Alguien amablemente reprodujo mi artículo sobre la desigualdad en un forum de discusión en Venezuela y se desató una pequeña polémica. Aparte las exégesis serias tipo “vete para Cuba, chavista”, o “ese no sabe nada de economía”, acusación extremamente grave ;) también se esgrimieron un par de razones de peso.
Cuando el tema de la creciente desigualdad en la sociedad moderna sale a flote, el argumento más importante que se antepone y que hemos escuchado hasta la saciedad, radica en apuntar que, a pesar de que aumentaron las diferencias todos estamos mejor. Los ricos se hicieron super ultra hiper millonarios, es cierto, reza el estribillo, y los pobres tal vez no se hicieron así taaan superlativamente ricos, pero en todo caso son menos pobres que antes y están mejor. Están ellos, estamos nosotros, todos felices.
Claro que los economistas no lo explican así papita y facilito. Ellos se ponen una corbata para ser entrevistados y dicen que “los coeficientes de Ginni aumentaron pero que, hem, de cierta forma este incremento fue compensado por un desplazamiento de la curva de Pareto a lo largo del ingreso real umm, tal como hay un desplazamiento de la demanda diferente a la cantidad demandada”. Aunque usted no lo crea, esto y lo que dije antes significa exactamente lo mismo. Si algo ha demostrado este “chafurdón” en el cual el mundo se está sumergiendo es que la economía en tanto ciencia ha fracasado estrepitosamente, aunque más no fuera por su demostrada incapacidad de anticipar y prever, atributo fundamental de sentido común y para el cual no hace falta invocar a Karl Popper. Todo un tema éste, el de la naturaleza esotérica e ideológica, inútil pues, de las “ciencias económicas” que vamos a dejar para otra ocasión.
Ahora bien: es verdad que si un rey de Francia nos visitara hoy día se moriría de infarto en un deux por trois al ver que por diez dólares podemos comprar un vino que le da dos patadas a sus afamados néctares, unos vinagres horribles plagados de filoxera. Y es verdad que sus pasteleros reales tardaban mínimo tres días preparando el hojaldre y la crema de las piches milhojas que hoy podemos comprar en cualquier esquina por 70 céntimos. Esto es verdad y nadie en su sano juicio lo puede negar. Pero que una derecha conservadora salte con este tipo de argumentos dice más de sus complejos y temores que de sus capacidades de argumentación.
Cuando se apunta el hecho de que la desigualdad social ha crecido en todo el mundo en los últimos veinticinco años nadie está poniendo en tela de juicio los logros alcanzados por la civilización occidental o por el capitalismo. En este proceso mal que bien hemos dado saltos agigantados en productividad. Pero sacar a relucir este tipo de cosas se asemeja a una maniobra de evasión, una táctica dilatoria, burda es cierto, pero eficaz porque lo confunde todo. Los logros de productividad de la era moderna no son debidos a las “supply-side economics” que a partir de Reagan y Tatcher alastraron ferozmente por todo el mundo. De hecho el famoso enigma de la productividad se está revelando el fiasco del siglo. Gran parte de las ganancias en productividad provenían del sector financiero y se aducía que la informatización, los computadores y las redes, se habían traducido en eficiencias en la circulación y alocación de capitales. Pues... ¡surpraise! La productividad se desvaneció. Oops, ya no queda nada.
Estos últimos veinte o veinticinco años, la edad que nos tocó vivir, fue una era muy contradictoria dónde los ricos se hicieron mucho más ricos y dónde se perdieron muchos de los avances y derechos que habían conquistados los pobres: seguridad social, acceso a educación y salud, condiciones de trabajo, estabilidad laboral, espacios públicos y un largo etecétera. Pero lo más triste, ojalá me equivoque, está por llegar cuándo amplios sectores de la sociedad se percaten que no solo regredieron en sus conquistas sino que el sacrificio fue inútil porque efectivamente son más pobres que antes. Lo voy a intentar mostrar con el ejemplo de la vivienda, que queda doblemente prometido, para una próximo entrada.
sábado, 28 de febrero de 2009
viernes, 27 de febrero de 2009
como es la vida...
El sábado pasado alguien llegó a mi blog mediante una búsqueda en Google: “como es la vida en nueva zelanda”. Debe haber sido una mujer, me imagino. Antes de llegar aquí yo también pasé mis días con sus noches averiguando eso mismo en Internet, pero jamás se me ocurrió una procura tan simples, como decirlo, sincera, una frase tan directa. Talvez porque a los hombres no nos gusta preguntar. Quizá inconscientemente asumimos que preguntar es una forma de admitir que no sabemos.
Bueno, ¿que te puedo decir? El sábado estaba allá abajo en la ciudad. Digo “allá abajo” porque aquí las personas viven en “casas de quinta”, como le decimos en Venezuela, en viviendas unifamiliares con jardincitos de rododendros adelante y atrás, y las ciudades suben y se extienden entre las colinas. En un día de sol la belleza del paisaje es de cortar la respiración. Prados, pequeñas ensenadas, bahías inmensas que reflejan el azul del cielo cual espejos gigantes. Como te digo, en un día de sol.
Verificamos en el periódico si había algún evento especial y encontramos que se anunciaba un festival de gaitas escocesas. La tradición escocesa es muy fuerte en este país, sobretodo en Dunedin, donde estamos, la ciudad más antigua de Nueva Zelanda. De hecho “Dunedin” es el nombre gaélico que se le da a Edimburgo. Fuimos. Pero ah... ¡estaba lloviendo! Hace cinco días que llovía, pero uno nunca pierde la esperanza, ya se sabe. Las bandas estaban medio dispersas, sus integrantes regados un poco por todas partes a lo largo dde la plaza central, llamada el Octágono. La plaza efectivamente tiene ocho lados pero cuándo estás allá no te das cuenta; necesitas verificarlo por Google Earth. Te puse una geotag para que lo veas.
A veces parecía que el sol se iba a asomar y los músicos rápidamente se juntaban para ensayar una o dos piezas antes de salir a escena.... falsas alarmas. Saqué un par de fotografías hasta que me di cuenta que me estaba perdiendo el sonido. Nunca antes había utilizado la funcionalidad de vídeo de mi cámara. Toqué en los botones para probar, no muy seguro de estar grabando, y salió esto. Dudo que te sea de mucha utilidad, pero ahí va, es lo que tengo. No sé si es la vida en nueva zelanda, o lo que estabas buscando. Lo más probable es que ni vuelvas por mi blog, claro. De todas maneras aquí está la vida y no te quito más tiempo. Es un pedacito de nada.
miércoles, 25 de febrero de 2009
Agustín Macedo
Tuve la suerte y el honor de trabajar con dos conocidas figuras de la comunidad portuguesa en Venezuela; dos personas que, con personalidades y por razones diferentes, descollaron en esa comunidad y marcaron mi vida para siempre. Una fue el señor Daniel Morais, fallecido hace dos años. La otra fue el señor Agustín Macedo, cuyo funeral se realiza hoy en Caracas mientras escribo estas líneas desde Nueva Zelanda.
Trabajé con el Sr. Agustín durante ocho años, y a cada año que pasaba no paraba de crecer mi admiración por él. No aprecié tanto el empresario de éxito que todos sobradamente conocen, sino sobretodo la persona que fue. Era un hombre de una inteligencia y una sagacidad extraordinarias. En muchas oportunidades en que se debatían asuntos de negocios me preguntaba yo de dónde sacaba aquel hombre conceptos de economía o estrategia empresarial que yo solo a mucho costo nebulóticamente extraía hurgando en mis gruesos manuales. Éste era precisamente el tipo de expresiones, “estrategia, marketing, finanzas”, que él evitaba a todo costo utilizar. Sus expresiones favoritas, eran preguntas muy simples que formulaba con su penetrante mirada azul : “¿Eso es bueno?”, o “¿Eso es malo?”. Más de una vez me quedé varado con una hojita de Excel en la mano, mientras se me tambaleaba horriblemente el piso con estas preguntitas tontas de nada.
Como todos los grandes y genuinos líderes era un profundo conocedor de los hombres. No daba consejas fáciles, sermones ni discursillos de ningún tipo. El suyo fue el verdadero “liderazgo por ejemplo”. Un ejemplo de trabajo, austeridad, humildad y disciplina.
La puerta de su oficina estaba siempre abierta para quien le quisiera hablar. Verlo trabajar era una experiencia alucinante. En medio de una conversación con un técnico o un ingeniero sobre los pormenores de una lampara o de una baldosa, entraba su hermano a grandes pasos por la oficina. “¿Entonces?” le preguntaba el Sr. Cancio. “Tengo a fulano al teléfono. Es sobre el asunto aquél de Barquisimeto. Alberto dice que sí. ¿Tu que dices?” El Sr. Agustín se detenía un segundo y decía “Bueno, sí” y de inmediato retomaba la conversación dónde se había detenido. Pasado un minuto salía el ingeniero de la oficina, contento, tarareando una cancioncita con su lamparita bajo el brazo, pero sin haber entendido nada. Sin haber entendido que mientras estaba allí había asistido al desenlace de un negocio de una dimensión para él inimaginable; y que el Sr. Agustin no estaba evaluando las bondades de la lámpara en absoluto sino que lo estaba evaluando a él. Esa era la forma de ser y actuar del señor Agustín. Educado y discreto y sin grandes aspavientos. Siempre.
Hubo un momento en que la antesala de la Junta Directiva tenía tanta gente esperando para hablar con él que la vida se le estaba volviendo imposible, no podía ni respirar. Tomó una decisión drástica. Ordenó que retapizaran los venerables sillones del cuero del salón y empezó a recibir a las personas de pie, al lado de su escritorio. “No puedo pasarme tantas horas sentado”, decía él, a modo de disculpa. Las colas y los tiempos de espera se redujeron drásticamente. Los sillones tampoco volvieron nunca del tapicero. Tipicamente el Sr. Agustin.
Pero la virtud que más descollaba en aquel hombre era su humildad. Varias veces lo vi sentado a su escritorio llenando la planillita de su tarjeta personal de crédito e invariablemente me acordaba de varios colegas míos que les pedían a sus secretarias que se ocuparan de estas menudencias. Pues él no. Y no era por falta de confianza en sus secretarias, señoras de una discreción a toda prueba. Pero había una pequeña diferencia entre el señor Agustín y aquellos colegas míos que se creían gerentes ocupados e importantes. Un pequeño pormenor. La tarjeta del Sr. Agustin había sido emitida por un banco americano que por casualidad le pertenecía, y estaba depositando el pago en un banco venezolano que, por otra casualidad, también presidía.
“Estuve en uno de sus hipermercados”, me dijo una vez. “Mis hipermercados”, con perdón de la palabra, era la cadena de tiendas francesa para la cual trabajé muy humildemente en Portugal durante unos años. Por aquella época, antes de abrir la sucursal 42 en Valencia, con ocho mil metros de área de venta, hablábamos a menudo sobre el tema hipermercado. “Y sabe usted lo que me pasó?” me preguntó él. “Que examiné la cosa con detenimiento, el piso de venta... hasta que se me acercaron dos vigilantes.” “¿Y qué pasó Sr. Agustín?” “Bueno. Me preguntaron si necesitaba ayuda para encontrar la salida porque me vieron dando vueltas y vueltas sin que comprara nada” me dijo, riéndose. Me acuerdo que en aquel momento no le encontré tanta gracia a la historia. La tienda en cuestión es uno de los mayores hipermercados de Europa, el Continente Colombo, con una superficie de veinte mil metros. Pero muchas veces después de que me contara eso me he podido reír solo imaginándome la cara de los vigilantes si el Sr. Agustín les hubiera respondido. “Bueno, sí, ayúdenme. Llamen a su jefe que le voy a comprar la tienda”. Por supuesto que es el tipo de respuesta que nunca daría el Sr. Agustín. Él durante muchos años usé un relojito Casio de plástico, que aún a mí, éste pata en el suelo que soy, me daría lástima ajena encontrar en mi pulso.
Una otra vez no pude reprimir una carcajada en medio de una reunión. Estábamos discutiendo el nivel de exigencia de los clientes de una cierta urbanización muy exclusiva del este de Caracas. Alguien había referido un episodio en el que un cliente había sido descaradamente maleducado para con el gerente de la tienda. “Lo que pasa” dijo él “es que esa gente que se cree rica es insoportable”. Yo me destornillé de la risa al oír las itálicas del “se cree rica”, y él me miró muy serio cómo diciendo “OK, reconozco que fue un lapso, pero no se ría tanto niño que no le encuentro la gracia”.
Guardo en la memoria docenas de anécdotas como éstas que para mí son ejemplos de vida. A menudo, los sábados por la mañana, me lo encontraba en las tiendas, en los supermercados. Muchas veces entraba y salía sin que nadie lo notara. A veces yo le preguntaba al Jefe de Compras o al Jefe de la Pescadería “¿Viste aquél señor que acaba de pasar por aquí?”. “No. ¿Quién era?” Era el señor que había pasado en frente a la charcutería y nadie lo había notado.
Tenía una capacidad de trabajo asombrosa. En una fase particularmente difícil de su enfermedad, literalmente no tenía fuerzas para salir de la casa y aguantar una jornada de trabajo en la oficina. Mal podía caminar. Pues, que la montaña venga a Mahoma. Se vestía con flux y corbata y recibía a la gente por un par de horas en el comedor de su casa. Verlo flaco y debilitado, pero con una voluntad y un espíritu de determinación inquebrantables fue otra de las muchas lecciones que no sé si aprendí pero nunca podré olvidar.
Recuerdo que una otra vez, a propósito de un asunto cualquiera, le comenté que el caso era una batalla perdida. “Puede ser. Pero vamos a luchar hasta el final” me dijo. Así lo hizo con su vida, batalló hasta el último día, estoy seguro. Y nos legó un ejemplo de austeridad, templanza, capacidad de trabajo, honestidad y humildad que perdurará en quienes tuvimos la fortuna de conocerlo, por siempre. Adiós jefe. Yo jamás lo olvidaré.
Agustín Macedo murió el lunes en Caracas, a los 75 años. Fue fundador y presidente de Central Madeirense, del Banco Plaza y del Ocean Bank de Miami, entre otras empresas. A menudo preguntaba si las cosas eran buenas o eran malas. Fue una buena persona.
martes, 24 de febrero de 2009
Kiwi English
I arrived at New Zulland a hear ago and basically I've spent this ear perfecting my English. I'm not claiming victory, yeat, but I'm progressing.
Before arriving I thought my English was not all that perfect but that I would be able to manage. Very sun I realized I was a little but over confident. After leaving our suitcases in the hotel, that very furst day of our arrival here in Dunedin, we immediately headed for George Street to get a feel of the streets and by some postcards. The kind of postcards you send home telling your family how amazingly beautiful Nu Zeeland is (and not telling them you are about to bury your life in the most lost hamlet on earth).
I love animals postcards, especially ones with elephants, hippos or rhinos. But they don't have any of them. So, I picked a pair of Keas, a Moa and a Pukeko and took all my burds to the counter of that store. It was my first contact in this country and I'll never forget it because the shop lady mistook me for a friend of hers.
“Hi dear, how have you been luv?” she asked. “How's your day been so far?” I was about to say that she was mistaking me for someone else but I wasn't given time. “What a lovely day, isn't ut?” I am from Portugal where a beautiful day isn't a cloudy, cold, wet and sad morning, but I kept my mouth shot, shat, shet, shi whatever. I didn't know then, but I had a year ahead of me to adjust my Mediterranean weather standards. Anyway, I didn't say anything because, to be honest, I was absolutely afraid of speaking, and by smiling and nodding I was expecting not to be noticed. There's nothing wrong about being a foreigner; it's just that, if I had a chance to choose, I'd prefer to be unnoticed. Butt in those first days it was difficult two remain unnoticed. Everything was new or different. Driving on the left seemed strange, but real weird was seeing people do it barefooted. I didn't even know that you were supposed to slip your card in the eftpos yourself, for example, and that shop lady immediately noticed it.
“You are nut from here, are you?” she asked. She wanted to know everything, and I explained it to her, the best I could. That we were not tourists, that we came to live here for a while, and that, as a matter of fact, we had arrived that some day.
“So, you came here to die?” she asked.
“Well, we came yesterday, we had a stop at Auckland...and uh...maybe we'll stay for a while...”
“You'll enjoy it” she said, scanning the postcards. Enjoy our death? I didn't reply because by then I suspected that maybe there was something wrong with my English.
“I see you love burds” she said.
“Any kind of animals on postcards...elephants...” I said, just to practice.
“We have a whole section of shups postcards, over there. Did you see them?”
I had spent a lot of time browsing the postcards section looking for an elephant but I didn't see any shups. You need to know what you are looking for in order to find it, and obviously I had a lot to learn about local fauna.
“If you love animals, you need to visit my cousin's pit shop just across the street” she said pointing out the window.
“Pit what?”
“Pit shop, like cats and dogs. She has pits of all kind. Even pugs”
“Sorry?”
“PUGS, HOINK HOINK".
Sorry is kind of a magical word, like abracadabra, it triggers a spell or something. Whenever I say “sorry?” people immediately take me for a retarded deaf. Its like an automatic response hard wired in people's brains. They don't rephrase what they said; they just repeat it, almost in the some way except WITH OPEN MOUTH IN SLOW MOTION TO YOU UNDERSTAND ME. But that day was my first time I was taken for an handicap and I still wasn't used to it.
--Sorry?
--PUGS DIRTY ANIMALS YOU EAT HOINK HOINK?
I understood her butt from that day on my faith in my English was severely damaged. Within my first week I was given a diagnostic by most people I mat. Mut, mit, mot... what du fack. My vocabulary wasn't that bad; my grammar was more or less understandable; nothing wrong with my consonants; my main problem were the vowels. That's where you need to work, your vowels, people told me.
It's not easy to work your vowels. If you need vocabulary you use a dictionary; if you need grammar you can get it through a handbook. But how do you study vowels? You need to experiment by trial and error in the real world; there is no easy way around it. So I bought this Berlitz CD that teaches you the phonetic alphabet. It was a really good investment in my education. I spent the next two months studying it, practicing the signs, playing the CD and listening carefully again and again. After these two months of intensive study I had to assess my progress. First I thought of practicing with a couple of friends, but you know how kiwis are, they are so kind and friendly that they would never tell you the truth, that your English is barely understandable. I had to find someone with an objective approach, someone who wouldn't allow their feelings to interfere with their judgment. And I found her, the person to practice with, in a quite unexpected way.
For some red tape reason I never understood our energy was cut off. Suddenly I was alone at home, in a cold and foreign country, without light, heating and... god: Internet! It's a frightening experience I don't wish upon even my worst enemies. In normal circumstances I would expect my wife to solve this kind of minor problem, but my wife was in Portugal with her cell phone turned off, sleeping, as always when I needed her. So, I pulled myself together and prepared to pick up the phone and call the energy company.
At first I thought of telling them that I had a kidney transplant and that my life was dependent of a dialysis machine, but my English was not good enough. Besides, I was beginning to know kiwi people and I was sure they would never turn my energy on, never ever. Instead, they would send an ambulance, a firefighters squadron to kick the door down and a police patrol to clear the way. And a crew of television reporters just to screw up the energy companies once again.
I new I couldn't be able to improvise so I wrote a draft of what I needed to say. I had to check my Berlitz phonetic CD a couple of times but after about an hour I came up with this.
“Hellϴ. I дm yϴur cuΣtϴmer number 7479083 дnd my energy wдΣ turned ϴff. PleдΣe turn it bдck on. /U/rgent. ThдnkΣ”
I read it aloud several times and it sounded really good. With a mix of different accents, half Scottish, half Namibian, with a slight touch of Trinitarian perhaps, but definitely English.
I picked up the phone and I dialed the number, my heart drumming in my chest like I was about to propose to the first clerck that would answer the phone. It was really a relief to realize that I had to do it through a telephone menu. I used to hate those menus. They always reserve the first numbers to sell you things. “If you want to sign a contract with us: press one. If you need to increase your energy allowance: press two. If you want to buy this company for half a billion dollars: press three.” If you need to solve a problem you'll be waiting until nine, and after you press your option they offer you a new menu for which you'll need the nineth choice, and this process continues at least nine times in a row. In the middle of the process you begin to wonder if you are in the right menu because you are not sure if you have a “normal basic plan” or a “ simple residential plan”. After spending an hour in this “rapid automated service” you decide to press five to talk with a real person but they have a record telling you thanks very much for choosing personalized service, you're phone call will be attended in... 47 minutes and a Bach fugue... 43 minutes and a cantata... 39 minutes and a Bradenburg concert just to calm you down.
Suddenly, unexpectedly, someone, a real person I thought, spoke on the line. A woman, with a very sweet and very calm voice, by the way. She greeted me, apologized for the time I've been wasting, and asked me if the energy was cut off to die. After studying my Berlitz stuff I understand very well that she meant to say /Єİ/ and I politely said “Yes”.
--Could you repeat it please?
--Yes.
--Could you repeat it please?
--YEs.
--Could you repeat it please?
--Yës, yæs, yœs, yǼs y∆s fΩck YYYЖЗЖЗыёψλμΣSSSS.
No way. I gave up. After that I decided to go to a cybercafe and write them an email. But, this is my second problem with English, I've got a problem with the Word Processor's spell checking function. The Berlitz method confused me so much that buy no I am not sure anymore how the vowels are spelled. And Word just assumes that I no what I am doing!
I was in my way two town when suddenly, seeing these car vanity plates all around, a brilliant idea came up to my mind. Yes! Eureka: I'm a genius! I was going to write to them in leet! You probably know what leet is, 1337. It's just that: you write letters with numbers, et voila. That was the answer to all my problems. I sat at the cafe, and for the first time in my life, I wrote fluently in English. Oh man, I emptied my soul, I felt like I was flying.
D34r M4d4m 0f th3 ph0n3.
Th4nk y0u v3ry much. Y0u h4v3 4 v3ry b34ut1ful v01c3 but y0u 4r3 n0t g00d 4t l1st3n1ng, l3t m3 t3ll y0u. N3xt t1m3 p4y m0r3 4tt3nt10n t0 wh4t y0ur cust0m3rs 4r3 try1ng t0 t3ll y0u b3c4us3 1t m4y b3 1mp0rt4nt. 1 Kn0w y0u ar3 a g00d p3rs0n, judg1ng buy y0ur v01c3, but y0u n33d t0 t3ll y0ur b0ss3s t0 b3 m0r3 c4r3ful 4b0ut cutt1ng 0ff th3 3n3rgy. M4ny p30pl3 h4v3 4rtific14l lungs in th31r h0m3s. 4nd 3l3ctr1c4l k1dn3ys 4nd 3l3ctr0n1c l3gs, f0r 3x4mpl3, y0u n3v3r kn0w. 0n3 0f th3s3 d4ys y0u m4y cut 0ff th3 3n3rgy 0f a guy w1th 4 bi0nic 4rm 4nd h3 1s g01ng t0 v1s1t y0u 4nd d3str0y y0ur 0ff1c3s 4nd y0ur c0mput3rs, f0r 1nst4nc3. Y0u n33d t0 b3 c4r3ful w1th th0s3 guys. Pl34s3 put b4ck my 3n3rgy 0n. Th4nks.
Thanks to Caitlin Chew. She even corrected my lee7!
Before arriving I thought my English was not all that perfect but that I would be able to manage. Very sun I realized I was a little but over confident. After leaving our suitcases in the hotel, that very furst day of our arrival here in Dunedin, we immediately headed for George Street to get a feel of the streets and by some postcards. The kind of postcards you send home telling your family how amazingly beautiful Nu Zeeland is (and not telling them you are about to bury your life in the most lost hamlet on earth).
I love animals postcards, especially ones with elephants, hippos or rhinos. But they don't have any of them. So, I picked a pair of Keas, a Moa and a Pukeko and took all my burds to the counter of that store. It was my first contact in this country and I'll never forget it because the shop lady mistook me for a friend of hers.
“Hi dear, how have you been luv?” she asked. “How's your day been so far?” I was about to say that she was mistaking me for someone else but I wasn't given time. “What a lovely day, isn't ut?” I am from Portugal where a beautiful day isn't a cloudy, cold, wet and sad morning, but I kept my mouth shot, shat, shet, shi whatever. I didn't know then, but I had a year ahead of me to adjust my Mediterranean weather standards. Anyway, I didn't say anything because, to be honest, I was absolutely afraid of speaking, and by smiling and nodding I was expecting not to be noticed. There's nothing wrong about being a foreigner; it's just that, if I had a chance to choose, I'd prefer to be unnoticed. Butt in those first days it was difficult two remain unnoticed. Everything was new or different. Driving on the left seemed strange, but real weird was seeing people do it barefooted. I didn't even know that you were supposed to slip your card in the eftpos yourself, for example, and that shop lady immediately noticed it.
“You are nut from here, are you?” she asked. She wanted to know everything, and I explained it to her, the best I could. That we were not tourists, that we came to live here for a while, and that, as a matter of fact, we had arrived that some day.
“So, you came here to die?” she asked.
“Well, we came yesterday, we had a stop at Auckland...and uh...maybe we'll stay for a while...”
“You'll enjoy it” she said, scanning the postcards. Enjoy our death? I didn't reply because by then I suspected that maybe there was something wrong with my English.
“I see you love burds” she said.
“Any kind of animals on postcards...elephants...” I said, just to practice.
“We have a whole section of shups postcards, over there. Did you see them?”
I had spent a lot of time browsing the postcards section looking for an elephant but I didn't see any shups. You need to know what you are looking for in order to find it, and obviously I had a lot to learn about local fauna.
“If you love animals, you need to visit my cousin's pit shop just across the street” she said pointing out the window.
“Pit what?”
“Pit shop, like cats and dogs. She has pits of all kind. Even pugs”
“Sorry?”
“PUGS, HOINK HOINK".
Sorry is kind of a magical word, like abracadabra, it triggers a spell or something. Whenever I say “sorry?” people immediately take me for a retarded deaf. Its like an automatic response hard wired in people's brains. They don't rephrase what they said; they just repeat it, almost in the some way except WITH OPEN MOUTH IN SLOW MOTION TO YOU UNDERSTAND ME. But that day was my first time I was taken for an handicap and I still wasn't used to it.
--Sorry?
--PUGS DIRTY ANIMALS YOU EAT HOINK HOINK?
I understood her butt from that day on my faith in my English was severely damaged. Within my first week I was given a diagnostic by most people I mat. Mut, mit, mot... what du fack. My vocabulary wasn't that bad; my grammar was more or less understandable; nothing wrong with my consonants; my main problem were the vowels. That's where you need to work, your vowels, people told me.
