viernes, 2 de octubre de 2009
Alberto
--Los que se quieren cambiar a sí mismos estudian psicología-- dijo, sin mirar a nadie en particular.
--Claro-- respondí yo, con la manito alzada en el aire, sin haber sido invitado al baile-- los que quieren cambiar a la sociedad estudian sociología y por lo tanto hay un defecto de extracción hacia la izquierda y el status quo y el pato y la guacharaca-- despotriqué yo por un ratico, con el culo muy pegado a mi pupitre cómo diciendo “ya cagué mi mojoncito, aja. Dígnese usted ahora de proseguir a su antojo mi querido profesor”.
--Los que se quieren cambiar a sí mismos estudian psicología o psiquiatría—recapituló él, retomando el hilo e ignorándome de lo más lindo-- Los que estudian sociología solo quieren cambiar a los demás. La decisión de estudiar esto o aquello sigue perteneciendo al dominio psicológico-- dijo, sin mirarme a mi particularmente
Me jodió, claro. La primera de miles de veces sin cuenta. Sí yo decía a él decía b. Hasta ahí todo normal, OK, a fin de cuentas se suponía que estaba aprendiendo. Bueno, al menos estudiando. Lo que me sacaba la piedra era la sonrisita y que no te mirara derecho a los ojos. Te contestaba a todo pero siempre mirando a otra parte, como quien está a punto de destornillarse de la risa porque la pregunta es tonta. No, no puede ser coño, no puedo ser tan burro, me decía yo, de cada vez que bajaba despacito mi manito en el aire. Pero lo era. Burro como una piedra. Me di cuenta cuando inventé una estratagema para fregarlo. Ah, así es la vaina, pues vas a ver. A partir de ahora en vez de decir lo que pienso voy a afirmar lo opuesto, voy a decir b, tu me vas a salir con a, y seré yo el que ría de último, jaja. Podrás haber estudiado mucha teología en Lovaina, curita vacilidor, pero te voy a dar tu paradito, ya vas a ver. Y entonces empecé. A medio de la clase le interrumpía la ensoñación con el mayor descaro, cómo si estuviera gritando fuego:
--B, B, profesor, mire profe, es B grande... ¿Verdad que sí? ¿Verdad?-- gritaba yo de manito en ristre.
--Efectivamente, así es Jaimito. La cosa es B. ¿Y sabes porqué?
Por supuesto que no lo sabía, pero en este caso el juego exigía que dijera que sí, reglas son reglas. (Y me saca la piedra cuando me llaman Jaimito.)
--Sí sé porqué, claro, no faltaba más, por supuesto que lo sé.
--Entonces explícalo. Tus compañeros y yo te queremos oír.
Me la tenía aplicada o era impresión mía. Pero éste coño e madre era el mismo curita tímido y calvito que oficiaba misa todos los días en el 23 de Enero. Al lado de su mente, las maquinaciones político intelectuales de los jesuitas eran juguetes de niños de pecho, no joda.
Yo no le ganaba una a Grusón. No solo por su erudición avasalladora sino porque era y debe de continuar siendo una de las personas más intelectualmente exigentes y honestas que he conocido. Siempre estaba dispuesto a ponerlo todo en causa, a retar la convención, a moverte el piso. Fue sin duda una de las personalidades más interesantes que he conocido en mi vida. Tuve la suerte de trabajar con él unos tres o cuatro años, en Cisor. Muchísimas cosas de lo que decía y hacía Alberto solo las entendí plenamente mucho más tarde. Lustros y décadas más tarde. Concedo plenamente que siempre he sido un pelo lento de entendimiento pero, por favor, hablar de indexaciones semánticas de bases de datos a principios de los ochenta, cuando aún no había aparecido el PC personal, por dios, era sencillamente inaudito! La Web 3.0, la Web semántica apenas ahora se empieza a vislumbrar y muy a lo lejitos. Fue tutor de mi tesis, un mamotreto que daba unos tiros locos por la formalización semántica, precisamente. Me presentó el estructuralismo y acabé casándome con una lingüista chomskyana, cosa de la cual no lo hago estrictamente responsable. Aunque, como me hipnotizó tantas veces no sé qué me habrá metido en la cabeza.
Cual Virginia Woolf, cual James Joyce cual nada, chico. Si querías ser testigo del hilo de consciencia, del desarrollo de la lógica interna del pensamiento, tenías que asistir a una clase de Grusón. Daba las clases pensando en voz alta, de tal forma concentrado que eran los alumnos quienes lo pillaban distraído a él. Ni siempre despertaba pero a veces emergía de lo profundo y nos miraba con extrañeza, cómo si recién se percatara de que estábamos allí.
--¿Usted preguntó algo?
--¿Quién, yo?
--Usted.
--No, yo no, profe.
--Fuí yo profesor.
--Diga entonces.
--Yo tampoco, fue él.
Desistí de hacer preguntas. El suyo era, y es, uno de esos estrabismos post euclidianos, que no respecta paralelas y te trastoca la noción del espacio de una manera. Y claro, empezaron a circular las teorías. Los ojos miran a izquierda, decían unos. No, chica, estás completamente pelada, es a derecha. A las cuatro y veinte. A las cinco y media. Hasta que a alguien se le ocurrió prueba de hipótesis con apelo a verificación empírica. Nos pusimos de acuerdo en el cafetin. Entramos todos al salón y unos de nosotros --tú Pancho, te sientas en el medio. Cuándo él esté bien embreñado en su meditación espirita, invocando a los antropólogos trobiandeses, tú lo llamas y quién se sienta mirado dice “Yo”. Y ya está, salimos de dudas. ¿Vale? Vamos pues.
