martes, 30 de agosto de 2011

Opciones

Hola. Acaba de marcar el número 911724224. Lo siento, pero debe ser número equivocado. A mí, raras veces me llaman, aunque no pare de sonar el teléfono. Si se debió a una lectura errónea, marque 1. Si se trató de una distracción en el discado, marque 2. Si la causa fue un dictado defectuoso, marque 3. Para equivocaciones en general, no especificadas, con o sin pedido de disculpas, marque 4. Para otras opciones marque:

1.- Es probable que me esté tardando en atender su llamada. Estoy sacando cuentas de calendario, pensando un poquito. Es que, casi siempre logro adivinar quién llama, mediante un cálculo muy somero de mis compromisos más cercanos, los del día. Calculo la hora, el grado de insistencia del repique, y lo comparo con el mes y el año. Si, pasado este intervalo prudencial, aun identificando vagamente la naturaleza del mensaje, no atendí el teléfono, es porque no estaba en casa. Si guarda relación con mis hijos, marque 1. Si se trata de la eventual llamada, fuera de horas y de fuso horario, que espero en vano, y nunca llegó, marca dos. Si no sabes que decir no necesitas decir nada. Déjame escuchar tu respiración. Si no se refiere a ninguna de estas dos opciones, que son las únicas que realmente me merecen atención, marque:

1.- Para serle sincero, independientemente de quien sea usted, su llamada me resultará ciertamente fuera de lugar y tiempo, intempestiva, desagradable, sin relación con mi vida, marginal, sin interés. Verifique de nuevo el número, por favor. Descuelgue y vuelva a escuchar el primer menú con más atención. Si, aún cerciorado del número, y advertido, quiere hablar conmigo:

Marque 1.- para llamadas urgentes del tipo “se le venció su póliza de vida o muerte, su seguro de maternidad”. Descuelgue, por favor. Aunque ya no me sirva de nada, aprendí a calibrar las verdaderas urgencias midiendo intervalos entre contracciones. Estaba aprendiendo a vivir y algo salió mal, se estropeó. Estaba aprendiendo a sonreír, pero ya más de la mitad se me olvidó. Si aún subsisten registros de cosas seguras y aseguradas, pólizas de este tipo en sus ficheros, archívenlos en un galpón. Ese tipo de contractos y expectativas con relación a mí, sencillamente caducaron. No insista más, señorita. Muchas cosas cambiaron. He dejado de ser cliente de cosas seguras, pero sujetas a eventualidades, causas mayores, actos de Dios.

Marque 2.- Si me quiere vender algo, aún de la forma más subrepticia y sofisticada, olvídese. No necesito nada que se pueda comprar o vender. Ya tuve la “Vaporetta 2000”, la maravillosa aspiradora titanio a vapor, y la perdí en una mudanza. No me hacen falta planes de cable que incluyan sexo y deporte, o diamantes verdaderos de quilates a plazos. Ni se imagina, señorita, cuantos juegos de ollas ya boté. Escanciadores de cristal y Woks que entraron en mi vida por uno o dos días, y después nunca más usé. Puede que aún los tenga. Lo más seguro es que los perdí u olvidé en la alacena oscura de alguna cocina. Le puedo asegurar que no quiero cosas. Por favor, descuelgue.

Marque 3.- Si me quiere advertir (amenazar) con algún corte de luz o agua, de gas o aire, pues: háganlo. Deben haberme obligado a firmar algún papel. De hecho, no hago más que firmar papeles y deambular por sus hacinadas y ruidosas oficinas, rebotando de taquilla en taquilla y de cláusula en cláusula, porque ya he desistido de explicarles mi situación, tanto personalmente como por teléfono. Soy aquel cliente ni alto ni bajo, ni joven ni viejo, ni gordo ni flaco. Ando siempre de azul marino, muy oscuro; empiezo protestando por nada y acabo pagando todo. Me da la sensación que nadie sabe muy bien que pretendo aunque se trata de algo bien simple. Seguramente estarán recordados de mí. El del traje azul marino.

Marque 4.- si es un amigo más del tipo “conocido vagamente de no sé dónde”, y me está invitando a alguna fiesta, conferencia, congreso o evento. No gracias, de verdad, no puedo. Perdone que le sea tan franco, pero usted se anda buscando números para colocarlos en las redes sociales, en una nota de prensa, o sencillamente por el placer de mostrarlos, de mostrarnos unos a otros. Es del tipo que quiere tener muchos amigos, hacer muchos contactos. Mis verdaderos amigos me llaman a mí y a otras cuatro o cinco personas más, cuando mucho. Generalmente acabamos no más de dos o tres sentados alrededor de una mesa, y lamentamos la ausencia de los demás. Pero no sacamos fotos de bien posicionados, no sacamos muchas cuentas ni números. Nos reímos, eso sí, de los merchandaicines personales y de los extrovertidos situacionales por conveniencia. Si le parezco sarcástico, cáustico, lo que sea, presione asterisco para volver a escuchar este mensaje.

Marca cinco, si fuiste tú quién llamó. No sabría que responderte, que decirte. Ni siquiera cómo decirte “hola”. Preguntarte cómo estás, no me saldría. Ni sé porqué insisto en colocar esta opción. No eres del tipo que se cala menús o deja mensajes.

