La escuela en donde trabajo, aquí en Portugal, me pidió que contratara una profesora de inglés. Requisitos: que hablara inglés. ¡Dugh! Pero muyyy bien, atajaron ellos. Que fuera nativa, pues. Yo que me encargara de las pelusas logísticas y burocráticas, del resto; es decir, de todo. La que me pareció que “correspondía al perfil”, estaba en Leeds, norte de Inglaterra. Leí el currículo, le respondí, y después hablamos un par de veces por Skype. Video conferencia, exigí, no fuera a salirme una vaina rara, una gótica, una leidigaga de la vida real. Nunca se sabe, con los ingleses.
Pero no. Una chama (27, decía el currículo) rellenita, tranquilita, de lo más normal. Marcamos una última llamada para ponernos de acuerdo en día, local y hora.
--Te voy a buscar al aeropuerto-- le dije.
--No hace falta, gracias. Me voy de carro, para llevarme mis cosas.
--¿Vienes por el túnel, no?- le pregunté, tirándomelas de viajado, como si le estuviera hablando del túnel de La Planicie. (Nunca en mi puta vida pisé Francia, pero sé que hay un túnel en el Canal de la Mancha (un tren, que a lo mejor ni siquiera transporta carros).
--No-- me respondió ella-- voy de ferri hasta España.
Tampoco sabía que existieran ferris que se llegaran hasta España. Precisamente porque uno aprende y se refiere a estas cosas, acaba tirándoselas de viajado. Es irresistible.
Bueno. Le di la dirección de la escuela y la de mi casa, advirtiéndole que llegar a mi casa era mucho más fácil que llegar a la escuela. Me dijo el día y me indicó una hora aproximada: “entre seis y ocho de la tarde”, me dijo. Llegó a las siete exactas. A la escuela, por supuesto. ¡Qué bravos que son los brits, mano! No tardé mucho en darme cuenta de que era una chica avispada, inteligente, rápida; un avioncito de la British Arways, pues. (Me consta que son eficientes, aunque solo viajé en British un par de veces).
--Me imagino que estarás bastante cansada. ¿Cuántas veces paraste por el camino?-- se me ocurrió preguntarle.
--Una-- me dijo ella.
¡Coño! Me quedé tieso, de una pieza. Esto era lo peor que podía pasarme a mí y a la escuela; que la chica fuera una mentirosilla, una farsante, que todo aquello de que había estudiado literatura comparada en Oxford fuera, pura y simplemente, embuste anglosajón. La chica se había traído a su casa dentro del carro, fue a Escocia a despedirse de sus abuelitos... ¿Cómo coño le iba a decir “no gracias, chu, fuera”?
Anduve de pie atrás y con las orejas paradas más de una semana, hasta que un día me dio la cola, en su carro. Apenas nos montamos en el carro, me pregunta el nombre de la calle hacia dónde íbamos. Me pareció raro, pero a lo mejor desconfiaba de la infundada fama de los latinos, y le di la dirección.
--¿Cómo se escribe?
Con toda paciencia le deletreé el nombre de la calle. Sacó un aparatico, tecleó, y la vaina empezó que “turn right two hundred meters”, “roundabout third exit”, “radar three hundred meters away forty miles per hour”. ¡La vaina no solo sabía en dónde estaban los radares de la policía, sino que olfateaba los tombos a trescientos metros de distancia! Lo único malo era que hablaba sin comas.
Fue entonces que caí en la cuenta. Entendí que la pobre muchacha efectivamente se había calado Oxford, y que había llegado de Santander hasta Portugal en línea recta, con una parada y dos tanques de gasolina. Casi que le pedí disculpas, tenía ganas de besarla (y pedirle el GPS prestado, para jugar un ratito).
Pero hace tan solo cinco o seis años atrás no existían gepeses y los viajes largos se hacían con mapas. Teníamos, más o menos por aquél entonces, dos mapas enormes, tipo acordeón, de esos que se abren automáticamente pero que solo una mujer puede cerrar. Uno de Venezuela y otro de Portugal. En los demás países nos daba temor manejar por la izquierda. O verdadero terror, alquilar un Rickshaw, por ejemplo, como vimos a varios italianos haciéndolo, y cagados de la risa, en Bangkok. Bangkok o Phnom Penh. Bueno, no importa.
Tengo esos dos mapas frente a mí, pegados de la pared. No sé cómo surgió la cosa, la idea, la costumbre. Debe haber sido en nuestro primer viaje a Mérida, que decidimos trazar el itinerario a lápiz. Se nota una línea, calcada varias veces, que sale de Caracas pero que no llega siquiera a Maracay. El grafito no se agarraba al plastificado, parece claro. Pero, por encima, dibujada con un marcador de subrayar, verde fosforescente, hay una línea que se le sobrepone, y esa sí, va de Caracas hasta Mérida. No sé si llamarla línea, propiamente, ya que se trata de una enorme curva, como dibujada por un viejito alcohólico, con Alzheimer, aparte su delirium tremens natural.
