Dos
cuerpos se atraen. Normal. Con una fuerza directamente proporcional a sus masas
e inversamente proporcional a su distancia. Acontece todos los días. Todo
explicado, hasta el menor detallito, por Newton. Y no hablo de esas atracciones
electromagnéticas, surreales, raras, (no se me confundan), que explicó Maxwell.
El también, en su campo, lo explicó hasta
el último pormenorcito.
La
guarandinga de las atracciones, y de la física como un todo, estaba clarita como
el agua, a comienzos del siglo pasado. Respetadísimas eminencias afirmaron que,
por el lado de la ciencia, colorin corolario, este cuento se había acabadio. No
había más para descubrir; poco más
quedaba por descifrar; apenas trivialidades a dilucidar, en fin, minucias,
virutas carpintéricas a trabajar. Dios dispuso
las cosas para que funcionaran, este reloj de mil engranajes cuyo mecanismo nos
competía deconstruir en reverse engineering. Suena contemporáneo y complicado,
pero era sencillito y obtuso con bolas. El mundo era tan papaya de entender que
ya lo habíamos logrado. ¡No joda, que arrechos! Nosotros y el Deus ex
machina. De panas y cómplices en ese
crimen de pedantería proprio de aquellos doctores con bastones y polainas, decimonónicos con
bolas, los guevones.
A
nosotros nos enseñaron, y entendimos con facilidad, en los primeros años de la
secundaria, lo que a muchas doctas cabecitas del siglo XVIII y XIX no les
entraba. Por ejemplo, la diferencia entre peso y masa. Porque aún antes de
entrar a la escuela primaria, escuchamos o intuimos, majomeno, lo que era la
gravedad. Que la física se había
acabado, dijeron, cuando la parte verdaderamente bonita del cuento ni siquiera
había empezado.
Dentro
de un siglo, los niños entenderán con toda naturalidad la teoría de la
relatividad. Eso es lo que va a pasar. Que el tiempo se estira y se encoje, pue
sí, pol supuesto. Ebidente. Como será evidente que vivimos en la maleabilidad
del continuo espacio tiempo.
Lo que
van a tener que estudiar los pobres chamos del futuro, a quienes compadezco, son
las 11 dimensiones de la Teoría de las Cuerdas. La realización del proyecto
intelectual colectivo más audaz de la humanidad, al cual Einstein dedicó en
vano los últimos treinta o cuarenta años de su vida: la teoría del todo.
La integración de la Teoría General de la Relatividad con Electromagnetismo y comportamiento
cuántico. Un instrumento de 11 cuerdas de las cuales se extraen melodías del
tipo: “vivimos en uno de infinitos universos paralelos que se están
desarrollando simultáneamente, dentro de lo que nosotros creíamos era la única
realidad posible”. Una realidad física que se volvió muy extraña y muy rara, en
los últimos 60 o 70 años, pero la única posible, creíamos. Pues no. Vivimos en
el Multiverso. No es broma. No son las especulaciones filosóficas, aunque no
menos premonitorias, de Spinoza o Leibniz. Es en serio. Búsquenlo en la Wikipedia, pues, si no me
creen. Para eso construimos aceleradores de partículas que cuestan, en churupos
reales y constantes, centenares de catedrales de Nantes.
2
Dos
almas se atraen. Un hombre y una mujer, por ejemplo. Y no es normal, ni por un
coño, que la atracción sea directamente proporcional a las hojas de líquenes
que crecen en los semáforos de Caracas, e inversamente proporcional a la raíz
cuadrada de todas las aristas filosas que por colisión, erosión o fricción, se
formaron ayer en el resto del mundo. ¿Qué? ¿Suena más jalado por los pelos que
el Multiverso? Y no me estoy refiriendo a que las cosas acontecen en una
sucesión probabilística impredecible, cadenas de Markov, teoría del caos, mariqueras.
Que el amor es función de líquenes y aristas, es cálculo puro y duro, el tipo
de física que le gustaba a Einstein, y no un Dios que tira dados como un Cupido
borrachito tirando flechas, indio de bola. No solo vivimos dentro de uno de
entre infinitos universos, sino que se trata de infinitos de Cantor: ¡unos más
grandes que otros! Todos infinitos e infinita, inextricablemente conectados. Solo puede ser ahí dónde nace el amor, de
dónde proviene esa cosa tan profundamente enigmática que nos baraja la vida: en
uno de esos infinitos mundos, es función analítica de líquenes y aristas. Sale
de un mundo y se cuela en otro. Solo puede ser. No me vengan con eso de que los
iguales se funden y los opuestos se complementan. Eso lo vi en una película que
hicieron de un libro de Paulo Coelho. O el lenguaje corporal, o las feromonas,
dios mío. No solo es simplista de perinola, sino descaradamente estafador.
Prefiero
los cuentos chino-cuánticos de la física moderna. Prefiero pensar que
Belerofonte, nieto de Sísifo, el que atraviesa los cielos y se pinta el cuerpo
para la guerra con los colores de la aurora, me disparó un fotón vainilla que
me perforó el corazón. Y que me estoy
desangrando rosas, calas, margaritas… idea que de seguro se le ocurrió a algún
hagiógrafo loco de la Edad Media. Porque hay que estar aquí para entender lo
que me pasa, coño. Que me tripeo viajes en el tiempo. Cuánticos y cuánticos. Me
veo en la Plaza de San Marcos con ella, por ejemplo. Tan clarito como acabo de
ver al monje benedictino, el biógrafo alucinado de algún santo místico que,
sometido al suplicio, sangró flores y estrellas. Yo. Justo frente a mí. Y créanme.
O no. Porque estoy seguro de que todos me entienden, pero a este nivel de
matemático rigor fue difícil de explicaré. La sintaxis no al amor resiste.
Pronombres ni escapa verbales tiempos.
Para Carlota. Ojalá le guste.