Marque 6.- Si es una personalidad práctica, que no entiende de que coño tratan estos menús, o para que sirven, qué cosa es esta, qué es lo que está pasando aquí. Le doy una pista para que no sienta que perdió su tiempo en vano. Anote. “Google Talk Menu” Beta 1.2, es un nuevo servicio que simula las funciones de una central telefónica y de una contestadora automática, en el teléfono que Ud. quiera, sea su celular, o el fijo de su casa. Debe asegurarse apenas que su conexión por cable incluye el teléfono, y que es redireccionable desde el teléfono fijo, o desde un link VOIP, hacia una dirección de internet IP estable. A diferencia de Skype, la utilización de líneas fijas y celulares, es totalmente gratis. Vaya, averigüe y diviértase.

Marca 8 cuando sientas ganas de hablar conmigo. Lo haré cuándo y cómo quieras. Y podemos hablar de lo que sea. Con calma. Sin opciones que tomar. Sin preocuparnos mucho de las tarifas o de las largas pausas. Podemos hablar del tiempo, del último tsunami, de las revoluciones islámicas. Ocho.

Maque 9.- Para todas las demás opciones descuelgue.

jueves, 25 de agosto de 2011

"Escribir Para Qué", de Leila Macor

Saramago le dijo un día, a un joven escritor, al encontrarse personalmente con él: “Muchacho, escribes tan bien que provoca pegarte”. Yo conozco a una caramelita, que vive lejísimos y que ni siquiera conozco personalmente, a la que no le puedo pegar, pero que, si pudiera y supiera hacerlo, le hackearía el blog, hasta hacerlo una melcocha de bits con bites. Lo re direccionaría, hacia el site de “Los Incondicionales Guardianes de las Puertas del Reino del Señor Único y mi Dios”, por ejemplo. Uno de esos sites que te provocan vomitar sobre el teclado e inutilizarlo para ulteriores búsquedas de ese tal blog llamado “Escribir para qué”.

Lo descubrí como hace tres años y no tuve que buscarlo. Me cayó en las manos, como un regalo inesperado, aquél que andabas buscando hace tiempo y ni siquiera Google lo encontraba. Sucede que Fabrizio, a quien conocí en la Católica, me dijo que le gustaba mucho mi blog. Su hermana también tenía uno, agregó. Esto podía ser interpretado de dos maneras. “Mi mamá pinta al óleo, y ha hecho un pocote de exposiciones que ni te lo imaginas”. A la hora de la verdad, cuando asistes a una de esas exposiciones, felicitas a la señora de primerito, y sales corriendo, para que los mamarrachos que representan angelitos con cuernos (pero sin rostro), no se te cuelen en pesadillas. Lo segundo que pudiera significar sería algo así como: “Tú escribes más o menos, chico, pero debieras ver como lo hace mi hermana”.

Unos días después me volvió a preguntar: “¿Ya te asomaste al blog de mi hermana? Tiene montones de seguidores”. Fue la gota que derramó el vaso. Definitivamente la hermanita tenía que ser del tipo multi exposiciones, y tratándose de un blog de una divorciada de 38 años, pues nada, escribiría “tips” de cómo mantener relaciones de entrega incondicional, respetando, cada uno, la intimidad de su espacio. La tercera vez que me lo preguntó le dije que “sí, claro, ya lo vi”, mientras simultáneamente abría otra ventana para hacerme una idea, poco más o menos, de lo que trataba el bendito blog de su hermanita artista. Sucede que me quedé clavado en el blog de Leila Macor, apenas leído el primer post, y continué scroleando hacia abajo, solo porque quería confirmar que el primero era una excepción particularmente feliz de escritora advenediza. Fabrizio allá se quedó, en el chat, escribiéndo “¿Estás ahí? Coño, responde guevón, yo sé que estás ahí.” Pero no estaba. Estaba perdido en el blog de su hermana, jurungando por aquí y por allá, con la certeza de que, tarde o temprano, iba a toparme con algún plagio de estilo, o una buena cagada de principiante.

Busqué en vano y me rendí. Efectivamente provocaba pegarle a esta virtuosa desconocida, cuyas credenciales públicas no iban más allá de ser la hermana de mi amigo Fabrizio. Le dejé un comentario en un par de sus entradas. “Este me parece genial!!!”, y “Este también !!!”. No solo me estaba quedando corto de palabras, del impacto; con el abuso de hipérboles y exclamaciones quería mostrarme profesional, lo familiarizado que estaba con la pobreza expresiva del lenguaje de la net. Quería aparentar más joven, pues, darle a entender que teníamos más o menos la misma edad y que podíamos hacernos amigos en cualquier momento. Ella me respondió con :-), y Ps, que fui a buscar a un diccionario tipográfico 2.0 para encontrar que significaba una lengua afuera. Desistí rápidamente de hacerme el adolescente y le escribí, en este sánscrito casi perdido llamado Castellano. Le conté que había estudiado con su hermano (las credenciales son necesarias en estos menesteres de la red) y que me dejara ser su amiguito. Por favor. ¿Sí? Y a partir de ahí, nos escribimos con puntualidad religiosa: cuando dios quiere.

