domingo, 29 de mayo de 2011

Sueños


Es verdad que nunca soñaba contigo. Raro ¿no? Tantos años juntos, día y noche, del cuarto a la cocina, de la cocina a la sala, cruzando el mundo de una punta a la otra, tantos años en esto, y nunca soñaba contigo. Cagábamos y meábamos juntos, para no perder una conversación, una expresión, una palabra, un segundo juntos. A veces dejabas pasar algunos años y me preguntabas ¿Ya soñaste conmigo? No, no soñaba contigo. Si el sueño es la realización de un deseo, como dicen, yo estaba hasta el tope, saciado, completo. Sería. Lo he pensado. No lo sé.

Ahora sí, fíjate que curiosa es la vida; ahora sí, sueño contigo. A veces. No es propiamente soñar contigo, porque nunca te veo. Y eso me parece más raro aún. Sueño con cosas, esas cosas extrañísimas de los sueños, y sé, no me preguntes cómo lo sé, que estás ahí.

Me gustaría verte, es verdad, después de toda esta ausencia, Mirarte a la cara, a los ojos, y verificar si cambiaste, algo, mucho, o solo un poco. Una arruguita más debajo de los ojos, un par de pestañas menos. Estoy casi seguro que lo notaría. Como también estoy casi seguro de saber por qué no te veo, o no puedo verte. No quiero ver esa expresión de tu rostro que me es ajena, que no reconozco.

La semana pasada estuve en una playa cerca de aquí. Creo que la llaman La Playa del Ahogado porque tiene un oleaje impredecible. Estaba caminando por la playa y de repente, venidas no se sabe de dónde, se formaron unas olas gigantes, unas masas de agua inconcebibles, feroces, que empezaron a meterse playa adentro. Las personas que estaban tomando sol, o abrigadas bajo los parasoles, desaparecieron, probablemente tragadas por las olas. Pero la verdad es que no le di mucha importancia. Las olas seguían creciendo, en volumen e intensidad, y alcanzaron las casas. Eran dos casas veraniegas de los años cuarenta, de la época que dejaban construir a muy pocos metros del arenal, prácticamente encima de la playa. El tipo de casas que construía mi abuelo por aquella época. Las olas se estrellaban contra aquellas paredes y los golpes sonaban como truenos. Primero se desmoronaron los tejados. Cada vez que se retiraban las olas para coger impulso, caían algunas piedras más, pedazos enteros de las paredes. Era evidente que la devastación no iba a dejar nada de pie. Ya era obvio que de aquellas casas, tipo las que construía mi abuelo, no iba a quedar nada. Pero la sensación no era angustiante. No había desazón, pavor, angustia. Solo tristeza. Pero una tristeza infinita, no me preguntes por qué. Extendí el brazo y, efectivamente, estabas ahí, a mi lado, en la cama. Te toqué el cuello y el hombro, eras tú. Y después empecé a llorar. No estaba llorando en el sueño, sino de verdad. Por supuesto que me desperté. No se puede dormir y llorar al mismo tiempo. Además, quería despertarme, y llorar de una vez la tristeza de aquellas casas devoradas por el mar.

Es así, acostumbra a ser así. Estás y no estás. Y cuándo apareces, me despierto a mitad de la noche, en medio de un fuego, un terremoto, una calamidad cualquiera. Estoy a punto de salvarte de la violencia y la devastación, y te tiendo la mano, pero me despierto. Sueño contigo y no te veo.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Verdad y mentira


En estas Crónicas escribí muchas cosas. Estupideces, la mayor parte. Pero, para mi espute, no, esfute, tampoco, estupe, sí, estupefacta sorpresa (estas cosas finas no me salen con facilidad), muchos de mis lectores no lo interpretaron así. Creyeron, de buena fe, que lo que yo escribía era verdad. Y no me refiero a lectores ingenuos, sino, en muchos casos, a gente muy bien formada, de los que se agarran la barbilla para decir que no son "naives".

Una amiga escritora me mandó un email cuyo único contenido era el “asunto”. Decía “coño de tu madre”. Sucede que había llorado a moco tendido con una de estas crónicas en las que describía que mi esposa tenía sida. El correo me lo mandó cuando se enteró de que era todo mentira.

Otra amiga, qué hice a través de las crónicas, me escribió preguntando cómo era Polonia, ya que estaba pensando viajar hacia allá muy pronto. Al principio ni siquiera entendí la pregunta. ¿Polonia? No señora, número equivocado. Después caí en la cuenta de que en uno de los cuentos mencionaba haber vivido en Polonia. ¡Yo nunca he estado en Polonia; vivo en Portugal y lo más cerca que he estado de Polonia, fue Múrcia, hace un par de años! Otra vez, fue la esposa de un amigo. Se escandalizó porque yo confesé que me había robado un par de libros de la Biblioteca Británica. Anabel, créeme: era todo mentira.

En inglés le dicen supension of disbelief (se escribe así, acabo de verlo en Google), suspensión del escepticismo, pudiera ser una traducción (mala). Para que un texto literario funcione, para que al lector le guste, debe dejarse convencer, hacerle una concesión al escritor, y una de las formas más eficaces de lograrlo es aportar elementos reales, hechos conocidos, referencias comunes. Es una de las muchas razones por las cuales se recomienda escribir sobre temas que uno conozca, sob pena de describir autobuses amarillos en Londres, justicia en Venezuela; a uno lo cogen en esos pequeños pormenores.

