En estos últimos años me está sucediendo algo increíble. No puedo llamarlo un problema de salud, porque de verdad es una cosa de nada. Pero es un fastidio permanente, inexplicable, que me tiene ansioso todo el tiempo. He consultado con varios médicos, les pido opiniones, pareceres, soluciones. Pero que va, es un acertijo, un enigma. La cosa me viene sucediendo desde hace como unos cinco o seis años. Siete, ocho, pongamos, a lo máximo. Aunque antes de eso ya se me habían presentado varios indicios, o síntomas, porque no es de descartar la hipótesis de la enfermedad.
La primera historia me pasó en Sebucán. Llevaba añales viviendo en aquella casa y me la conocía de memoria. A medio de la noche me levantaba de la cama, atravesaba el comedor y la sala hasta llegar a la cocina, abría la nevera, me tomaba un vaso de agua y regresaba. A oscuras, pues, sin darme al trabajo de encender ninguna de las luces, todo de memoria. Todo hecho con la memoria del cuerpo, digamos así. Pero, sin explicación, empecé a tropezarme con las patas de los muebles. Descalzo. A veces con el meñique. Solo quien ha pasado por eso sabe a lo que me refiero. No solo comencé a encender las luces. Las dejaba encendidas la noche entera.
Otra cosa que hacía era que, al terminar de bañarme, y para no mojar el suelo, daba un salto hasta el tapete y agarraba la toalla. Un día, así, de lo más inesperado, el salto me queda corto. En vez de aterrizar en el tapete aterrizo en la cerámica, resbalo, me caigo de espaldas sobre el bidet y me parto dos costillas. No le di mucha importancia a la cosa. Accidentes son eso mismo, imprevistos que le acontecen a cualquiera, y cualquiera se parte un hueso, alguna vez. No le di mucha atención hasta que aconteció el segundo. Percance, digamos. La segunda historia.
Un sábado por la tarde empezó a llover de repente. Una de esas lluvias torrenciales que todo lo inundan en un segundo y se olvidan en el siguiente. Salgo corriendo a cerrar los ventanales, que siempre los dejábamos abiertos porque no teníamos aire acondicionado, me resbalo en el agua (todo el apartamento estaba revestido de cerámica, ese era parte del problema) me resbalo y salgo volando hacia el aire, paralelo al suelo, elevándome en la vertical y en cámara lenta, tal cual una comiquita. Era como si yo estuviera afuera viendo la escena. Paro un segundo, a un milímetro del techo, y después bajo a mil por hora en dirección al suelo. La nuca, al chocar contra el piso, hizo reverberar los cimientos del edificio. Quería hablar, quería moverme, hacer algo, decir algo, pedir auxilio, pero no podía. No podía mover un dedo. Mis hijas habían salido con sus novios, como siempre. Mi ex ex se estaba bañando y me pregunté a mí mismo si podría aguantar lúcido hasta que saliera. Me quedé inmovilizado, completamente. Pero consciente de que en mi ateísmo militante y convicto solo me quedaba pedirle a Dios que no me dejara parapléjico. Camino al hospital, en la ambulancia, ya me sentí mucho mejor y le agradecí mis súplicas paganas a Dios (agradecerle directamente a Dios es diferente).
--Creo que me están fallando los reflejos – le dije yo a los dos médicos, el de urgencia y el de consulta.
- Normal- me dijeron los dos- Todo normal. La tonicidad muscular, los reflejos… no se pierden… pero disminuyen, tú sabes…
Lo mismo me dijeron mi cuñada y Jóse, con quién almorzaba todos los jueves. Los dos son médicos. Los dos dijeron que era normal. No, no es normal cuando se tiene veinticuatro años, les intenté explicar, pero igual dejé que me pusieran el collarín aquél. Tenía tanta fibra de vidrio y tanta varilla de acero que la primera vez que intenté voltearme y fisgonear un culo, el castigo de Dios casi me esnuca. Le juré y prometí que en adelante me portaría bien. Me limité a mirar tetas, de frente, con un descaro total y una especie de infinito desdén y desinterés. Lo que, para mi sorpresa, llegó a producir, en más de una oportunidad, unos efectos muy interesantes. A los quince días me sacaron el collarín y volví a caer en mi vida de merodeador furtivo. Sin resultados interesantes. Sin resultado alguno, como siempre.
Estos fueron dos incidentes, o accidentes mayores, cosas que visiblemente me afectaron la parte más mecánica del cuerpo. Pero, casi simultáneamente, o muy poco después, empezaron a presentarse las pequeñas señales. Primero, me salió un lunar en todo el centro de la mano derecha. No bien un lunar, era una peca marrón, que empezó a oscurecerse a lo largo de los meses. Un color raro, que nunca antes había visto. Y después me salió otra peca más arriba, y una tercera, más abajo. Me puse desconfiado. Primero perplejo (¡a los veinticuatro años!), y después desconfiado.