Adoro mi Kindle, pero detesto leer en la pantalla. Opté por pedirle a un amigo, profesor en la venerable Universidad de Otago, en Nueva Zelanda, que pidiera el libro para la biblioteca. Si es pedido por un profesor, la biblioteca se encarga de encontrar y traer cualquier libro, desde cualquier parte del mundo, aún de Uruguay, así se trate de un palimpsesto sobre las propiedades curativas del té de ruanas de los caballos bayos. El libro llegó, naturalmente, pero un par de semanas antes de que yo saliera de Nueva Zelanda. Se lo conté a Leila, y me dijo que, mientras tanto, había publicado otro. Me mandó los dos para Portugal. Ayer me di un día especial de descanso y me llevé los libros para la playa. Algunos textos ya los conocía, otros no. Con ambos me di un festín con derecho a atardecer lento. Son antologías de los textos de su blog. El primero se llama “Lamentablemente estamos bien” y trata básicamente de la adaptación cultural de una venezolana en Uruguay. Pero el tema no es lo importante; es la aproximación tan personal como está expuesto, y la forma límpida como están escritos estos textos, sin muchos paréntesis, pocos puntos y comas. El segundo se llama “Nosotros los impostores” y deja entrever que la adaptación quedó atrás, y es tema del pasado. Leila ahora vive en Los Ángeles, y lleva visos de emigrar para cinco países, como lo hizo su mamá. De hecho, Gabriela, me escribió hace un par de meses, una carta muy bonita (porque dijo maravillas de mi blog). “¡En casa de herrero, cuchara de palo!”, le dije, bromeando. Gabriela conoce perfectamente, y está orgullosa, del valor de su hija Leila).

Decían que Borges, cuando dio clases en los Estados Unidos, se limitaba a leer largos trechos de sus libros más queridos. No explicaba nada, no interpretaba nada. Leía. El examen final, oral, consistía en una sola pregunta: “¡Hable!”. Me parece un método y una evaluación genial. Detesto las críticas literarias en dónde se habla de construcción, elaboración y estructura, desde una perspectiva desconstruccionista. En mi caso, aunque quisiera, no lo sabría hacer. Los textos de Leila me gustan. Punto. Porque están bien escritos, con contenido y forma. No se dejen engañar por una primera lectura. El tono light es un recurso de humildad, un truco que esconde una muy sólida cultura. Piensa por cabeza propia y no tiene temor alguno a ser irreverente, casi cáustica, pero siempre convincente. Entren a “Escribir para qué”. Yo tampoco sé para qué se escribe, ni me preocupa mucho. No sé para qué sirven los billones de eurodólares que se invierten y despilfarran con el fútbol; no sé para qué sirven esos ruidosos torneos internacionales de Scrabble. Para qué sirve la palabra “atavismo” si tenemos muchas mejores. En cambio creo haber aprendido que la triple adjetivación tipo sándwich no sirve para nada. Me pregunto más el porqué se escribe, cuando amargamente constatamos que jamás conducirá a nada, ni siquiera a candilejas de feria sobre oropel. No sé si ya les sugerí que entraran a “Escribir para qué”. Para que no se pierdan, me permito sugerir tres piezas entre las que más me gustan: “La Guerra de las Semillas”, “La puntuación, la sintaxis y el amor”, “La verdad de 347 milanesas”. No puedo terminar esta entrada sin dejar de mencionar que me encantó conocer esta mujer tan “interesante”, podrida de buena.

Y ahora sí, les direcciono al link, http://escribirparaque.blogspot.com/ , no fuera a ser que me salieran del post a mitad de la lectura y me dejaran aquí plantado: “¿Estás ahí, estás ahí? Yo sé que estás ahí”.

martes, 16 de agosto de 2011

Las diez y diez

El interior de la casa de mi abuelo era muy sencillo. En una punta estaba la cocina y el comedor. En la otra punta, estaba una especie de patio interior que distribuía tres habitaciones y un baño. Los dos sectores estaban conectados por un largo pasillo alfombrado. Exactamente en el medio del pasillo, se abrían otras dos puertas. Una se limitaba a ser una salida lateral hacia el exterior, hacia el jardín. La otra daba hacia una minúscula despensa que, aparte de tener un armario cerrado a siete llaves, tenía una misteriosa escalera. La llamábamos la despensa, aunque, por deseos de mi abuelo, no debiera guardar nada comestible (aparte sus jamones serranos). La “despensa” daba hacia una portezuela que accedía al sótano. El sótano me tenía sin cuidado, pero el armario me tenía loco de curiosidad. Entrar a esa pequeña despensa estaba prohibido. Mucho menos hurgar en sus accesos y contenido, claro.

Pero un día descubrí en dónde estaba la llave del armario. Por encima de su marco (¡dugh!). El descubrimiento me pareció, entonces, de un infalible olfato e intuición. (Aparte de que, obviamente, mi abuelo me subestimó, probablemente no tanto a mí como o a la niñez generalizada). Error grave, pero asaz común. Al abrir aquel armario, me quedé loco. Había descubierto el mayor de los secretos de nuestra familia, de nuestra casa. Allá estaban, perfectamente aplomadas, relucientes, las dos escopetas que usaba mi abuelo en la caza.

Aún hoy es común la caza, en Portugal y en el resto del mundo. Aunque, a algunos, cada vez nos parezca más un sadismo sanguinario que un noble “deporte”. Pero por aquél entonces, bueno: no, no tenía nada de malo. Era la época en que las homosexuales ni siquiera tenían nombre, y que más tarde se empezaran a llamar “cachaperas”. Matar conejos, patos y codornices era la adrenalina pura. Cazar un jabalí, un lobo, un venado, ¡un lince ibérico!, era sencillamente el orgasmo deportivo. Los venados silvestres desaparecieron. Y, hoy día, se gastan millones en la preservación del lobo y del lince ibéricos. Pero aquellos eran otros tiempos. Sin moros en la costa, yo agarraba las escopetas, las quebraba, olía la pólvora de los cartuchos, los metía en los caños, los sacaba; y después me iba derechito al baño a hacerme la paja, porque no había nada en el mundo que me hiciera sentir tan hombre.