Fact or Fiction es otra de esas cosas del inglés (no hago estas referencias por pedante sino por el sencillo hecho de haber estudiado en Oxford, y lo siento, créanme). La distinción entre lo factual y la ficción no es tan simple como pretende la ingenuidad empiricista de los gringos y afines. Muchas veces la distinción no es tan clara, las fronteras no tan delimitadas.

Ayer, en un chat del Facebook, una amiga (quién lea esto creerá que tengo muchas amigas, pónte a creer) me dijo que no le encontró la gracia a mi última crónica. No me lo dijo, pero interpreté perfectamente que le pareció sucia, chocante.

¡Era mentira, chica! ¡Yo no ando por ahí con manchas de esperma en la ropa, por dios! De paso, ni siquiera vivo en Nueva Zelanda, pregúntale a quién tu quieras. Te digo más, no me llamo Jaime Costa Senra. Nadie que me haya escuchado hablar (y que esté en su perfecto juicio) cree que haya nacido en Venezuela. Pregunta pues, averigua. Todo, de principio a fin, es embuste. Yo ni siquiera me masturbo, para que sepas. Es más: ni me gustan las mujeres. Y de paso, conviene aclarar que eso de ovejitas en Nueva Zelanda, es un mito. (Tampoco me gustan los hombres, es mejor aclararlo). Todo mentira, chica, de una punta a otra de este blog, es todo invento, embuste parejo.

sábado, 14 de mayo de 2011

Quitamanchas y bochornos


Yo nunca antes había vivido solo. Siempre había tenido una mujer a mi lado (por encima, por debajo, chiste malo). Me metí tres matrimonios en filita india, sin tiempo ni para respirar. (Nosotros somos así. Cuando digo “nosotros” me refiero a los ricos y famosos que nos casamos muchas veces, artistas, guevones, ese tipo de gente). Así que, siempre he dado ciertas cosas por establecidas. Por ejemplo: que cuando uno busca una cosa ella aparecerá en el lugar dónde debe estar. Pues no. Nunca está. Y te podrás devanar los sesos durante horas, que nunca adivinarás, quién, cómo o porqué, alguien escondió las tijeras, botó a la basura el sacacorchos, o metió el colador del espagueti dentro del closet. Siempre di por establecido, por fenómeno natural espontáneo, que, cuando un tubo de crema dental acaba, otro aparece. Nuevo, brilloso y barrigudito, paradito de cabecita erguida en su correspondiente lugar. Y lo mismo se aplica a un millón de pequeñas cosas, incluyendo, para no salir de este ejemplo, los cepillos dentales.

He visto a otras personas cepillándose. Normal. Se frotan los dientes de arriba abajo y de lado a lado, enjuagan, escupen, se secan, normal. Yo no puedo. No tengo calma ni paciencia para esas estupideces. Como me parece una pérdida de tiempo sin sentido, me cepillo tan rápida y violentamente que ya mitad del esmalte se me fue. Las durezas suaves y medias no me dan la talla, y no uso cepillos con cerda de alambre porque nos hay a la venta (y me imagino que deben hacer daño). Conclusión. Que cuándo me cepillo salta crema dental por todas partes. Siempre he tenido muchísimo cuidado de limpiar el lavamanos, porque sé que no hay nada más peligroso para un matrimonio que unos restos de crema y unos pelos de barba. Y ahora, viviendo solo, sigo limpiando por reflejo condicionado. La diferencia está en que ahora no me aparecen milagrosamente tubos de crema ni cepillos nuevos. Tengo que anotar esas cosas en una agenda que dice, entre otras cosas, “leer todos los días la agenda”, para que no me corten la luz. Bueno. Dada la violencia neandertálica con que me cepillo es normal que termine salpicándome la ropa. Pero mis diligentes exes, siempre se humedecían los dedos y diluían la pequeña mancha. Toquecito mágico, ya está. Las cosas normales que hacen las mujeres, como ajustarte el cuello del saco, o el nudo de la corbata.

No le había dado mucha importancia, pero ya me había fijado que, últimamente, me aparecían demasiadas manchas de crema dental. Destacadas, además, por el hecho de que me gusta andar de gris o azul marino. De vez en cuando pasaba frente al espejo y me las quitaba, con el procedimiento habitual de mojarse los dedos y voilá. Son esos mil detalles que uno va aprendiendo cuando empieza a vivir solo, todo cosillas triviales, como por ejemplo aprender a vivir sin sexo.

Pero siempre hay forma de darle vuelta a las cosas. Hace como un mes se me acabó la crema dental. ¡Otra vez, no joda! Cada dos días voy al supermercado, no precisamente a comprar, sino a buscar lo que se me ha olvidado en el último recate. De la bendita crema dental era imposible acordarme. Probé cepillarme con varios tipos de jabón: para el cuerpo, para la ropa, líquido, ninguno me gustaba. No sé qué coño le ponen al lavaplatos, es intragable. Lo mejor que encontré fue el Ajax Polvo. Una maravilla. Y además no salpica.

Ya llevaba varias semanas usando Ajax cuando salí con una chica. Ella me estaba esperando en un café. Nos saludamos y eso.

--Tienes una mancha en el suéter – me dijo.

--¿En dónde? No la veo.

--Cerca del cuello.

--¿Blanca?—le pregunto.

--Sí.

--Eso es crema dental. Si te mojas los dedos y los pasas por encima se quita enseguida.

Ella me miró con expresión de horror, asco, o no sé, algo grave. Y caí en la cuenta que no usaba crema dental hace más de un mes. El ridículo me enterró no sé cuantos metros bajo tierra, pero aún intenté ofrecerle mi mejor sonrisa: con mis dientes completamente erosionados por el magnífico poder limpiador y abrasivo del Ajax en polvo.