It's not easy to work your vowels. If you need vocabulary you use a dictionary; if you need grammar you can get it through a handbook. But how do you study vowels? You need to experiment by trial and error in the real world; there is no easy way around it. So I bought this Berlitz CD that teaches you the phonetic alphabet. It was a really good investment in my education. I spent the next two months studying it, practicing the signs, playing the CD and listening carefully again and again. After these two months of intensive study I had to assess my progress. First I thought of practicing with a couple of friends, but you know how kiwis are, they are so kind and friendly that they would never tell you the truth, that your English is barely understandable. I had to find someone with an objective approach, someone who wouldn't allow their feelings to interfere with their judgment. And I found her, the person to practice with, in a quite unexpected way.
For some red tape reason I never understood our energy was cut off. Suddenly I was alone at home, in a cold and foreign country, without light, heating and... god: Internet! It's a frightening experience I don't wish upon even my worst enemies. In normal circumstances I would expect my wife to solve this kind of minor problem, but my wife was in Portugal with her cell phone turned off, sleeping, as always when I needed her. So, I pulled myself together and prepared to pick up the phone and call the energy company.
At first I thought of telling them that I had a kidney transplant and that my life was dependent of a dialysis machine, but my English was not good enough. Besides, I was beginning to know kiwi people and I was sure they would never turn my energy on, never ever. Instead, they would send an ambulance, a firefighters squadron to kick the door down and a police patrol to clear the way. And a crew of television reporters just to screw up the energy companies once again.
I new I couldn't be able to improvise so I wrote a draft of what I needed to say. I had to check my Berlitz phonetic CD a couple of times but after about an hour I came up with this.
“Hellϴ. I дm yϴur cuΣtϴmer number 7479083 дnd my energy wдΣ turned ϴff. PleдΣe turn it bдck on. /U/rgent. ThдnkΣ”
I read it aloud several times and it sounded really good. With a mix of different accents, half Scottish, half Namibian, with a slight touch of Trinitarian perhaps, but definitely English.
I picked up the phone and I dialed the number, my heart drumming in my chest like I was about to propose to the first clerck that would answer the phone. It was really a relief to realize that I had to do it through a telephone menu. I used to hate those menus. They always reserve the first numbers to sell you things. “If you want to sign a contract with us: press one. If you need to increase your energy allowance: press two. If you want to buy this company for half a billion dollars: press three.” If you need to solve a problem you'll be waiting until nine, and after you press your option they offer you a new menu for which you'll need the nineth choice, and this process continues at least nine times in a row. In the middle of the process you begin to wonder if you are in the right menu because you are not sure if you have a “normal basic plan” or a “ simple residential plan”. After spending an hour in this “rapid automated service” you decide to press five to talk with a real person but they have a record telling you thanks very much for choosing personalized service, you're phone call will be attended in... 47 minutes and a Bach fugue... 43 minutes and a cantata... 39 minutes and a Bradenburg concert just to calm you down.
Suddenly, unexpectedly, someone, a real person I thought, spoke on the line. A woman, with a very sweet and very calm voice, by the way. She greeted me, apologized for the time I've been wasting, and asked me if the energy was cut off to die. After studying my Berlitz stuff I understand very well that she meant to say /Єİ/ and I politely said “Yes”.
--Could you repeat it please?
--Yes.
--Could you repeat it please?
--YEs.
--Could you repeat it please?
--Yës, yæs, yœs, yǼs y∆s fΩck YYYЖЗЖЗыёψλμΣSSSS.
No way. I gave up. After that I decided to go to a cybercafe and write them an email. But, this is my second problem with English, I've got a problem with the Word Processor's spell checking function. The Berlitz method confused me so much that buy no I am not sure anymore how the vowels are spelled. And Word just assumes that I no what I am doing!
I was in my way two town when suddenly, seeing these car vanity plates all around, a brilliant idea came up to my mind. Yes! Eureka: I'm a genius! I was going to write to them in leet! You probably know what leet is, 1337. It's just that: you write letters with numbers, et voila. That was the answer to all my problems. I sat at the cafe, and for the first time in my life, I wrote fluently in English. Oh man, I emptied my soul, I felt like I was flying.
D34r M4d4m 0f th3 ph0n3.
Th4nk y0u v3ry much. Y0u h4v3 4 v3ry b34ut1ful v01c3 but y0u 4r3 n0t g00d 4t l1st3n1ng, l3t m3 t3ll y0u. N3xt t1m3 p4y m0r3 4tt3nt10n t0 wh4t y0ur cust0m3rs 4r3 try1ng t0 t3ll y0u b3c4us3 1t m4y b3 1mp0rt4nt. 1 Kn0w y0u ar3 a g00d p3rs0n, judg1ng buy y0ur v01c3, but y0u n33d t0 t3ll y0ur b0ss3s t0 b3 m0r3 c4r3ful 4b0ut cutt1ng 0ff th3 3n3rgy. M4ny p30pl3 h4v3 4rtific14l lungs in th31r h0m3s. 4nd 3l3ctr1c4l k1dn3ys 4nd 3l3ctr0n1c l3gs, f0r 3x4mpl3, y0u n3v3r kn0w. 0n3 0f th3s3 d4ys y0u m4y cut 0ff th3 3n3rgy 0f a guy w1th 4 bi0nic 4rm 4nd h3 1s g01ng t0 v1s1t y0u 4nd d3str0y y0ur 0ff1c3s 4nd y0ur c0mput3rs, f0r 1nst4nc3. Y0u n33d t0 b3 c4r3ful w1th th0s3 guys. Pl34s3 put b4ck my 3n3rgy 0n. Th4nks.
Thanks to Caitlin Chew. She even corrected my lee7!
lunes, 23 de febrero de 2009
Qué bueno que se esté parando el mundo. Porque estaba errado.
La revista Forbes publica anualmente una lista de los hombres más ricos del mundo. Son cuatrocientas personas que tienen el honor de aparecer en esa exclusiva lista. La riqueza de esas 400 personas, sumada, es superior a la riqueza de 40% de la población del mundo, sumada.
A principios de los años ochenta, según otra de estas revistas de negocios, Fortune, los jefazos de las grandes compañías americanas ganaban aproximadamente 40 veces más que los trabajadores en la base. En los últimos años los ingresos de estos CEOs eran (y son) 500 veces superiores a los de los trabajadores más humildes de sus respectivas compañías. El obrero tendría que trabajar toda la vida para ganar lo mismo que el tal jefe. Él y su hijo. Y él hijo de su hijo. Y su hijo. Y el hijo del hijo de este último. Y su hijo. Y el hijo de este hijo, y su hijo. Y el hijo del hijo del hijo del hijo del hijo y esta saga de la desigualdad solo se acaba después de repetir la palabra “hijo” dieciséis veces, a lo largo de dieciséis generaciones.
En las 350 compañías más grandes de los Estados Unidos estos "bigboses" están ganando, en promedio, algo así como la pequeña bicoca de 15 millones de dólares al año.
Revistas como Forbes o Fortune se consiguen hoy día en cualquier pequeño pueblo del mundo. Son accesibles porque su financiamiento no depende tanto del precio de portada como de la publicidad que incluyen en sus páginas. Los pobres como nosotros podemos comprarlas. De cierta forma esa es la idea, que nos incentivan a comprarlas. Hace un par de años, en uno de los números de Forbes, un artículo hacía algunas sugestiones de regalos para navidad y recomendaba diez relojes. El precio de estos Vacherones y Audemares oscilaba entre un cuarto de millón y un millón de dólares. Estamos hablando de productos comerciales, que se venden en tiendas normales, por así decirlo; las piezas especiales, con listas de espera de varios años como los Ferraris, empiezan del millón de dólares hacia arriba.
Tengo aquí a mano la revista Newsweek de esta semana. La contraportada está dedicada a la publicidad de un reloj, casualmente. Acabo de meterme en Google para averiguar el precio de este Breguet, La Tradition 7027BB. Bueno, nada del otro mundo. Con descuento y todo solo cuesta 22 365 dólares! Cosa de pobres.
En estas mismas revistas de información internacional es común encontrar publicidad de la primera clase de las compañías aéreas. Claro que no se llama “primera clase” como antiguamente; hoy día los ricos son mucho más correctos y no se habla de “clases”, mucho menos de “primeras” o “terceras”. En los últimos años casi todas las líneas aéreas del mundo han reducido la dimensión de los asientos de la clase turística a unas dimensiones mínimas, casi intolerables. En compensación (creo que esta es la palabra adecuada) los asientos de primera clase han triplicado o quintuplicado su espacio. Hoy día los asientos de primera son verdaderas camas a control remoto, dónde las personas, tal cual romanos decadentes, se recuestan de sus camas y piden Gruyere Conté acompañado de Veuve Clicquot o Don Perignon. Como me sé yo todas estas marcas? Ah...pues...Porque la globalización subsidia periódicos y revistas que pueden adquirir los pobres pero cultos y honrados. Ni todo es malo en la globalización.
Pero que nos importa a nosotros el despilfarro loco de los ricos si todos estamos mejor, verdad? Bueno... creíamos que estábamos. La desigualdad social creció en todo el mundo. Ricos más ricos y pobres más pobres y con menos acceso a servicios sociales básicos, como educación y salud. Y un vasto sector de la clase media que no se benefició de esta supuesta “era de prosperidad sin precedentes” sino que está trabajando más, ahorrando menos, endeudándose más. Un pasito en falso y se ahorca porque desde hace mucho rato tiene la soga al cuello.
Hoy día un matrimonio de clase media no se mantiene en pie si no trabajan los dos, cosa que no sucedía en la generación de nuestros padres. No solo trabajan los dos sino que trabajan más horas que hace una generación atrás. En cualquier gran ciudad del mundo los valores inmobiliarios alcanzaron valores tan absurdos que solo los muy ricos se pueden permitir vivir en algunos barrios céntricos, super hiper ultra exclusivos. La clase media fue literalmente marginada hacia la periferia de las ciudades. Las distancias y los atascos de tránsito son tan grandes que es normal pasar doce o catorce horas en el trabajo o yendo y viniendo del trabajo.
Los ingresos reales de las familias de clase media han aumentado es cierto, pero básicamente porque las mujeres ingresaron en masa al mercado de trabajo y hombres y mujeres trabajan más horas. En todo caso este aumento real fue muchísimo inferior al gasto. Es verdad que una buena parte del gasto fue realizado al sabor de la euforia consumista. Pero el hecho fundamental fue la inversión en vivienda. Si hace una generación la clase media podía comprar vivienda con el salario bruto de dos o tres años de trabajo, hoy día no lo puede hacer con el salario bruto de siete u ocho años aún cuando trabajan los dos integrantes de la pareja.
Vamos a dejar el tema de la vivienda para el próximo post, no sin antes decir esto. Que no es cierto que desde las Reaganomics de los ochentas hemos vivido una “edad de prosperidad sin precedentes”. Hemos vivido una edad de locura colectiva sin precedentes, eso sí. De la que todos participamos y para la cual todos contribuimos en mayor o menor medida. El mundo estaba errado, nos vamos dando cuenta. Qué bueno que se paró. Y anda todo el mundo loco intentanto ponerlo en marcha otra vez. No. Ahora que se paró, que dé la vuelta.
A principios de los años ochenta, según otra de estas revistas de negocios, Fortune, los jefazos de las grandes compañías americanas ganaban aproximadamente 40 veces más que los trabajadores en la base. En los últimos años los ingresos de estos CEOs eran (y son) 500 veces superiores a los de los trabajadores más humildes de sus respectivas compañías. El obrero tendría que trabajar toda la vida para ganar lo mismo que el tal jefe. Él y su hijo. Y él hijo de su hijo. Y su hijo. Y el hijo del hijo de este último. Y su hijo. Y el hijo de este hijo, y su hijo. Y el hijo del hijo del hijo del hijo del hijo y esta saga de la desigualdad solo se acaba después de repetir la palabra “hijo” dieciséis veces, a lo largo de dieciséis generaciones.
En las 350 compañías más grandes de los Estados Unidos estos "bigboses" están ganando, en promedio, algo así como la pequeña bicoca de 15 millones de dólares al año.
Revistas como Forbes o Fortune se consiguen hoy día en cualquier pequeño pueblo del mundo. Son accesibles porque su financiamiento no depende tanto del precio de portada como de la publicidad que incluyen en sus páginas. Los pobres como nosotros podemos comprarlas. De cierta forma esa es la idea, que nos incentivan a comprarlas. Hace un par de años, en uno de los números de Forbes, un artículo hacía algunas sugestiones de regalos para navidad y recomendaba diez relojes. El precio de estos Vacherones y Audemares oscilaba entre un cuarto de millón y un millón de dólares. Estamos hablando de productos comerciales, que se venden en tiendas normales, por así decirlo; las piezas especiales, con listas de espera de varios años como los Ferraris, empiezan del millón de dólares hacia arriba.
Tengo aquí a mano la revista Newsweek de esta semana. La contraportada está dedicada a la publicidad de un reloj, casualmente. Acabo de meterme en Google para averiguar el precio de este Breguet, La Tradition 7027BB. Bueno, nada del otro mundo. Con descuento y todo solo cuesta 22 365 dólares! Cosa de pobres.
En estas mismas revistas de información internacional es común encontrar publicidad de la primera clase de las compañías aéreas. Claro que no se llama “primera clase” como antiguamente; hoy día los ricos son mucho más correctos y no se habla de “clases”, mucho menos de “primeras” o “terceras”. En los últimos años casi todas las líneas aéreas del mundo han reducido la dimensión de los asientos de la clase turística a unas dimensiones mínimas, casi intolerables. En compensación (creo que esta es la palabra adecuada) los asientos de primera clase han triplicado o quintuplicado su espacio. Hoy día los asientos de primera son verdaderas camas a control remoto, dónde las personas, tal cual romanos decadentes, se recuestan de sus camas y piden Gruyere Conté acompañado de Veuve Clicquot o Don Perignon. Como me sé yo todas estas marcas? Ah...pues...Porque la globalización subsidia periódicos y revistas que pueden adquirir los pobres pero cultos y honrados. Ni todo es malo en la globalización.
Pero que nos importa a nosotros el despilfarro loco de los ricos si todos estamos mejor, verdad? Bueno... creíamos que estábamos. La desigualdad social creció en todo el mundo. Ricos más ricos y pobres más pobres y con menos acceso a servicios sociales básicos, como educación y salud. Y un vasto sector de la clase media que no se benefició de esta supuesta “era de prosperidad sin precedentes” sino que está trabajando más, ahorrando menos, endeudándose más. Un pasito en falso y se ahorca porque desde hace mucho rato tiene la soga al cuello.
Hoy día un matrimonio de clase media no se mantiene en pie si no trabajan los dos, cosa que no sucedía en la generación de nuestros padres. No solo trabajan los dos sino que trabajan más horas que hace una generación atrás. En cualquier gran ciudad del mundo los valores inmobiliarios alcanzaron valores tan absurdos que solo los muy ricos se pueden permitir vivir en algunos barrios céntricos, super hiper ultra exclusivos. La clase media fue literalmente marginada hacia la periferia de las ciudades. Las distancias y los atascos de tránsito son tan grandes que es normal pasar doce o catorce horas en el trabajo o yendo y viniendo del trabajo.
Los ingresos reales de las familias de clase media han aumentado es cierto, pero básicamente porque las mujeres ingresaron en masa al mercado de trabajo y hombres y mujeres trabajan más horas. En todo caso este aumento real fue muchísimo inferior al gasto. Es verdad que una buena parte del gasto fue realizado al sabor de la euforia consumista. Pero el hecho fundamental fue la inversión en vivienda. Si hace una generación la clase media podía comprar vivienda con el salario bruto de dos o tres años de trabajo, hoy día no lo puede hacer con el salario bruto de siete u ocho años aún cuando trabajan los dos integrantes de la pareja.
Vamos a dejar el tema de la vivienda para el próximo post, no sin antes decir esto. Que no es cierto que desde las Reaganomics de los ochentas hemos vivido una “edad de prosperidad sin precedentes”. Hemos vivido una edad de locura colectiva sin precedentes, eso sí. De la que todos participamos y para la cual todos contribuimos en mayor o menor medida. El mundo estaba errado, nos vamos dando cuenta. Qué bueno que se paró. Y anda todo el mundo loco intentanto ponerlo en marcha otra vez. No. Ahora que se paró, que dé la vuelta.
domingo, 15 de febrero de 2009
Un tal Mario
Mi amiga Flávia es brasileña pero vive en Nueva Zelanda hace más de diez años. Está casada con un kiwi que trabaja en los tribunales y entre los dos saben cómo funciona todo por aquí, a qué horas recogen la basura, cómo se ahorra en la factura eléctrica, cómo se le habla a un policía para que no te ponga multa y esas cosas. Cuando llega a Dunedin alguno de esos cruceros que dan vueltas al mundo la contactan a ella para que enseñe la ciudad. “Guía local” le dicen en la jerga técnica del turismo. Los pasajeros de los grandes cruceros casi siempre vienen divididos por grupos lingüísticos: los que hablan francés los meten a un ladito; en la parte de arriba del barco van los alemanes, por ejemplo; los que hablan inglés del lado de la ventana; los brasileños abajo, etc. Es un arreglo práctico que facilita mucho el trabajo de los mesoneros y las camareras del barco. Además, durante todo el crucero la gente va acompañada por uno o más “escorts”, es decir, los acompañantes, que a diferencia de los guías locales, son los profesionales que cuentan cuantas personas hay como si fuera muy normal que las personas de vez en cuando se cayeran por la borda.
--No te creas. Quedarse atrapado en el baño es muy común-- me sigue explicando Flávia.
--¿Porqué?-- pregunto. Si voy a ser guía local quiero saberlo todo.
--No sé-- me dice ella-- solo sé que no hay día que no se quede una vieja atrapada.
Raro, pienso yo. A lo mejor la gente está acostumbrada a que las puertas abran hacia determinado lado, o encuentran las cerraduras diferentes, me imagino. Y claro, como son personas de una cierta edad, se ponen nerviosas con mucha facilidad. La mayor parte de los pasajeros son viudas. Un noventa por ciento viudas, calcula Flávia. Después están los viejos ricos que se casaron con una mujer mucho más joven que ya se aburrió con la mierda del crucero. Cinco por ciento. Y el restante son dos o tres nietas adolescentes que fueron engatusadas para acompañar a las abuelas y también ya se arrepintieron.
--No hay nada de qué preocuparse-- dice Flávia-- Entras al autobús, agarras el micrófono y vas diciendo donde están, aquí la famosa estación del tren, la celebre oficina de los correos, la renombrada taberna dónde el capitán Cook tomaba cerveza con el alcalde, por ejemplo, eso es es todo.
--¡Pero coño chama, tu llevas aquí diez años! ¡Yo ni puta idea tenía que la Cook Tavern se llama así porque Cook estuvo allí!
--Serás bien gafo. Eso me lo acabo de inventar yo ahora mismo.
--Ah, OK. Ya entiendo.
--¿Me puedes hacer ese favor?
--Bueno, OK.
--Entonces le voy a dar tu email y tu teléfono a la agencia de viajes para que te contacte.
--Dale, pues.
La agencia me contactó con un mes de antecedencia a la llegada del crucero. Querían que les mandara una copia de mi licencia de manejar. Ese es el documento de identificación por aquí, el único que tiene foto. Escaneé muy bien la licencia, la pasé por Photoshop para sacarle el brillo y las pelusas y se la envié perfecta. Ellos me respondieron que muchas gracias y me preguntaron si conocía a otra persona que pudiera servir de guía porque el grupo era muy grande e iban a necesitar dos autobuses. Le pregunté a Francisco, un amigo chileno que lleva aquí toda la vida y tiene un hijo kiwicito y todo.
--¿Te interesa?-- le pregunto yo entonces a Francisco.
--OK-- me dijo él. Yo había acribillado a Flávia con preguntas, qué digo, qué hago, dónde me paro con el micrófono, de dónde me agarro si tengo el micrófono en la mano, pero Francisco a mí no me preguntó nada, ni siquiera cuanto iba a ganar, nada. Me gustaría ser así, decidido.
--Le voy a dar tus datos a la agencia.
--OK.
Y bueno, llegó el día, es decir el barco. Por supuesto que durante aquel mes me leí todo sobre Dunedin, el histórico casco central, los bucólicos suburbios, los humildes orígenes agropecuarios, el pináculo de la arquitectura victoriana. Todo lo que aparece en los links de la Wikipedia y después seguí con la biblioteca municipal. Las cosas que no aparecían en los libros o que no entendía bien me las explicó Shane, el marido de Flávia, un tipo que come Vegemite al desayuno. Yo una vez probé el Vegemite por error, pensando que era margarina, y sé de lo que estoy hablando: Shane es una fuente de información primaria, genuina y confiable. La agencia de viajes nos había mandado el itinerario y los horarios por email. Estaba previsto que los dos autobuses partieran del puerto a las ocho y treinta. El día anterior había encontrado a Francisco en la calle y me dijo que era mejor llegar como a las ocho.
Llegué a las siete y media porque no sé calcular muy bien el tiempo por la distancia veces la velocidad promedio y Port Chalmers queda más o menos lejos. Tampoco había entrado nunca al puerto y no quería perderme. Pero fue muy fácil llegar porque a la entrada del pueblo está todo señalizado con unas plaquitas azules que dicen “cruise arrivals and departures”. Siguiendo las flechas se termina en un galpón enorme. Hay varios tipos apostados en la puerta, vestidos con chalecos verdes fosforescentes y con porta papeles en las manos. Me paro y le digo al primero que se me acerca que soy el guía local, que vengo a buscar los brasileños. Le entrego mi licencia y él empieza a chequear mi nombre contra la lista del porta papeles. Revisa las cinco o seis hojas hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante otra vez con más detenimiento, pero nada, me dice que no aparezco en la lista. Yo había mandado la copia de mi licencia para la agencia de viajes con un mes de anticipación y creo que esa fue la raíz del problema. Que las cosas no se deben hacer encima de la hora, es cierto, pero tampoco con demasiada antelación. Las dos cosas son igualmente malas. El señor revisa otra vez los papeles pero lo llaman por radio y me pide disculpas porque es urgente. Me dice que me estacione por ahí, mientras resuelve el problema y regresa.
Estaciono junto a la cerca y empiezo a repasar mentalmente los años fundacionales 1830-1848, hasta la llegada de la Iglesia Libre de Escocia, que es la parte más enredada en la que los varios autores no se ponen de acuerdo. Pasado como un cuarto de hora el señor del chaleco verde me llama otra vez y me dice “war gland cluther did you came that plight morning?”, algo así. Por el tono sé que me está haciendo una pregunta pero aún después de haberla repetido dos o tres veces no la entiendo. Le digo que sí, claro, por supuesto, que sea lo que dios quiera. Él pone aquella cara de espanto y me va a decir cualquier cosa pero lo vuelven a llamar por la radio, que venga urgente que está pasando una vaina grave del lado de adentro. Me pide disculpa y que aguarde solo unos minutos más, que ya vuelve, y sale corriendo. Me meto al carro otra vez porque aunque ya pasa de las ocho sigue haciendo demasiado frío.
En eso llega Francisco en su carro. Me ve, se para y yo le explico que no puedo pasar porque no estoy en la lista. Se acerca otro señor de chaleco verde y le pide la licencia a Francisco. El señor que me atendió a mí era simpático, pero éste tipo es medio antipaticón, barrigudo, ni siquiera saluda. Francisco sí estaba en la lista. Cuando va a meter el carro el gordo le dice que alto ahí, dónde crees que vas tú, no puedes pasar con carro, pajarito. Yo conozco a Francisco, es un tipo pacífico que no se mete con nadie. Estaciona su carro al lado del mío, abre la puerta de atrás y saca el balón, la lunchera y de último, al niño. Él y el pequeñin son inseparables, lo lleva para todas partes, andan siempre juntos. Cuándo se van a meter por el galpón adentro lo llama el barrigudo y le dice que el niño no puede pasar. ¿Porqué? Porque no está en la lista, obviamente, por qué iba a ser. Pero es un niño, por dios, es mi hijo, no tiene licencia de conducir, no tiene edad para aparecer en listas, dice Francisco, ese tipo de cosas. Yo no los escucho hablando porque estoy dentro del carro repasando los años del apogeo colonial 1866-1890, hasta la plaga del conejo. Pero veo a Francisco y el panzón levantando y bajando los brazos durante un rato hasta que Francisco desiste y se devuelve con el niño agarrado por la mano. El pequeño viene abrazado al balón, lloriqueando.
-No hay problema, pana- le digo-- Entra y explícale al chófer del autobús que no me dejaron pasar. El autobús cuándo salga que se pare un momento, para que yo pueda entrar.
--¿Y el niño?-- pregunta él. Coño, es verdad, se me había olvidado el niño...
--Pues... vienes tu adelante en el primer autobús; yo te entrego el pequeño y después me monto en el segundo autobús.
--¿Y cómo hago yo para poner a los autobuses juntos?-- vuelve a preguntar.
--Bueno. Tú entra y ya resolveremos el problema.
--OK-- dijo él y empezó a caminar en dirección a la puerta.
El niño de Francisco es una preciosidad de mocoso. Hasta me parece que Francisco lo carga todo el tiempo porque es su gancho con las mujeres. Viejas, jóvenes, bonitas, feas, todas se detienen en medio de la calle para sonreír y meterse con el pequeño. Él y la esposa están divorciados y me imagino que tienen aquellos arreglos tipo “este fin de semana no puedo porque la semana pasada te tocaba y te hice el favor por consideración para con tu mamá y ahora me vienes con esto”. Y aparte todo eso el chamito tiene un atractivo natural. Despeinado, con las trenzas de los zapatos sueltas, unos ojos azules impresionantes y todo el tiempo agarrado a su balón como diciendo que se caga en todo y en todos menos en la gloriosa selección de Chile.
Bueno. Lo dejé que lloriqueara un rato viendo como desaparecía el papá galpón adentro. Pasé varios minutos sin dirigirle la palabra hasta que se fue calmando, aunque en ningún momento se atrevió a salir de mi lado. En eso, para nuestro completo asombro, de adentro del galpón se asoma la locomotora de un tren. Un momento después caí en la cuenta que debía ser un viaje turístico especial, una especie de vuelo charter, pero en tren en este caso, exclusivo para los pasajeros del crucero. Pasa la locomotora y empiezan a desfilar los carruajes uno tras otro, atiborrados de viejitas finórias que al ver al mocoso se deshacen en sonrisas y adioses.
--Nunca vi un tren tan largo en mi vida-- digo yo, como hablando para mi mismo-- Debe de ser el tren más grande que alguna vez he visto.
Y era cierto. Cómo el viaje hasta Dunedin es en terreno plano y sin grandes curvas le metieron más de treinta carruajes a aquél tren.
--Y él más bonito-- sigo diciendo yo, hablando conmigo solo-- Más bonito que un tren amarillo solo un tren rojo...
--O azul...
--Claro, de acuerdo, aunque los azules son demasiado potentes, más peligrosos.
--¿De verdad?
--¿No lo sabías? Dame la mano y vamos caminando que ya te lo explico.