A medida que fueron pasando los años, cada vez le di menos importancia a las escopetas, y más a los culos de verdad, gracias a dios. Le agradezco no haberme convertido en un fetichista exótico, una vaina rara. Bueno. Al fondo del pasillo, exactamente en el medio, había dos objetos, que formaban parte de una especie de culto, aunque muy mal definido. Uno, era una litografía de Simón Bolívar. Yo no lo sabía, ni me lo imaginaba, claro, pero para mis abuelos, aquel retrato poseía un valor simbólico enorme: los años que habían pasado en Venezuela, y la prosperidad que los había arrancado de la pobreza y permitido el ingreso a la clase media. (Hubieran, con toda seguridad, renegado del retrato si llegaran a conocer lo que el culto a Bolívar llegó a significar después). Pero aún por encima de Simón Bolívar, estaba algo más. Era un reloj de pared, al que nunca presté demasiada atención. Un reloj mecánico y cantor, un carrillón. Daba los cuartos, las medias, y las horas, en grados de elaboración melódica crecientes. Tenía pesas y había que “darle cuerda”, literalmente, el tipo de cosas que hoy solo se logran ver en los museos y entre los coleccionadores.

Probablemente sería (o es) un reloj de tres o de ocho días, los modelos más comunes. Modelos en que hay que darle cuerda cada tres u ocho días. Pero a mi abuelo se le olvidaba. Había días en que el reloj marcaba la hora cierta; había días en que definitivamente se notaba, por la hora indicada, que no podía ser, que no tenía cuerda. Pero las situaciones verdaderamente conflictivas, a veces dramáticas, se presentaban cuando uno, mirando el reloj, creía que eran las ocho y veinte, cuándo, en realidad, eran las diez y diez. Citas perdidas, exámenes aplazados, consultas preteridas, encuentros frustrados; de todo sucedía en aquella casa. Y todo por culpa del bendito reloj.

La situación llegó a extremos insostenibles, hasta que alguien sugirió sacar, guardar, regalar, vender, el maldito reloj. Mi abuelo entró en pánico, y se comprometió a darle cuerda regularmente, todos los días. Era el último en acostarse. Cuándo ya todos habíamos conciliado el primer sueño, nos despertábamos con el rac rac rac del la cuerda del reloj. Pero, invariablemente, a mi abuelo se le terminaría olvidando darle cuerda. No querría forzar demasiado el mecanismo, perdía la cuenta de los días, sencillamente se le olvidaba, no lo sé. Lo cierto es que alguno de mis tíos armaba el zafarrancho del siglo porque había pelado la cita con el dentista, después de calarse un dolor de muelas durante ocho días. “Vamos a acabar, de una vez por todas, con esa mierda de reloj” decían. Pero mi abuelo prometía y prometía. Y cumplía, hasta que se le olvidaba darle cuerda al reloj.

Veinte años habían pasado. La casa cambió de manos. Mi abuelo se murió y mi abuela hizo un par de mudanzas. Un día compré la casa dónde vivía mi abuela, con todo lo que estaba adentro, ni sabía muy bien qué. El reloj voluble de mi abuelo se me había olvidado completamente. Tan completamente como sus tres perros de caza, que traté muchos años por su nombre. En ese período de veinte años, por alguna razón que sinceramente desconozco, me empecé a interesar por relojes. No sé cómo empezó ni porqué. No me acordaba, ni remotamente, del reloj de mi abuelo. Tampoco me interesaban los relojes caros, fashion, fancy, de pulso, los normales. Me interesó su historia, cómo se llegó a descubrir el mecanismo. Y su perfeccionamiento, siempre mecánico, sobretodo hasta el siglo XIX, hasta la llegada del reloj eléctrico y de cuarzo. Me pareció una historia fascinante, llena de habilidad, destreza, intuición, hallazgos felices, perseverancia maníaca, qué sé yo. El tipo de cosas a las que se pudiera dedicar toda una vida. La misma erección mórbida que sentí ante las escopetas de mi abuelo, la volví a experimentar frente a la sección horólogica del Museo Británico. ¡Relojes “verge y foliot” de los siglos XIII y XIV, funcionando ante mis ojos! Mi esposa jalándome de los brazos hacia los tesoros egipcios, y yo clavado ante unos mamarrachos de hierro forjado del siglo no sé cuánto.

Fue una de esas “crisis” que me dan. Esa, creo que me duró entre el 2003 y el 2007. Pasé horas y horas (malgasté parte de mi vida, como siempre) simulando el funcionamiento de los “escapes” (el corazón de los relojes) con “Inventor”, un software de diseño para ingeniería mecánica. Por fin, a finales del 2007, con la ayuda de mi suegro Ernesto, concluimos nuestro modelo de reloj mecánico, en madera (hacerlo en bronce estaba nítidamente fuera de nuestros sueños más galopantes). Y a partir de ahí, una vez concluido el modelo, creo que me pasó la fiebre. Uso un reloj de plástico y cuarzo, made in Taiwan, de 10 euros, en parte porque conozco un poquito de relojes, y por otra parte, voy a ser sincero, porque, precisamente por eso, no puedo permitirme el IWC, suizo, handmade, mecánico y perpetuo, que cuesta algo así como treinta mil dólares.

Un día, hablando con mi abuela, en el apartamento que le compré, le dije que nada más quería quedarme con el reloj.

--¿Qué reloj?—me preguntó ella.

--Ese—le apunté.

--¡Pero si ni siquiera funciona¡ Claro que sí, quédate con él.

