Para José Luis Fernández y Mary Carmen Villasmil
En un par de segundos el trueno licuó la
tierra
cerró surcos muy viejos, abrió otros nuevos.
En ese par de segundos que duró el trueno,
el arado de luz y fuego sepultó las plantas
vivas
taló los árboles, ahogó las yerbas, hizo
hervir el agua de los arroyuelos con azufre
y convirtió los mantos freáticos en horribles
catedrales de vapor con lenguas de agua viscosas
que lo babearon todo
con una saliva repugnante.
Dos segundos y todo había quedado diferente, parecía
unas veces;
todo quedó igual, parecían las cosas en otro
momento. Empezó a hacerse confuso.
Lo normal y lo extraño se fundieron por dos
días y tres noches
en la reverberación sorda del estruendo
inicial.
La vida quedó sepultada varios metros bajo
tierra en la expectativa de un renacimiento lejano e incierto.
Imposible adivinar las consecuencias de la
deflagración del mundo si no existían referencias ni precedentes.
Después del trueno, ¿Volverá la tierra a
florecer y a dar frutos? Nos preguntábamos.
¿Fue bueno o fue malo?
¿Será que el trueno aró la tierra, la volteó
delicadamente en el lecho nupcial y la fecundó?
¿Fue eso lo que pasó? ¿O en esa terrible
furia de amor la dañó, la esterilizó, la arrasó, la quemó, la abrasó para
siempre?
¿Será que tanto amor le dañó los ciclos de
muerte, amor y renacimiento? ¿Fue eso?
Dormíamos todos. Las camas subieron 5
centímetros en el aire y ahí quedaron, a la escucha.
La vibración fue tan intensa que el aire
entró en combustión.
Los que dormían con la ventana abierta o con
las cortinas descerradas, amanecieron con la mitad del rostro quemado.
Los pocos que estaban despiertos y andaban en
la calle, sufrieron quemaduras en todo el cuerpo.
Las emergencias de los hospitales colapsaron.
Los sistemas electrónicos entraron en pánico.
La ciudad entera era un solo aullido de dolor de sirenas y alarmas que se
gritaban desesperadamente unas a otras.
Las patrullas y los bomberos que salieron a
la calle se encontraron con una luz purpura que duró otros dos días y una
tercera noche.
Por entre las tiendas de campaña que se
habilitaron en los alrededores de los hospitales
los quemados deambulaban como momias de una
película de mal gusto.
Todos con las manos cruzadas sobre el pecho y
la cara, ocultando muecas de dolor.
Todos los mecanismos se dañaron.
Las llaves no atinaban con las cerraduras,
las palabras no cerraban ni abrían nada.
Los zapatos no calzaban bien en los pies.
La gente se los quitaba y pateaba a tientas
ese nuevo suelo, recién revuelto, algodonoso, que ya no ofrecía garantías de
sustentación, ni ayudaba a discernir lo que estaba torcido y lo que permanecía
derecho.
Lo que estaba bien, lo que estaba mal. Lo que
era bueno, lo que era malo.
El primer día los periódicos no salieron.
La realidad exterior no podía coexistir con
el dolor de la quemadura en el centro del universo. A partir del segundo día
empezaron a consolidarse algunas teorías.
Casi todas coincidían en que no existió
relámpago.
Ni previo, ni simultaneo, ni posterior.
Los que habían sobrevivido más o menos ilesos
visitaban a los enfermos en sus camas e intentaban explicarles lo que había
sucedido.
Explicar el trueno.
Los enfermos abrían y cerraban los ojos,
asentían, pero no entendían como habían sido alcanzados por un ataque de furia
incandescente
un sonido negro vuelto luz, del que no
existían precedentes, ni explicación, ni memoria entre los vivos.
No se preguntaban por qué yo
solo se preguntaban por qué había sucedido,
cómo, en qué momento se les había introducido el trueno dentro del pecho
atenazándoles el corazón con la mandíbula.
Los amigos reunidos alrededor de las camas
tampoco les sabían responder
el trueno también les estaba cambiando la
frecuencia de entendimiento.
Pero tomaban a los enfermos de las manos y
con miradas y palabras de amor
acallaban los ecos del trueno.
Para el tercer día aquel color violáceo y
sanguinolento del cielo se desvaneció.
De pronto los enfermos sentían que volvían a
respirar
que aquella jauría de grifos e hienas que le
habían mordido el corazón
se habían ido, derrotados, porque habían
perdido la batalla del amor.
El día amaneció plácido, silencioso. Azul.
Y ningún enfermo dudó de que los ciclos de la
vida y del amor
volvían a estallar en brotes de renacimiento
fecundando de nuevo la vida con melodías de
esperanza
a diestra y siniestra y por doquier.