Al llegar a la puerta vuelve a encontrarme el guardia del chaleco verde, el mío, el simpático.
--¿Nada?-- le pregunto. Él se encoje los hombros y me pide la licencia. Se la doy y anota los datos en el fondo de una de aquellas listas.
--Bueno, pase pues-- me dice medio resignado.
--Ahora tengo un problema.
--??
--Bueno, no puedo dejar aquí el niño. Es el hijo del otro guía...él si estaba en la lista y pudo entrar...pero el niño no...ni estaba en la lista ni lo dejaron entrar...y yo iba a esperar el primer autobús para entregárselo y meterme en el segundo... no sé si me entendió...
-- What tha gried bus hast to walts? Increasing duggs?
-- ¿Perdón? No, yo no soy el padre del niño-- le iba a empezar a explicar otra vez pero lo llamaron por la radio. Por supuesto que tampoco entendí nada de lo que se decían por la radio pero a juzgar por la voz del tipo del otro lado las viejas turistas le estaban pellizcando el culo. Pase, pase rápido pues, me dijo el guardia del chaleco por señas mientras intentaba calmar el tipo de la radio.
Pasamos pues, ni lo podía creer, Joseph y yo de la mano, tal y cual la entrega de un espía enano en un galpón de Berlin! Me dijo cómo se llamaba y que edad tenía, siete. Y lo que más le gustaba, aparte del fútbol, eran las franelas rojas y azules del Barcelona. Yo tengo en la casa una franela blanca del Real Madrid, pero ningún problema, amigos pues de todas maneras.
Una vez que salimos del galpón nos encontramos en medio del muelle del puerto. Primero vimos aquél gentío loco, gente como arroz hasta que la vista se perdía. Parecían hormigas alrededor de los autobuses. Y los autobuses, que yo originalmente creía que eran solo dos, eran más de cincuenta. Por dónde entraron aquellos autobuses no lo sé. Solo un momento después levantamos la vista y vimos el monstruo, el crucero. El barco era sencillamente descomunal, con más pisos y más alto que un rascacielos. Nos metimos entre la multitud bien agarrados de la mano. Yo no sabía muy bien adónde me dirigía pero estaba esperando escuchar en cualquier momento la voz de un brasileño. Lo que me faltaba ahora es que estos fueran brasileños finos, ricos, y que hablaran bajito. Pero no. Los escuché a más de trescientos metros gritándose unos a otros con todo cariño. Había un despelote montado no sé porqué, hablaban unos por encima de los otros, era difícil entenderlos. Por lo que pude inferir, preguntando un poco aquí y escuchando otro poco allá, la confusión la había armado el guía de los argentinos. Aparentemente el hombre quería salir en el primer autobús, no se sabía porqué razón. El problema era que el primer autobús ya estaba ocupado por los brasileños, que no solo estaban instalados en sus asientos sino que ya estaban contados y recontados por el escort. Vi a Francisco en el epicentro del peo, rodeado de un poco de choferes y chalecos verdes y le hice señas con la mano diciéndole que el niño estaba bien, que ya no estaba llorando y que se venía conmigo. Unos minutos después estaba todo resuelto. Yo salí con Joseph y los brasileños en el primer autobús. Francisco se vino en el de atrás con los argentinos.
Y bueno, una vez superada la crisis inicial salió todo muy bien. Joseph amenazó con lloriquear otra vez pero le expliqué que íbamos a llevar a aquellas personas a conocer la ciudad, incluyendo la fábrica de los chocolates. Es decir, la fábrica de chocolates si nos daba tiempo, porque ya estábamos bastante retrasados.
--¿Entiendes, chiquillín? Sí, entendió y se sentó agarrado a su balón, junto al escort brasileño, en el banco inmediatamente detrás del mío. Yo iba adelante, en el banco individual del guía, al lado del chófer. Me boté pues, explicando todo micrófono en mano, mirando hacia el frente para no marearme pero indicando a mano izquierda la colonia del pingüino de ojo amarillo único en su especie, y a derecha, cómo pueden ver, el edificio del ayuntamiento construido en 1892 cuya campana del reloj pesa más de dos toneladas y se mandó a fundir en China con bronce proveniente de los yacimientos de Otago. Es verdad que en uno de los primeros asientos estaba una vieja con una guía en la mano y que a las dos por tres decía “Perdón, aquí dice que...” Pero quien tenía el micrófono era yo.
Paramos en varias partes para que la gente saliera y visitara sitios. El señor Coutinho, el escort brasileño, me explicó cómo estas cosas se hacían. Él ahí mismo se percató que yo no tenía mucha experiencia en estas cosas.
--¿Tienes experiencia de barco?
--No-- le dije muy sinceramente. Yo, experiencia de barco no tenía ninguna.
--Yo te lo voy explicando todo.
Y así fue. Lo más importante, pero era dónde yo más fallaba, era la bandera. Cada vez que salíamos del autobús teníamos que cargar y levantar bien alto una bandera azul que decía “Diamond Princess, Transmundi Tours”, pero a mí o se me olvidaba la bandera o se me olvidaba levantarla. Pero aparte ese pormenor el señor Coutinho siempre se me acercaba diciéndome que lo estaba haciendo muy bien.
--¿De verdad no tienes experiencia de barco?-- me preguntó más de una vez, incrédulo.
--Pues no. Experiencia de barco no tengo ninguna.
En la vuelta Joseph amenazó con armar un berrinche al ver que pasábamos enfrente a la fábrica de los chocolates y que el autobús no se detenía. Pero le cayeron tantas viejas empáticas encima que reconsideró la decisión y dejó de lloriquear ahí mismo. Un poco antes de llegar el señor Coutinho se levantó y empezó a contar a los pasajeros uno por uno. A medida que los iba contando hablaba con ellos, no sé de qué, algo referido a alguien que yo no conocía, un tal Mario. Volvió a su asiento un poco antes de que llegáramos al muelle. Cuando el autobús se detuvo frente al barco yo me dispuse a salir de primero con mi bandera en el aire, cómo había hecho en las paradas anteriores, pero el señor Coutinho me agarró por un brazo y me dijo que saliera de último. Porqué, no lo sé, experiencia de barco. A medida que las personas salían me decían muchas gracias y yo les deseaba buen viaje. Una vez que salieron todos agarré a Joseph de la mano y bajamos. El señor Coutinho me agradeció muchísimo diciendo que había salido todo muy bien y que yo debía dedicarme a barcos porque tenía un talento natural. Le agradecí la amabilidad y él me pidió que abriera la mano y me metió un poco de billeticos de cinco y de a diez con unas moneditas.
--Gracias Mario-- me dijo.
--No te creas. Quedarse atrapado en el baño es muy común-- me sigue explicando Flávia.
--¿Porqué?-- pregunto. Si voy a ser guía local quiero saberlo todo.
--No sé-- me dice ella-- solo sé que no hay día que no se quede una vieja atrapada.
Raro, pienso yo. A lo mejor la gente está acostumbrada a que las puertas abran hacia determinado lado, o encuentran las cerraduras diferentes, me imagino. Y claro, como son personas de una cierta edad, se ponen nerviosas con mucha facilidad. La mayor parte de los pasajeros son viudas. Un noventa por ciento viudas, calcula Flávia. Después están los viejos ricos que se casaron con una mujer mucho más joven que ya se aburrió con la mierda del crucero. Cinco por ciento. Y el restante son dos o tres nietas adolescentes que fueron engatusadas para acompañar a las abuelas y también ya se arrepintieron.
--No hay nada de qué preocuparse-- dice Flávia-- Entras al autobús, agarras el micrófono y vas diciendo donde están, aquí la famosa estación del tren, la celebre oficina de los correos, la renombrada taberna dónde el capitán Cook tomaba cerveza con el alcalde, por ejemplo, eso es es todo.
--¡Pero coño chama, tu llevas aquí diez años! ¡Yo ni puta idea tenía que la Cook Tavern se llama así porque Cook estuvo allí!
--Serás bien gafo. Eso me lo acabo de inventar yo ahora mismo.
--Ah, OK. Ya entiendo.
--¿Me puedes hacer ese favor?
--Bueno, OK.
--Entonces le voy a dar tu email y tu teléfono a la agencia de viajes para que te contacte.
--Dale, pues.
La agencia me contactó con un mes de antecedencia a la llegada del crucero. Querían que les mandara una copia de mi licencia de manejar. Ese es el documento de identificación por aquí, el único que tiene foto. Escaneé muy bien la licencia, la pasé por Photoshop para sacarle el brillo y las pelusas y se la envié perfecta. Ellos me respondieron que muchas gracias y me preguntaron si conocía a otra persona que pudiera servir de guía porque el grupo era muy grande e iban a necesitar dos autobuses. Le pregunté a Francisco, un amigo chileno que lleva aquí toda la vida y tiene un hijo kiwicito y todo.
--¿Te interesa?-- le pregunto yo entonces a Francisco.
--OK-- me dijo él. Yo había acribillado a Flávia con preguntas, qué digo, qué hago, dónde me paro con el micrófono, de dónde me agarro si tengo el micrófono en la mano, pero Francisco a mí no me preguntó nada, ni siquiera cuanto iba a ganar, nada. Me gustaría ser así, decidido.
--Le voy a dar tus datos a la agencia.
--OK.
Y bueno, llegó el día, es decir el barco. Por supuesto que durante aquel mes me leí todo sobre Dunedin, el histórico casco central, los bucólicos suburbios, los humildes orígenes agropecuarios, el pináculo de la arquitectura victoriana. Todo lo que aparece en los links de la Wikipedia y después seguí con la biblioteca municipal. Las cosas que no aparecían en los libros o que no entendía bien me las explicó Shane, el marido de Flávia, un tipo que come Vegemite al desayuno. Yo una vez probé el Vegemite por error, pensando que era margarina, y sé de lo que estoy hablando: Shane es una fuente de información primaria, genuina y confiable. La agencia de viajes nos había mandado el itinerario y los horarios por email. Estaba previsto que los dos autobuses partieran del puerto a las ocho y treinta. El día anterior había encontrado a Francisco en la calle y me dijo que era mejor llegar como a las ocho.
Llegué a las siete y media porque no sé calcular muy bien el tiempo por la distancia veces la velocidad promedio y Port Chalmers queda más o menos lejos. Tampoco había entrado nunca al puerto y no quería perderme. Pero fue muy fácil llegar porque a la entrada del pueblo está todo señalizado con unas plaquitas azules que dicen “cruise arrivals and departures”. Siguiendo las flechas se termina en un galpón enorme. Hay varios tipos apostados en la puerta, vestidos con chalecos verdes fosforescentes y con porta papeles en las manos. Me paro y le digo al primero que se me acerca que soy el guía local, que vengo a buscar los brasileños. Le entrego mi licencia y él empieza a chequear mi nombre contra la lista del porta papeles. Revisa las cinco o seis hojas hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante otra vez con más detenimiento, pero nada, me dice que no aparezco en la lista. Yo había mandado la copia de mi licencia para la agencia de viajes con un mes de anticipación y creo que esa fue la raíz del problema. Que las cosas no se deben hacer encima de la hora, es cierto, pero tampoco con demasiada antelación. Las dos cosas son igualmente malas. El señor revisa otra vez los papeles pero lo llaman por radio y me pide disculpas porque es urgente. Me dice que me estacione por ahí, mientras resuelve el problema y regresa.
Estaciono junto a la cerca y empiezo a repasar mentalmente los años fundacionales 1830-1848, hasta la llegada de la Iglesia Libre de Escocia, que es la parte más enredada en la que los varios autores no se ponen de acuerdo. Pasado como un cuarto de hora el señor del chaleco verde me llama otra vez y me dice “war gland cluther did you came that plight morning?”, algo así. Por el tono sé que me está haciendo una pregunta pero aún después de haberla repetido dos o tres veces no la entiendo. Le digo que sí, claro, por supuesto, que sea lo que dios quiera. Él pone aquella cara de espanto y me va a decir cualquier cosa pero lo vuelven a llamar por la radio, que venga urgente que está pasando una vaina grave del lado de adentro. Me pide disculpa y que aguarde solo unos minutos más, que ya vuelve, y sale corriendo. Me meto al carro otra vez porque aunque ya pasa de las ocho sigue haciendo demasiado frío.
En eso llega Francisco en su carro. Me ve, se para y yo le explico que no puedo pasar porque no estoy en la lista. Se acerca otro señor de chaleco verde y le pide la licencia a Francisco. El señor que me atendió a mí era simpático, pero éste tipo es medio antipaticón, barrigudo, ni siquiera saluda. Francisco sí estaba en la lista. Cuando va a meter el carro el gordo le dice que alto ahí, dónde crees que vas tú, no puedes pasar con carro, pajarito. Yo conozco a Francisco, es un tipo pacífico que no se mete con nadie. Estaciona su carro al lado del mío, abre la puerta de atrás y saca el balón, la lunchera y de último, al niño. Él y el pequeñin son inseparables, lo lleva para todas partes, andan siempre juntos. Cuándo se van a meter por el galpón adentro lo llama el barrigudo y le dice que el niño no puede pasar. ¿Porqué? Porque no está en la lista, obviamente, por qué iba a ser. Pero es un niño, por dios, es mi hijo, no tiene licencia de conducir, no tiene edad para aparecer en listas, dice Francisco, ese tipo de cosas. Yo no los escucho hablando porque estoy dentro del carro repasando los años del apogeo colonial 1866-1890, hasta la plaga del conejo. Pero veo a Francisco y el panzón levantando y bajando los brazos durante un rato hasta que Francisco desiste y se devuelve con el niño agarrado por la mano. El pequeño viene abrazado al balón, lloriqueando.
-No hay problema, pana- le digo-- Entra y explícale al chófer del autobús que no me dejaron pasar. El autobús cuándo salga que se pare un momento, para que yo pueda entrar.
--¿Y el niño?-- pregunta él. Coño, es verdad, se me había olvidado el niño...
--Pues... vienes tu adelante en el primer autobús; yo te entrego el pequeño y después me monto en el segundo autobús.
--¿Y cómo hago yo para poner a los autobuses juntos?-- vuelve a preguntar.
--Bueno. Tú entra y ya resolveremos el problema.
--OK-- dijo él y empezó a caminar en dirección a la puerta.
El niño de Francisco es una preciosidad de mocoso. Hasta me parece que Francisco lo carga todo el tiempo porque es su gancho con las mujeres. Viejas, jóvenes, bonitas, feas, todas se detienen en medio de la calle para sonreír y meterse con el pequeño. Él y la esposa están divorciados y me imagino que tienen aquellos arreglos tipo “este fin de semana no puedo porque la semana pasada te tocaba y te hice el favor por consideración para con tu mamá y ahora me vienes con esto”. Y aparte todo eso el chamito tiene un atractivo natural. Despeinado, con las trenzas de los zapatos sueltas, unos ojos azules impresionantes y todo el tiempo agarrado a su balón como diciendo que se caga en todo y en todos menos en la gloriosa selección de Chile.
Bueno. Lo dejé que lloriqueara un rato viendo como desaparecía el papá galpón adentro. Pasé varios minutos sin dirigirle la palabra hasta que se fue calmando, aunque en ningún momento se atrevió a salir de mi lado. En eso, para nuestro completo asombro, de adentro del galpón se asoma la locomotora de un tren. Un momento después caí en la cuenta que debía ser un viaje turístico especial, una especie de vuelo charter, pero en tren en este caso, exclusivo para los pasajeros del crucero. Pasa la locomotora y empiezan a desfilar los carruajes uno tras otro, atiborrados de viejitas finórias que al ver al mocoso se deshacen en sonrisas y adioses.
--Nunca vi un tren tan largo en mi vida-- digo yo, como hablando para mi mismo-- Debe de ser el tren más grande que alguna vez he visto.
Y era cierto. Cómo el viaje hasta Dunedin es en terreno plano y sin grandes curvas le metieron más de treinta carruajes a aquél tren.
--Y él más bonito-- sigo diciendo yo, hablando conmigo solo-- Más bonito que un tren amarillo solo un tren rojo...
--O azul...
--Claro, de acuerdo, aunque los azules son demasiado potentes, más peligrosos.
--¿De verdad?
--¿No lo sabías? Dame la mano y vamos caminando que ya te lo explico.
Al llegar a la puerta vuelve a encontrarme el guardia del chaleco verde, el mío, el simpático.
--¿Nada?-- le pregunto. Él se encoje los hombros y me pide la licencia. Se la doy y anota los datos en el fondo de una de aquellas listas.
--Bueno, pase pues-- me dice medio resignado.
--Ahora tengo un problema.
--??
--Bueno, no puedo dejar aquí el niño. Es el hijo del otro guía...él si estaba en la lista y pudo entrar...pero el niño no...ni estaba en la lista ni lo dejaron entrar...y yo iba a esperar el primer autobús para entregárselo y meterme en el segundo... no sé si me entendió...
-- What tha gried bus hast to walts? Increasing duggs?
-- ¿Perdón? No, yo no soy el padre del niño-- le iba a empezar a explicar otra vez pero lo llamaron por la radio. Por supuesto que tampoco entendí nada de lo que se decían por la radio pero a juzgar por la voz del tipo del otro lado las viejas turistas le estaban pellizcando el culo. Pase, pase rápido pues, me dijo el guardia del chaleco por señas mientras intentaba calmar el tipo de la radio.
Pasamos pues, ni lo podía creer, Joseph y yo de la mano, tal y cual la entrega de un espía enano en un galpón de Berlin! Me dijo cómo se llamaba y que edad tenía, siete. Y lo que más le gustaba, aparte del fútbol, eran las franelas rojas y azules del Barcelona. Yo tengo en la casa una franela blanca del Real Madrid, pero ningún problema, amigos pues de todas maneras.
Una vez que salimos del galpón nos encontramos en medio del muelle del puerto. Primero vimos aquél gentío loco, gente como arroz hasta que la vista se perdía. Parecían hormigas alrededor de los autobuses. Y los autobuses, que yo originalmente creía que eran solo dos, eran más de cincuenta. Por dónde entraron aquellos autobuses no lo sé. Solo un momento después levantamos la vista y vimos el monstruo, el crucero. El barco era sencillamente descomunal, con más pisos y más alto que un rascacielos. Nos metimos entre la multitud bien agarrados de la mano. Yo no sabía muy bien adónde me dirigía pero estaba esperando escuchar en cualquier momento la voz de un brasileño. Lo que me faltaba ahora es que estos fueran brasileños finos, ricos, y que hablaran bajito. Pero no. Los escuché a más de trescientos metros gritándose unos a otros con todo cariño. Había un despelote montado no sé porqué, hablaban unos por encima de los otros, era difícil entenderlos. Por lo que pude inferir, preguntando un poco aquí y escuchando otro poco allá, la confusión la había armado el guía de los argentinos. Aparentemente el hombre quería salir en el primer autobús, no se sabía porqué razón. El problema era que el primer autobús ya estaba ocupado por los brasileños, que no solo estaban instalados en sus asientos sino que ya estaban contados y recontados por el escort. Vi a Francisco en el epicentro del peo, rodeado de un poco de choferes y chalecos verdes y le hice señas con la mano diciéndole que el niño estaba bien, que ya no estaba llorando y que se venía conmigo. Unos minutos después estaba todo resuelto. Yo salí con Joseph y los brasileños en el primer autobús. Francisco se vino en el de atrás con los argentinos.
Y bueno, una vez superada la crisis inicial salió todo muy bien. Joseph amenazó con lloriquear otra vez pero le expliqué que íbamos a llevar a aquellas personas a conocer la ciudad, incluyendo la fábrica de los chocolates. Es decir, la fábrica de chocolates si nos daba tiempo, porque ya estábamos bastante retrasados.
--¿Entiendes, chiquillín? Sí, entendió y se sentó agarrado a su balón, junto al escort brasileño, en el banco inmediatamente detrás del mío. Yo iba adelante, en el banco individual del guía, al lado del chófer. Me boté pues, explicando todo micrófono en mano, mirando hacia el frente para no marearme pero indicando a mano izquierda la colonia del pingüino de ojo amarillo único en su especie, y a derecha, cómo pueden ver, el edificio del ayuntamiento construido en 1892 cuya campana del reloj pesa más de dos toneladas y se mandó a fundir en China con bronce proveniente de los yacimientos de Otago. Es verdad que en uno de los primeros asientos estaba una vieja con una guía en la mano y que a las dos por tres decía “Perdón, aquí dice que...” Pero quien tenía el micrófono era yo.
Paramos en varias partes para que la gente saliera y visitara sitios. El señor Coutinho, el escort brasileño, me explicó cómo estas cosas se hacían. Él ahí mismo se percató que yo no tenía mucha experiencia en estas cosas.
--¿Tienes experiencia de barco?
--No-- le dije muy sinceramente. Yo, experiencia de barco no tenía ninguna.
--Yo te lo voy explicando todo.
Y así fue. Lo más importante, pero era dónde yo más fallaba, era la bandera. Cada vez que salíamos del autobús teníamos que cargar y levantar bien alto una bandera azul que decía “Diamond Princess, Transmundi Tours”, pero a mí o se me olvidaba la bandera o se me olvidaba levantarla. Pero aparte ese pormenor el señor Coutinho siempre se me acercaba diciéndome que lo estaba haciendo muy bien.
--¿De verdad no tienes experiencia de barco?-- me preguntó más de una vez, incrédulo.
--Pues no. Experiencia de barco no tengo ninguna.
En la vuelta Joseph amenazó con armar un berrinche al ver que pasábamos enfrente a la fábrica de los chocolates y que el autobús no se detenía. Pero le cayeron tantas viejas empáticas encima que reconsideró la decisión y dejó de lloriquear ahí mismo. Un poco antes de llegar el señor Coutinho se levantó y empezó a contar a los pasajeros uno por uno. A medida que los iba contando hablaba con ellos, no sé de qué, algo referido a alguien que yo no conocía, un tal Mario. Volvió a su asiento un poco antes de que llegáramos al muelle. Cuando el autobús se detuvo frente al barco yo me dispuse a salir de primero con mi bandera en el aire, cómo había hecho en las paradas anteriores, pero el señor Coutinho me agarró por un brazo y me dijo que saliera de último. Porqué, no lo sé, experiencia de barco. A medida que las personas salían me decían muchas gracias y yo les deseaba buen viaje. Una vez que salieron todos agarré a Joseph de la mano y bajamos. El señor Coutinho me agradeció muchísimo diciendo que había salido todo muy bien y que yo debía dedicarme a barcos porque tenía un talento natural. Le agradecí la amabilidad y él me pidió que abriera la mano y me metió un poco de billeticos de cinco y de a diez con unas moneditas.
--Gracias Mario-- me dijo.
miércoles, 11 de febrero de 2009
Venezuela en The Economist
"Sin la bonanza petrolera probablemente una mayoría de los venezolanos le retirará su apoyo.Y si eso llegara a suceder se corre el riesgo de que el Sr. Chávez apele al hostigamiento para mantenerse en el poder (...)"
Un articulo decente sobre lo que está pasando en Venezuela. Informado, con opinión propria. Si lo vas a leer, vota en "recommended" para animar el buen periodismo
Un articulo decente sobre lo que está pasando en Venezuela. Informado, con opinión propria. Si lo vas a leer, vota en "recommended" para animar el buen periodismo
As Leis da Terra
Dormes no silêncio da noite intacta
na distância e no sono de um continente
que a Terra vai voltando lentamente
para mim
desde Lisboa.
Volto-me eu também na minha cama
ao teu encontro na tua direcção e procuro-te
e parto rumo ao sol nascente
e à medida que vou voando pelo mar dentro
reparo que me fazes sinais e me acenas
e sorris e desenhas com o dedo índice
pequenos Vs, Check Marks
a tudo Sim v
já percebi OK v
Paro no ar a meio da revelação e do Atlântico
(mas com muita naturalidade
como quem pára no passeio para enfatizar este ponto da conversa:)
que acabo de ler em teus gestos reflexos a aprovação
incondicional e sem reservas
v a aprovação da Existência
v o consentimento do Mundo.
Amanhã acordaremos
e no acto da renovada descoberta
ainda cheios de sono vamos celebrar um no outro
que enquanto dormíamos
alguém nos carimbou os vistos todos
e nos colocou nas mãos
o Passaporte por Sorteio Universal das Repúblicas ao Amparo das
[Leis da Terra
que nos autoriza a partir
v para todos os sonhos
v e para todas as viagens
pela vida dentro.
na distância e no sono de um continente
que a Terra vai voltando lentamente
para mim
desde Lisboa.
Volto-me eu também na minha cama
ao teu encontro na tua direcção e procuro-te
e parto rumo ao sol nascente
e à medida que vou voando pelo mar dentro
reparo que me fazes sinais e me acenas
e sorris e desenhas com o dedo índice
pequenos Vs, Check Marks
a tudo Sim v
já percebi OK v
Paro no ar a meio da revelação e do Atlântico
(mas com muita naturalidade
como quem pára no passeio para enfatizar este ponto da conversa:)
que acabo de ler em teus gestos reflexos a aprovação
incondicional e sem reservas
v a aprovação da Existência
v o consentimento do Mundo.
Amanhã acordaremos
e no acto da renovada descoberta
ainda cheios de sono vamos celebrar um no outro
que enquanto dormíamos
alguém nos carimbou os vistos todos
e nos colocou nas mãos
o Passaporte por Sorteio Universal das Repúblicas ao Amparo das
[Leis da Terra
que nos autoriza a partir
v para todos os sonhos
v e para todas as viagens
pela vida dentro.
domingo, 8 de febrero de 2009
Estadística & Literatura
“Creo que escribir se me hacía más fácil a mí que a los prisioneros porque todavía era una niña. Aunque siempre lo hallé difícil. Empezé a escribir a los siete, ocho años. Era tímida y tenía un aire extraño, adoraba leer por encima de todas las cosas, pesaba unos veinte quilos, y andaba siempre tan tensa que me pegaba los hombros contra las orejas, como Richard Nixon. Una vez vi una película casera de un cumpleaños cuándo estaba en primer grado, con todos aquellos niñitos jugando juntos como lindos cachorritos y de repente aparezco yo cruzando la pantalla como el escarabajo de Nemo. Mi futuro estaba clarito. Yo iba a ser la serial killer o la viejita con docenas y docenas de gatos.”
“Bird by Bird”, Anne Lamott.
