relojes “verge y foliot” de los siglos XIII y XIV, funcionando ante mis ojos! Mi esposa jalándome de los brazos hacia los tesoros egipcios, y yo clavado ante unos mamarrachos de hierro forjado del siglo no sé cuánto.
Fue una de esas “crisis” que me dan. Esa, creo que me duró entre el 2003 y el 2007. Pasé horas y horas (malgasté parte de mi vida, como siempre) simulando el funcionamiento de los “escapes” (el corazón de los relojes) con “Inventor”, un software de diseño para ingeniería mecánica. Por fin, a finales del 2007, con la ayuda de mi suegro Ernesto, concluimos nuestro modelo de reloj mecánico, en madera (hacerlo en bronce estaba nítidamente fuera de nuestros sueños más galopantes). Y a partir de ahí, una vez concluido el modelo, creo que me pasó la fiebre. Uso un reloj de plástico y cuarzo, made in Taiwan, de 10 euros, en parte porque conozco un poquito de relojes, y por otra parte, voy a ser sincero, porque, precisamente por eso, no puedo permitirme el IWC, suizo, handmade, mecánico y perpetuo, que cuesta algo así como treinta mil dólares.
Un día, hablando con mi abuela, en el apartamento que le compré, le dije que nada más quería quedarme con el reloj.
--¿Qué reloj?—me preguntó ella.
--Ese—le apunté.
--¡Pero si ni siquiera funciona¡ Claro que sí, quédate con él.
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