Marca las diez y diez, la hora de todos los relojes, no sé porqué. Hoy lo empaqueté hacia la sopotogésima casa de mi vida ambulante, que ni siquiera sé cuál es, o será. Pero me queda un remoto consuelo. El de que algún día examinaré con detenimiento el escape, el péndulo, y el tren principal. Que algún día lo arreglaré como quién hace detener el tiempo en mi infancia, o en el 2007, el tiempo eterno de los relojes, obstinados en señalar las diez y diez.

viernes, 12 de agosto de 2011

Londres: todo explicado

Si hubiera sido sociólogo, creo que terminaría estudiando un tema: cómo se configuró la mentalidad (si hubiera sido sociólogo diría el “ethos”, o el “zeitegeist”) del siglo XX y hasta la fecha. Hoy pensamos, creemos y sentimos cosas muy diferentes, a veces diametralmente opuestas, a las que creían nuestros abuelos. Les hubiera dado un infarto ver una mujer oficiar una misa, y proclamar que, aunque lesbiana, a mucho orgullo, adoptó un hijo.

Nuestra vida cotidiana cambió, así como nuestras convicciones más íntimas, las que están en la raíz de nuestras opiniones, sentimientos (faltaba el “pathos”; aquí lo tienen), toda nuestra expresión, desde la información “veraz” hasta el arte más dramático. Los abuelos de nuestros abuelos estaban mucho más próximos de vivir en la edad media que en la edad contemporánea. Creo que este cambio tan abismal se debe a dos factores: el peso de la tecnología; y la emergencia y aniquilación del fascismo, la gran fisura histórica que, literalmente, divide el siglo XX por la mitad.

Un sociólogo del siglo XIX, admitiría, a muy duras penas, en sus “tertulias” absinticas, que explicar civilización en términos de impacto tecnológico, no solo sería exagerado, sino intelectualmente simplista. Se pasaron la vida estudiando clásicos griegos y santos padres de la iglesia, y claro, se les retorcieron las neuronas, y las frases con que escribian. Que el telar o la fabricación de velas y sombreros de copa pudieran ser sociológicamente determinantes, era una idea sencillamente descabellada. Y efectivamente lo era. Hubieran tenido que esperar a la electricidad y al carro para ver como la vaina funcionaba, como las cosas cambiaron.

Aunque el estudio sistemático de la electricidad se remonta, por lo menos, a Faraday, hubo que esperar a que Edison creyera que la electricidad iba a servir para alumbrar las calles del sur de Manhattan. Nunca soñó con lo que vino después: electricidad – electrónica - telecomunicaciones – digitalización- internet. Todas seguiditas, presuponiéndose.

(Ya que están todas seguiditas y se presuponen tanto, le preguntarán al sociólogo que no soy, que es lo que vendrá después: yo creo que la digitalización – y consiguiente “colectivización”- primero del cuerpo, y luego del alma – hasta dónde se pueda. Vienen también por ahí unos desarrollos químicos que apuntan básicamente a lo mismo: desde la cura de la alopecia silvéstrica, hasta la extirpación del sentimiento melacholicus – cosillas preconizadas hace más de cincuenta años por Aldous Huxley y Stanislav Lem).

Electricidad, por un lado; carro, por otro, nos cambiaron completamente el mundo. Las formas en las que la urbanización moderna, con el millón de consecuencias que implica, se moldea, solo fue posible con el carro. Se transformó dramáticamente el paisaje. Se ampliaron las distancias y se acortaron los tiempos. La vida se nos aceleró de tal forma que es difícil acompañarla.

Una de la revistas icono de los últimos años se llama precisamente Fast, y la escogencia de este nombre no fue ingenua. Es una revista que tanto habla de tecnología como de tendencias sociales. Por cierto, tres años después de lanzada fue vendida por 700 veces su inversión inicial: 350 millones de dólares (viene en la Wikipedia). Es el tipo de cosas que suceden hoy y que nuestros abuelos jamás creerían. Prefiero leer a Fast y a Wired que a cualquier Journal of Sociology, básicamente porque la "profesionalización del pensamiento" está acabando con él y con su utilidad. No soy sociólogo, sino especialista en super e hipermercados. Una subespecie de comercio masivo al detal, que no existiría sin carro, ni electricidad para la nevera. Y sin la digitalización; que, al contrario de lo que otros piensan, creo que dio lugar a una concentración de poderes centrales: desde los cuarteles generales de un banco, hasta las instituciones del Estado. Son tantas y tan diversas las consecuencias de la “tecno-socialización” galopante, que resultaría frustrante empezar a enumerarlas.

Por último, me parece que existe un tercer factor que ayuda a explicar este mundo que tenemos. La segunda guerra mundial (como casi todas guerras, sin excepción) fue consecuencia de conflictos de poder sobre territorio y recursos (“los de arriba”, sean ricos o pobres, son los primeros que se están cagando en ideologías y sentimientos nacionales). Hasta el mismo Churchill “flirteó” con el nazismo. El duque de Marlborough se dejó de mariqueras cuando le empezaron a pisar el chiquito, del pie. El nazismo, hasta el deflagrar de la guerra, no le hacía muchas cosquillas a nadie (tanto así que proliferaron los movimientos simpatizantes, aún dentro de la mismísima Inglaterra). Pero con la guerra se produjo un distanciamiento del orden, disciplina, puritanismo y acato (nazismo), a favor de la participación, libre expresión y tolerancia (democracia mi compadre). Por eso es tan importante Hanna Arendt, importantísima, fundamental, aunque nadie logra “leerla” por más de cinco páginas sin que se quede dormido.