Hace tiempo que me había fijado en este libro. Cuando buscas algo, en Amazon por ejemplo, acerca de escritura o escritores termina siempre por aparecer. Lo vi en la biblioteca municipal, lo abri en la segunda página (solo para contrariar el adagio que habla de la primera) y me encontré esto, éste párrafo tan bonito y tan bien escrito. Me traje el libro y lo leí. Un buen libro, en un “género” tan difícil y puteado com es el de la “escritura creativa”. (Aunque lo ponga entrecomillado solo de escribirlo me entran escalofrios.) Soy un firme creyente de la página al azar. Siempre me ha parecido fascinante el poder de las muestras, la forma en que unos poquísimos datos habilitan a hacer conjeturas extrapolables al conjunto entero de una población. El término “población”, usado en sentido estadístico, se refiere al conjunto completo de los elementos estudiados. Si la muestra es bien escogida y se dispone de algún conocimiento acerca del comportamiento de la población, el poder de la muestra es enorme. Pues, en el caso de la literatura el poder de la muestra tiene algo de mágico, es casi infalible. A veces basta apenas un párrafo de 100 palabras para inferir la calidad de una novela de 300 páginas. Y esto me recuerda un viejo proyecto que voy a exponer más demoradamente en una nueva entrada. Creo que va a ser muy divertido. Voy a postear dos párrafos: uno extraído de una novela consagrada por los lectores y la crítica; y otro párrafo de una otra novela no tan agraciada. La idea es darle la oportunidad al lector de identificar cuál es cual. Por supuesto que los mecanismos de selección deben obedecer a criterios estadísticos un poquito rigurosos. Ya lo expondré con más detenimiento pero desde ya puedo adelantar: participa y gana fabulosos premios! Jeje.
“Bird by Bird”, Anne Lamott.
Hace tiempo que me había fijado en este libro. Cuando buscas algo, en Amazon por ejemplo, acerca de escritura o escritores termina siempre por aparecer. Lo vi en la biblioteca municipal, lo abri en la segunda página (solo para contrariar el adagio que habla de la primera) y me encontré esto, éste párrafo tan bonito y tan bien escrito. Me traje el libro y lo leí. Un buen libro, en un “género” tan difícil y puteado com es el de la “escritura creativa”. (Aunque lo ponga entrecomillado solo de escribirlo me entran escalofrios.) Soy un firme creyente de la página al azar. Siempre me ha parecido fascinante el poder de las muestras, la forma en que unos poquísimos datos habilitan a hacer conjeturas extrapolables al conjunto entero de una población. El término “población”, usado en sentido estadístico, se refiere al conjunto completo de los elementos estudiados. Si la muestra es bien escogida y se dispone de algún conocimiento acerca del comportamiento de la población, el poder de la muestra es enorme. Pues, en el caso de la literatura el poder de la muestra tiene algo de mágico, es casi infalible. A veces basta apenas un párrafo de 100 palabras para inferir la calidad de una novela de 300 páginas. Y esto me recuerda un viejo proyecto que voy a exponer más demoradamente en una nueva entrada. Creo que va a ser muy divertido. Voy a postear dos párrafos: uno extraído de una novela consagrada por los lectores y la crítica; y otro párrafo de una otra novela no tan agraciada. La idea es darle la oportunidad al lector de identificar cuál es cual. Por supuesto que los mecanismos de selección deben obedecer a criterios estadísticos un poquito rigurosos. Ya lo expondré con más detenimiento pero desde ya puedo adelantar: participa y gana fabulosos premios! Jeje.
sábado, 7 de febrero de 2009
Chávez in The Guardian Weekly
Opinion
The current printed edition of The Guardian Weekly has another article about Chávez. It's not a good one. The story is misinformed and misleads the readers. The main idea is that, although he has 10 years in office, and he's seeking for at least another ten or twenty, he must be doing something well. “ 'He's obviously doing something right', said Steve Ellner (...)”. In the core of the article the reader doesn't know if the reporter is quoting a government document or if he's giving an account of stated and generally accepted facts. It went like this: “Today 30% of the population is classified as poor, compared with 50% in 1998. Extreme poverty is said to have tumbled from 42% to 9.5%. Inequality narrowed and Venezuela rose up the UN's development index. Social programs known as “missions” widened access to health and education and reduced illiteracy. The economy ballooned by 526%, unemployment was halved to 6% and Venezuela instituted Latin America's highest minimum wage, $372 a month.”
Those supposed statistical facts are not true. Above I reproduce some words I pronounced last year in a cine forum about human rights that was exhibited along several New Zealand cities. The movie, a kiwi production directed by Julia Capon and Ricardo Restrepo, basically portrayed Mr. Chávez and his “revolution” in a very kind way, and is called “Now the people have awoken”.
I was born in Venezuela and was living there between 1999 and 2007, roughly the time span of Chavez presidency. I would like to begin saying that I didn’t just see the movie, (like many of you just did): I was inside it. And from the inside, I didn’t see what was shown here. What I did actually see, and I can testify from first hand experience, is that the most basic human rights are being smashed by Mr. Chavez and his followers:
1. The right to live.
Mr. Chavez ordered, in the coup he attempted in 1992, that the troops seizing the TV channels should shoot everyone they met, in order to be absolutely sure of commanding those strategic places. His order was strictly followed by one of his captains (now he is a minister) and in the State TV Channel eight TV technicians were murdered. They were unarmed and they didn’t resist the military orders. That first episode just setted the tone for things to come.
The 11th of April of 2002, Mr. Chavez, afraid of being overthrown, ordered the army to confront a street demonstration of nearly one million people. The tanks left headquarters and the military shot the demonstrators. I was there half an hour before and they were common guys just like you and me. 21 people were killed that day. You can see those images in Youtube. Later, as he always does, Mr. Chavez blamed the opposition and the United States for these murders. (Recently he has been blaming the United States of forging documents accusing him of supporting and financing Colombian FARC. Let’s wait a little bit, until international pressure builds up. Then, as usual, he will acknowledge for this and much more).
2.The right to work.
There are lists in Venezuela describing the political preferences, the actual votes, of each and every citizen. That’s not a secret. Theses lists even have names like “The Tascon list” or “Maisanta list”, and their existence, after overwhelming evidence, was acknowledged by Chavez himself. I was lucky for I worked for a private company. Because people who worked for the government or for one of their huge companies, were fired. Several friends of mine, software and oil engineers, were fired. Thousands of oil technicians live abroad, because they were fired, by Chavez himself, during a TV show, and they couldn’t find work anywhere because their names were in these lists.
3.The right to speech.
Chavez enforced a law of media “contents”. There is a special decree that gives him the power to write down new laws and each and every member of parliament supports him. This law enables him, for instance, to forbid things like The Simpsons. The main social media in Venezuela, the older and most seen of all, was a TV channel named RCTV. It was shut down because its journalists insisted on defending peolple´s right to truthful and timely information. The government officials argue that the State was the owner of the air over the country, the space where the TV waves were broadcasted, and the government simply decided to not renew the permits to use the air!
4.The right of property.
The government establishes, by decree, the price of everything, from milk and poultry to medical fees. Companies are forced to sell at these prices, even if they have to sell at a price below their costs. Supermarkets, for example, have to show that they have placed their orders in their suppliers, even if they lost money selling these products. Otherwise they can be accused of plotting against the revolution and all their properties, including land an general ownership, can be confiscated. I worked for a supermarket company and this company (as all others) were threatened, and several of their stores were shut down, almost every week.
People en Venezuela can’t freely decide where in the world they wish to live, because Chavez’s government doesn’t sell international currency to common citizens. Each person is allowed to spend 3000 dollars a year when and if they travel abroad. If you were to live in Venezuela, you would not be able to have an “overseas experience”, as you call it, unless you were willing to leave the country with nothing more than your clothes.
The right to live, the right to work, the right to speech, and the right of property, are the most basic human rights. The movie we just saw simply ignores them and focuses on defending an abstract left wing point of view. We normally associate human rights with people whose freedom is menaced by authoritarian governments. We are not used to see the human rights flag being used to defend governments or regimes. But, sadly, this is a very common viewpoint embraced by sensible people who, living far away from Latin America, try to figure out what’s happening there. This is what is commonly believed about Venezuela, by an intellectual and fashionable left wing:
1.Venezuela has been ruled in the past by an outnumbered elite, of wealthy white racists –the oligarchs- who, by criminal means, stole the country oil richness and left the majority of its people living in misery. That’s not true and I am going to explain it.
2. Outside Venezuela, some people like to believe that this inequality situation ended the day Chavez arrived to power, elected by these poor masses. It is not true that he was elected exclusively by the poor, and it is not true that poor people now are better off than they were before.
3. Some people apparently believe that Chavez remains in power at a great cost, because he has to face a criminal opposition, from the inside, and the American Empire from the outside who tried to overthrown him in 2002. That’s false.
1.In first place, let’s examine the Oligarchs theory. I oppose Chavez’s regime and yet I’m not an oligarch. I don’t have and never had had land or big properties, in Venezuela or anywhere else. We belong, my wife and I, to the working class, and we are not rich by any possible account. Chavez’s opponents are people like us, millions of people like us. We opposed Chavez politics but we were never “plotting” as Mr. Buchanan says in this movie. We never received money for that, as Mrs. Eva Gollinger says in this film. We certainly are not agents from the United States. And surely enough we never wanted to kill Mr. Chavez.
2. According to this film, Chavez changed all that and now, in Venezuela, people live better than before. That’s not true. When Chavez first gained power a Venezuelan president had four years to fulfil his electoral promises. Chavez has been in office for ten years and poverty remains practically by the former levels. The movie tells us that poverty was reduced by half but this is completely false. What happened was that economic freedoms were suspended, and nowadays the government is the only one entitled to have international currency. The government decides what the price of the dollar is, who is authorized to buy it, how much can be bought and when. If anyone in Venezuela decided to make a movie about New Zealand they would have to ask the government to sell them some dollars. They couldn’t just go to a bank like you can here. Of course, unless the government had some interest in the movie, they would not give them a cent, and so they would have to buy the dollars in the so called black market. It is illegal, by Chavez’s laws, to have, buy or sell international currency. So, the government doesn’t want to know what is the dollar price in the parallel market where currency is actually available. That’s why all the statistical data about Venezuela’s economy is calculated by an artificial currency rate. It is as if the New Zealand government decided that one NZ dollar was equivalent to three American dollars. In a matter of seconds New Zealand would be one of the richest countries in the world. When you try to estimate Venezuela’s poverty levels in the traditional way economists do it, you would reach the conclusion that poverty was cut by half. But if you measure poverty, for instance, by number of calories people consume, or any other non currency indicator, you will discover that poverty remains about the same if not worst.
3. Chavez is struggling with a criminal opposition that already delivered a coup. Not true.
People in Venezuela are against Chávez because they don’t understand why, for instance, London transportation system is being subsidized with Venezuelan money, whilst Caracas has one of the most chaotic transportation systems of the world. Or why their president is supporting, by all class of means, a terrorist organization that has killed hundreds of people in neighbour Colombia. They protest because they cant find basic products to buy like milk or meat. Very soon Mr. Chávez figured out that the best way to cope with the criticism was accusing people of plotting against him because he was a revolutionary leader. In his first three years in power, mainly due to an absolute lack of knowledge and experience, Chávez was unable to rule. He, and the people he chose had not the slightest idea about governing. When people began criticising he started to concentrate more an more power on his hands and began nurturing a discourse of hate and divisionism, intending to separate rich from poor, revolutionary and opponents, whites and not so whites, nationalist and American agents. That ample social base that acclaimed him by 1998 was gone by 2002. Millions of people decided to express their discontent with street rallies and demonstrations. Celia and I were two of them, two among millions who were protesting in the streets in order to be heard by the government and the international opinion. We participated in a half dozen rallies that were asking for Chávez’s resignation. The 11th of April 2002, in the middle of a general national strike, almost a million people were protesting in the streets. To prevent them to arrive near his offices Chávez ordered the army lo leave their headquarters and to disperse the multitudes with war tanks. 21 people died that day in the streets of Caracas. But an overwhelming number of military officers, including lots of generals, refused to carry out that order. They were supposed to be Mr. Chávez’s subordinates, but after some meetings, they decided to ask him for his resignation. Chávez renounced by the dawn of April the 12th and his defence minister announced his resignation to the country in a formal speech delivered by television. Nothing was planned beforehand and, due to so many opinions and contradictions, the “chavistas” leaders found enough time to rejoin their forces and occupy the centre of the city. Basically this was the famous coup de CIA supposedly plotted against him: he just resigned because his generals asked him to.
We were two of near a million people who were protesting in the streets of Caracas on the 11th of April, claiming for Chávez’s resignation. We believed, and still do, that he was not trying to help Venezuelans but that is was only trying to perpetuate himself in power. We still believe in this, and if we had to rally again, now, we would. That is the reason why we came here today. To give voice to all those millions of people in Venezuela whose voices were not recorded in this movie.
viernes, 6 de febrero de 2009
La Dieta de la Banana
Cuento
(Primera parte)
La Dieta de la Banana
Para José Luis Fernández-Shaw
-1-
Yo sabía perfectamente lo que quería pero me faltaba todavía ajustar un montón de detalles. La idea empezaba por buscarme algo entre Soho y South Hampton. Conseguí una maravilla módica en Russel Square, un vetusto y venerable hotel cuyo pub había sido frecuentado por Virginia Wolf y compañía. El tipo de pormenor que convierten un palomar maloliente en un vetusto y venerable hotel. La reserva del hotel aseguraba parte de la logística del asunto, pero era lo de menos. También ya sabía dónde me iría a almorzar, todos los días. Al Quo Vadis, por supuesto. Lo más difícil era lo relacionado con la biblioteca y las bibliotecarias. Todavía no tenía todos los detalles perfectamente claros pero ya me las apañaría.
En 1858, el mismo año en que J.S. Mill partió en compañía de su querida Harriet hacia el sur de Francia (ella moriría a mitad del viaje), Karl Marx, viviendo por ese entonces también en Londres, escribió una reseña biográfica sobre Simón Bolívar, muerto unos treinta años antes. El artículo le había sido solicitado por un editor de Estados Unidos quien le recomendó que utilizara un tono neutro y descriptivo ya que el texto sería incorporado a una publicación de carácter enciclopédico. Para Marx, que estaba concluyendo el pequeño borrador de ochocientas páginas de lo que más tarde sería El Capital, aquello era un paréntesis para matar un tigre y embolsillarse una calderilla. Los realitos, así fueran sencillo, eran muy bienvenidos en esa familia que vivía en la pobreza extrema. Karl y su esposa Jenny, a quien adoraba, habitaban un miserable apartamento de dos piezas, en Soho Square, no muy lejos del Museo Británico, a cuya biblioteca Marx se encaminaba cabizbajo todos los días, hiciera sol o lloviera. Hasta no hace muchos años todavía se podía ver, entrando al Reading Room, a mano derecha, el calamitoso pupitre que le martirizó la vida. El hombre, además de padecer de hemorroides, era frecuente víctima de unas erupciones cutáneas que le atacaban por lo bajo. Se las vio negras en esa biblioteca. Hoy la mesita de Marx ya no está. La quitaron para poner ordenadores y para hacer espacio a la avalancha de turistas que, como yo, asoman la cabecita a la puerta del Reading Room.
Los Marx tuvieron seis hijos. Tres murieron en ese apartamento, localizado en el primer piso del 26-29 de Dean Street. Para cuando escribió aquel artículo que tituló “Bolívar y Ponte”, Marx ya llevaba en Londres casi diez años y mal se imaginaba que “la larga e insomne noche del exilio”, como escribió por ese entonces, apenas estaba comenzando. Terminó por morir en Londres casi unos treinta años después. Por allá quedó enterrado bajo un túmulo en el que, según Bolaño, nadie coloca flores.
En 1930, un italiano del tipo gesticulante y emprendedor llamado Pepino Leoni se compró el 26-29 de Dean Street y empezó a tumbar las paredes del interior para buscarle acomodo a su flamante restaurante. Lo llamaría Quo Vadis, como la novela por entonces de moda. Sobrevivió el nombre de la novela, y la película, pero ya nadie se acuerda de quien la escribió. Detrás de una pared del primer piso de aquella casa del Soho, los obreros se encontraron unos legajos voluminosos de papel amarillento mal atados con pabilo viejo. Los obreros llamaron al maestro, el maestro llamó a Pepino y el italiano se llamó a un amigo paisano que daba clases en Oxford. La noticia pronto empezó a circular por la ciudad y no tardó en llegarle a los oídos del embajador de las repúblicas soviéticas, quien de inmediato se apersonó en el local de las obras preguntando por un tal Pepino. El diplomático, fingiendo desinterés, pidió para mirar los papeles. Hoy, mañana, después, cuando usted pueda, no hay prisa. Esa misma noche, con los ojos puyudos, el ruso se llevó las manos al pecho y solo le pidió a Dios no morir de infarto antes de poder darle la noticia al camarada Stalin. Como se lo estoy diciendo, jefe, el original del Capital, más de mil cartas, las actas de la Segunda Internacional, recibos, partidas de nacimiento, daguerrotipos con chiquillas del can can, y no me va a creer: ¡el manuscrito del Manifiesto! (embadurnado con la mantequilla que comió el mismísimo filósofo, es cierto). ¡Qué hallazgo, qué cosa! Hasta me parece mentira, camarada. Mejor que no lo sea, mi pequeño Dimiusko, que no lo sea, debe de haberle respondido el jefe. Ahí te mando a Bujarin que es el entendido de la partida. Échamele un ojito, ¿sí?
No se sabe cuánto le pidió el italiano a los rusos por aquellos papeles que hoy se encuentran en la Biblioteca Marx y Engels de la ciudad de San Petersburgo. Lo que se sabe, que nos consta, es que el italiano, además de gourmet, era hombre de gustos artísticos refinados. Cuando se acabó de construir su Quo Vadis, lo decoró con un pocote de Giacometis y Modiglianis. Todos los que encontró a la venta, que no serían muchos. Se ganó mil veces más con la valorización de los cuadros y esculturas que con los raviolis vendidos a lo largo de cincuenta años. Hoy, después de varias remodelaciones en las cuales se han incorporado obras de Wharol y Damien, la casa dónde un filósofo indigente especulaba sobre las teorías del valor es un local sofisticado y exclusivo donde se pagan más de cien libras por una botella de Bordeaux.
Entre los papeles que el camarada Bujarin se llevó personalmente a Stalingrado, constaban tres documentos que hicieron correr borbotones locos de dialéctica entre la izquierda venezolana de los años sesenta. El primero y más importante era el artículo de Marx sobre Bolívar. Aunque fue redescubierto en febrero de 1934 por un materialista argentino llamado Aníbal Ponce, no obtuvo plena difusión sino hasta la década de los sesenta, después de que en 1959 se publicara la segunda edición en lengua castellana de las Obras Completas de Marx y Engles. En este artículo, con el desparpajo vehemente del que solo son capaces los santos y los comunistas, Marx descuartiza a Bolívar. Lo tilda de traidor, cobarde, megalómano. “General de las retiradas” es una de las expresiones que utiliza. Marx presenta a un Bolívar mezquino, corrompido por la gloria efímera del poder, frívolo, inebriado por el baile y la pompa. Las famosas contradicciones de Bolívar son resueltas en una síntesis simples. Es un hombre sin un proyecto político definido más allá de la ambición personal. Una ambición baladí a la que sacrificó sus amigos y colaboradores, sus tropas, su herencia y su familia, el sueño de la independencia y el destino de la Gran Colombia.
El segundo documento que Aníbal Ponce descubrió en el Instituto Marx y Engels de Stalingrado, fue la carta dirigida a Marx por M. Daña, el editor de Nueva York que le había encomendado el artículo sobre Bolívar. Mi caro amigo y colaborador, empezaba diciéndole Daña a Marx, con característica cortesía finisecular. ¿Qué coño le pasa, mi ilustre? Si le sugiero a su merced un artículo sobre Bolívar para una enciclopedia es porque me parece que Bolívar es enciclopediable o como se dice, digno de inclusión, ¿no le parece? Es verdad que no le pedí una apología, un encomio o qué coño, pero tampoco esta mierda de diatriba ponzoñosa que ya encontrará mi amigo quien se la pague y se la publique. Domine el mal genio hágame el favor que yo no soy su amiguito Frederico. La próxima vez que me mande una rabieta de éstas me limpio el culo con ella y le retengo los pagos pendientes, ¿entendido? ¿Usted conoció a Bolívar o qué? ¿De dónde se sacó ésta vaina? Reciba los efusivos saludos que le otorgan mi incondicional respeto y estima. Etecetera. Tchau.
Nadie le hablaba así a Karl Marx. Por pelusas más pequeñas se había tirado a las autoridades alemanas y francesas y por eso vivía ahora medio encaletado en Inglaterra. Al Daña éste me lo zampo, pensó el ideólogo. Por otra parte estaba aquello de los pagos retenidos. Era verdad. Los americanos no tenían sentido del honor, eran capaces de cualquier cosa. Durante dos semanas Marx le sumó a la noche negra del exilio los zumos agrios de la vendetta. Por fin se desahogó con Engles, en una carta que Aníbal Ponte también desenterró de las mazmorras rusas. No sabes lo que me dijo aquel gringo desgraciado, mi buen Frederico, decía Marx. El hijo de puta puso en entredicho mi honestidad intelectual ¿puedes creerlo? Inaudito. Yo que he sacrificado mi vida y la de mi familia en el altar de la integridad intelectual y me sale una sanguijuela de ésta calaña a llamarme deshonesto. Yo no me la tiro de dandy. Me desuño de la mañana a la noche investigando en aquella biblioteca, literalmente me reviento el culo trabajando, como tú bien sabes. Todo lo que dije en el artículo está perfectamente documentado y lo reitero. El Bolívar ése era un pobre desgraciado con delirios de grandeza, un Napoleón de pacotilla, poco menos que uno de esos caciques Haitianos que se disfrazan de reyes franceses. Un ridículo. Creedme, me leí todo lo que había y solo ésta podría ser la conclusión. Un figurante. Un desequilibrado.
Ésta carta de Marx a Engles fue el tercer documento que Aníbal Ponce desenterró de Leningrado. La izquierda venezolana, que creció al abrigo de un culto sagrado y centenario a la figura de Bolívar, nunca pudo digerir a cabalidad éste episodio. Después de interminables discusiones terminó por dirimirse la contradicción aduciendo que Marx no dispuso de las fuentes adecuadas. Y por ahí quedó la cosa. Es por esta razón que la revolución chavista es bolivariana pero jamás fue ni será marxista.
Mi misión en Londres era sencilla. Yo ya sabía que los libros utilizados por Marx todavía estaban en la Biblioteca. Lo más probable es que fueran ejemplares únicos. El plan era sencillo. En primer lugar me robaría los dos o tres libros de la biblioteca. Y en segundo lugar, algún día, escribiría algo sobre las fuentes de Marx en su retrato de Bolívar. Algo, ya se me ocurriría, lo que me diera la gana, porque a fin de cuentas las fuentes bibliográficas se habrían perdido para todo el siempre.
-2-
“Histoire de Bolivar” de Ducoudray Holstein, 1831, fue la principal fuente utilizada por Marx para su controvertida biografía. El libro permaneció ignorado durante muchos años porque, por alguna razón que desconozco, siempre se reseñó como Ducudray-Holstein, lo que contiene un par de errores de grafía. En el site de la Biblioteca Británica la obra continúa catalogada bajo la cuota HMNTS 615.i.21 aunque se trata en realidad de la “Increíble Dieta de la Banana”. La segunda gran fuente utilizada por Marx fue la “Memoir of General John Millar”, de 1813, cuota HMNV 12.t.41 de la misma biblioteca. Según pude verificar ninguno de los dos libros consta de los catálogos de la Biblioteca Nacional de Paris o de la Biblioteca del Congreso, y hasta dónde sé, son ejemplares únicos. Ambos los poseo yo. En el momento en que escribo estas líneas los tengo frente a mí, en mi casa de Nueva Zelanda, en un pequeño anaquel que corre por encima de mi ordenador.
jueves, 5 de febrero de 2009
Livros & Portugal
Crónica
Creo que esta fue la primera "crónica". La publiqué en un blog colectivo de mi pueblo. En portugués, naturalmente, jeje. Para mis amigos portus, pues.
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Tenho reparado que os meus colegas “interventores” gostam muito de livros. É natural. Precisamente porque gostam de ler também gostam de escrever (as duas actividades costumam dar-se bem juntas), e é por essa razão que escrevem em blogues como este. Olha, que coincidência, eu também! Estou a escrever neste blogue e gosto muito de livros! Grande pancada! A nossa. A dos livros. Temos, isto muito mais ou menos, três mil e quinhentos, vai para quatro mil. As coisas são aproximadas porque enquanto se está a contar eles não param de aparecer.
Também gosto muito de Portugal. Adoro. São duas coisas de que gosto muito. Livros e Portugal. No ano passado, por exemplo, passei três ou quatro meses em Portugal. Alguns dias na Maia, mas a maior parte do tempo em Lisboa. Lembro-me, por exemplo, de ter falado pelo telefone com o Fernando Sá (não nos conhecemos pessoalmente) estando eu no terraço da Biblioteca Nacional. Adorei passar aqueles meses em Portugal, claro. Tudo o que for português eu adoro. Sobretudo quando estou fora. Agora estou na Nova Zelândia. Isto fica longe para caraças.
Parece mal um homem do Porto, como eu, dizer à boca cheia que gosta muito de Lisboa, mas, a verdade seja dita, eu gosto muito de Lisboa. Nesses meses de Outono do ano passado, a caminho da Biblioteca Nacional, dei uns passeiozinhos pela cidade. Podia sair na estação do metro do Campo Grande e meter-me logo na Biblioteca. Podia. Mas preferia sair cá em baixo, no Saldanha, e dar uma grande volta. Metia pela Miguel Bombarda, saía na Visconde Valmor, descia outra vez para a Gulbenkian, subia pela Avenida de Berna. Ia aos esses, tipo bêbedo. É o que dá as misturas, do género Portugal & Livros, exercício e saudade. Por isso é que ia para a Biblioteca Nacional. Por causa da pancada dos livros. Ia trabalhar no computador, porque estou a escrever um. Um livro, claro. É uma coisa que podia fazer perfeitamente num cafezinho ou numa esplanada, mas gosto de me sentir rodeado de livros. Além disso, dizia eu, se chegasse a precisar de consultar qualquer coisa era só levantar-me da cadeira e pegar num livro.
Hummmm. Pois. Aqui é que a porca torce o rabo.
Porque não era bem assim. Tão fácil. Vou explicar. Para entrar no edifício da Biblioteca Nacional é preciso passar pelo meio daquelas antenas dos aeroportos que apitam quando uma pessoa anda com armas. Se algum dia precisar de ir à Biblioteca consultar um livro recomendo que não leve armas de nenhum tipo. É inútil, eles têm a máquina. Depois de passar pelas antenas vê-se logo o grande hall de entrada, muito alto, majestoso, com uns penduricalhos de Arraiolos destacados de forma tão proeminente que devem ser coisa importante. O primeiro tapete de Arraiolos do mundo ou qualquer coisa desse género. Uma pessoa fica logo curiosa e quer entrar. Mas não se pode passar porque há uma série de cancelas de metal que só abrem de lá para cá. Abrem se a pessoa poisar um cartão especial lá num sítio ou quando se introduz o código secreto no key pad. De outra forma não abrem. Uma pessoa acaba de passar pelas antenas e não sabe muito bem que é que há-de fazer, para que lado se há-de virar. Já que os aparelhos não apitassem foi uma grande sorte. Ao fundo da parede estão dois seguranças, muito bem compostos, sim senhor, fardados, de boné na cabeça e tudo. Deve ser por aquele lado. Boa tarde. Boa tarde. Boa tarde. (Não é o eco, eles são dois. Acasalam-nos aos pares que é para se defenderem em caso de agressão dos leitores).
