Hoy día me parece estúpido pero debo confesar que, en su momento, cuando nadie sabía lo que era el reggae, tardé mi tiempecito hasta entender a Bob Marley. A que se me metiera en la cabeza. Janis Joplin y Bob Dylan, aunque anteriores a mi generación, ni se diga. Para mi eran sinónimos de cacofonía y desafinación total. Siglos de siglos tardé hasta medio acercarme a Miles Davis, Billie Holiday o Keith Jarret. Y aplicaba el razonamiento más egobróntico del mundo: ¡Si no me gustan es porque no son buenos! Serán fenómenos pasajeros, de mercado, o de culto para intelectuales en su eterna búsqueda de ídolos, talismanes, identidades. Me decía yo en mi santa ignorancia. Tardé años preciosos hasta entenderlos, a esos y a tantos otros, y comprender que eran genios. Y el genio no se digiere fácilmente, casi nunca entra a primera. Creo que acontecerá algo similar con Amy Winehouse. Su música y su voz tienen una personalidad propia y una forma personal de expresarse, nueva, no siempre fácil de admitir. Como en tantos casos, el desequilibrio que produce la creatividad y el genio es también, lamentablemente, el que está en la raíz de la desviación, la adicción, el alcohol, las drogas.
Ayer, por una de esas coincidencias increíbles de la vida, estaba haciendo compras en el supermercado. Uno no escucha la música que pasan en los supermercados! Tuve un amigo librero que acostumbraba decir que no vendía “libros de aeropuerto”. Un otro distinguía entre música, y “música de coger culo”. Entre una y otra, podemos situar la música de supermercado. Apenas entrar, el cerebro se nos desconecta automáticamente para no escuchar nada y concentrarse en la frescura de la lechuga. Pero en este caso, ayer, me llamó la atención que estuvieran pasando a Amy Winehouse. ¡Raro, no? Sería un accidente en la recopilación, pensé yo, y después pasarían algo de Abba, naturalmente. Pero no, la segunda música también era de ella. Y la tercera y la cuarta. Era un álbum completo.
Trabajé en supermercados toda la vida. Todos tienen un sistema de música ambiental, controlado centralmente. Y todos los gerentes, subgerentes, jefes de caja, realizan un pequeño by pass: se consiguen unos cables convertidores, y conectan su CD o ipod al sistema. Cambian, literalmente, de canal. Por más memorandos centrales que insten a los gerentes a colocar música del agrado general y adecuada, más de una vez, al entrar en un supermercado, fui recibido con los alaridos animales de ACDC y otros que tales. Esto de la Winehouse a un jueves por la tarde, tenía necesariamente que ser el caso. Alguien, allá atrás de aquellos vidrios espejados de la oficina, había colocado a Amy Winehouse, porque le gustaba. Ya me la imaginaba, a la autora de la proeza: alta, ágil, pero no necesariamente bonita, con un par de piercings y el pelo mal recogido: probablemente la subgerente, o la jefe de cajas, debiera ser.
También sé la presión y el stress al que están sometidas las niñas de las cajas, las cajeras. Cuanto menos le hables más infinitamente agradecidas te quedan. Aún así dudé en pedir que llamara la jefe de cajas; la gerente, en su defecto, o qué sé yo. Ya me inventaría una reclamación estúpida, pero inofensiva (he tenido que aguantar a miles, sé cómo funciona la cosa). Al final, no pregunté nada, no pedí para que llamaran a nadie, como siempre. Pienso, me imagino, hago planes, pero acaba siempre todo en nada.
Sería un episodio perfectamente trivial, de esos que se olvidan dos o tres días después. Pero no lo fue. Y me arrepiento amargamente de no haber reclamado la presencia de quien puso el disco.
Amy W. era relativamente conocida aquí en Portugal, porque hace un par de años, en Lisboa, perdida de borracha, se cayó del escenario y suspendieron el espectáculo. Pero su música, tal vez por eso, (porque los media no perdonan) ni se escucha mucho ni es particularmente apreciada. Esa es una de las razones por las cuales me pregunto quien colocó uno de sus discos completos en el supermercado de mi barrio, pocas horas antes de que ella, a los veintisiete años, fuera encontrada sin vida, en su departamento de Londres.
Si se trató de una overdose o de un acto premeditado, es absolutamente vano y pueril indagar. La negación de la realidad, desde la determinación más consciente hasta el acto más involuntario e insignificantemente neuroquímico, adopta mil formas imposibles de desenmarañar. Y me pregunto si algo de ello lo intuyó, de alguna forma que no sé explicar, una de las niñas de mi supermercado.
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