Constitucionalismo, libertades y blablablá no eran cosas nuevas, sobretodo en el mundo anglo sajón (Locke y sus amigotes), pero se reforzaron enormemente. Es verdad que al nivel socio-histórico este cuentico se nos complica porque debemos explicar como la guerra desembocó en la concepción del Estado Social de los 50-70, y luego en la chacina neo liberal de los 80 en adelante; explicar “el auge y caída” de la Unión Soviética; explicar la “fundamentalización” del mundo árabe. Rollo parejo.

Pero al nivel cultural se reforzaron enormemente dos principios: el de la libertad económica y el de la libertad individual. Ricos y pobres se sienten en su pleno derecho de hacer lo que les da la gana. Los primeros pillan y se sienten inocentes; los segundos queman y saquean (y también se siente inocentes). El drama, dijeron los griegos (los griegos que leían los tertúlicos del siglo XIX), no se limita a oposición y conflicto. Es la oposición en la que todos tienen razón. Es el dilema, sí, pero más importante aún: es un dilema de irresoluble. Edipo se coge a su mamá y es inocente de pecado. ¿Cómo es eso?

La solución estribaría en apelar a un árbitro. Dios. Pero Dios fue quemado vivo en el siglo XVIII, precisamente cuando ya terminaban los autos de inquisición. El Estado, entonces. Bueno, que venga el diablo y escoja. El estado está carcomido por dentro y podrido por fuera. ¡OK, ya sé! La sociedad civil. Bueno. ¿Quién sabe? Lo cierto es que, hasta ahora, es menos una opción que una historia de pajaritos preñados. El problema de la sociedad civil, es que, casi por definición, no está articulada, ergo: no existe. ¿Qué nos queda?

En las barriadas periféricas de Londres (o Paris o Caracas), salen los marginados a quemar, robar o simplemente a destruir. No solo siento, sino que pienso, que debo condenar y vehemente condeno, con toda convicción. Me identifico con Lady P., la cantora negra de jazz que, por estos días, en medio del tumulto loco de Londres, instaba a los vándalos a organizarse y a protestar dentro del status quo. Sí, estoy de acuerdo y me gusta la señora. Pero, para ellos, Jazz, Shostakovsky y ese tal Estatusculo, es todo la misma vaina. Háblame claro mano, dicen ellos, y los entiendo. Les mostraron los Adidas y las Xbox y no se las dieron. ¿Qué les queda?

sábado, 6 de agosto de 2011

Mapas antiguos

La escuela en donde trabajo, aquí en Portugal, me pidió que contratara una profesora de inglés. Requisitos: que hablara inglés. ¡Dugh! Pero muyyy bien, atajaron ellos. Que fuera nativa, pues. Yo que me encargara de las pelusas logísticas y burocráticas, del resto; es decir, de todo. La que me pareció que “correspondía al perfil”, estaba en Leeds, norte de Inglaterra. Leí el currículo, le respondí, y después hablamos un par de veces por Skype. Video conferencia, exigí, no fuera a salirme una vaina rara, una gótica, una leidigaga de la vida real. Nunca se sabe, con los ingleses.

Pero no. Una chama (27, decía el currículo) rellenita, tranquilita, de lo más normal. Marcamos una última llamada para ponernos de acuerdo en día, local y hora.

--Te voy a buscar al aeropuerto-- le dije.

--No hace falta, gracias. Me voy de carro, para llevarme mis cosas.

--¿Vienes por el túnel, no?- le pregunté, tirándomelas de viajado, como si le estuviera hablando del túnel de La Planicie. (Nunca en mi puta vida pisé Francia, pero sé que hay un túnel en el Canal de la Mancha (un tren, que a lo mejor ni siquiera transporta carros).

--No-- me respondió ella-- voy de ferri hasta España.

Tampoco sabía que existieran ferris que se llegaran hasta España. Precisamente porque uno aprende y se refiere a estas cosas, acaba tirándoselas de viajado. Es irresistible.

Bueno. Le di la dirección de la escuela y la de mi casa, advirtiéndole que llegar a mi casa era mucho más fácil que llegar a la escuela. Me dijo el día y me indicó una hora aproximada: “entre seis y ocho de la tarde”, me dijo. Llegó a las siete exactas. A la escuela, por supuesto. ¡Qué bravos que son los brits, mano! No tardé mucho en darme cuenta de que era una chica avispada, inteligente, rápida; un avioncito de la British Arways, pues. (Me consta que son eficientes, aunque solo viajé en British un par de veces).

--Me imagino que estarás bastante cansada. ¿Cuántas veces paraste por el camino?-- se me ocurrió preguntarle.

--Una-- me dijo ella.

¡Coño! Me quedé tieso, de una pieza. Esto era lo peor que podía pasarme a mí y a la escuela; que la chica fuera una mentirosilla, una farsante, que todo aquello de que había estudiado literatura comparada en Oxford fuera, pura y simplemente, embuste anglosajón. La chica se había traído a su casa dentro del carro, fue a Escocia a despedirse de sus abuelitos... ¿Cómo coño le iba a decir “no gracias, chu, fuera”?

Anduve de pie atrás y con las orejas paradas más de una semana, hasta que un día me dio la cola, en su carro. Apenas nos montamos en el carro, me pregunta el nombre de la calle hacia dónde íbamos. Me pareció raro, pero a lo mejor desconfiaba de la infundada fama de los latinos, y le di la dirección.

--¿Cómo se escribe?