Por la misma época, noté, por una mera casualidad, que me había salido un pelo en el lóbulo de una oreja. La derecha. Intenté arrancarlo, naturalmente. Pero por más que intentara sintonizar la visión, acercándome y alejándome del espejo del baño, no lograba enfocar para poder arrancarme el bendito pelo con las uñas. Siempre he tenido una visión perfecta, nunca usé lentes para nada. Pero, por aquello días, precisamente, mientras hacía la cola en la farmacia, me puse a jugar con el mostrador de esos lentes que llaman “de lectura”, pero que también se pudieran llamar "de presbicia” o de “endurecimiento senil de la retina (irreversible – ni consulte con su médico)”. Por supuesto que no necesitaba aquello para nada, pero me compré unos porque me divertía ver las letras tan grandes; me parecía casi cómico, como esos espejos de feria que nos hacen más flacos o más gordos. Sucede que no tenía un pelo en el lóbulo de la oreja derecha. Tenía tres. Y dos más en la izquierda. Volví a la farmacia y me compré una pinza. Y de paso, unas tijeritas con las puntas redondas para no pincharme el interior de la nariz. Sí. Porque lo inaudito era que ahora también no paraban de salirme pelos de la nariz, a una tasa de crecimiento impresionante.
Un par de años más tarde, pasé tres o cuatro días acampado en una tienda, con mis dos hijas y sus respectivos novios. De regreso a casa lo primero que hago es correr al baño para darme una ducha. Entro al baño y me miro en el espejo. Skock emocional total. La última vez que me había dejado crecer la barba o el bigote había sido añales atrás. Y era una barba negra azabache, que de tan negra era lustrosa, como la de los hidalgos presumidos que pintaba Velázquez. Sucede que ahora, mirándome esta barba de cuatro días en el espejo, no daba para saber muy bien si eran más los cañones negros que los blancos. Mientras tanto, las pecas de la mano derecha me habían pasado también para la izquierda, por una especie de contagio.
--Debe de haber alguna crema fungicida para esto – le dije a mi cuñada médica (ex cuñada). Ella se rió como si le estuviera contando un chiste.
--No, no hay crema para eso—me dijo Jóse, tajante--. Pero si quieres te puedes teñir el pelo—agregó, de lo más cínico.
La misma semana que me di cuenta que la textura de las uñas me había cambiado (se me pusieron inexplicablemente más secas y estalladizas) apareció por mi trabajo una mujer como de mi edad. Con todo puesto en su sitio y sin que le faltara nada. Le expliqué como se hacía todo en la empresa, quién era quién, de quién se debiera cuidar (de los machos, independientemente de edad, apariencia o posición), en dónde se comía mejor (aunque la tenía que llevar porque la dirección no era fácil de explicar). Toda ella un polo magnético de atracción hiper gravitacional que me tenía en órbita todo el tiempo. En la noche, después del trabajo, me la pasaba buscando restaurancitos en los callejones más escondidos. Imposibles de encontrar si no fueras debidamente acompañado. Como a los dos meses me di cuenta del color de sus ojos, del timbre de su voz, de que usaba perfume y que tenía cuatro piercings en la oreja derecha. El día que me fijé que se había cortado el pelo, supe que estaba jodido. Cuando un hombre se percata de un pormenor nimio como ese, está irremediablemente perdido. A la mesa de una de esas tabernas de mala muerte, se lo dije, se lo conté todo. Que desde el primer día que la conocí me fascinaron sus ojos, y aquella manera suya de apartarse el pelo, y esas cosas. Ella me dijo que no podía ser, claro, nunca puede ser, ya estoy acostumbrado. No puede ser.
--¿Porqué?
--Aparte de un buen par de razones que te podría nombrar, tengo veintisiete años. ¿No sé si te has dado cuenta?
-- Sí, me he dado cuenta. ¿Cuál es el problema?
-- La diferencia de edades. ¿No entiendes?
Intentó explicármelo, pero no lo entendí.
--Yo tengo veinticuatro, a ver si te fijas bien. Eres tres años mayor que yo, y a mí no me afecta. Para nada. Ni creo que se note. Es más, siempre me han gustado las mujeres un poquito mayores, no mucho. El verano del año pasado me puse un piercing parecido a los tuyos, en la ceja izquierda, para que veas. (Lo quité al día siguiente porque se me estaba infectando el ojo, nada más por eso). Me gusta Amy Winehouse y Linkin Park. Tenemos un montón de cosas en común, y muchas otras más que ni te lo imaginas. Tendrías que probar.
Se puso aquella mirada maternal de las mujeres, aquella actitud sensata e inmune a toda clase de lógicas y razones, que tienen las mujeres, y me dijo
--No tienes remedio.
Eso digo yo. No hay remedio. Es absolutamente imposible entender a las mujeres. Aparte de que son pésimas sacando cuentas.
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