Fue en una de esas llegadas. Fueron tantas que perdí la cuenta. Lo diferente, de esta vez, era que teníamos como tres meses sin vernos. Nunca habíamos estado separados más de un mes. Cuando hablábamos por Skype (y lo hacíamos dos veces por día) ella insistía en que yo marcara un vuelo que llegara por la mañana. Averigüé, hablé con un amigo que tiene una agencia de viajes, busqué en internet. Niquiti: cero vuelos que llegaran a Lisboa por la mañana. Ni a Lisboa por la mañana, ni a Madrid por la madrugada, opción que no era de descartar porque Iberia siempre fue más barata.
--Pero bueno, dime la sorpresa, que así sabré mejor como planificar—propuse yo.
No. Era una sorpresa, no se podía decir porque era sorpresa, ¡dugh! Me pidió que insistiera, que averiguara mejor lo de los vuelos.
--Hay uno que llega a las nueve a Oporto. Pero el siguiente, de Oporto a Lisboa, los sábados, solo llega a las tres y media.
--No sirve. No da tiempo- dijo ella.
Y por esa frase, por ese descuido del que estoy seguro no se percató, más o menos imaginé que la sorpresa nos tomaría unas horas de viaje. También sabía que la cosa no podía ser aplazada para el día siguiente, ni para otro día cualquiera, ya que ella, por motivos de trabajo, salía dos días después, el lunes, hacia Salamanca. Un congreso, ponencia, una de esas vainas raras en las que se la pasaba. Y ya me imaginaba cual era la sorpresa: que entre una separación y otra, sacáramos el máximo partido del reencuentro con un retiro 24 sobre 24, 1/1, es decir, sobre el uno, sobre el otro, sobretodo olvidados del mundo y concentrados exclusivamente en nosotros dos. Lo que me parecía un excelente programa. Alguna forma había de haber. Y la hubo. Una especie de triangulación masónica, estrambótica, pero efectiva. Caracas – Frankfurt – Paris -- Lisboa. Hora de llegada: nueve de la mañana. Un plano (de vuelo) perfecto.
Llegué puntualmente, si bien tuve que pedir ayuda para que me sacaran las maletas del carrusel porque me habían salido las benditas hemorroides. En el duty free de Paris me compré una pomada, que aconsejaban aplicar en seco. Sec, decía, eso lo entendí. Era una pomada más apropiada pues para los Arrivals que para los Departures, aunque me imagino que el fabricante nunca se imaginó que su unción se fuera a vender en los aeropuertos, en la sección de curitas, tampones y pastillas para el mareo. Compré la pomadita, con mis dudas, ya que todavía me faltaba experimentar el asiento del vuelo Paris – Lisboa. Que resultó particularmente felpudo. Cálido, tirando a sibarita. ¡Ah, le confort! Air Fjance, ya se sabe.
Llegué a Lisboa con una picazón horrible, un ardor de la putaine que los parió. Lo que me provocaba era rascarme con un tenedor, un cepillo de acero, una rebarbadora eléctrica, no joda. De la desesperación caminaba tipo marioneta, intentando frotarme con las mejillas del culo, con los brazos y las piernas descoyuntados de tanto malabarismo disimulador, estilo Pinocho. Para colmo, pedían disculpas, pero los baños, debido a la remodelación y ampliación en beneficio de todos: ¡estaban cerrados! À puta que os pariu, me salió de lo más más vernáculo. ¡Nos cerraban los baños y todavía pedían que les agradeciéramos! Agarré mi carrito y por ahí me fui, orgulloso de mi origen latinoamericano, imitando los actores bailarinos de las películas mejicanas de los años cincuenta.
Ella me estaba esperando afuera, de primerita en la fila. Y mientras nos besamos y abrazamos se me olvidó completamente que tenía brazos, pies, ano. Después le expliqué mi problema y fui a buscar un baño mientras ella se quedaba con las maletas.
-- Mejor voy llevando las maletas para el carro. No tenemos mucho tiempo. Está en el 64B, segundo piso.
