Es verdad que nunca soñaba contigo. Raro ¿no? Tantos años juntos, día y noche, del cuarto a la cocina, de la cocina a la sala, cruzando el mundo de una punta a la otra, tantos años en esto, y nunca soñaba contigo. Cagábamos y meábamos juntos, para no perder una conversación, una expresión, una palabra, un segundo juntos. A veces dejabas pasar algunos años y me preguntabas ¿Ya soñaste conmigo? No, no soñaba contigo. Si el sueño es la realización de un deseo, como dicen, yo estaba hasta el tope, saciado, completo. Sería. Lo he pensado. No lo sé.
Ahora sí, fíjate que curiosa es la vida; ahora sí, sueño contigo. A veces. No es propiamente soñar contigo, porque nunca te veo. Y eso me parece más raro aún. Sueño con cosas, esas cosas extrañísimas de los sueños, y sé, no me preguntes cómo lo sé, que estás ahí.
Me gustaría verte, es verdad, después de toda esta ausencia, Mirarte a la cara, a los ojos, y verificar si cambiaste, algo, mucho, o solo un poco. Una arruguita más debajo de los ojos, un par de pestañas menos. Estoy casi seguro que lo notaría. Como también estoy casi seguro de saber por qué no te veo, o no puedo verte. No quiero ver esa expresión de tu rostro que me es ajena, que no reconozco.
La semana pasada estuve en una playa cerca de aquí. Creo que la llaman La Playa del Ahogado porque tiene un oleaje impredecible. Estaba caminando por la playa y de repente, venidas no se sabe de dónde, se formaron unas olas gigantes, unas masas de agua inconcebibles, feroces, que empezaron a meterse playa adentro. Las personas que estaban tomando sol, o abrigadas bajo los parasoles, desaparecieron, probablemente tragadas por las olas. Pero la verdad es que no le di mucha importancia. Las olas seguían creciendo, en volumen e intensidad, y alcanzaron las casas. Eran dos casas veraniegas de los años cuarenta, de la época que dejaban construir a muy pocos metros del arenal, prácticamente encima de la playa. El tipo de casas que construía mi abuelo por aquella época. Las olas se estrellaban contra aquellas paredes y los golpes sonaban como truenos. Primero se desmoronaron los tejados. Cada vez que se retiraban las olas para coger impulso, caían algunas piedras más, pedazos enteros de las paredes. Era evidente que la devastación no iba a dejar nada de pie. Ya era obvio que de aquellas casas, tipo las que construía mi abuelo, no iba a quedar nada. Pero la sensación no era angustiante. No había desazón, pavor, angustia. Solo tristeza. Pero una tristeza infinita, no me preguntes por qué. Extendí el brazo y, efectivamente, estabas ahí, a mi lado, en la cama. Te toqué el cuello y el hombro, eras tú. Y después empecé a llorar. No estaba llorando en el sueño, sino de verdad. Por supuesto que me desperté. No se puede dormir y llorar al mismo tiempo. Además, quería despertarme, y llorar de una vez la tristeza de aquellas casas devoradas por el mar.
Es así, acostumbra a ser así. Estás y no estás. Y cuándo apareces, me despierto a mitad de la noche, en medio de un fuego, un terremoto, una calamidad cualquiera. Estoy a punto de salvarte de la violencia y la devastación, y te tiendo la mano, pero me despierto. Sueño contigo y no te veo.