Ocupamos nuestros puestos. Y la clase le estaba yendo de maravilla, como a él le gustaba, perdido de bola en Papua Nueva Guinea y cero preguntas estúpidas de estudiantes tontos. En esto Pancho se para del pupitre, alza las manos como deteniéndole la locomotora imparable del pensamiento y lo llama:
--¡Profesor!
Mal Alberto levanta la cabeza ahí mismo se escuchan dos o tres voces: “Yo, me mira a mi, a mi tambien, aquí yo”. Naturalmente él voltea a buscar quién está diciendo “yo”, quién lo está llamando, barre el salón con la mirada y desata un tsunami. La una y diez, once y veinticinco, diecisiete post meridien, la confusión horaria total.
Uno de mis cuentos preferidos venía del salón de quinto, del salón de Rómulo Sanchéz, que también trabajaba en Cisor y siempre fue vaciladorcito (nunca más he sabido nada de él). Rezaba más o menos así.
--¿Sabes que Grusón ya llegó de Francia, no?
--¿Ah sí?
--Sí. Ayer. ¿Y sabes con quién se encontró allá?
--No.
--Con Sartre, mano, nada más y nada menos, con Sartre.
--¿De verdad? ¿Y qué pasó?
--Bueno. Se encontraron en el Café de Flore, esos cafecitos finos de por allá tu sabes, y se armó la sanpablera.
--¿Cómo así?
--Sí pana. Los mesoneros les preguntaban “usted necesita algo, señor”, “usted me llamó, señor”, “ajá, dígame señor”, “coño monsieur, esta es la quinta vez que usted me llama y me dice que no quiere nada?”... Y no se dio el debate intelectual del siglo porque se amotinaron los garzones. Jajaja.
Y después la vida te lleva por ahí, y por varias razones perdí contacto con Alberto. Hasta hace unos seis meses atrás, cuándo Matilde Parra me dio su email y nos encontramos por Messenger. No resulta cómodo ni natural restablecer algo después de tantos años. Uno no encuentra qué decir, de qué hablar. Así que le conté las cosas que estaba leyendo.
--Ando en una de neo-spenciarismo popular.
--¿Como es eso?
--Tú sabes, los libritos que explican que a las mujeres les gusta el shopping porque tienen una impronta genética de recolectoras, ese tipo de guevonadas, mujeres de Venus y hombres de Marte, jeje.
--¿Lo leíste?
--Por supuesto que no, pero me imagino que también debe de andar por ahí.
--Ah.
--Bueno, la cosa es... cómo te digo, las teorías de innatismo derivaron hacia la justificación ideológica mediante el evolucionismo...vienen siendo ahora como los Ovnis de los cincuenta...
--Ah.
...Y me quedé con aquella misma sensación de que él estaba a punto de soltar la carcajada burlándose de un diletante tonto.
Sé que no. Alberto es una excelente persona, que ha dedicado su vida a los demás, con humildad, sin pedir nada a cambio. De la misma forma que apuntar la desigualdad social no revela odio a los ricos, asi también las dudas que abrigo con relación a la Iglesia Católica no pasan por juzgar de animo fácil a los curas. Hay gente, como me consta en el caso de Alberto, que con un sacrificio inmenso y de la forma más humilde, transformaron su vida en un apostolado sincero y nunca tuvieron miedo de someter su vocación a las pruebas más duras de la inteligencia y la razón. O cómo lo diría él, “ah...bueno”.
Dilia, la secretaria, me llamaba de vez en cuando a la casa.
--Hola Jaime, como estás. ¿Seguro que no tienes libros de la biblioteca?
--Por supuesto que no mujer. ¿Y tú como andas?
Pasados seis meses me volvía a llamar. Cero libros, chica. Pero me enteraba de cómo andaban las cosas, quien todavía trabajaba por allá, quien no. Cuando a Grusón le dio el infarto ya no conocía a nadie. Se habían ido los nuevos, entraron nuevos, el tiempo pasó, muchas cosas cambiaron. Yo me dejé de sociologías y me puse a trabajar!!! Y creo, por lo menos siempre me quedé con esa impresión, de que a Alberto no le gustó que renunciara tan a la ligera a mis vocaciones. No sé, pudo haber sido. Y yo de cierta forma rehuía el contacto para evitar “disonancias cognitivas” cómo se dice en francés. Cosas difíciles de entender y menos de explicar. Pero nunca se me olvidó Grusón. Lo recuerdo a menudo, la fascinación ante su poder intelectual y su ejemplo de servicio y humildad.
Hace un par de meses Dilia y José Luis Fernández nos encontramos en Facebook. Oye, te acuerdas del criadero de ratones que teníamos en los botellones de água? No me acordaba, pero cuadra muy bien en el tipo de cosas que hacíamos, por ejemplo recrear las condiciones originales de los experimentos pre lamarquianos, la historia de la epistemología en vividirecto, señoras y señores, vualá! Pero me acuerdo de muchas otras cosas, de los tableros de ajedrez ocultos entre los libros de la biblioteca. De los boomerangs de papel, de cómo sub contratábamos a los muchachos del café como “terminalistas de datos” a cambio de “clases de computación”, y sobretodo me acuerdo de que por esas y por otras que tales Grusón me despidió y me reenganchó dos veces, más por cansancio que por reconsideración de méritos o juicio. Eramos tan invenciblemente jóvenes que no nos importaba ni el tiempo.
Un día entré a Cisor y no vi a nadie. Dejé los libros encima de la primera secretaria y volví a cerrar la puerta con cuidado.
Lissette González me dijo ayer que se celebraban los cincuenta años de Ciencias Sociales en la Católica. La foto de Alberto es de Blas Regnault.
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1 comentario:
jajaja.
Me alegra que escribas más seguido. Por cierto, ya volvió Leila.
Saludos.
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