– Isto é a Biblioteca Nacional, não é?
Um dos homens diz que sim com a cabeça. Parece que é. O outro está cansado de ouvir sempre a mesma conversa e não consegue disfarçar que está aborrecido.
– Posso passar? – pergunto eu, muito atrevido.
– Tem cartão? – pergunta ele, a pôr-me logo no sítio.
Cartão? Ah, cartão multibanco, pois, percebi, penso eu. Já me parecia muito bonito isto de vir cá ver livros à borla.
– Cartão da biblioteca – explica ele.
– Não, senhor, não tenho.
– Tem de tirar o cartão para poder entrar.
– E onde é que se tira?
– É ali – diz ele, apontando para uma porta aberta lá dentro e lá longe, quase ao fundo do corredor, num sítio escuro.
Deve estar a brincar comigo, só pode ser. Para entrar preciso de um cartão e o cartão só o posso tirar lá dentro. Isto deve de haver aqui alguma câmara de apanhados. Mas o senhor segurança parece que me leu o pensamento e aprontou-se logo a explicar.
– Eu abro daqui – diz, ao mesmo tempo que carrega no botão e uma daquelas cancelinhas electrónicas abre.
Lá passei e fui para a salinha do fundo do corredor. Como está tudo muito silencioso entro quase a medo, palavra de honra, pé ante pé. Há lá duas funcionárias atrás dos seus respectivos computadores. Estão concentradas, ocupadíssimas, naturalmente. As pessoas neste país têm muito má cara porque trabalham todas que se fartam, que nem escravas. Depois de trabalhar mais um bocado, um bom quarto de hora, uma das senhoras espreita por cima do ecrã do computador e lá me vê. Cumprimento eu, que fui o último a chegar. Este é um daqueles sagrados convencionalismos portugueses que até nos parecem constantes internacionais do universo, em geral, e do comportamento humano, em particular. Mas pronto, não me importa nada, ora essa, cumprimento eu. Só de olhar para a cara da senhora já sei que se não me portar bem não há cartão. À menor imprudência da minha parte vai logo dizer-me que há um problema no sistema barlabadéu pardais ao ninho. Eu sempre tive a mania que sou bom, desde pequenino, de que sou gozão. Por isso é que tenho apanhado tanta biqueirada no cu ao longo da vida. Mas pelos livros sou capaz de tudo. Vou-me portar bem. Passo-lhe o BI para a mão, respondo às perguntas, pago não sei quanto, já não me lembro, sempre a sorrir. Ela é um bocadinho lenta, mas não faz mal, eu espero. Numa boa, tudo bem.
– Pronto, já está. Boa tarde e obrigada – diz ela, e volta para o seu computador.
Eu acho que não estou maluco. Vim cá tirar o cartão e ela despede-se de mim e não me dá o cartão?
– Ehem, cof cof. A senhora desculpe... ehem, o cartão...
– O cartão está pronto amanhã – responde-me ela, e volta a mergulhar com toda a força no computador. De certeza que está a ler daquelas mensagens brasileiras que pedem às pessoas para serem boas com Deus e fazerem foruardes dos emeiles. De certezinha absoluta. Quem a vê de fora, com aquela cara de stress, parece mesmo uma santa muito ocupada.
– Cof-cof... a... mas... posso entrar?
– Claro, com certeza. Explique lá dentro aos meus colegas que ainda não tem o cartão.
Sempre que posso, evito falar com colegas. Naquele primeiro dia não pedi livro nenhum, por tímido e morcão, como sempre. Mas no dia seguinte, lá me enchi de coragem e voltei à Biblioteca Nacional. Ia com aquela força toda, com aquela disposição, com aquele ímpeto, mas o segurança logo que me viu mandou-me parar. Ei, pst, cht, o senhor não pode entrar. Muito gostava ele de me pôr no sítio. Não pode entrar com a mala do computador. Não me explicou mais nada mas eu lá fui aprendendo como era, pouco a pouco, como na escola, a olhar para o lado e a estudar os outros. É preciso deixar os objectos pessoais num cacifo fechado à chave e entrar na sala de leitura com uma sacola de plástico transparente. O saco é transparente para mostrar que não se está a roubar nada. Enfim. É mais fácil entrar e sair dos headquarters da CIA com o expediente do assassinato do Kennedy debaixo do braço que entrar ou sair da Biblioteca Nacional com um romance do Paulo Coelho.
Passadas poucas semanas também já sabia pedir livros. Era assim: primeiro era preciso entrar na rede com uma grande palavra-chave muito sigilosa que tinha mais de vinte números hiper-secretos. Depois de bater no teclado, às cegas, vinte números invisíveis, transcritos no ecrã como enigmáticas bolinhas, não era de admirar que o computador dissesse que tinha o acesso “denegado”! Mas se estivesse num dia de sorte e tudo corresse bem, acabava por entrar na rede. Depois de entrar na base de dados era preciso preencher uma fichazinha à mão, com os dados todos do livro e aí é que começava o processo. Porque só se podia pedir um máximo de três livros de cada vez, e um máximo de dez por dia em dia ímpar, se o ano em questão fosse bissexto mas não divisível por quatrocentos! Eu avisei com tempo que gostava muito de Portugal.
2
Estou a viver numa cidade chamada Dunedin, no sul da Nova Zelândia. A cidade tem 120.000 habitantes. Julgo que é mais ou menos o número de habitantes da Maia. Noutro dia passei pela biblioteca municipal e entrei. Mesmo à entrada há um balcão de atendimento. Imediatamente vem uma senhora e pergunta se pode ajudar. Eu pergunto se posso entrar e dar uma olhadela. Pegue no que quiser, sente-se, leia, sinta-se à vontade, disse-me ela. Eu peço às pessoas para falarem devagar porque se não não percebo patavina e elas falam depressa na mesma mas simplificar verbos porque tu parecer atrasado mental. Pelo menos é essa a sensação que tenho. É muito divertido. Noutro dia conto. Os livros. São de livre acesso, naturalmente. Há gente de todas as idades, cores e feitios, por todo o lado. E sofás e mesas e cadeiras e cadeirões aos molhinhos, uns por aqui, outros por acolá. Dou a volta ao primeiro andar e fico surpreendido pela quantidade de livros, revistas, obras de referência, pela quantidade de tudo. Mas ainda me faltam mais dois andares repletos de livros, além dos computadores, CDs, DVDs e dos brinquedos para os miúdos. Passei um par de horas a vasculhar livros. Depois, voltei ao rés-do-chão e sentei-me a descansar as pernas lá nuns sofás. Mesmo ao meu lado estavam umas máquinas parecidas ao checkouts dos supermercados. As pessoas chegavam lá, apresentavam um cartão, passavam os códigos de barras dos livros e lá iam elas, todas sorridentes com a vida, com os livrinhos debaixo do braço. Imediatamente fui ao balcão de atendimento e perguntei à senhora se podia tirar um cartão como o daquelas pessoas que estavam para ali a roubar os livros todos. Ela lá se pôs a abrir muito a boca e em menos de cinco minutos dar cartão a mim. Quantos livros é que a senhora disse que se pode levar para casa? Desculpe lá, não percebi bem. Thirty ou thirteen? Tu poder tirar trinta livros, meu morcão, dizia-me ela, com a boca muito aberta. Esvaziei as estantes no saque intelectual do século. Se os funcionários da Biblioteca Nacional me vissem nestes actos de vandalismo intelectual morriam de enfarto. Coitadinhos. Eles e os chefes deles, que são quem tem a culpa, são uns portuguesinhos provincianitos mas que têm a mania que são doutores. Pobrezinhos.
Esta é a biblioteca municipal da parvónia. Deixo para outro dia as coisas sérias, como a biblioteca central da Universidade de Otago, aqui nesta mesma cidade, com meio milhão de livros. Agora, como já se deve ter notado, fez-se tarde e estou com pressa. Boas leituras.
miércoles, 4 de febrero de 2009
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Cuento
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Una cosa es un rayón, un descarche de la pintura. Otra cosa es una raya. Esto ni siquiera llegó a ser una rayita, fue una cosa mínima. El rayón es lo más común, algo que sucede a menudo: hay daño de la pintura pero no hay abolladura de la lata. Eso es un rayón. Pero en este caso no. Es verdad que los dos vehículos se tocaron, técnicamente, pero no hubo daño, entiéndase, de ningún tipo. Resumiendo: menos que un pipirotazo con los dedos, un toque insignificante. El policía, él mismo, fue mi testigo y antes de que se volterara empezó dándome la razón. Después cambió de opinión, débil, imbécil. Lo que pasa es que no tengo paciencia y no me sé explicar. Me cuesta. No logro. Llegué a un momento que nada más decía esto. Que me las iba a pagar. Ok. ¿No se acuerda? Yo la voy a refrescar. Y espero lo que sea. El tiempo que haga falta, no importa. Era lo que decía.
-2-
Estaba con la parienta. Los portugueses le dicen “la patrona”, en el sentido de “la jefa”. A lo mejor la gracia radica en la ironía, en la cosa machista, no sé. Bueno. La parienta era Clarita, pues. Ibamos a recoger algo a la oficina del correo. Digo “algo” porque todavía no sabíamos que era. Solo teníamos aquella postal que nos habían dejado metida por debajo de la puerta, diciendo que por favor presentarse con identificación entre tal y tal hora, día tal y cual en esta dirección así y así. Presentarse en los correos, pues. Me acuerdo que le dije a Clarita, “No me gusta cuando no usan el buzón y tiran las correspondencias por debajo de la puerta.” Me da mala espina, no me gusta. “Tu siempre viendo señales”, dice ella. Es verdad, veo muchas señales, cómo se dice, que van a suceder tarde o temprano, o que están en las eminencias. Ojalá me equivocara.
-3-
Esto era un jueves. Yo no sé porqué pero miércoles y jueves pasa todo. Una vez hice una investigación en la wikipedia y resulta que todos los golpes de estado desde Napoleón hacia acá caen un miércoles, a más tardar un jueves. ¿Increíble no? Les mandé un artículo explicándolo pero las instrucciones son enredadísimas, se me complicó la vaina y después ya no tuve más paciencia. No me daba el ancho de banda. Muy sencillo. Miércoles y jueves hay más gente en la calle. Las personas terminan más neuróticas y paranoicas pero esa es la base, porque hay más. Tendría que pararme mucho a explicarlo. Por ejemplo, el peor día para estacionar. ¿Cuál es? El jueves. ¿Porqué? Por la misma razón. Todos los días paso por aquella calle y estaciono cuando me da la gana y dónde me sale del forro sin ningún problema. Sin rollo. Casi siempre consigo puesto. Ah, claro, pero aquel día era jueves.
-3b-
Todo esto está pasando en Oporto. No sé si es importante o no, pero me parece bien aclararlo. Seguimos.
-4-
Bueno, no hay puesto, me doy una vuelta. ¿Cuál agite? Ningún agite. Todavía no sé nada. Bajo por el estadio, paso enfrente a las canchas de tenis, el complejo deportivo, despacito, voy voy voy y llego hasta los bomberos. “¿Qué haces?” me pregunta Clara. Ella estaba conmigo, no sé si lo dije. Clarita. “Tiempo” le respondo yo, y me doy la vuelta para comenzar a subir. Mentira. Yo no estaba haciendo tiempo nada, estaba buscando puesto pero le respondí lo primero que se me ocurrió. Porque estaba distraído. Pasa a menudo. Voy subiendo, voy mirando, pendiente de puestos vacíos. Ruqui ruqui ruqui, voy subiendo en primera, lo más despacito que se puede sin usar el croche. Porque yo cuido los carros. Si fuera mi cuñado, no joda, ahí mismo le aparecen dos o tres lugares para que pueda escoger. Es un lechudo de primera. Y no sabe cuidar los carros, dígase de paso. No es con los puestos nada más, es con todo en la vida. Tiene una suerte bestial. Una vez lo llamaron de “Quien quiere ser millonario” y ni siquiera respondió. No contestó, no fue, perdió la oportunidad, ¿verdad? Pues no. Porque a la semana siguiente lo volvieron a llamar de “No sé más que un niño de cuarto grado” y ganó cien mil euros. No es una suerte normal, coño, no me vengan con cuentos. Y después dicen que veo señales. “Si fuera tu hermano ya hubiéramos encontrado puesto” le digo yo a la parienta. “Qué suerte” dice ella, meneándose la cabeza. Cada vez que le hablo de su hermano ella pone aquella cara y dice que no con la cabeza.
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Justo enfrente a los correos está esta redoma, bien grande, por cierto, imposible no darse cuenta. Está prohibido estacionarse en la redoma, evidentemente. Es decir a lo largo, en la rueda, el perímetro. Pero miro para todos lados y veo que hay un poco de carros estacionados. No joda. Carros por todas partes. Todos creyéndose en Marruecos o Banguecoque o esos países dónde no hay código. Con que esas tenemos. Aquí me puedo parar yo. Si viene un policía a meterme multa tiene que ponerle infracción a todos estos carajos. Eculecuá. Y a ningún policía le gusta enfrentarse a veinte coñoemadres a la vez, claro. Ese es el truco. Fue lo que pensó el segundo carajo que se estacionó, ya somos dos. Y el tercero pensó ya somos tres y así ha de infinito. Bien bueno. Con multa o sin multa me voy a arriesgar. “Quédate”, le digo a Clara. Total, lo que voy a tardar son dos minutos y ella se va a quedar en el carro, no puede pasar nada. “Dame la postal”, le digo yo, y en dos trancazos me pongo en la oficina del correo, justo en frente.
-6-
Abro la puerta, saco mi numero y, aunque había una docena de personas regadas por aquí y por allá, ahí mismo se encendió la pantalla con mi numerito. Ok. “Número tal”, dice la señora empleada de los correos. Estaba escrito en la pantalla, no hacía falta que dijera nada, pero la señora estaba de buen humor, a lo mejor. Buenos días, buenos días, dígame usted, vengo por esto, mete la mano, saca la mano, aquí está, muchas gracias. ¿Qué tanto puede tardar eso? Un minuto. Es mucho, pero pónle: un minuto, que fueran dos. Eso fue lo que tardé. Salgo con la carta en la mano, bajo las escaleras, cruzo la calle y veo que el tipo viene bajando desde la esquina de la pastelería. El policía. Viene caminando con aquél bailadito de autoridad, despacito, tipo gato satisfecho. Tipo el gato del zorro, silbando, o sea, cómo diciendo tengo ganas de prensarme a uno. Ok, digo yo, pero a mí no. Yo paso, bien gracias. Ya no me vas a joder porque no te va a dar tiempo. Será a otro. Es que ni que el tipo echara a correr, no le daba tiempo, imposible. Yo tranquilo, ni pendiente. Me monto en la camioneta, le entrego el sobre a Clarita, la carta, paso la llave, el motor arranca, saco el freno de mano, meto luces de cruce, todo. Parece que me estuviera arrancando a millón, picando caucho, pero no fue nada de eso, todo lo contrario. Estaba arrancando despacio despacito, superpendiente del espejo retrovisor de mi lado porque los demás tienen prioridad en la redoma, como se sabe.
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Estoy saliendo con todo cuidado, pues, despacito, con toda precaución. Delante de nosotros estaba esta camionetica de la Toyota, éste juguete. La Terios, le dicen, ahora que me acordé del nombre. Es una cosita con motor de moto pero disfrazada de todo terreno. Un motor cómo mil cuatrocientos, una estúpidez. Es como el escarabajo moderno, el bolbagen, no tiene motor ni tiene nada, es carísimo, puro disain, pero le encanta a las mujeres y pagan aquella fortuna injustificada. La gente no se da cuenta que son ellos mismos que inflan los precios. Bueno. Con la Terios pasa lo mismo. Estaba estacionada delante, como a un metro, metro y medio, esta Terios. Yo estaba manejando una Range Rover de las viejas, prestada. No calculé bien el ángulo. Estas camionetas antiguas tienen una deriva larga. Y le di un toquecito, una cosa mínima, a la Terios que tenía delante. Ni siquiera iba a meter retroceso, pensé en un primer momento. La camioneta dio un baquecito como si hubiera pasado por encima de una piedrita. El hipo de un bebé. Plin. Una cosa mínima. Estaba seguro que ya tenía la trompa afuera e iba a forzar la salida así mismo. Pero la Clarita me leyó el pensamiento y me dijo “Mete retroceso”. Lo dijo de lo más natural, sin ninguna alarma, porque ella misma estaba segura de que salíamos sin raspar más nada. Pero ok, por si las moscas meto retroceso, hago la maniobra, vuelvo a primera, y apunto a la calle, mirando siempre por el espejo retrovisor.
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La Terios estaba estacionada y vacía, sin gente adentro, por supuesto, como todos los carros que estaban allí. Eso creíamos. Pero en eso vemos que se levanta una cabecita mirando para todos lados, tipo la gallina de la Warner Bros, recórcholis, qué planeta es éste, en dónde estoy. La vieja estaba perdida de sueño, medio despeinada, con la mirada lunática de perinola. Estaba durmiendo a pierna tendida en el asiento de atrás y se despertó con el toquecito. Hay cosas que me dan risa. Gente dormida, cuándo tiene mucho sueño, por ejemplo, cuando se acuesta o cuando se despierta, me da risa. Me cuentan un chiste y no me río. Pero si veo una persona cabeceando de sueño en el autobús me destornillo de la risa. Es bastante estúpido ya lo sé, qué le vamos a hacer. Y bueno. La vieja de la Terios se despierta medio sonambulótica y me dio el ataque. Claro que no me le estaba riendo en la cara, por favor. Yo hacía que estaba hablando con Clara y que me estaba riéndo de otra cosa. Ni siquiera quería mirarla porque ahí si era verdad que me iba a descontrolar. Fue entonces que Clarita empezó con eso del “No te rías, no te rías más que nos está viendo”, y se jodió la vaina porque la vieja se dio cuenta y se bajó del carro.
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Era una vieja finória, repertigada, de estas que se pintan el pelo de rojo, verde, azul, ese tipo de colores. Amarillo. Y no era vieja. Anaranjado. Cincuenta años, digamos. Pero cómo no se decidia entre la cosa ex rebel o el look señorial, la indefinición la desfavorecía. Cindy Lauper con cincuenta años, fue lo que me vino a la idea al verla bajarse del carro. Después me di cuenta que Cindy Lauper en la vida real debe de tener más de sesenta, coño. Es demasiado triste cómo pasa el tiempo. Bueno. Se bajó del carro y le saqué la pinta. Estaba fuera de cuestión que durmiera en el carro por no pagar un hotel, por ejemplo. Esas cosas ahí mismo se notan, uno se da cuenta. Estaba esperando a alguién y se durmió, normal. La ropa la tenía impecable, por ejemplo. Seguramente que los forros y las suelas tenían etiquetas y marcas por todos lados. Nada más le faltaban unas plaquitas con los precios. Hubo una cosa que no me gustó. Tenía la cara muy limpia, demasiado lavada y planchada. Uhm, me dije yo, no me gusta. Yo he tenido oportunidad de tratar con dos o tres histerocotomizadas y sé muy bien de lo que estoy hablando, ok. Un primo de Clarita es psiquiatra y dice que ni me da ni me quita la razón. Pero yo no tengo que parecer educado y correcto conmigo mismo, lo que había de faltarme, no joda. Te lo juro, así que la vi bajándose del carro me pasó frente a los ojos toda la película. Si, además, es rica, estoy jodido. Clarita dice que no sé interpretar a las mujeres. Ahamm.
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Se bajó y se quedó mirándome con cara de hipopótama. Primero pensé “Está loca, solo puede ser”. Nadie en su sano juicio va a pretender que esto fue una especie de choque y que tenemos que salir y platicar tipo “fíjese que me presenté por la derecha”. Esta gente por tener la prioridad es capaz de cualquier cosa. La Clarita me dice “Tienes que salir”. Qué caligueva, mano. Salgo. Puede que hable mucha pendejada pero soy un tipo educado y le pedi disculpa. Ella me mira con aquella cara de asco y empieza a darse la vuelta al vehículo. ¡Qué coña de su madre! Actuando cómo si estuviéramos en un choque de verdad, buscándose los vestigios, cómo se dice los indicios, las pruebas del accidente. Mire señora, ya le pedí disculpa. ¿Ok? Pero ella nada. Caminando para atrás y para adelante y mirando hacia la calle cómo procurando el apoyo de alguien, testigos, qué sé yo. ¿Qué le pasa a ésta? Está loca. Clarita todavía no había salido del carro porque pensaba que iba a ser rápido y no hacía falta. Bueno, señora, ya le pedí disculpa. ¿Podemos irnos? Pero la hija de puta, con la jeta fruncida de arrechera, no decía nada. Todavía no le había escuchado una palabra. De verdad que parecía la gallina de las comiquitas, mirando para todos lados cómo si estuviera picoteando. El policía ni se había dado cuenta de nada pero ella tanto aspaventó el cuello que el tipo terminó acercándose. La fresita del postre, pues. ¡Señores! Con policía y todo.
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Ya estábamos los tres. El policía, calladote, chupándose un palillo como el jefe de Monk en la serie. Y en esto se acerca un tipo caído no sé de dónde. Y empieza a mirar con cara de entendido en la materia. “¿Se le perdió algo, amigo?”, le pregunto yo. Y el tipo me responde “Tampoco hace falta ser maleducado”. “Maleducado ¿por qué?”. “Solo trato de ayudar”, dice él. “Nadie le pidió ayuda” le digo yo. Y en eso la vieja levanta la mano y dice “Gracias Ernesto, pero puedo manejarlo yo sola”. Para cagarse. Los tipos se conocían. Bueno, no tiene nada de raro. A lo mejor ella se quedó dormida mientras esperaba el pedazo de Ernesto éste. Pudiera ser el esposo, también, quién sabe. Pero en aquel momento la vaina me pareció jaladísima de los pelos, el complot del siglo. Además, eso del “yo puedo sola” era el colmo. ¿Qué es lo que podía? Y fue en ese momento que cometí el penúltimo peor error de mi vida.
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Ninguno de los tres, incluyendo el policía, había visto nada. Es más, yo sentía que el policía como qué pendía más hacia mi lado. Pero voy yo, yo mismo, subrayado, de bobo, y apunto hacia una manchita en el parachoques y digo “Fue aquí, señora. Como puede ver, no fue nada”. Más vale que no. La hija de puta pasa de gallina desconfiada a lora histérica “Fue aquí, fue aquí”. “Ven y fíjate, Ernesto, fue aquí”. “Mire Sr. Policía, dónde fue. Fue aquí”. Dos tipos que van pasando en la acera la miran apuntando con aquella insistencia y se acercan a ver de qué va la gritería. Pero como no veen nada se agachan creyendo que la cosa tendría que ser debajo del carro. El policía, para no parecer que se estaba cagando en el asunto y era el que menos trabajaba, también se arrodilló y empezó a mirar debajo del carro. El Ernesto también. Clara piensa que descubrieron algo debajo del carro y sale a mirar también. Y la cabra vieja ésta, en virtud del éxito de taquilla que se estaba anotando, le sube el volumen al cacareo del “fue aquí, ésta es la prueba, la marca, yo tengo razón, fue aquí”. Perdí los estribos, lo reconozco. Una fracción de segundo. “Ya está bueno, no joda” le digo yo a la vieja. Muy mal.
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No termino de decir esto empiezan a sonar alarmas intergalácticas en los sótanos del universo. Luces rojas, código naranja, ruido infernal, y me pasa por en frente esta pantalla gigante que parpadea error, error, error de sistema. Pero ya era demasiado tarde. Cuándo le digo a la vieja “Ya está bueno”, sobretodo aquella parte del “no joda”, ella, como la puta vieja y sabida que es, se pone las manos en la cabeza y se agacha. Reconozco que nunca debí haberle dicho eso, con aquél tono. Eso lo reconozco. Pero juro por mi madre y por lo más sagrado que existe en la tierra, que no la toqué, ni tenía intenciones de tocarle, ni tal cosa se me atravesó por la cabeza. En mis casi treinta añitos de vida nunca le toqué a una mujer. En ese sentido, digo. Así de claro y sencillo. Estaba diciendo. Ella pega aquel grito de cochina degollada. El policía y el Ernesto, que estaban medio metidos debajo del carro, se levantan a ver qué pasó. Y ella empieza con la gritería del “No me pegue”, fingiendo que se estaba sobando la cara, “Por favor, por favor, se lo imploro, no me vuelva a tocar”. La vaina era tan actuada a lo culebrón mejicano que al principio ni siquiera entendí qué decía o qué estaba haciendo. Pero después, viéndole la cara al policía me di cuenta de que estaba perdido. El tipo era demasiado guevón, demasiado policía de patrullaje básico, y yo estaba demasiado alterado. Me seguían sonando las sirenas en la totuma de la consciencia pero ahora ya estaba viendo las letricas verdes de Matrix diciéndo The End y los créditos pasando a millón hacia arriba. Se acabó. Estoy perdido.
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Nunca había estado preso en mi vida. Nunca había caído. No creí que alguna vez sucediera, que me pudiera pasar a mi. No hay mucho para contar. Sería de la conmoción o algo, lo cierto es que no me acuerdo. Es como cuándo la mujer dice que le duele la cabeza. Te está diciendo que tiene la regla. Y es verdad más o menos 50% de las veces. Aquí es igual. Cuándo uno no sabe o no lo quiere contar dice que no se acuerda. Me calmé, entré en razón, miré: OK, estaba enchinado. Arrestado, detenido, enjaulado. Eso es todo. Sé que me dolía la garganta, el ojo, el labio, bueno, toda la boca, y un brazo. Pero nada que necesitara cuidados especiales, me parecía a mí. Ahora: cómo terminé con los labios partidos y con el ojo negro, eso ya no lo sé. Me parece recordar, tipo en blanquinegro regresando a una escena del pasado, que el policía me empujó contra el carro y que me pegué la boca contra el tejadillo. Pero Clara dice que fueron los dos mirones y el Ernesto. No importa. En aquel momento estaba dispuesto a matar por aquella tontería, no sé, por mostrar que tenía razón, que no le había hecho nada, que era inocente. Por la verdad. Eso es. Uno es capaz de las cosas más impensables porque se siente el héroe bueno de la verdad que nunca se rinde. Tanta gente que se ha desgraciado la vida entera por una pendejada así, teniendo razón. Asistiéndole la verdad, como dicen los locutores que forman la opinión nacional. En mi caso creo que reaccioné a tiempo de darme cuenta. No se acababa el mundo por aquella estupidez. Sobretodo esto. Me faltaba. Tenía mucho que aprender. Pensaba en la vieja y me venían tantas cosas a la mente al mismo tiempo que me decía “algo tienes que aprender”. Fueron setenta y dos horas en la comisaría. Algo tenía que aprender.