Nosotros no teníamos carro. En el 64B estaba una camioneta Range Rover, vino tinto, podría decirse, aunque después de desteñirse durante 20 años, el color de un carro se vuelve incierto. Pudiera haber sido rojo, fucsia, bermellón… Entré, y ahora sí, nos abrazamos y besamos como debía ser. De vez en cuando parábamos para poder mirarnos mejor después de tres meses de ausencia, para tomar aliento, y sumergirnos otra vez en esas profundidades abisales con castillos de coral iridiscente.
-- ¿De quién es la camioneta? – pregunté.
-- La alquilé.
--¿Alquilan vejestorios de estos? ¿Por qué no alquilaste un carro?
-- Porque vamos a necesitar una cuatro por cuatro.
La cosa prometía, pero consideré prudente no hacer más preguntas. Era la sorpresa. Salimos de Lisboa por el sur y paramos en una estación de servicio para un almuerzo rápido. Primeros días de Agosto. Casi cuarenta grados. Cuando nos acercamos a la camioneta, la chapa botaba ese humito transparente y vibrante, que es el aire hirviente que produce espejismos en el desierto. Pero, aunque la temperatura dentro de la camioneta debiera rondar los cincuenta grados, nos metimos para los besos que no habíamos podido darnos dentro del restaurante. Tres meses es mucho tiempo.
Abrimos las ventanas, pusimos la camioneta en marcha, y ahora sí, para allá nos íbamos. Ella al volante, muy aplomada siempre, muy consciente de sus responsabilidades como conductora, siempre. De todas sus responsabilidades, siempre. Y yo, casual, como siempre. Iba sentado de medio lado. Para no dejar de mirarla por un segundo, claro; y porque, a pesar de haberme limpiado escrupulosamente, los cuarenta grados de temperatura estaban reactivando las propiedades prurísticas de la pomada gala. Aprovechaba el menor bache y traqueteo para “acomodar-me” mejor. De vez en cuando me le acercaba y la besaba en la mejilla; esos besos automovilísticos tenían un sabor furtivo, robado, especial. Y después me volvía a sentar, cómodamente, con el amor más aliviado.
En muchas regiones de Portugal y España se registran -10 grados en invierno y 40 grados en verano. En esos días de calor abrasador los olores se modifican. Imagino que los poros de la vegetación se abren, que las plantas transpiran con la lengua afuera. Flota siempre en el aire un olor de caucho y aceite quemado. No nos pareció nada de anormal, pues, el olorcito, un olor como de algo que se quemaba (todo a nuestro alrededor se quemaba) hasta que del motor de la camioneta salió un ruido horroroso, indescriptible. Apenas duró unos segundos, pero era como si dentro del motor estuvieran moliendo monedas, tornillos, prótesis odontológicas de platino. Y después se detuvo. El ruido, el motor, la camioneta, todo. Parada total.
Estábamos a medio de una pequeña bajada, lo que permitió maniobrar, en neutro, hasta una salida que, aparentemente, estaba fuera de uso. Daba hacia un peaje mañoso: o aún no había entrado en funcionamiento, o había sido clausurado apenas inaugurado. Hacia y desde el peaje confluía un pequeño conjunto de carreteras, en las que nadie circulaba, naturalmente, porque estaban bloqueadas por el peaje condenado. Decidimos que lo mejor sería esperar a que la camioneta se enfriara.
-- El problema es que no tenemos mucho tiempo – dijo ella.
-- Es un concierto ¿verdad? La sorpresa es un concierto, porque tiene hora marcada.
-- No. Y no intentes adivinar.
-- Bueno, necesito un baño.
Por una u otra razón, generalmente por dos o tres al mismo tiempo, (cagar, mear y sonarme la nariz, por mencionar una de las combinaciones posibles) siempre necesito un baño. Ella se retorcía de pena ajena cuando me veía mear contra un poste. Yo lo hacía tan a menudo que, en las zonas donde vivimos, la mayor parte de los perros me conocían. Pero de esta vez era diferente. Necesitaba más bien un bosque, donde poder masajearme con algo fresco. Un manojo de hojas verdes, era lo que tenía en mente. Pero allí no había bosque alguno, sino tierra batida, (de la roja, calcinada), asfalto y cemento por todas partes. Ni siquiera una sombra había, aparte de la sombra de la camioneta. Mínima, porque el sol estaba a pique. Y a pesar de que el olor del motor era insoportable, nos besamos y abrazamos recostados de la camioneta hasta que consideramos que el voluble vehículo ya se había enfriado. A lo mejor se había enfriado, pero seguía sin dar señales de vida. Nos volvimos a besar. Lo volvimos a intentar. Lo intentó ella. Nos cambiamos de puestos. Lo intenté yo. Nos besamos. Nada. El motor sencillamente no respondía.
