sábado, 4 de junio de 2011

Nuestra imagem


Toda la vida he sido reacio a las fotografías. Por un lado porque siempre me he considerado más guapo que “aquello”, mucho más interesante que “aquella vaina”. Pero, por otro lado, independientemente de lo apuesto o menos apuesto, no me reconozco en una fotografía. Sencillamente, no soy aquél. Yo y él somos personas distintas. La gente me dice que no hay nada malo, que estoy bien y eso, pero yo sé, con convicción interior de santo, que no puede ser, mano, que va, yo no soy así. Por eso soy siempre el primero en ofrecerme para sacar la foto, y llevo mi cámara para todas partes: para ser el fotógrafo y evitar que a algún gracioso se le ocurra decir “ponte ahí”. No siempre lo logro, y cuando por fin accedo a “ponerme allí”, acabo, permisito, en el rincón de la foto. Pero a quién le importa. Igual acaban poniendo la foto en Facebook, con tag y todo, aunque aparezca sin brazos ni piernas, asomándome para salir en la foto, sonriendo a mucho costo, y sobre todo, coño, con mitad de la cara cortada. Cuando veo una mierda de una cámara alzada (y hoy, entre cámaras y celulares, puedes contar varias docenas dentro de una habitación), ahí mismo me doy la vuelta, y enceto conversación con el primero que encuentre detrás. Aún así me ponen el tag, una especie de sello de amistad que se parece más a una puñalada por la espalda. Me canso de apagar taguecitos, pero siguen apareciendo, porque todos llevaron su bendita cámara para la fiesta.

Sucede que ahora reveo las fotos de no sé cuantos años atrás y me digo: “coño, me acuerdo clarito de haber sido así. Estoy tal cual. Yo era así. Flaco, elegante, en el centro del foco y mirando de frente el obturador; de frente hacia el mundo, radiante de energía y buena disposición”. Después veo a otra, de hace diez años atrás, y me digo “no está mal: algunas canitas, aquí y allí. Una muy ligera, casi imperceptible curvatura del abdomen, sí, pero nada que se note. Fíjate que interesante, no lo creía, pero no hay duda alguna: yo era así”.

La semana pasada, estaba en una terraza de café con unos amigos, y me dice José Antonio, mirando por encima de mi hombro:

- Ahí viene Felibiano-. (Es verdad, se llama así).

Felibiano y yo no nos veíamos hace como unos diez años, de la época en que yo era feliz, pesaba quince quilos menos, y las canas me daban un toque de distinción elegante, que las mujeres alababan mucho (y yo disfrutaba poco).

- No le digas que soy yo- le dije a José Antonio.

Llega entonces Felibiano, saluda y eso, y José António le dice:

- Conoce a un amigo.

Nos dimos la mano y nos volvimos a sentar. La conversación estaba discurriendo de lo más normal, sobre futbol, naturalmente, hasta que yo dije una estupidez cualquiera, no me acuerdo. El hombre se quedó tieso, de una pieza, mirándome fijamente.

-¿Jaime? – preguntó. Pero no era una pregunta, era una afirmación.

No me reconoció por el rostro o por los ojos (dicen que es nuestra marca más personal); me reconoció por la voz. Y eso me ha sucedido en varias oportunidades. Aparentemente la voz, su timbre, nuestras articulaciones, titubeos o construcciones, o qué sé yo, la voz es lo que menos cambia.

Sigo detestando que me saquen fotos, o verme en ellas, aunque ahora tenga sobradas y muy válidas razones. Ahora sí es absolutamente imposible que aquél viejo obeso y encorvado sea yo. Debe ser por eso que me dediqué a grabar “podcasts” (grabaciones de voz) para el website de mi escuelita de lenguas.

Dentro de unos años, cuando tenga nietecitos y me pregunten cómo era yo, les pondré las grabaciones de mi voz y les diré “yo era sí, siempre he sido así, eternamente irreconciliado conmigo mismo, qué le vamos a hacer. Este era y soy yo.”

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