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El primer día no pude comer porque me dolía demasiado el labio y estos dos dientes del lado izquierdo, que los tenía flojos. Clara me trajo de todo, aquella mujer. Pasteles, boñuelos de bacalao, empanaditas de camarón, dulces, arroz chino. De todo lo que se acordaba, lo que se le atravesaba por la mente a la pobre. Podía recibir una visita dos veces al día, media hora. Esas eran las reglas. Bebidas sí, alcohol no. Venía ella, cargada de comida. Pero mal podía abrirme la boca y no puede probar bocado. Hablar tampoco. Decía sí y no con la cabeza. Tampoco tenía muchas ganas de hablar. Es más, yo mismo creía que no hablaba porque no tenía ganas. La media hora se pasaba súper rápido. Esos tres días tomé agua y jugo. Le pedí a Clara que me trajera el periódico pero le dijeron que no, que estaba prohibido. Normas. Yo quería distraerme con algo pero comida era lo único que me podían traer y yo a la comida ni la tocaba. La celda quedaba al final de un pasillo inmenso, ilógico. Seis catres para mi solo. A fin de cuentas no hay tanta delincuencia como eso. Los medios de comunicación inflan mucho. En toda la ciudad yo era el único guevón preso. A uno le consta que hay ladrones, estafadores, políticos corruptos, jueces pedófilos, muchachitos grafiteros, traficantes de prostitutas rusas, asesinos pasionales de sangre fría, pero ninguno de esos estaba preso. Clara les preguntó si podía leer libros. Libros tampoco. El laptó, le dije yo. Ellos no se acercaban nunca a la celda. Todo era por intermedio de Clara. El portátil, Clara, le digo yo. No, eso si que no, ni pensarlo. ¿Computadoras? Menos que menos. No.
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Uno está acostumbrado a ver gente, a mirar la televisión, a leer, a escuchar el ruido de la calle, a preferir hora de almuerzo. Y de repente nada, blanco total. Me refiero a que estoy preso, todavía. Sigo preso en la comisaría, aquellos tres días. De repente: nada. Como en aquellas sesiones de cine de antiguamente. Se cortaba la cinta o se estropeaba el proyector y la realidad aparecía de repente. Era un balde de agua fría. Se rompía todo el embrujo de la cosa, el encanto. Uno creía que estaba despierto pero no, era mentira. ¿Estaba dormido? Tampoco. Era un estado especial. Por eso se hablaba de “hechizo”. El hechizo del séptimo arte. Hoy día eso ya no sucede porque las películas son mucho más resistentes, creo yo, las hacen distintas, y los equipos son medio digitales, empezando por ahí. Pero aún así, solo, sin nada que me distrajera, sin ruidos, sin gente, sin ningún tipo de cuento que te volara la mente, aún así, no lograba calmarme y pensar. No podía, me costaba. Me decía a mi mismo, tranquilo, piensa con calma, anota las conclusiones a un ladito del cerebro, repásalo todo de vez en cuando. Fue mejor así, sin papel ni lápiz. Me obligaba a memorizar. Uno ya no está acostumbrado. Número uno. Sonreír. Sonreír significa no dejarse joder, sentarse derecho, parecer normal. Popular, muy amigable. Hacerse el loco, si hace falta. No admitir nunca nada. Negar las evidencias. Sostener absurdos si llega a hacer falta. Pero siempre con aquella cara, tú sabes. Manejar cálculos por dentro a trescientos por hora pero sin dejar de sonreír, como si fueras el tipo más burro del mundo. Los políticos son buenísimos en esto. Ese fue el principal error que cometí, tenía que acordarme. No podía darme al lujo de volver a cometer el mismo error. Había sobrevivido, sí, pero de chiripa, pues. Número uno. Sonríe. Numero dos. Hay tiempo. Eso también cuesta mucho aprenderlo. Siempre nos creemos retrasados para todo pero después, si somos obligados, perdemos tres días presos, tres meses en coma, tres años manguareando, y hasta lo agradecemos. Hasta terminamos congraciados con la desgracia que nos hizo perder (ganar) el tiempo. Preparación, tercero. No se consigue nada sin esfuerzo. Planificación. El estudio, igual de importante. Una vez la empresa me mandó a un seminario de IBM sobre la resiliencia. Es lo mismo. Tres cosas sencillas. Sonreír, hay tiempo, prepararse. Yo sé que no se dice así o que no lo parece, pero no importa. Con tal que yo me entienda. Decía. Estaba bastante mal. No sabía nada en concreto. Sabía que estaba en el camino correcto, eso sí, pero en aquél momento solo tenía estas tres cosas.
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El abogado se apareció el tercer día. Ni yo ni nadie conocía, conocíamos, mi verdadera situación. Todavía. Él era el menos interesado de todos. Cada vez que yo intentaba hablar ponía cara de fastidio y me levantaba la mano cómo diciendo sí, ya lo sé. Se sabía todo, no necesitaba escuchar ni aprender nada. Yo también era un poco así. Antes. Me sucedía mucho en las fiestas, por ejemplo. Estaba hablando con alguien pero siempre con la sensación que debía hablar con otra persona. La persona me estaba hablando pero yo estaba mirando a otra parte, viendo con quien más podía yo hablar. Me parecía muy extraño que tanta gente me mandara a comer mierda. En una librería, por ejemplo. Tenía un libro abierto en la mano, pero no era capaz de leerme una sola línea solo de pensar que tenía tantos miles de libros por delante. No me iba a dar tiempo. Era lo que pensaba yo. Regla número dos. Andaba siempre muy preocupado con el tiempo. Y eso fue lo que hice. Intenté hacer. Aplicar las reglas. Esta era la primera persona con quién hablaba en tres días. El abogado. Sin contar a Clara. Algo tenía que haber aprendido en tres días. Sería el colmo. ¿Hablar? ¿Explicar? ¿Para qué? ¿Él estaba interesado? ¿Alguien estaba interesado? Sonríe, pajudo, me decía a mi mismo. Sonríe, me mandaba yo a mí mismo. Pero no podía. Era increíble. Clara vino más tarde, a traerme comida, y se lo dije. No te entiendo, me dijo ella. Eso, le respondí. Me explicaba pésimo, muy mal. Creo que no puedo sonreír. Llevo como veinte minutos intentándolo y no puedo.
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Trajeron una ambulancia. Un policía que no conocíamos, de bigotes, fue con nosotros, dentro de la ambulancia. Yo ni siquiera podía caminar pero tenían miedo que me diera a la fuga. Me pusieron en observación. Se suponía que yo seguía preso en el hospital. El que más me observaba era el policía de bigotes. Entraba a cada rato en la habitación y me observaba. Después se sentó en una silla que colocó al lado de la puerta de la habitación, del lado de afuera. Se la pasaba cerrándoles el paso a los médicos y a las enfermeras, preguntándole a todo el mundo que era lo que yo tenía. Le dijeron. Conmoción cerebral, fractura del maxilar, coágulos en el cerebro. ¿Cuántos? preguntó él. ¿Cuántos qué? ¿Cuántos coágulos? No sabemos, ¿porqué? ¿le parece importante? No, bueno, no sé. Tengo que escribir mi informe. A partir de ese momento dejé de estar vigilado porque ya no representaba un peligro para la sociedad y no volvimos a tener noticias de la policía. “Se nota evolución”, dijo uno de los médicos. No dijo si era bueno o malo. Estaba bajo observación, eso era todo lo que nos podían decir. Las reglas en el hospital eran otras y Clara podía pasar más tiempo conmigo. Se acostaba a mi lado, en la cama, y lloraba noche y día. Yo estaba enfermo pero no estaba loco. Entendía que el llanto era proporcional a la gravedad del asunto pero por esa orden de ideas ya debía de estar muerto hace tiempo. Ella lloraba tanto que cada vez me costaba más entender porqué seguía vivo. Entendía y no entendía. A veces hablaba con mucho tino y mucha lógica. Otras veces ni yo mismo entendía lo que decía. Ponía atención para poder explicármelo a los demás, después, a ellos, no, no entendía. Pasé varios días en la duda. Era verdad que podía seguir viviendo indefinidamente así, casi bueno, casi normal, en evolución. Pero no podía sonreír, por ejemplo. “Me opero”, dije yo. “¿Está seguro?”. ”Sí, estoy seguro.” “¿Podemos prepararlo todo?” “Preparen todo, estoy seguro”, dije. Me mandaran unos papeles para que los leyera y firmara. Era un jueves.
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Fui operado ese mismo día, tenía que ser. “Esto no puede esperar más”, dijo uno de los médicos. Yo no lo escuché, por supuesto, me lo contaron. Que la operación había durado seis horas y pico, casi siete. Los cirujanos se turnaron. En las semanas que se siguieron a la operación, tampoco me dejaron leer ni usar la laptó, allá en el hospital. Escuchar música, bueno, puede ser, dijeron. Pero cuando descubrieron el tipo de música también me la prohibieron. Yo estaba bien, me sentía bien, hablaba, ya podía sonreír, movía los brazos y las piernas con mucha coordinación, pero tenía que quedarme en el cuarto, preferiblemente acostado, sin hacer más nada. Los días nunca más pasaban. El tiempo se tardaba una eternidad. Clarita había dejado de llorar. Completamente. A veces se le olvidaba el día de visita. El único problema era que había perdido el apetito y estaba más flaco. Mi peso los tenía sin cuidado. Pero les preocupaba que me pudiera tropezar por ahí y pegarme la cabeza contra el piso. Sí llegaba a pasar una tal fatalidad, se afectaban un poco de promedios: la reputación del cirujano, el record del anestesista, la subvención del hospital, los índices nacionales de morbosidad, todo, lo de siempre. Una conmoción general. Yo sabía que estaba bueno porque podía pensar este tipo de cosas. “No se mueva mucho, evite”, me decían ellos. A veces, cuando los médicos se daban la vuelta yo hacía que me pegaba la frente contra la pared, solo por asustarlos, por la payasada. Las enfermeras viejas eran las que más se reían. También imitaba aquel médico que decía “evite”, y el otro de “vamos a esperar la evolución”, y las enfermeras se destornillaban de la risa. Pero la mayor parte del tiempo era un aburrimiento infernal, acostado en la cama, mirando el techo. Me imaginaba que leía. Me imaginaba una noticia en el periódico, aquel encabezado periodístico muy sintético y resumido. Y después el desarrollo, la historia, las fuentes que solicitaron no ser identificadas, todo. Joven auditor es agredido salvajemente por la policía. O me imaginaba que estaba navegando en internet, saltándome páginas y páginas, gugueleándome los médicos, morboseandome el culo de las enfermeras porno, mirando desde satélite la mitad oscura del mundo.
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Una vez salido del hospital me averigüé el nombre y el contacto del abogado aquel que me había visitado en prisión. Bueno, en la comisaría. Lo llamé, me dio cita. Ya estaba fuera del hospital, cuando esto. No me reconoció. Eso era bueno, muy bueno. Significaba que ahora yo lo estaba haciendo bien, sonriendo. “Ah, perdone”, me dijo él, “no lo reconocí, no sabía que era usted”. “No hay problema, doctor”. Les encanta ser doctores. Le conté la historia. Aquella parte de la operación para extraerme los coágulos él no la conocía. Y el maxilar roto. Le conté todo. “Por eso no me reconoció, doctor”, le dije al final. “Porque con toda esta vaina, aparte el empleo y la novia, he perdido más de veinte kilos”. Él me levantó una mano y me dijo “No me diga usted más nada. Usted tiene aquí un tremendo caso, hombre. Tremendo caso”, repitió. “Es contra el gobierno y por eso no se le puede sacar plata, ¿me entiende?” Yo dije que sí, que qué le íbamos a hacer. “No se le puede sacar plata pero hay otras cosas”. “¿Qué cosas, doctor?” le pregunto yo. “Usted me dijo que era contable, ¿no?”. “Sí”. (Yo me licencié en ciencias actuariales e informática pero le digo a la gente que soy contabilista, para que me entiendan más o menos). “Pongámoslo de esta manera. Digamos que le podemos sacar dividendos políticos, llamémoslo así”. “Ah”, dije yo. Me acompañó hasta la puerta, me tendió la mano. “Tremendo caso”. “¿Usted cree, doctor?” “Se lo aseguro”, me dijo. “Es tremendo caso”. “Bueno. Nada más le pido una cosa”, le dije. “¿Qué?” “Usted sabe como somos nosotros los contabilistas. Nos gusta todo documentado, registrado, ordenado”. “Ojalá los abogados también fuéramos así”, dijo él. “Bueno. Usted me va manteniendo informado, me va pasando la información del proceso, y yo le ordeno todo”. “No se preocupe, no faltaba más, está en su derecho”, me dijo él. “Yo le voy a dar una copia de todo. No se preocupe”. Yo no estaba preocupado. Estaba en mi derecho.
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“¿Tiene lápiz para anotar?” me preguntó él. “Un momentico. Aquí estoy. Dígame entonces doctor”. “Ana Madalena Martins Pinto. ¿Quiere el número de identidad?” “Sí, claro”. “Entonces anote”. Anoté todo. “Casada ¿verdad?” “Sí”. “Por casualidad no tiene los datos del esposo, del Ernesto”. “¿Qué Ernesto?” “Ernesto se llama el marido, ¿o no?” “No, usted debe de estar confundido. El marido se llama Paulo, si no me equivoco. Eso es, Paulo Barradas”. “Ah. ¿Tiene los datos?” “Tengo. Tome nota. ¿Ya anotó? Mire, le tengo buenas noticias. ¿Se acuerda de aquello que le dije? Ya le conseguí la pensión de invalidez”. “¿Invalidez? Pero yo no estoy inválido, doctor”. “Claro que no”. “Usted lo único que tiene que hacer es firmar para poder recibir y más nada. “Gracias”, le dije yo. Bueno. Pasaron como dos meses. Cuándo me llegó el primer cheque de la pensión de invalidez me dije “Coño, y yo que me mostré medio desagradecido con el abogado”. Le había dado unas gracias muy secas. No me gusta ser desagradecido.
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Casi enfrente a su casa estaba este cafecito. Con toldito rojo, de la Buondi. Bueno, en Portugal hay tantos cafecitos que es difícil encontrar una casa que no tenga uno delante. El Buondi es excelente café, dígase de paso. Es el más caro, pero es bueno. Cuando es así uno habla de calidad-precio y dice que vale la diferencia. Es caro pero vale la diferencia. Era lo que le decía yo a Adriana, la dueña del café. Me sentaba en la primera mesa pegada al ventanal y ella me traía un buñuelo de zanahoria y un cafecito. “¿Cuánto te debo?” “Tanto”. “Es caro pero vale la diferencia”. Antes del accidente yo no sabía hablar. Si uno va a hablar porque tiene algo que decir, no hablará nunca y es preferible quedarse callado, por muchas razones. Y cuando lo hacía pensaba las palabras primero y me salían unas frases largas de cura hipócrita. Bueno. No sabía. Pero es muy sencillo. Hay tiempo. Eso es todo. Solo tienes que pensar que hay todo el tiempo del mundo. La Adriana al principio me trataba con desconfianza. Yo sé que sí, aunque ella diga que no. Trataba. Pero nada más se lo expliqué cuándo el tema saltó a la conversación, cuando mostró curiosidad, que lo quería saber. No le dije que había sido golpeado por la policía. Le conté que fue un accidente de tránsito. Tampoco le mentí. Le conté partes. Me saqué la gorra y le enseñé las cicatrices. Al otro día le traje las radiografías para que ella viera dónde me habían puesto las placas. “¿Aquí?” me preguntó, apuntando con el dedo muy cerca de mi cara. Yo le agarré la mano para que me pudiera tocar y le dije que no sentía nada, que por fuera era normal. Y por dentro también, claro. Ella me rozó el rostro con la yema de los dedos. Parecía ternura pero era miedo. “Lo único es que a veces no me acuerdo que acabo de decir una cosa y la repito”, le expliqué. Pero todo el mundo me dice que no me preocupe. Que es normal.
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“¿Ya entregaste tu declaración?” le pregunto yo a Adriana. Estábamos en Mayo, el mes del impuesto sobre la renta. “No”, dice ella, “no he tenido tiempo”. (Nunca hay tiempo). “Sí quieres yo te la hago por internet en un momento”. Era una de las cosas que yo hacía, allá en la empresa, las declaraciones de todo el mundo, cuarenta y dos personas. Hubo un año que llegamos a ser cincuenta y ocho y en aquel tiempo se hacía todo a mano. Adriana se trajo el sobre de los gastos y se sentó a mi lado, con los codos clavados en la mesa. Su caso era uno de los más sencillos. Nos conectamos, y ahí mismo la hicimos. Para quién no está acostumbrado parece muy difícil, complicado. Es como todo en la vida: cuestión de práctica. “¿Ya está?” pregunta ella, muy asombrada. “Sí”. “¿Cuánto voy a pagar este año?” Ella no tenía retención en la fuente. Nada. “Vas a recibir”, le digo yo. “Más o menos”, estas cosas nunca son muy seguras, “más o menos: !Mil quinientos euros!”. “¿De verdad?” pregunta ella, muy admirada. “Sí”, le digo yo. “Yo nunca recibo nada”, me dice ella. “Pues, este año te va a tocar, porque tu declaración la hice yo”. “¿Qué te debo por el servicio?” me pregunta ella. “No me debes nada”. “¿Cómo que nada?” “No es nada, tú misma lo viste, no me costó nada. Mañana te imprimo la declaración en papel y te la traigo para que tengas una copia”. Al otro día le voy a entregar la copia y ella me dice que me quería pedir un favor. Si le podía hacer la declaración a su hermana y a su cuñada. “Por supuesto que sí, chica. No faltaba más”, le contesté. Ese mes hice como unas trece o catorce declaraciones allá en el cafecito de Adriana. En los primeros días de Junio hice otras tantas, con multa de fuera de plazo, claro. Como unas treinta, en total. Eran todos clientes del cafecito, más o menos amigos de Adriana. Después de eso algunos venían y se sentaban a mi mesa, un rato. Se tomaban el café conmigo y se iban. Muchos de ellos conocían mi historia, el accidente, la operación, las prótesis de platino. Adriana les había contado.
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Fue en la comisaría que se me ocurrió, el segundo de aquellos tres días, mientras me hacía las reglas. Número uno, sonreír, dos, hay tiempo, tres, prepararse. De vez en cuando las repaso. Ya estaba preparado. Desde el café se podía ver todo el movimiento de aquella casa. Quién entraba, quién salía, a qué hora, en qué supermercado hacían las compras, y en qué día de la semana. Saber unas cosas te permite llega a otras. Eso es como todo. Ella de vez en cuando entraba en el cafecito pero se quedaba en la barra. Pedía una nata y un café “goteado”, no tardaba ni cinco minutos. Y se iba. Por supuesto que nunca me reconoció. Yo estaba demasiado cambiado. Una vez me paré al ladito de ella y me puse a hablar muy alto con Adriana para ver si me reconocía por la voz o algo. Tampoco. Nada. Ni le pasaba por la cabeza quien era yo. Ni se lo imaginaba.
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La gente cree que un hacker es un supergenio de las computadoras, un mago de la electrónica, un programador de las películas que llama a Pizza Hut y pide deditos de mozarella con Coca Cola. Pues no. Lo que pasa es que el noventa y nueve por ciento de la gente tiene claves que un niño puede adivinar. El nombre de la hija, de la mascota, de la mamá, la fecha de nacimiento del esposo. Es verdad que aún así existen muchas combinaciones pero para eso se escribió la regla número dos. Tampoco quiero dar a entender que fue fácil. No lo fue. Es más, los primeros días estaba viendo como el plan se me desmoronaba frente a mis ojos como un castillo de arena. La coño de su madre ésta, la Madalena, no usaba internet. Tenía banda ancha instalada en la casa y no me costó nada averiguarme la dirección IP, pero quién la utilizaba era el esposo y la hija. Ella no. Ni la tocaba. Hasta que descubrí una cosa. Que ella no, pero el amante, el querido, sí, era un gran utilizador. Ernesto. Ese mismo. Se pasaba horas y horas frente al computador. Trabajaba en el ayuntamiento, pero en vez de trabajar se la pasaba escribiendo estupideces en los blogs. Bueno. Este señor vivía en el edificio que quedaba por encima de la oficina de correos. Otra casualidad. Aham. Todo se iba entendiendo y se iba explicando. Durante tres meses, casi cuatro, me estudié la vida de Ernesto, y había llegado a algunas conclusiones. Por ejemplo, que se clavaba a la Madalena, mujer de su amigo Paulo, dos veces por semana. Y que era un tipo que no confiaba mucho en su memoria ya que usaba la misma clave para sus dos tarjetas de crédito. Lena67. Una password así no es ningún secreto. Es una invitación, una burrada, lo que se quiera. Pero no es un secreto.
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Primero le mandé un par de coronas. Personalizadas, a nombre de ella. Las floristerías están acostumbradas a hacer entregas a domicilio. “¿Cómo se llama el difunto?” me preguntaron. “La difunta”, le corrijo yo, compungido. “Se llama Madalena Martins Pinto”. “¿De parte de quien es la corona?” “Del propio esposo”, decía yo con aquella voz. “La dirección es la calle tal y cual y mi nombre es Paulo Barradas. Ya pagué por el website y estoy confirmando”. “No hay problema, señor Paulo, no faltaría más”. Nunca había problema, sobretodo tratándose del viudo, eso se entiende. Algunas señoras se emocionaban de verme enfrentando la adversidad de aquella manera, con aquella entereza. Usted estése tranquilo señor Paulo que nosotros tratamos de todo. “Todo” significaba la corona. Yo me quedaba sentado en la mesa del ventanal, esperando. A las dos o tres horas aparece la camioneta de la floristería. La Madalena abre la puerta. La primera vez se extrañó muchísimo. El chofer de la floristería le enseña el recibo. Ella mira el recibo y mira la corona. Habla con el chófer y vuelve a leer la inscripción de la corona. Se estuvo así más de media hora, hasta que llegó el esposo, el Paulo. El esposo también parecía muy intrigado. Pusieron cara de desconfiados. El chofer, de vez en cuando perdía la paciencia y blandía el recibo en el aire. “Aquí está la prueba”, parecía decir. Empezaron a entrar y a salir de la casa. Aparentemente estaban llamando a la floristería. En una de esas salidas le dijeron al chofer que se apagara el cigarro y que pasara para dentro. “Teléfono… de la floristería”, decían por gestos, “querían hablar con él”. A los pocos minutos salió el chofer con la corona en la mano. Se metió en la camioneta refunfuñando, cerró la puerta de golpe, y se fue. Esa fue la primera vez.
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Ya sería como la sexta o la séptima corona, yo mismo había perdido la cuenta. De esta vez había escogido una floristería que quedaba más o menos cerca. Llamé como a las dos de la tarde. Al final de la tarde se apareció una gorda con la corona alzada por encima de la cabeza. Seguramente se vino caminando. Para venirse a pie no quedaba precisamente cerca, la floristería. Cargando una corona fúnebre en la mano la vaina quedaba en el fin del mundo. Bueno. Llega la gorda ésta, jadeante, sudorosa, y toca el timbre. Sale ella, la Madalena, a abrir la puerta. Así que ve la corona le lanza una mirada fulminante a la gorda, y vuelve a cerrarle la puerta en las narices. Plum. La gorda mira el papel, verifica la dirección, no hay equivocación, no señora, y se enchufa el dedo en el timbre. Rinnnnnnnnnnng. La puerta no se abre, pero ella sigue con su dedito pegado, rinnnnnnnnnng. No voy a seguir en esto del ring ring solo para mostrar cuántas veces fueron o como pasa el tiempo. Bueno. La Madalena estaría botando rings rings por los ojos, también, con los sesos molidos. Porque se abre la puerta con aquella furia, da dos pasos resueltos hacia la gorda, le arrebata la corona de las manos y empieza a destrozarla golpeándola contra el suelo. Plas, plum, plas, dándole maniatazos descontrolados con toda la fuerza de que era capaz, plas, plin, pum. A dada altura la corona se deshizo y quedó desparramada en el suelo, pero ni aún así la Madalena se calmó. Empezó a pisotear las flores una por una, con tanta saña, que a veces saltaba. Dejó la corona vuelta mierda, hecha trizas. Ven a ver esto, Adriana, dije yo. ¿Qué pasa? preguntó Adriana, secándose las manos en el delantal y acercándose a mi mesa. La gorda, que seguramente venía arrecha porque tuvo que atravesar media ciudad con la corona al hombro, agarró a la Madalena por los cabellos, la obligó a doblarse, y le pegó un rodillazo. “Mira, Adriana, ¿Viste eso?” Qué va. Adriana ya no estaba viendo nada porque salió corriendo hacia el mostrador diciendo que había que llamar a la policía.
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Esa noche no se habló de otra cosa en el cafecito de Adriana. Bueno, para eso sirven los cafés de esquina, para airear el cerebro y enterarse. Yo mismo me vi obligado a contar la historia varias veces. “¿Pero qué corona era esa?” me preguntaban. “Yo no sé, chico. ¿Yo qué voy a saber? Era una corona fúnebre, creo yo”. Más de uno llegó a la conclusión que la estaban amenazando de muerte. Yo no me mostraba tan seguro. Llegué tarde a casa ese día y no tenía sueño ni ganas de dormir. Digo, no quería acostarme, pues. En la televisión estaban pasando Yo no sé más que un niño de cuarto grado. El tipo, el concursante, era burro como una piedra pero tenía una suerte increíble. Se ganó cien mil euros. Bueno. No tenía sueño. Le bajé el volumen a la televisión y llamé al número de la amistad. Dijeron “Aló…aló”, un pocotón de veces. Dejé pasar más o menos un minuto. Del otro lado de la línea seguían diciendo “Aló” más espaciadamente pero no colgaban. La chica tenía voz de niña. “Hola”, me dijo de lo más animada así que le contesté. “Me voy a matar”, le dije. “Cuénteme”, responde ella. No dije más nada. “¿Cómo se llama usted?” me preguntó. “Esta misma noche me voy a matar”. “¿Dónde está? ¿De dónde me llama?” Ellos son obligados a preguntar eso. Yo le había quitado la identificación a mi teléfono, claro. “Estoy en mi casa”, le dije yo. “La última noche que paso en mi casa”. “Ya va, no me vaya a colgar”, decía ella, “vamos por partes”. “¿Cómo se llama usted?” “Paulo”, le dije yo. “Usted me está llamando porque me quiere decir algo, Paulo”. “Sí, señorita. Le quiero dejar mi dirección para que alguien me encuentre y no dejen que mi cadáver se pudra al aire indefinidamente, porque yo vivo solo. Tome nota”, le dije. Ella decía “No vaya a colgar”. “Me voy a matar porque mi mujer me engaña con mi mejor amigo. Usted, cuándo hable con ella, dígaselo, por favor. Que yo descubrí que ella me anda engañando con Ernesto. Dígaselo así mismo”. “Pero señor, cálmese por favor, yo no conozco a ningún Ernesto”. “Usted no, pero ella sí. Bueno, no tengo más nada que decirle”. “Ya va, no vaya a colgar señor Paulo, usted está un poquito alterado, espérese”. Fui a la cocina y me servi un vaso de agua. Coloqué la jarra bien alta, a una buena distancia del vaso para que se escuchara el agua corriendo. “Ahora me voy a tomar estos tres frasquitos de pastillas y eso es todo, señorita” “¿Cómo se llaman esas pastillas?” me preguntó ella. Era una buena pregunta pero ya fue muy tarde porque dejé caer el teléfono al piso y me fui a acostar. Era muy tarde.