Teníamos que llamar a alguien, un mecánico, una grúa. A la compañía que nos alquiló el carro, por ejemplo. Teníamos el celular y el número. Lo que no teníamos era puta idea de dónde nos encontrábamos.
-- Tú vas por este lado y yo voy por aquél. En algún momento debemos encontrar una placa, una casa, una persona, un cruce donde pasen carros – propuso ella.
OK. Empecé bajando. A los diez minutos encontré una placa con el nombre del pueblo, y seguí. Después encontré una señora de la zona que me explicó todo, no solo el nombre del pueblo sino el nombre de la localidad. Y seguí. Más abajo, en frente a la oficina de los correos, encontré un viejito ciclista. Tenía como 80 años. Llevaba la bicicleta por la mano, claro. Me confirmó todo lo que me había dicho la señora, nombre del pueblo, parroquia y municipio, estaba correcto. Me quiso explicar que en la reforma político-administrativa del 42 el pueblo pertenecía al municipio vecino, pero le di las gracias y seguí bajando. Como tres kilómetros adelante, cuando casi ya había perdido la fe, encontré mi bendito bosquecillo del edén, rebosante de tiernas hojas de eucalipto.
Cuando regresé, ella llevaba más de media hora esperándome. El nombre del pueblo estaba super reconfirmado, no habían dudas. Serían como las tres de la tarde y, después de la excursión exploratoria, sudábamos a chorro. Bueno, yo, porque, por alguna hormonal razón que desconozco, las mujeres sudan infinitamente menos que los hombres.
-- ¿Llamaste?- le pregunté.
-- Sí, ya llamé y ya me devolvieron la llamada diciendo que no saben en dónde queda esto.
Media hora después llamó un hombre, diciendo que era el de la grúa de servicio en la zona, pero que tampoco sabía dónde estábamos. Intentamos explicarle, lo mejor que sabíamos; básicamente que estábamos en un peaje fantasma, dónde no había gente ni pasaban carros, en el medio de la nada. Nos fuimos a recostar contra una de las columnas del peaje fantasma.
-- Bueno, ya no hay sorpresa—dijo ella, en un tono triste, de desanimo.
-- No hay problema. ¿No puede ser otro día? ¿Cuando vuelvas de Valladolid?
-- De Salamanca.
--Uarever. ¿No puede ser otro día?
-- No lo sé.
-- Bueno. Entonces ya me puedes contar lo que era. Yo voy a imaginármelo cómo si estuviera allí. ¿Te parece?
-- No era nada de especial. Te vas a reír. Queda como a cien quilómetros de aquí. En la playa. Pero hay que meterse por las carreteras de tierra. Cuando era niña, mis padres y yo pasábamos las vacaciones por allí, en un parque de camping. Ya sabes como es. O como era. Una tienda, amarrada a la maleta abierta del carro. El turismo de los pobres a finales de los setenta. Un día, en esa playa, vi la puesta de sol más indescriptible de mi vida. El sol se volvió loco, explotó tipo super nova y pintó el cielo con mil colores. Salí corriendo, a buscar a mi papá, como testigo… o protector, no sé. Pero desde el parque no daba para ver el mar, y el efecto en el cielo ya casi había desaparecido. Intenté explicárselo, pero son cosas difíciles de explicar. Y de olvidar, también. Y eso es todo. Quería ver el atardecer contigo, aunque fuera una puesta de sol corriente y normalilla, y contártelo, intentar otra vez, explicártelo a ti. Lo que sentí. Con más calma, y con más pormenores, con una botella lenta de aquél vino que nos sirvieron en el matrimonio. Hacerlo de otra manera. No sé como explicártelo…
Me quedé mudo, como siempre. A veces no sabía si había entendido bien bien bien lo que quería decir. Otras veces la entendía perfectamente, pero igual me quedaba mudo.