La línea tiene triángulos, bolas y lacitos, serruchos, hongos y sombreritos, en fin, la panoplia geométrica completa, incluyendo paradojas topológicas. En un sitio, la línea llega hasta una rayita del mapa y se devuelve como cincuenta kilómetros. Me acuerdo perfectamente que llovía a palos y que pasamos media hora dentro del carro, viendo como las cuatro por cuatro se atrevían a cruzar aquello que se suponía ser un riachuelo, pero que se había convertido en un rio furioso y acaudalado. En esos cincuenta y pico de quilómetros la línea del marcador fue dibujada doble y subrayada.
Era ella quién llevaba el mapa en una mano y el marcador en la otra, tipo antropóloga del Discovery Channel. Funcionaba así: yo manejaba; ella me daba las indicaciones. Sencillito. Tipo GPS, sí, pero un pelin diferente. Con todas las comas y entonaciones, los acentos y matices que ningún aparato logrará alcanzar, porque son las comas del lenguaje secreto e infinito del amor. ¿Dónde estábamos? ¡Ah! El detalle estribaba en un par de pormenores que dificultaban la cosa. El primero era, que la sábana aquella, me obliteraba por completo la visión del lado derecho, cosa que, aparentemente, le tenía sin cuidado tanto a la copilota como al conductor.
Mucho más importante era el segundo pormenor. Para que aquél carro funcionara, había que conectar una especie de cables, establecer un circuito, hacer un bypass. Ella posaba su mano izquierda sobre mi pierna derecha, y yo descansaba mi mano derecha sobre su pierna izquierda. Y ahí sí, el carro arrancaba y funcionaba perfectamente. Mi brazo quedaba por encima del suyo, para poder maniobrar la palanca de las velocidades. Cuándo era ella conduciendo nos confundíamos un poco, al principio, pero, con el tiempo, se nos volvió automático. (Todo lo íbamos aprendiendo). Era como estos carros modernos que tienen un sensor debajo del asiento, y que suena una alarma si el pasajero no se pone el cinturón de seguridad. Igualito. Si no cruzábamos los brazos, faltaba algo, nos sonaba una alarma rara en la cabeza, la cosa no funcionaba. Solo que -entre levantar los brazos para desplegar el mapa, pegarlo del parabrisas, esquivarse de los conductores ciegos (que se me presentaban por la derecha, casi siempre), rotular el mapa, volver a levantar los brazos para replegar el acordeón ruso- entre todas estas maniobras, pues, acabábamos por perder alguna salida importante, algún letrero, y la cosa se nos complicaba.
Pronto nos dimos cuenta (ella, claro) de que no tenía mucho sentido marcar una ruta por anticipado, sino subrayar el trayecto recorrido. Por lo menos sabíamos hasta dónde habíamos llegado, lo que ya no era malo del todo. Seguíamos necesitando el mapa para orientarnos de forma general, pero la raya pasó a revestir un carácter simbólico. Señalaba los sitios por donde pasábamos, como que la memoria o algo así, el rastro.
Las mujeres y los hombres tenemos sentidos de orientación muy distintos, como todos saben. Una mujer logra llegar a la farmacia equis porque, después de pasar la panadería, cuenta dos semáforos y voltea en la segunda a la izquierda, un poquito antes de la peluquería de Riqui D’Armand.
Nosotros no. No necesitamos nada de eso. Ni de puntos de referencia, ni de mapas, ni de parar a preguntar direcciones en la calle, una de las cosas más estúpidas del mundo, dígase de paso. De cada diez preguntas, cinco “no sabe/ no responde”; otros cuatro te dan indicaciones erradas; y el que realmente sabe, termina por ser de la zona y la conoce muy bien, al dedillo, pero invariablemente resulta sordo, ciego o tartamudo.
Una mujer puede hacer dos o tres cosas al mismo tiempo y todos sabemos reconocerlo: escucha la conversación del lado; se fija que en la quinta mesa, detrás de ti, hay una flaca pretensiosa que se tiñe las mechas en la casa; te señala que el pescado fue congelado y le falta sal; y escuchó, sin dejar de hablar por un segundo, y mucho antes que tu, que estaban pasando puras músicas de Marvin Gay, como ambiente de fondo.