Con toda paciencia le deletreé el nombre de la calle. Sacó un aparatico, tecleó, y la vaina empezó que “turn right two hundred meters”, “roundabout third exit”, “radar three hundred meters away forty miles per hour”. ¡La vaina no solo sabía en dónde estaban los radares de la policía, sino que olfateaba los tombos a trescientos metros de distancia! Lo único malo era que hablaba sin comas.

Fue entonces que caí en la cuenta. Entendí que la pobre muchacha efectivamente se había calado Oxford, y que había llegado de Santander hasta Portugal en línea recta, con una parada y dos tanques de gasolina. Casi que le pedí disculpas, tenía ganas de besarla (y pedirle el GPS prestado, para jugar un ratito).

Pero hace tan solo cinco o seis años atrás no existían gepeses y los viajes largos se hacían con mapas. Teníamos, más o menos por aquél entonces, dos mapas enormes, tipo acordeón, de esos que se abren automáticamente pero que solo una mujer puede cerrar. Uno de Venezuela y otro de Portugal. En los demás países nos daba temor manejar por la izquierda. O verdadero terror, alquilar un Rickshaw, por ejemplo, como vimos a varios italianos haciéndolo, y cagados de la risa, en Bangkok. Bangkok o Phnom Penh. Bueno, no importa.

Tengo esos dos mapas frente a mí, pegados de la pared. No sé cómo surgió la cosa, la idea, la costumbre. Debe haber sido en nuestro primer viaje a Mérida, que decidimos trazar el itinerario a lápiz. Se nota una línea, calcada varias veces, que sale de Caracas pero que no llega siquiera a Maracay. El grafito no se agarraba al plastificado, parece claro. Pero, por encima, dibujada con un marcador de subrayar, verde fosforescente, hay una línea que se le sobrepone, y esa sí, va de Caracas hasta Mérida. No sé si llamarla línea, propiamente, ya que se trata de una enorme curva, como dibujada por un viejito alcohólico, con Alzheimer, aparte su delirium tremens natural.

La línea tiene triángulos, bolas y lacitos, serruchos, hongos y sombreritos, en fin, la panoplia geométrica completa, incluyendo paradojas topológicas. En un sitio, la línea llega hasta una rayita del mapa y se devuelve como cincuenta kilómetros. Me acuerdo perfectamente que llovía a palos y que pasamos media hora dentro del carro, viendo como las cuatro por cuatro se atrevían a cruzar aquello que se suponía ser un riachuelo, pero que se había convertido en un rio furioso y acaudalado. En esos cincuenta y pico de quilómetros la línea del marcador fue dibujada doble y subrayada.

Era ella quién llevaba el mapa en una mano y el marcador en la otra, tipo antropóloga del Discovery Channel. Funcionaba así: yo manejaba; ella me daba las indicaciones. Sencillito. Tipo GPS, sí, pero un pelin diferente. Con todas las comas y entonaciones, los acentos y matices que ningún aparato logrará alcanzar, porque son las comas del lenguaje secreto e infinito del amor. ¿Dónde estábamos? ¡Ah! El detalle estribaba en un par de pormenores que dificultaban la cosa. El primero era, que la sábana aquella, me obliteraba por completo la visión del lado derecho, cosa que, aparentemente, le tenía sin cuidado tanto a la copilota como al conductor.

Mucho más importante era el segundo pormenor. Para que aquél carro funcionara, había que conectar una especie de cables, establecer un circuito, hacer un bypass. Ella posaba su mano izquierda sobre mi pierna derecha, y yo descansaba mi mano derecha sobre su pierna izquierda. Y ahí sí, el carro arrancaba y funcionaba perfectamente. Mi brazo quedaba por encima del suyo, para poder maniobrar la palanca de las velocidades. Cuándo era ella conduciendo nos confundíamos un poco, al principio, pero, con el tiempo, se nos volvió automático. (Todo lo íbamos aprendiendo). Era como estos carros modernos que tienen un sensor debajo del asiento, y que suena una alarma si el pasajero no se pone el cinturón de seguridad. Igualito. Si no cruzábamos los brazos, faltaba algo, nos sonaba una alarma rara en la cabeza, la cosa no funcionaba. Solo que -entre levantar los brazos para desplegar el mapa, pegarlo del parabrisas, esquivarse de los conductores ciegos (que se me presentaban por la derecha, casi siempre), rotular el mapa, volver a levantar los brazos para replegar el acordeón ruso- entre todas estas maniobras, pues, acabábamos por perder alguna salida importante, algún letrero, y la cosa se nos complicaba.

Pronto nos dimos cuenta (ella, claro) de que no tenía mucho sentido marcar una ruta por anticipado, sino subrayar el trayecto recorrido. Por lo menos sabíamos hasta dónde habíamos llegado, lo que ya no era malo del todo. Seguíamos necesitando el mapa para orientarnos de forma general, pero la raya pasó a revestir un carácter simbólico. Señalaba los sitios por donde pasábamos, como que la memoria o algo así, el rastro.

Las mujeres y los hombres tenemos sentidos de orientación muy distintos, como todos saben. Una mujer logra llegar a la farmacia equis porque, después de pasar la panadería, cuenta dos semáforos y voltea en la segunda a la izquierda, un poquito antes de la peluquería de Riqui D’Armand.

Nosotros no. No necesitamos nada de eso. Ni de puntos de referencia, ni de mapas, ni de parar a preguntar direcciones en la calle, una de las cosas más estúpidas del mundo, dígase de paso. De cada diez preguntas, cinco “no sabe/ no responde”; otros cuatro te dan indicaciones erradas; y el que realmente sabe, termina por ser de la zona y la conoce muy bien, al dedillo, pero invariablemente resulta sordo, ciego o tartamudo.

