Yo nunca antes había vivido solo. Siempre había tenido una mujer a mi lado (por encima, por debajo, chiste malo). Me metí tres matrimonios en filita india, sin tiempo ni para respirar. (Nosotros somos así. Cuando digo “nosotros” me refiero a los ricos y famosos que nos casamos muchas veces, artistas, guevones, ese tipo de gente). Así que, siempre he dado ciertas cosas por establecidas. Por ejemplo: que cuando uno busca una cosa ella aparecerá en el lugar dónde debe estar. Pues no. Nunca está. Y te podrás devanar los sesos durante horas, que nunca adivinarás, quién, cómo o porqué, alguien escondió las tijeras, botó a la basura el sacacorchos, o metió el colador del espagueti dentro del closet. Siempre di por establecido, por fenómeno natural espontáneo, que, cuando un tubo de crema dental acaba, otro aparece. Nuevo, brilloso y barrigudito, paradito de cabecita erguida en su correspondiente lugar. Y lo mismo se aplica a un millón de pequeñas cosas, incluyendo, para no salir de este ejemplo, los cepillos dentales.
He visto a otras personas cepillándose. Normal. Se frotan los dientes de arriba abajo y de lado a lado, enjuagan, escupen, se secan, normal. Yo no puedo. No tengo calma ni paciencia para esas estupideces. Como me parece una pérdida de tiempo sin sentido, me cepillo tan rápida y violentamente que ya mitad del esmalte se me fue. Las durezas suaves y medias no me dan la talla, y no uso cepillos con cerda de alambre porque nos hay a la venta (y me imagino que deben hacer daño). Conclusión. Que cuándo me cepillo salta crema dental por todas partes. Siempre he tenido muchísimo cuidado de limpiar el lavamanos, porque sé que no hay nada más peligroso para un matrimonio que unos restos de crema y unos pelos de barba. Y ahora, viviendo solo, sigo limpiando por reflejo condicionado. La diferencia está en que ahora no me aparecen milagrosamente tubos de crema ni cepillos nuevos. Tengo que anotar esas cosas en una agenda que dice, entre otras cosas, “leer todos los días la agenda”, para que no me corten la luz. Bueno. Dada la violencia neandertálica con que me cepillo es normal que termine salpicándome la ropa. Pero mis diligentes exes, siempre se humedecían los dedos y diluían la pequeña mancha. Toquecito mágico, ya está. Las cosas normales que hacen las mujeres, como ajustarte el cuello del saco, o el nudo de la corbata.
No le había dado mucha importancia, pero ya me había fijado que, últimamente, me aparecían demasiadas manchas de crema dental. Destacadas, además, por el hecho de que me gusta andar de gris o azul marino. De vez en cuando pasaba frente al espejo y me las quitaba, con el procedimiento habitual de mojarse los dedos y voilá. Son esos mil detalles que uno va aprendiendo cuando empieza a vivir solo, todo cosillas triviales, como por ejemplo aprender a vivir sin sexo.
Pero siempre hay forma de darle vuelta a las cosas. Hace como un mes se me acabó la crema dental. ¡Otra vez, no joda! Cada dos días voy al supermercado, no precisamente a comprar, sino a buscar lo que se me ha olvidado en el último recate. De la bendita crema dental era imposible acordarme. Probé cepillarme con varios tipos de jabón: para el cuerpo, para la ropa, líquido, ninguno me gustaba. No sé qué coño le ponen al lavaplatos, es intragable. Lo mejor que encontré fue el Ajax Polvo. Una maravilla. Y además no salpica.
Ya llevaba varias semanas usando Ajax cuando salí con una chica. Ella me estaba esperando en un café. Nos saludamos y eso.
--Tienes una mancha en el suéter – me dijo.
--¿En dónde? No la veo.
--Cerca del cuello.
--¿Blanca?—le pregunto.
--Sí.
--Eso es crema dental. Si te mojas los dedos y los pasas por encima se quita enseguida.
Ella me miró con expresión de horror, asco, o no sé, algo grave. Y caí en la cuenta que no usaba crema dental hace más de un mes. El ridículo me enterró no sé cuantos metros bajo tierra, pero aún intenté ofrecerle mi mejor sonrisa: con mis dientes completamente erosionados por el magnífico poder limpiador y abrasivo del Ajax en polvo.
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