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“No pudimos dormir nada esta noche”, me dice Adriana al otro día, al traerme el café a mi mesa. Si no habían más clientes, se sentaba un ratico en la punta de la silla cómo diciendo Yo sé que no es correcto o no debo o no puedo sentarme a la mesa con mis clientes pero ya me voy. “Siéntate un ratico, chica, descansa. ¿Qué pasó?” le pregunto. Me contó. A las dos de la mañana empezaron a sonar las sirenas. Una ambulancia, primero. De las rojas, de los bomberos. Después otra, de las blancas y verdes, las normales. Y más tarde otra, de la policía. ¿Tres ambulancias? Le pregunto yo. Tres ambulancias y dos patrullas que llegaron más tarde para controlar el gentío. Llegaron a la casa de enfrente y ni siquiera tocaron al timbre: derrumbaron la puerta y entraron por la fuerza. “¿Qué casa?” pregunto yo. Ella apunta con la cabeza. “No me digas”. “Todo muy extraño”, dice ella. “Tú conoces a esa señora, ¿verdad?”, le pregunto. “¿Doña Madalena? Sí”. Se quedó pensativa. Después se levantó y se fue a meter detrás del mostrador. Yo me levanté también. ¿Ya te vas? me pregunta ella, viéndome salir. Sí. Me tengo que comprar un celular, le respondí. Ayer se me estropeó el que tenía.
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Es increíble la cantidad de servicios disponibles al domicilio. Hay cosas que ni siquiera salen en un motor de búsqueda. La extrema unción, por ejemplo. Hay gente que no lo sabe, pero es un servicio gratuito con home delivery, satisfacción o devolución, no questions asked. Muchas veces no es la plata la que hace falta. Llamas al servicio de pompas fúnebres, por ejemplo. Vengan a recoger el muerto. Los tipos no te van a preguntar si vas a pagar con cheque o tarjeta, no joda, sería el colmo. Los servicio de mudanzas, por ejemplo, una cosa eminentemente domiciliaria. Pides una ambulancia, por ejemplo. Ajá. Mandas a lavar las alfombras o las persianas. “Aló, ¿lavandería? Tengo una alfombra persa que quiero mandar a lavar”. “Déme la dirección y su teléfono, por favor”. Eso es todo. ¿Qué te puedes tardar? Unos segundos. Después, como con todo, está la práctica. Vas aprendiendo a pedir las cosas. Por ejemplo, pizza. Muy sencillo, dirán. Depende. Es sencillo si se pide una pizza y una pepsi cola. Cuándo pides pizza para las trescientas personas de la convención turperware, ya no es tan sencillo. Tienes que llamar con uno o dos días de antecedencia, caerle bien a la niña, engolosinar el gerente. Después están las emergencias, otro capítulo. Una inundación, es una emergencia. Una fuga de gas, es otra clase de emergencia. Y cuando había que pagar algo, la tarjeta de Ernesto pagaba y no rechistaba. Los servicios geriátricos de apoyo funcionan las veinticuatro horas, ahí está otro ejemplo. Las sex shops tienen entrega al domicilio, cosa que la mayor parte de las personas no sabe. Y por ahí.
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Una cosa es un rayón, un descarche de la pintura. Otra cosa es una raya. Esto ni siquiera llegó a ser una rayita, fue una cosa mínima. El rayón es lo más común, algo que sucede a menudo: hay daño de la pintura pero no hay abolladura de la lata. Eso es un rayón. Pero en este caso no. Es verdad que los dos vehículos se tocaron, técnicamente, pero no hubo daño, entiéndase, de ningún tipo. Resumiendo: menos que un pipirotazo con los dedos, un toque insignificante. El policía, él mismo, fue mi testigo y antes de que se volterara empezó dándome la razón. Después cambió de opinión, débil, imbécil. Lo que pasa es que no tengo paciencia y no me sé explicar. Me cuesta. No logro. Llegué a un momento que nada más decía esto. Que me las iba a pagar. Ok. ¿No se acuerda? Yo la voy a refrescar. Y espero lo que sea. El tiempo que haga falta, no importa. Era lo que decía.
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Estaba con la parienta. Los portugueses le dicen “la patrona”, en el sentido de “la jefa”. A lo mejor la gracia radica en la ironía, en la cosa machista, no sé. Bueno. La parienta era Clarita, pues. Ibamos a recoger algo a la oficina del correo. Digo “algo” porque todavía no sabíamos que era. Solo teníamos aquella postal que nos habían dejado metida por debajo de la puerta, diciendo que por favor presentarse con identificación entre tal y tal hora, día tal y cual en esta dirección así y así. Presentarse en los correos, pues. Me acuerdo que le dije a Clarita, “No me gusta cuando no usan el buzón y tiran las correspondencias por debajo de la puerta.” Me da mala espina, no me gusta. “Tu siempre viendo señales”, dice ella. Es verdad, veo muchas señales, cómo se dice, que van a suceder tarde o temprano, o que están en las eminencias. Ojalá me equivocara.
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Esto era un jueves. Yo no sé porqué pero miércoles y jueves pasa todo. Una vez hice una investigación en la wikipedia y resulta que todos los golpes de estado desde Napoleón hacia acá caen un miércoles, a más tardar un jueves. ¿Increíble no? Les mandé un artículo explicándolo pero las instrucciones son enredadísimas, se me complicó la vaina y después ya no tuve más paciencia. No me daba el ancho de banda. Muy sencillo. Miércoles y jueves hay más gente en la calle. Las personas terminan más neuróticas y paranoicas pero esa es la base, porque hay más. Tendría que pararme mucho a explicarlo. Por ejemplo, el peor día para estacionar. ¿Cuál es? El jueves. ¿Porqué? Por la misma razón. Todos los días paso por aquella calle y estaciono cuando me da la gana y dónde me sale del forro sin ningún problema. Sin rollo. Casi siempre consigo puesto. Ah, claro, pero aquel día era jueves.
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Todo esto está pasando en Oporto. No sé si es importante o no, pero me parece bien aclararlo. Seguimos.
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Bueno, no hay puesto, me doy una vuelta. ¿Cuál agite? Ningún agite. Todavía no sé nada. Bajo por el estadio, paso enfrente a las canchas de tenis, el complejo deportivo, despacito, voy voy voy y llego hasta los bomberos. “¿Qué haces?” me pregunta Clara. Ella estaba conmigo, no sé si lo dije. Clarita. “Tiempo” le respondo yo, y me doy la vuelta para comenzar a subir. Mentira. Yo no estaba haciendo tiempo nada, estaba buscando puesto pero le respondí lo primero que se me ocurrió. Porque estaba distraído. Pasa a menudo. Voy subiendo, voy mirando, pendiente de puestos vacíos. Ruqui ruqui ruqui, voy subiendo en primera, lo más despacito que se puede sin usar el croche. Porque yo cuido los carros. Si fuera mi cuñado, no joda, ahí mismo le aparecen dos o tres lugares para que pueda escoger. Es un lechudo de primera. Y no sabe cuidar los carros, dígase de paso. No es con los puestos nada más, es con todo en la vida. Tiene una suerte bestial. Una vez lo llamaron de “Quien quiere ser millonario” y ni siquiera respondió. No contestó, no fue, perdió la oportunidad, ¿verdad? Pues no. Porque a la semana siguiente lo volvieron a llamar de “No sé más que un niño de cuarto grado” y ganó cien mil euros. No es una suerte normal, coño, no me vengan con cuentos. Y después dicen que veo señales. “Si fuera tu hermano ya hubiéramos encontrado puesto” le digo yo a la parienta. “Qué suerte” dice ella, meneándose la cabeza. Cada vez que le hablo de su hermano ella pone aquella cara y dice que no con la cabeza.
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Justo enfrente a los correos está esta redoma, bien grande, por cierto, imposible no darse cuenta. Está prohibido estacionarse en la redoma, evidentemente. Es decir a lo largo, en la rueda, el perímetro. Pero miro para todos lados y veo que hay un poco de carros estacionados. No joda. Carros por todas partes. Todos creyéndose en Marruecos o Banguecoque o esos países dónde no hay código. Con que esas tenemos. Aquí me puedo parar yo. Si viene un policía a meterme multa tiene que ponerle infracción a todos estos carajos. Eculecuá. Y a ningún policía le gusta enfrentarse a veinte coñoemadres a la vez, claro. Ese es el truco. Fue lo que pensó el segundo carajo que se estacionó, ya somos dos. Y el tercero pensó ya somos tres y así ha de infinito. Bien bueno. Con multa o sin multa me voy a arriesgar. “Quédate”, le digo a Clara. Total, lo que voy a tardar son dos minutos y ella se va a quedar en el carro, no puede pasar nada. “Dame la postal”, le digo yo, y en dos trancazos me pongo en la oficina del correo, justo en frente.
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Abro la puerta, saco mi numero y, aunque había una docena de personas regadas por aquí y por allá, ahí mismo se encendió la pantalla con mi numerito. Ok. “Número tal”, dice la señora empleada de los correos. Estaba escrito en la pantalla, no hacía falta que dijera nada, pero la señora estaba de buen humor, a lo mejor. Buenos días, buenos días, dígame usted, vengo por esto, mete la mano, saca la mano, aquí está, muchas gracias. ¿Qué tanto puede tardar eso? Un minuto. Es mucho, pero pónle: un minuto, que fueran dos. Eso fue lo que tardé. Salgo con la carta en la mano, bajo las escaleras, cruzo la calle y veo que el tipo viene bajando desde la esquina de la pastelería. El policía. Viene caminando con aquél bailadito de autoridad, despacito, tipo gato satisfecho. Tipo el gato del zorro, silbando, o sea, cómo diciendo tengo ganas de prensarme a uno. Ok, digo yo, pero a mí no. Yo paso, bien gracias. Ya no me vas a joder porque no te va a dar tiempo. Será a otro. Es que ni que el tipo echara a correr, no le daba tiempo, imposible. Yo tranquilo, ni pendiente. Me monto en la camioneta, le entrego el sobre a Clarita, la carta, paso la llave, el motor arranca, saco el freno de mano, meto luces de cruce, todo. Parece que me estuviera arrancando a millón, picando caucho, pero no fue nada de eso, todo lo contrario. Estaba arrancando despacio despacito, superpendiente del espejo retrovisor de mi lado porque los demás tienen prioridad en la redoma, como se sabe.
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Estoy saliendo con todo cuidado, pues, despacito, con toda precaución. Delante de nosotros estaba esta camionetica de la Toyota, éste juguete. La Terios, le dicen, ahora que me acordé del nombre. Es una cosita con motor de moto pero disfrazada de todo terreno. Un motor cómo mil cuatrocientos, una estúpidez. Es como el escarabajo moderno, el bolbagen, no tiene motor ni tiene nada, es carísimo, puro disain, pero le encanta a las mujeres y pagan aquella fortuna injustificada. La gente no se da cuenta que son ellos mismos que inflan los precios. Bueno. Con la Terios pasa lo mismo. Estaba estacionada delante, como a un metro, metro y medio, esta Terios. Yo estaba manejando una Range Rover de las viejas, prestada. No calculé bien el ángulo. Estas camionetas antiguas tienen una deriva larga. Y le di un toquecito, una cosa mínima, a la Terios que tenía delante. Ni siquiera iba a meter retroceso, pensé en un primer momento. La camioneta dio un baquecito como si hubiera pasado por encima de una piedrita. El hipo de un bebé. Plin. Una cosa mínima. Estaba seguro que ya tenía la trompa afuera e iba a forzar la salida así mismo. Pero la Clarita me leyó el pensamiento y me dijo “Mete retroceso”. Lo dijo de lo más natural, sin ninguna alarma, porque ella misma estaba segura de que salíamos sin raspar más nada. Pero ok, por si las moscas meto retroceso, hago la maniobra, vuelvo a primera, y apunto a la calle, mirando siempre por el espejo retrovisor.
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La Terios estaba estacionada y vacía, sin gente adentro, por supuesto, como todos los carros que estaban allí. Eso creíamos. Pero en eso vemos que se levanta una cabecita mirando para todos lados, tipo la gallina de la Warner Bros, recórcholis, qué planeta es éste, en dónde estoy. La vieja estaba perdida de sueño, medio despeinada, con la mirada lunática de perinola. Estaba durmiendo a pierna tendida en el asiento de atrás y se despertó con el toquecito. Hay cosas que me dan risa. Gente dormida, cuándo tiene mucho sueño, por ejemplo, cuando se acuesta o cuando se despierta, me da risa. Me cuentan un chiste y no me río. Pero si veo una persona cabeceando de sueño en el autobús me destornillo de la risa. Es bastante estúpido ya lo sé, qué le vamos a hacer. Y bueno. La vieja de la Terios se despierta medio sonambulótica y me dio el ataque. Claro que no me le estaba riendo en la cara, por favor. Yo hacía que estaba hablando con Clara y que me estaba riéndo de otra cosa. Ni siquiera quería mirarla porque ahí si era verdad que me iba a descontrolar. Fue entonces que Clarita empezó con eso del “No te rías, no te rías más que nos está viendo”, y se jodió la vaina porque la vieja se dio cuenta y se bajó del carro.
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Era una vieja finória, repertigada, de estas que se pintan el pelo de rojo, verde, azul, ese tipo de colores. Amarillo. Y no era vieja. Anaranjado. Cincuenta años, digamos. Pero cómo no se decidia entre la cosa ex rebel o el look señorial, la indefinición la desfavorecía. Cindy Lauper con cincuenta años, fue lo que me vino a la idea al verla bajarse del carro. Después me di cuenta que Cindy Lauper en la vida real debe de tener más de sesenta, coño. Es demasiado triste cómo pasa el tiempo. Bueno. Se bajó del carro y le saqué la pinta. Estaba fuera de cuestión que durmiera en el carro por no pagar un hotel, por ejemplo. Esas cosas ahí mismo se notan, uno se da cuenta. Estaba esperando a alguién y se durmió, normal. La ropa la tenía impecable, por ejemplo. Seguramente que los forros y las suelas tenían etiquetas y marcas por todos lados. Nada más le faltaban unas plaquitas con los precios. Hubo una cosa que no me gustó. Tenía la cara muy limpia, demasiado lavada y planchada. Uhm, me dije yo, no me gusta. Yo he tenido oportunidad de tratar con dos o tres histerocotomizadas y sé muy bien de lo que estoy hablando, ok. Un primo de Clarita es psiquiatra y dice que ni me da ni me quita la razón. Pero yo no tengo que parecer educado y correcto conmigo mismo, lo que había de faltarme, no joda. Te lo juro, así que la vi bajándose del carro me pasó frente a los ojos toda la película. Si, además, es rica, estoy jodido. Clarita dice que no sé interpretar a las mujeres. Ahamm.
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Se bajó y se quedó mirándome con cara de hipopótama. Primero pensé “Está loca, solo puede ser”. Nadie en su sano juicio va a pretender que esto fue una especie de choque y que tenemos que salir y platicar tipo “fíjese que me presenté por la derecha”. Esta gente por tener la prioridad es capaz de cualquier cosa. La Clarita me dice “Tienes que salir”. Qué caligueva, mano. Salgo. Puede que hable mucha pendejada pero soy un tipo educado y le pedi disculpa. Ella me mira con aquella cara de asco y empieza a darse la vuelta al vehículo. ¡Qué coña de su madre! Actuando cómo si estuviéramos en un choque de verdad, buscándose los vestigios, cómo se dice los indicios, las pruebas del accidente. Mire señora, ya le pedí disculpa. ¿Ok? Pero ella nada. Caminando para atrás y para adelante y mirando hacia la calle cómo procurando el apoyo de alguien, testigos, qué sé yo. ¿Qué le pasa a ésta? Está loca. Clarita todavía no había salido del carro porque pensaba que iba a ser rápido y no hacía falta. Bueno, señora, ya le pedí disculpa. ¿Podemos irnos? Pero la hija de puta, con la jeta fruncida de arrechera, no decía nada. Todavía no le había escuchado una palabra. De verdad que parecía la gallina de las comiquitas, mirando para todos lados cómo si estuviera picoteando. El policía ni se había dado cuenta de nada pero ella tanto aspaventó el cuello que el tipo terminó acercándose. La fresita del postre, pues. ¡Señores! Con policía y todo.
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Ya estábamos los tres. El policía, calladote, chupándose un palillo como el jefe de Monk en la serie. Y en esto se acerca un tipo caído no sé de dónde. Y empieza a mirar con cara de entendido en la materia. “¿Se le perdió algo, amigo?”, le pregunto yo. Y el tipo me responde “Tampoco hace falta ser maleducado”. “Maleducado ¿por qué?”. “Solo trato de ayudar”, dice él. “Nadie le pidió ayuda” le digo yo. Y en eso la vieja levanta la mano y dice “Gracias Ernesto, pero puedo manejarlo yo sola”. Para cagarse. Los tipos se conocían. Bueno, no tiene nada de raro. A lo mejor ella se quedó dormida mientras esperaba el pedazo de Ernesto éste. Pudiera ser el esposo, también, quién sabe. Pero en aquel momento la vaina me pareció jaladísima de los pelos, el complot del siglo. Además, eso del “yo puedo sola” era el colmo. ¿Qué es lo que podía? Y fue en ese momento que cometí el penúltimo peor error de mi vida.
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Ninguno de los tres, incluyendo el policía, había visto nada. Es más, yo sentía que el policía como qué pendía más hacia mi lado. Pero voy yo, yo mismo, subrayado, de bobo, y apunto hacia una manchita en el parachoques y digo “Fue aquí, señora. Como puede ver, no fue nada”. Más vale que no. La hija de puta pasa de gallina desconfiada a lora histérica “Fue aquí, fue aquí”. “Ven y fíjate, Ernesto, fue aquí”. “Mire Sr. Policía, dónde fue. Fue aquí”. Dos tipos que van pasando en la acera la miran apuntando con aquella insistencia y se acercan a ver de qué va la gritería. Pero como no veen nada se agachan creyendo que la cosa tendría que ser debajo del carro. El policía, para no parecer que se estaba cagando en el asunto y era el que menos trabajaba, también se arrodilló y empezó a mirar debajo del carro. El Ernesto también. Clara piensa que descubrieron algo debajo del carro y sale a mirar también. Y la cabra vieja ésta, en virtud del éxito de taquilla que se estaba anotando, le sube el volumen al cacareo del “fue aquí, ésta es la prueba, la marca, yo tengo razón, fue aquí”. Perdí los estribos, lo reconozco. Una fracción de segundo. “Ya está bueno, no joda” le digo yo a la vieja. Muy mal.
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No termino de decir esto empiezan a sonar alarmas intergalácticas en los sótanos del universo. Luces rojas, código naranja, ruido infernal, y me pasa por en frente esta pantalla gigante que parpadea error, error, error de sistema. Pero ya era demasiado tarde. Cuándo le digo a la vieja “Ya está bueno”, sobretodo aquella parte del “no joda”, ella, como la puta vieja y sabida que es, se pone las manos en la cabeza y se agacha. Reconozco que nunca debí haberle dicho eso, con aquél tono. Eso lo reconozco. Pero juro por mi madre y por lo más sagrado que existe en la tierra, que no la toqué, ni tenía intenciones de tocarle, ni tal cosa se me atravesó por la cabeza. En mis casi treinta añitos de vida nunca le toqué a una mujer. En ese sentido, digo. Así de claro y sencillo. Estaba diciendo. Ella pega aquel grito de cochina degollada. El policía y el Ernesto, que estaban medio metidos debajo del carro, se levantan a ver qué pasó. Y ella empieza con la gritería del “No me pegue”, fingiendo que se estaba sobando la cara, “Por favor, por favor, se lo imploro, no me vuelva a tocar”. La vaina era tan actuada a lo culebrón mejicano que al principio ni siquiera entendí qué decía o qué estaba haciendo. Pero después, viéndole la cara al policía me di cuenta de que estaba perdido. El tipo era demasiado guevón, demasiado policía de patrullaje básico, y yo estaba demasiado alterado. Me seguían sonando las sirenas en la totuma de la consciencia pero ahora ya estaba viendo las letricas verdes de Matrix diciéndo The End y los créditos pasando a millón hacia arriba. Se acabó. Estoy perdido.
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Nunca había estado preso en mi vida. Nunca había caído. No creí que alguna vez sucediera, que me pudiera pasar a mi. No hay mucho para contar. Sería de la conmoción o algo, lo cierto es que no me acuerdo. Es como cuándo la mujer dice que le duele la cabeza. Te está diciendo que tiene la regla. Y es verdad más o menos 50% de las veces. Aquí es igual. Cuándo uno no sabe o no lo quiere contar dice que no se acuerda. Me calmé, entré en razón, miré: OK, estaba enchinado. Arrestado, detenido, enjaulado. Eso es todo. Sé que me dolía la garganta, el ojo, el labio, bueno, toda la boca, y un brazo. Pero nada que necesitara cuidados especiales, me parecía a mí. Ahora: cómo terminé con los labios partidos y con el ojo negro, eso ya no lo sé. Me parece recordar, tipo en blanquinegro regresando a una escena del pasado, que el policía me empujó contra el carro y que me pegué la boca contra el tejadillo. Pero Clara dice que fueron los dos mirones y el Ernesto. No importa. En aquel momento estaba dispuesto a matar por aquella tontería, no sé, por mostrar que tenía razón, que no le había hecho nada, que era inocente. Por la verdad. Eso es. Uno es capaz de las cosas más impensables porque se siente el héroe bueno de la verdad que nunca se rinde. Tanta gente que se ha desgraciado la vida entera por una pendejada así, teniendo razón. Asistiéndole la verdad, como dicen los locutores que forman la opinión nacional. En mi caso creo que reaccioné a tiempo de darme cuenta. No se acababa el mundo por aquella estupidez. Sobretodo esto. Me faltaba. Tenía mucho que aprender. Pensaba en la vieja y me venían tantas cosas a la mente al mismo tiempo que me decía “algo tienes que aprender”. Fueron setenta y dos horas en la comisaría. Algo tenía que aprender.
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El primer día no pude comer porque me dolía demasiado el labio y estos dos dientes del lado izquierdo, que los tenía flojos. Clara me trajo de todo, aquella mujer. Pasteles, boñuelos de bacalao, empanaditas de camarón, dulces, arroz chino. De todo lo que se acordaba, lo que se le atravesaba por la mente a la pobre. Podía recibir una visita dos veces al día, media hora. Esas eran las reglas. Bebidas sí, alcohol no. Venía ella, cargada de comida. Pero mal podía abrirme la boca y no puede probar bocado. Hablar tampoco. Decía sí y no con la cabeza. Tampoco tenía muchas ganas de hablar. Es más, yo mismo creía que no hablaba porque no tenía ganas. La media hora se pasaba súper rápido. Esos tres días tomé agua y jugo. Le pedí a Clara que me trajera el periódico pero le dijeron que no, que estaba prohibido. Normas. Yo quería distraerme con algo pero comida era lo único que me podían traer y yo a la comida ni la tocaba. La celda quedaba al final de un pasillo inmenso, ilógico. Seis catres para mi solo. A fin de cuentas no hay tanta delincuencia como eso. Los medios de comunicación inflan mucho. En toda la ciudad yo era el único guevón preso. A uno le consta que hay ladrones, estafadores, políticos corruptos, jueces pedófilos, muchachitos grafiteros, traficantes de prostitutas rusas, asesinos pasionales de sangre fría, pero ninguno de esos estaba preso. Clara les preguntó si podía leer libros. Libros tampoco. El laptó, le dije yo. Ellos no se acercaban nunca a la celda. Todo era por intermedio de Clara. El portátil, Clara, le digo yo. No, eso si que no, ni pensarlo. ¿Computadoras? Menos que menos. No.
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Uno está acostumbrado a ver gente, a mirar la televisión, a leer, a escuchar el ruido de la calle, a preferir hora de almuerzo. Y de repente nada, blanco total. Me refiero a que estoy preso, todavía. Sigo preso en la comisaría, aquellos tres días. De repente: nada. Como en aquellas sesiones de cine de antiguamente. Se cortaba la cinta o se estropeaba el proyector y la realidad aparecía de repente. Era un balde de agua fría. Se rompía todo el embrujo de la cosa, el encanto. Uno creía que estaba despierto pero no, era mentira. ¿Estaba dormido? Tampoco. Era un estado especial. Por eso se hablaba de “hechizo”. El hechizo del séptimo arte. Hoy día eso ya no sucede porque las películas son mucho más resistentes, creo yo, las hacen distintas, y los equipos son medio digitales, empezando por ahí. Pero aún así, solo, sin nada que me distrajera, sin ruidos, sin gente, sin ningún tipo de cuento que te volara la mente, aún así, no lograba calmarme y pensar. No podía, me costaba. Me decía a mi mismo, tranquilo, piensa con calma, anota las conclusiones a un ladito del cerebro, repásalo todo de vez en cuando. Fue mejor así, sin papel ni lápiz. Me obligaba a memorizar. Uno ya no está acostumbrado. Número uno. Sonreír. Sonreír significa no dejarse joder, sentarse derecho, parecer normal. Popular, muy amigable. Hacerse el loco, si hace falta. No admitir nunca nada. Negar las evidencias. Sostener absurdos si llega a hacer falta. Pero siempre con aquella cara, tú sabes. Manejar cálculos por dentro a trescientos por hora pero sin dejar de sonreír, como si fueras el tipo más burro del mundo. Los políticos son buenísimos en esto. Ese fue el principal error que cometí, tenía que acordarme. No podía darme al lujo de volver a cometer el mismo error. Había sobrevivido, sí, pero de chiripa, pues. Número uno. Sonríe. Numero dos. Hay tiempo. Eso también cuesta mucho aprenderlo. Siempre nos creemos retrasados para todo pero después, si somos obligados, perdemos tres días presos, tres meses en coma, tres años manguareando, y hasta lo agradecemos. Hasta terminamos congraciados con la desgracia que nos hizo perder (ganar) el tiempo. Preparación, tercero. No se consigue nada sin esfuerzo. Planificación. El estudio, igual de importante. Una vez la empresa me mandó a un seminario de IBM sobre la resiliencia. Es lo mismo. Tres cosas sencillas. Sonreír, hay tiempo, prepararse. Yo sé que no se dice así o que no lo parece, pero no importa. Con tal que yo me entienda. Decía. Estaba bastante mal. No sabía nada en concreto. Sabía que estaba en el camino correcto, eso sí, pero en aquél momento solo tenía estas tres cosas.