--Hace tres semanas fui allá con mis viejos para preparar todo y le alquilé una casita de piedra, a una señora del pueblo. La casa queda en medio de una cuesta un poco fuerte, inclinada, “íngrima” como dices tú, que te la tiras de escritor. Lo importante no es la casa, sino que tiene una vista soberbia sobre la playa y sobre el mar. La señora se ofreció a prepararnos la comida, por el mismo precio, y le pedí que me preparase tu plato y tu postre preferido. Y bueno, era eso, tu sorpresa. Nada especial… que habláramos un poco sobre el sol o qué sé yo. Me siento un poquito estúpida…me parece que te vas a quedar decepcionado, tanto con la historia como…
A ella le parecía que yo me pudiera decepcionar porque me estaba entregando un pedazo de su vida. Una mujer enamorada es un ser extraño. Yo no sé cuál es mi platillo y mi postre favorito, pero estoy seguro que lo reconocería de inmediato cuando ella me lo enseñara.
Ella iba a rematar lo que estaba diciendo pero la vida real no es como el cine. Los teléfonos suenan en los momentos más poéticos y menos adecuados. Era el señor de la grúa, otra vez. Peaje, sí. “Serendim”, correcto. Como a dos kilómetros de los Correos, exactamente.
Las sombritas mínimas de las columnas del peaje eran completamente insuficientes, y básicamente pasamos el resto de aquella tarde bajo un sol inclemente. Hablábamos por teléfono todos los días (por Skype, dos veces por día); no había mucho acontecimiento noticioso para poner el día. Pero aquella tarde hablamos y hablamos sin parar ni cansarnos. Como lo hacíamos siempre, todos los días. Quién sabe si de aquella vez sentíamos que teníamos más tiempo, porque el sol se pone casi a las diez. Todo el tiempo del mundo.
De vez en cuando volvía a llamar el señor de la grúa. Nos reíamos como niños jugando a frio y caliente con el señor de la grúa. A veces parecía escucharse la aproximación de un carro, pero no, era falsa alarma, era mentira. Después llamaban de la agencia de alquiler. La señorita de la agencia estaba frente al computador, y decía que le parecía muy raro, pero que no nos encontraba. Le propusimos encender una fogata para que los satélites de Google Maps nos localizaran. Aparentemente no le gustó la broma y dijo que, por última vez, iba a hablar con el chofer de la grúa. Nosotros seguíamos riéndonos, seguros de que la felicidad duraría el resto de la vida, seguros de que la felicidad era interminable como una tarde de verano.
En determinado momento miré el sol e intenté imaginar donde se pondría, aquel día, en aquel sitio. No lo logré, ni me importó: tarde o temprano, ella me llevaría a la cuesta del poniente más majestuoso del mundo. A ella la conocía, mil veces mejor que la palma de mi mano, estaba seguro. Porque no sola la conocía a ella; conocía la inevitable predestinación de nuestro futuro y nuestro destino.
El señor de la grúa nos dio la cola, de regreso a Lisboa. Nos reíamos acurrucados en la cabina, los tres en el mismo asiento, ella en el medio. La apreté muy fuerte contra mí, como si reclamara el derecho de su proximidad sobre el aliento del señor de la grúa. Las virtudes terapéuticas del eucalipto habían operado el milagro. Mi intuición animal para los productos naturales había contrarrestado los efectos perniciosos de las farmacopeas parisinas. A pesar de las carambolas aeronáuticas entre Frankfurt y Paris, no me sentía cansado. Nada. Todo lo contrario. Animado, diría, porque algún día habría de ver el atardecer más espectacular del mundo, el que nunca vi, ni veré.
Aunque de alguna forma me quedé con aquel ocaso irrepetible, aquel crepúsculo esplendoroso, aquel recuerdito de niña que, si pudiera, lo guindara del cuello como un crucifijo. Y sería como una bolita de luz reluciendo todo el tiempo en el pecho. Como lo son tantos recuerdos. (Y ahora ya no estoy escribiendo porque tengo un nudo en los dedos. Ya me va a pasar. Ok. Bueno)
Y fue así, la tarde más larga y más feliz de mi vida.