Los hombres no funcionamos así. Nos concentramos en una sola cosa y la hacemos bien y rápido. No es que no nos damos cuenta de lo demás. Lo hacemos, pero de forma diferente, lo aprehendemos de forma intuitiva e inconsciente. Y eso se demuestra muy fácilmente en la forma de manejar. Antes de pasar la panadería, la cabeza se nos desvía hacia la otra acera, porque vimos a una que estaba requeta buena. (Se nos escapó la panadería). Más adelante hay una tienda de lencería, medio francesa medio porno, y es imposible resistirse a mirar la vitrina y a quien está adentro. (Es probable que la tienda quede entre dos semáforos cualesquiera). Después te deparas con un par de piernotas saliendo de una peluquería. Y cuándo nos damos cuenta, vualá, llegamos a la farmacia equis. Aquí estamos, y en la mitad del tiempo, sin mirar hacia los lados tan siquiera. ¿Cómo lo hacemos? Por intuición, porque tenemos un sentido de orientación diferente, incorporado, nato. Somos palomas mensajeras.
Eso fue lo que intenté explicarle, durante diez años, pero sin tanta especificación ni ejemplos. Qué me dejara a mí, pues, que era quien estaba al volante y sabía por dónde andábamos (más o menos, de una forma general, es cierto, pero lo sabía). Nunca lo entendió. Alzábamos los brazos, abría el mapa, despacio, (tapándome tres cuartos del parabrisas, como ya dije), miraba, le daba la vuelta, despacio, volvía a mirar, deslizaba el dedo índice como si estuviera empujando un carrito de juguete, despacito, volvía a cerrar el acordeón, una, dos, tres, cuarenta veces, cruzábamos los brazos y le preguntaba entonces:
-- ¿Por dónde es?
-- No sé. Me mareé. Yo te digo “despacio, despacio”, pero tú nunca me paras bolas.
Unos añitos después, nuestro segundo viaje a Mérida, aparece en el mapa subrayado a naranja, y parece trazado con regla: una sola línea con pocos quebrados, casi recta. Después de contarles a nuestros amigos, luego del primer viaje, que bellos nos parecieron Los Andes, pero que, para llegar, había que cruzar ríos sin puentes, serpentear montañas interminables y atravesar bosques por senderos de tierra, se quedaron pasmados de asombro.
-- ¿De verdad? – preguntaron- ¿En dónde queda eso?
Más o menos le explicamos, lo que (más o menos) sabíamos.
--¿Y cuántas horas tardaron?
-- Cuarenta y ocho, y llegamos al tercer día.
-- ¿Porqué no se fueron por las autopistas?
--¡Coño! ¡Existían autopistas!-- nos dijimos uno al otro, con los ojos. Cuando llegamos a la casa sacamos el mapa de la gaveta. Efectivamente. Eran aquellas rayitas dobles que nos preguntamos varias veces que eran, para qué servían, ya que en Venezuela no existen trenes desde 1915.
Tenemos otro mapa, de Portugal, con otros dos viajes largos. La misma cosa con paisaje diferente. Los carros, prestados o alquilados, también eran diferentes, pero funcionaban con el mismo corto circuito de los brazos cruzados. Líneas de un marcador verde y de otro anaranjado, que muchas veces se enroscaban la una en la otra, como las hiedras alrededor de un tronco, o de una vid.
El tercer mapa, el de Nueva Zelanda, no lo tengo. Son paisajes tan fabulosos que los utilizan en las películas para ahorrar dinero en efectos especiales. Existen ríos de un color verde, imposible de definir, porque el río erosiona y se tiñe, literalmente, de jade. En el mapa se ven (o veían, no sé como referirme a él) otros dos viajes bien delineados. Dos círculos, muy aproximadamente, entrelazados como los aros de los juegos olímpicos, que parten y arriban al mismo punto, al mismo sitio, a la misma casa de llegada.
Pero hay un tercer viaje, absolutamente incomprensible, en dónde la línea se quiebra, se parte, se divide en dos. Las dos partes, o mitades, a medida que avanzan se destiñen, como si al marcador le faltara tinta, se hubiera secado. Un segmento parte hacia el norte, en perfecta línea recta y se adentra en el mar, desvaneciéndose el color hasta perderse. La otra mitad se dirige hacia el sur, y pronto se encontrará en medio de la desolación gélida del Polo. O no.
Geográfica y geométricamente son líneas imposibles de dibujar, trayectos imposibles de realizar. Ambas mitades se dirigen hacia casa de nadie, terra incógnita, como decían los mapas aún más antiguos. A ese marcador se le acabó la tinta y no es posible saber hacia dónde los caminos se dirigen, hacia dónde el destino los va a llevar. Como la tierra es redonda, es posible que se encuentren. O no.
Quién sabe, pudieran cruzarse las líneas, pero me imagino que sería de una forma muy extraña, como que encriptada en esa tinta invisible, entrelazadas con la vid. Con rutas y caminos perdidos, y