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El abogado se apareció el tercer día. Ni yo ni nadie conocía, conocíamos, mi verdadera situación. Todavía. Él era el menos interesado de todos. Cada vez que yo intentaba hablar ponía cara de fastidio y me levantaba la mano cómo diciendo sí, ya lo sé. Se sabía todo, no necesitaba escuchar ni aprender nada. Yo también era un poco así. Antes. Me sucedía mucho en las fiestas, por ejemplo. Estaba hablando con alguien pero siempre con la sensación que debía hablar con otra persona. La persona me estaba hablando pero yo estaba mirando a otra parte, viendo con quien más podía yo hablar. Me parecía muy extraño que tanta gente me mandara a comer mierda. En una librería, por ejemplo. Tenía un libro abierto en la mano, pero no era capaz de leerme una sola línea solo de pensar que tenía tantos miles de libros por delante. No me iba a dar tiempo. Era lo que pensaba yo. Regla número dos. Andaba siempre muy preocupado con el tiempo. Y eso fue lo que hice. Intenté hacer. Aplicar las reglas. Esta era la primera persona con quién hablaba en tres días. El abogado. Sin contar a Clara. Algo tenía que haber aprendido en tres días. Sería el colmo. ¿Hablar? ¿Explicar? ¿Para qué? ¿Él estaba interesado? ¿Alguien estaba interesado? Sonríe, pajudo, me decía a mi mismo. Sonríe, me mandaba yo a mí mismo. Pero no podía. Era increíble. Clara vino más tarde, a traerme comida, y se lo dije. No te entiendo, me dijo ella. Eso, le respondí. Me explicaba pésimo, muy mal. Creo que no puedo sonreír. Llevo como veinte minutos intentándolo y no puedo.
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Trajeron una ambulancia. Un policía que no conocíamos, de bigotes, fue con nosotros, dentro de la ambulancia. Yo ni siquiera podía caminar pero tenían miedo que me diera a la fuga. Me pusieron en observación. Se suponía que yo seguía preso en el hospital. El que más me observaba era el policía de bigotes. Entraba a cada rato en la habitación y me observaba. Después se sentó en una silla que colocó al lado de la puerta de la habitación, del lado de afuera. Se la pasaba cerrándoles el paso a los médicos y a las enfermeras, preguntándole a todo el mundo que era lo que yo tenía. Le dijeron. Conmoción cerebral, fractura del maxilar, coágulos en el cerebro. ¿Cuántos? preguntó él. ¿Cuántos qué? ¿Cuántos coágulos? No sabemos, ¿porqué? ¿le parece importante? No, bueno, no sé. Tengo que escribir mi informe. A partir de ese momento dejé de estar vigilado porque ya no representaba un peligro para la sociedad y no volvimos a tener noticias de la policía. “Se nota evolución”, dijo uno de los médicos. No dijo si era bueno o malo. Estaba bajo observación, eso era todo lo que nos podían decir. Las reglas en el hospital eran otras y Clara podía pasar más tiempo conmigo. Se acostaba a mi lado, en la cama, y lloraba noche y día. Yo estaba enfermo pero no estaba loco. Entendía que el llanto era proporcional a la gravedad del asunto pero por esa orden de ideas ya debía de estar muerto hace tiempo. Ella lloraba tanto que cada vez me costaba más entender porqué seguía vivo. Entendía y no entendía. A veces hablaba con mucho tino y mucha lógica. Otras veces ni yo mismo entendía lo que decía. Ponía atención para poder explicármelo a los demás, después, a ellos, no, no entendía. Pasé varios días en la duda. Era verdad que podía seguir viviendo indefinidamente así, casi bueno, casi normal, en evolución. Pero no podía sonreír, por ejemplo. “Me opero”, dije yo. “¿Está seguro?”. ”Sí, estoy seguro.” “¿Podemos prepararlo todo?” “Preparen todo, estoy seguro”, dije. Me mandaran unos papeles para que los leyera y firmara. Era un jueves.
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Fui operado ese mismo día, tenía que ser. “Esto no puede esperar más”, dijo uno de los médicos. Yo no lo escuché, por supuesto, me lo contaron. Que la operación había durado seis horas y pico, casi siete. Los cirujanos se turnaron. En las semanas que se siguieron a la operación, tampoco me dejaron leer ni usar la laptó, allá en el hospital. Escuchar música, bueno, puede ser, dijeron. Pero cuando descubrieron el tipo de música también me la prohibieron. Yo estaba bien, me sentía bien, hablaba, ya podía sonreír, movía los brazos y las piernas con mucha coordinación, pero tenía que quedarme en el cuarto, preferiblemente acostado, sin hacer más nada. Los días nunca más pasaban. El tiempo se tardaba una eternidad. Clarita había dejado de llorar. Completamente. A veces se le olvidaba el día de visita. El único problema era que había perdido el apetito y estaba más flaco. Mi peso los tenía sin cuidado. Pero les preocupaba que me pudiera tropezar por ahí y pegarme la cabeza contra el piso. Sí llegaba a pasar una tal fatalidad, se afectaban un poco de promedios: la reputación del cirujano, el record del anestesista, la subvención del hospital, los índices nacionales de morbosidad, todo, lo de siempre. Una conmoción general. Yo sabía que estaba bueno porque podía pensar este tipo de cosas. “No se mueva mucho, evite”, me decían ellos. A veces, cuando los médicos se daban la vuelta yo hacía que me pegaba la frente contra la pared, solo por asustarlos, por la payasada. Las enfermeras viejas eran las que más se reían. También imitaba aquel médico que decía “evite”, y el otro de “vamos a esperar la evolución”, y las enfermeras se destornillaban de la risa. Pero la mayor parte del tiempo era un aburrimiento infernal, acostado en la cama, mirando el techo. Me imaginaba que leía. Me imaginaba una noticia en el periódico, aquel encabezado periodístico muy sintético y resumido. Y después el desarrollo, la historia, las fuentes que solicitaron no ser identificadas, todo. Joven auditor es agredido salvajemente por la policía. O me imaginaba que estaba navegando en internet, saltándome páginas y páginas, gugueleándome los médicos, morboseandome el culo de las enfermeras porno, mirando desde satélite la mitad oscura del mundo.
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Una vez salido del hospital me averigüé el nombre y el contacto del abogado aquel que me había visitado en prisión. Bueno, en la comisaría. Lo llamé, me dio cita. Ya estaba fuera del hospital, cuando esto. No me reconoció. Eso era bueno, muy bueno. Significaba que ahora yo lo estaba haciendo bien, sonriendo. “Ah, perdone”, me dijo él, “no lo reconocí, no sabía que era usted”. “No hay problema, doctor”. Les encanta ser doctores. Le conté la historia. Aquella parte de la operación para extraerme los coágulos él no la conocía. Y el maxilar roto. Le conté todo. “Por eso no me reconoció, doctor”, le dije al final. “Porque con toda esta vaina, aparte el empleo y la novia, he perdido más de veinte kilos”. Él me levantó una mano y me dijo “No me diga usted más nada. Usted tiene aquí un tremendo caso, hombre. Tremendo caso”, repitió. “Es contra el gobierno y por eso no se le puede sacar plata, ¿me entiende?” Yo dije que sí, que qué le íbamos a hacer. “No se le puede sacar plata pero hay otras cosas”. “¿Qué cosas, doctor?” le pregunto yo. “Usted me dijo que era contable, ¿no?”. “Sí”. (Yo me licencié en ciencias actuariales e informática pero le digo a la gente que soy contabilista, para que me entiendan más o menos). “Pongámoslo de esta manera. Digamos que le podemos sacar dividendos políticos, llamémoslo así”. “Ah”, dije yo. Me acompañó hasta la puerta, me tendió la mano. “Tremendo caso”. “¿Usted cree, doctor?” “Se lo aseguro”, me dijo. “Es tremendo caso”. “Bueno. Nada más le pido una cosa”, le dije. “¿Qué?” “Usted sabe como somos nosotros los contabilistas. Nos gusta todo documentado, registrado, ordenado”. “Ojalá los abogados también fuéramos así”, dijo él. “Bueno. Usted me va manteniendo informado, me va pasando la información del proceso, y yo le ordeno todo”. “No se preocupe, no faltaba más, está en su derecho”, me dijo él. “Yo le voy a dar una copia de todo. No se preocupe”. Yo no estaba preocupado. Estaba en mi derecho.
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“¿Tiene lápiz para anotar?” me preguntó él. “Un momentico. Aquí estoy. Dígame entonces doctor”. “Ana Madalena Martins Pinto. ¿Quiere el número de identidad?” “Sí, claro”. “Entonces anote”. Anoté todo. “Casada ¿verdad?” “Sí”. “Por casualidad no tiene los datos del esposo, del Ernesto”. “¿Qué Ernesto?” “Ernesto se llama el marido, ¿o no?” “No, usted debe de estar confundido. El marido se llama Paulo, si no me equivoco. Eso es, Paulo Barradas”. “Ah. ¿Tiene los datos?” “Tengo. Tome nota. ¿Ya anotó? Mire, le tengo buenas noticias. ¿Se acuerda de aquello que le dije? Ya le conseguí la pensión de invalidez”. “¿Invalidez? Pero yo no estoy inválido, doctor”. “Claro que no”. “Usted lo único que tiene que hacer es firmar para poder recibir y más nada. “Gracias”, le dije yo. Bueno. Pasaron como dos meses. Cuándo me llegó el primer cheque de la pensión de invalidez me dije “Coño, y yo que me mostré medio desagradecido con el abogado”. Le había dado unas gracias muy secas. No me gusta ser desagradecido.
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Casi enfrente a su casa estaba este cafecito. Con toldito rojo, de la Buondi. Bueno, en Portugal hay tantos cafecitos que es difícil encontrar una casa que no tenga uno delante. El Buondi es excelente café, dígase de paso. Es el más caro, pero es bueno. Cuando es así uno habla de calidad-precio y dice que vale la diferencia. Es caro pero vale la diferencia. Era lo que le decía yo a Adriana, la dueña del café. Me sentaba en la primera mesa pegada al ventanal y ella me traía un buñuelo de zanahoria y un cafecito. “¿Cuánto te debo?” “Tanto”. “Es caro pero vale la diferencia”. Antes del accidente yo no sabía hablar. Si uno va a hablar porque tiene algo que decir, no hablará nunca y es preferible quedarse callado, por muchas razones. Y cuando lo hacía pensaba las palabras primero y me salían unas frases largas de cura hipócrita. Bueno. No sabía. Pero es muy sencillo. Hay tiempo. Eso es todo. Solo tienes que pensar que hay todo el tiempo del mundo. La Adriana al principio me trataba con desconfianza. Yo sé que sí, aunque ella diga que no. Trataba. Pero nada más se lo expliqué cuándo el tema saltó a la conversación, cuando mostró curiosidad, que lo quería saber. No le dije que había sido golpeado por la policía. Le conté que fue un accidente de tránsito. Tampoco le mentí. Le conté partes. Me saqué la gorra y le enseñé las cicatrices. Al otro día le traje las radiografías para que ella viera dónde me habían puesto las placas. “¿Aquí?” me preguntó, apuntando con el dedo muy cerca de mi cara. Yo le agarré la mano para que me pudiera tocar y le dije que no sentía nada, que por fuera era normal. Y por dentro también, claro. Ella me rozó el rostro con la yema de los dedos. Parecía ternura pero era miedo. “Lo único es que a veces no me acuerdo que acabo de decir una cosa y la repito”, le expliqué. Pero todo el mundo me dice que no me preocupe. Que es normal.
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“¿Ya entregaste tu declaración?” le pregunto yo a Adriana. Estábamos en Mayo, el mes del impuesto sobre la renta. “No”, dice ella, “no he tenido tiempo”. (Nunca hay tiempo). “Sí quieres yo te la hago por internet en un momento”. Era una de las cosas que yo hacía, allá en la empresa, las declaraciones de todo el mundo, cuarenta y dos personas. Hubo un año que llegamos a ser cincuenta y ocho y en aquel tiempo se hacía todo a mano. Adriana se trajo el sobre de los gastos y se sentó a mi lado, con los codos clavados en la mesa. Su caso era uno de los más sencillos. Nos conectamos, y ahí mismo la hicimos. Para quién no está acostumbrado parece muy difícil, complicado. Es como todo en la vida: cuestión de práctica. “¿Ya está?” pregunta ella, muy asombrada. “Sí”. “¿Cuánto voy a pagar este año?” Ella no tenía retención en la fuente. Nada. “Vas a recibir”, le digo yo. “Más o menos”, estas cosas nunca son muy seguras, “más o menos: !Mil quinientos euros!”. “¿De verdad?” pregunta ella, muy admirada. “Sí”, le digo yo. “Yo nunca recibo nada”, me dice ella. “Pues, este año te va a tocar, porque tu declaración la hice yo”. “¿Qué te debo por el servicio?” me pregunta ella. “No me debes nada”. “¿Cómo que nada?” “No es nada, tú misma lo viste, no me costó nada. Mañana te imprimo la declaración en papel y te la traigo para que tengas una copia”. Al otro día le voy a entregar la copia y ella me dice que me quería pedir un favor. Si le podía hacer la declaración a su hermana y a su cuñada. “Por supuesto que sí, chica. No faltaba más”, le contesté. Ese mes hice como unas trece o catorce declaraciones allá en el cafecito de Adriana. En los primeros días de Junio hice otras tantas, con multa de fuera de plazo, claro. Como unas treinta, en total. Eran todos clientes del cafecito, más o menos amigos de Adriana. Después de eso algunos venían y se sentaban a mi mesa, un rato. Se tomaban el café conmigo y se iban. Muchos de ellos conocían mi historia, el accidente, la operación, las prótesis de platino. Adriana les había contado.
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Fue en la comisaría que se me ocurrió, el segundo de aquellos tres días, mientras me hacía las reglas. Número uno, sonreír, dos, hay tiempo, tres, prepararse. De vez en cuando las repaso. Ya estaba preparado. Desde el café se podía ver todo el movimiento de aquella casa. Quién entraba, quién salía, a qué hora, en qué supermercado hacían las compras, y en qué día de la semana. Saber unas cosas te permite llega a otras. Eso es como todo. Ella de vez en cuando entraba en el cafecito pero se quedaba en la barra. Pedía una nata y un café “goteado”, no tardaba ni cinco minutos. Y se iba. Por supuesto que nunca me reconoció. Yo estaba demasiado cambiado. Una vez me paré al ladito de ella y me puse a hablar muy alto con Adriana para ver si me reconocía por la voz o algo. Tampoco. Nada. Ni le pasaba por la cabeza quien era yo. Ni se lo imaginaba.
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La gente cree que un hacker es un supergenio de las computadoras, un mago de la electrónica, un programador de las películas que llama a Pizza Hut y pide deditos de mozarella con Coca Cola. Pues no. Lo que pasa es que el noventa y nueve por ciento de la gente tiene claves que un niño puede adivinar. El nombre de la hija, de la mascota, de la mamá, la fecha de nacimiento del esposo. Es verdad que aún así existen muchas combinaciones pero para eso se escribió la regla número dos. Tampoco quiero dar a entender que fue fácil. No lo fue. Es más, los primeros días estaba viendo como el plan se me desmoronaba frente a mis ojos como un castillo de arena. La coño de su madre ésta, la Madalena, no usaba internet. Tenía banda ancha instalada en la casa y no me costó nada averiguarme la dirección IP, pero quién la utilizaba era el esposo y la hija. Ella no. Ni la tocaba. Hasta que descubrí una cosa. Que ella no, pero el amante, el querido, sí, era un gran utilizador. Ernesto. Ese mismo. Se pasaba horas y horas frente al computador. Trabajaba en el ayuntamiento, pero en vez de trabajar se la pasaba escribiendo estupideces en los blogs. Bueno. Este señor vivía en el edificio que quedaba por encima de la oficina de correos. Otra casualidad. Aham. Todo se iba entendiendo y se iba explicando. Durante tres meses, casi cuatro, me estudié la vida de Ernesto, y había llegado a algunas conclusiones. Por ejemplo, que se clavaba a la Madalena, mujer de su amigo Paulo, dos veces por semana. Y que era un tipo que no confiaba mucho en su memoria ya que usaba la misma clave para sus dos tarjetas de crédito. Lena67. Una password así no es ningún secreto. Es una invitación, una burrada, lo que se quiera. Pero no es un secreto.
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Primero le mandé un par de coronas. Personalizadas, a nombre de ella. Las floristerías están acostumbradas a hacer entregas a domicilio. “¿Cómo se llama el difunto?” me preguntaron. “La difunta”, le corrijo yo, compungido. “Se llama Madalena Martins Pinto”. “¿De parte de quien es la corona?” “Del propio esposo”, decía yo con aquella voz. “La dirección es la calle tal y cual y mi nombre es Paulo Barradas. Ya pagué por el website y estoy confirmando”. “No hay problema, señor Paulo, no faltaría más”. Nunca había problema, sobretodo tratándose del viudo, eso se entiende. Algunas señoras se emocionaban de verme enfrentando la adversidad de aquella manera, con aquella entereza. Usted estése tranquilo señor Paulo que nosotros tratamos de todo. “Todo” significaba la corona. Yo me quedaba sentado en la mesa del ventanal, esperando. A las dos o tres horas aparece la camioneta de la floristería. La Madalena abre la puerta. La primera vez se extrañó muchísimo. El chofer de la floristería le enseña el recibo. Ella mira el recibo y mira la corona. Habla con el chófer y vuelve a leer la inscripción de la corona. Se estuvo así más de media hora, hasta que llegó el esposo, el Paulo. El esposo también parecía muy intrigado. Pusieron cara de desconfiados. El chofer, de vez en cuando perdía la paciencia y blandía el recibo en el aire. “Aquí está la prueba”, parecía decir. Empezaron a entrar y a salir de la casa. Aparentemente estaban llamando a la floristería. En una de esas salidas le dijeron al chofer que se apagara el cigarro y que pasara para dentro. “Teléfono… de la floristería”, decían por gestos, “querían hablar con él”. A los pocos minutos salió el chofer con la corona en la mano. Se metió en la camioneta refunfuñando, cerró la puerta de golpe, y se fue. Esa fue la primera vez.
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Ya sería como la sexta o la séptima corona, yo mismo había perdido la cuenta. De esta vez había escogido una floristería que quedaba más o menos cerca. Llamé como a las dos de la tarde. Al final de la tarde se apareció una gorda con la corona alzada por encima de la cabeza. Seguramente se vino caminando. Para venirse a pie no quedaba precisamente cerca, la floristería. Cargando una corona fúnebre en la mano la vaina quedaba en el fin del mundo. Bueno. Llega la gorda ésta, jadeante, sudorosa, y toca el timbre. Sale ella, la Madalena, a abrir la puerta. Así que ve la corona le lanza una mirada fulminante a la gorda, y vuelve a cerrarle la puerta en las narices. Plum. La gorda mira el papel, verifica la dirección, no hay equivocación, no señora, y se enchufa el dedo en el timbre. Rinnnnnnnnnnng. La puerta no se abre, pero ella sigue con su dedito pegado, rinnnnnnnnnng. No voy a seguir en esto del ring ring solo para mostrar cuántas veces fueron o como pasa el tiempo. Bueno. La Madalena estaría botando rings rings por los ojos, también, con los sesos molidos. Porque se abre la puerta con aquella furia, da dos pasos resueltos hacia la gorda, le arrebata la corona de las manos y empieza a destrozarla golpeándola contra el suelo. Plas, plum, plas, dándole maniatazos descontrolados con toda la fuerza de que era capaz, plas, plin, pum. A dada altura la corona se deshizo y quedó desparramada en el suelo, pero ni aún así la Madalena se calmó. Empezó a pisotear las flores una por una, con tanta saña, que a veces saltaba. Dejó la corona vuelta mierda, hecha trizas. Ven a ver esto, Adriana, dije yo. ¿Qué pasa? preguntó Adriana, secándose las manos en el delantal y acercándose a mi mesa. La gorda, que seguramente venía arrecha porque tuvo que atravesar media ciudad con la corona al hombro, agarró a la Madalena por los cabellos, la obligó a doblarse, y le pegó un rodillazo. “Mira, Adriana, ¿Viste eso?” Qué va. Adriana ya no estaba viendo nada porque salió corriendo hacia el mostrador diciendo que había que llamar a la policía.
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Esa noche no se habló de otra cosa en el cafecito de Adriana. Bueno, para eso sirven los cafés de esquina, para airear el cerebro y enterarse. Yo mismo me vi obligado a contar la historia varias veces. “¿Pero qué corona era esa?” me preguntaban. “Yo no sé, chico. ¿Yo qué voy a saber? Era una corona fúnebre, creo yo”. Más de uno llegó a la conclusión que la estaban amenazando de muerte. Yo no me mostraba tan seguro. Llegué tarde a casa ese día y no tenía sueño ni ganas de dormir. Digo, no quería acostarme, pues. En la televisión estaban pasando Yo no sé más que un niño de cuarto grado. El tipo, el concursante, era burro como una piedra pero tenía una suerte increíble. Se ganó cien mil euros. Bueno. No tenía sueño. Le bajé el volumen a la televisión y llamé al número de la amistad. Dijeron “Aló…aló”, un pocotón de veces. Dejé pasar más o menos un minuto. Del otro lado de la línea seguían diciendo “Aló” más espaciadamente pero no colgaban. La chica tenía voz de niña. “Hola”, me dijo de lo más animada así que le contesté. “Me voy a matar”, le dije. “Cuénteme”, responde ella. No dije más nada. “¿Cómo se llama usted?” me preguntó. “Esta misma noche me voy a matar”. “¿Dónde está? ¿De dónde me llama?” Ellos son obligados a preguntar eso. Yo le había quitado la identificación a mi teléfono, claro. “Estoy en mi casa”, le dije yo. “La última noche que paso en mi casa”. “Ya va, no me vaya a colgar”, decía ella, “vamos por partes”. “¿Cómo se llama usted?” “Paulo”, le dije yo. “Usted me está llamando porque me quiere decir algo, Paulo”. “Sí, señorita. Le quiero dejar mi dirección para que alguien me encuentre y no dejen que mi cadáver se pudra al aire indefinidamente, porque yo vivo solo. Tome nota”, le dije. Ella decía “No vaya a colgar”. “Me voy a matar porque mi mujer me engaña con mi mejor amigo. Usted, cuándo hable con ella, dígaselo, por favor. Que yo descubrí que ella me anda engañando con Ernesto. Dígaselo así mismo”. “Pero señor, cálmese por favor, yo no conozco a ningún Ernesto”. “Usted no, pero ella sí. Bueno, no tengo más nada que decirle”. “Ya va, no vaya a colgar señor Paulo, usted está un poquito alterado, espérese”. Fui a la cocina y me servi un vaso de agua. Coloqué la jarra bien alta, a una buena distancia del vaso para que se escuchara el agua corriendo. “Ahora me voy a tomar estos tres frasquitos de pastillas y eso es todo, señorita” “¿Cómo se llaman esas pastillas?” me preguntó ella. Era una buena pregunta pero ya fue muy tarde porque dejé caer el teléfono al piso y me fui a acostar. Era muy tarde.
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“No pudimos dormir nada esta noche”, me dice Adriana al otro día, al traerme el café a mi mesa. Si no habían más clientes, se sentaba un ratico en la punta de la silla cómo diciendo Yo sé que no es correcto o no debo o no puedo sentarme a la mesa con mis clientes pero ya me voy. “Siéntate un ratico, chica, descansa. ¿Qué pasó?” le pregunto. Me contó. A las dos de la mañana empezaron a sonar las sirenas. Una ambulancia, primero. De las rojas, de los bomberos. Después otra, de las blancas y verdes, las normales. Y más tarde otra, de la policía. ¿Tres ambulancias? Le pregunto yo. Tres ambulancias y dos patrullas que llegaron más tarde para controlar el gentío. Llegaron a la casa de enfrente y ni siquiera tocaron al timbre: derrumbaron la puerta y entraron por la fuerza. “¿Qué casa?” pregunto yo. Ella apunta con la cabeza. “No me digas”. “Todo muy extraño”, dice ella. “Tú conoces a esa señora, ¿verdad?”, le pregunto. “¿Doña Madalena? Sí”. Se quedó pensativa. Después se levantó y se fue a meter detrás del mostrador. Yo me levanté también. ¿Ya te vas? me pregunta ella, viéndome salir. Sí. Me tengo que comprar un celular, le respondí. Ayer se me estropeó el que tenía.
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Es increíble la cantidad de servicios disponibles al domicilio. Hay cosas que ni siquiera salen en un motor de búsqueda. La extrema unción, por ejemplo. Hay gente que no lo sabe, pero es un servicio gratuito con home delivery, satisfacción o devolución, no questions asked. Muchas veces no es la plata la que hace falta. Llamas al servicio de pompas fúnebres, por ejemplo. Vengan a recoger el muerto. Los tipos no te van a preguntar si vas a pagar con cheque o tarjeta, no joda, sería el colmo. Los servicio de mudanzas, por ejemplo, una cosa eminentemente domiciliaria. Pides una ambulancia, por ejemplo. Ajá. Mandas a lavar las alfombras o las persianas. “Aló, ¿lavandería? Tengo una alfombra persa que quiero mandar a lavar”. “Déme la dirección y su teléfono, por favor”. Eso es todo. ¿Qué te puedes tardar? Unos segundos. Después, como con todo, está la práctica. Vas aprendiendo a pedir las cosas. Por ejemplo, pizza. Muy sencillo, dirán. Depende. Es sencillo si se pide una pizza y una pepsi cola. Cuándo pides pizza para las trescientas personas de la convención turperware, ya no es tan sencillo. Tienes que llamar con uno o dos días de antecedencia, caerle bien a la niña, engolosinar el gerente. Después están las emergencias, otro capítulo. Una inundación, es una emergencia. Una fuga de gas, es otra clase de emergencia. Y cuando había que pagar algo, la tarjeta de Ernesto pagaba y no rechistaba. Los servicios geriátricos de apoyo funcionan las veinticuatro horas, ahí está otro ejemplo. Las sex shops tienen entrega al domicilio, cosa que la mayor parte de las personas no sabe. Y por ahí.
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