Una mujer puede hacer dos o tres cosas al mismo tiempo y todos sabemos reconocerlo: escucha la conversación del lado; se fija que en la quinta mesa, detrás de ti, hay una flaca pretensiosa que se tiñe las mechas en la casa; te señala que el pescado fue congelado y le falta sal; y escuchó, sin dejar de hablar por un segundo, y mucho antes que tu, que estaban pasando puras músicas de Marvin Gay, como ambiente de fondo.

Los hombres no funcionamos así. Nos concentramos en una sola cosa y la hacemos bien y rápido. No es que no nos damos cuenta de lo demás. Lo hacemos, pero de forma diferente, lo aprehendemos de forma intuitiva e inconsciente. Y eso se demuestra muy fácilmente en la forma de manejar. Antes de pasar la panadería, la cabeza se nos desvía hacia la otra acera, porque vimos a una que estaba requeta buena. (Se nos escapó la panadería). Más adelante hay una tienda de lencería, medio francesa medio porno, y es imposible resistirse a mirar la vitrina y a quien está adentro. (Es probable que la tienda quede entre dos semáforos cualesquiera). Después te deparas con un par de piernotas saliendo de una peluquería. Y cuándo nos damos cuenta, vualá, llegamos a la farmacia equis. Aquí estamos, y en la mitad del tiempo, sin mirar hacia los lados tan siquiera. ¿Cómo lo hacemos? Por intuición, porque tenemos un sentido de orientación diferente, incorporado, nato. Somos palomas mensajeras.

Eso fue lo que intenté explicarle, durante diez años, pero sin tanta especificación ni ejemplos. Qué me dejara a mí, pues, que era quien estaba al volante y sabía por dónde andábamos (más o menos, de una forma general, es cierto, pero lo sabía). Nunca lo entendió. Alzábamos los brazos, abría el mapa, despacio, (tapándome tres cuartos del parabrisas, como ya dije), miraba, le daba la vuelta, despacio, volvía a mirar, deslizaba el dedo índice como si estuviera empujando un carrito de juguete, despacito, volvía a cerrar el acordeón, una, dos, tres, cuarenta veces, cruzábamos los brazos y le preguntaba entonces:

-- ¿Por dónde es?

-- No sé. Me mareé. Yo te digo “despacio, despacio”, pero tú nunca me paras bolas.

Unos añitos después, nuestro segundo viaje a Mérida, aparece en el mapa subrayado a naranja, y parece trazado con regla: una sola línea con pocos quebrados, casi recta. Después de contarles a nuestros amigos, luego del primer viaje, que bellos nos parecieron Los Andes, pero que, para llegar, había que cruzar ríos sin puentes, serpentear montañas interminables y atravesar bosques por senderos de tierra, se quedaron pasmados de asombro.

-- ¿De verdad? – preguntaron- ¿En dónde queda eso?

Más o menos le explicamos, lo que (más o menos) sabíamos.

--¿Y cuántas horas tardaron?

-- Cuarenta y ocho, y llegamos al tercer día.

-- ¿Porqué no se fueron por las autopistas?

--¡Coño! ¡Existían autopistas!-- nos dijimos uno al otro, con los ojos. Cuando llegamos a la casa sacamos el mapa de la gaveta. Efectivamente. Eran aquellas rayitas dobles que nos preguntamos varias veces que eran, para qué servían, ya que en Venezuela no existen trenes desde 1915.

Tenemos otro mapa, de Portugal, con otros dos viajes largos. La misma cosa con paisaje diferente. Los carros, prestados o alquilados, también eran diferentes, pero funcionaban con el mismo corto circuito de los brazos cruzados. Líneas de un marcador verde y de otro anaranjado, que muchas veces se enroscaban la una en la otra, como las hiedras alrededor de un tronco, o de una vid.

El tercer mapa, el de Nueva Zelanda, no lo tengo. Son paisajes tan fabulosos que los utilizan en las películas para ahorrar dinero en efectos especiales. Existen ríos de un color verde, imposible de definir, porque el río erosiona y se tiñe, literalmente, de jade. En el mapa se ven (o veían, no sé como referirme a él) otros dos viajes bien delineados. Dos círculos, muy aproximadamente, entrelazados como los aros de los juegos olímpicos, que parten y arriban al mismo punto, al mismo sitio, a la misma casa de llegada.

Pero hay un tercer viaje, absolutamente incomprensible, en dónde la línea se quiebra, se parte, se divide en dos. Las dos partes, o mitades, a medida que avanzan se destiñen, como si al marcador le faltara tinta, se hubiera secado. Un segmento parte hacia el norte, en perfecta línea recta y se adentra en el mar, desvaneciéndose el color hasta perderse. La otra mitad se dirige hacia el sur, y pronto se encontrará en medio de la desolación gélida del Polo. O no.

Geográfica y geométricamente son líneas imposibles de dibujar, trayectos imposibles de realizar. Ambas mitades se dirigen hacia casa de nadie, terra incógnita, como decían los mapas aún más antiguos. A ese marcador se le acabó la tinta y no es posible saber hacia dónde los caminos se dirigen, hacia dónde el destino los va a llevar. Como la tierra es redonda, es posible que se encuentren. O no.

Quién sabe, pudieran cruzarse las líneas, pero me imagino que sería de una forma muy extraña, como que encriptada en esa tinta invisible, entrelazadas con la vid. Con rutas y caminos perdidos, y