miércoles, 16 de septiembre de 2009
Viento
Después de algunos años de inactividad académica, Ana Maria, una lingüista amiga de mi esposa, se animó a hacer su doctorado. Cambió la pílula por el ácido fólico, consultó el ginecólogo, anotó sus ovulaciones en una agendita con temas de Van Gogh que encontró muy adecuada al asunto, y por ahí se tiró a la aventura intelectual del siglo. A los dos o tres meses estaba embarazada. Nueve meses después nacía el sujeto que en los dos años siguientes sería responsable por producir el corpus de evidencia empírica para su tesis. En esos dos años Ana María grabó, filmó y anotó todo lo que decía su hijo Diego, es decir, el sujeto. Una de las cosas que anotó en sus libretas fue “mira mamá cómo hago viento”. La frase más memorable que he escuchado en mi vida.
Estaban los dos en un parque, Ana María de lentes bifocales y libreta con temas de Matisse en la mano; el sujeto por ahí, correteando de aquí para allá, enfrente a ella, cuándo pronunció estas palabras. Quedaron consignadas en su tesis “Omisión de pronombres pro dop en elocuciones parapragmáticas contextualizadas”. Algo así, parecido, no me acuerdo muy bien. Celia sí se acuerda porque asistió a la defensa de la tesis y cuándo llegó a la casa me lo contó todo con detalles. Como estaba vestida Ana Maria, como no estaba nada nerviosa, como la presidenta del jurado la quizo siquitrillar con unas preguntitas tendenciosísimas (pero no pudo, jeje) y todo eso. La descripción fue tan pormenorizada que incluyó esta citación textual del corpus que desde ahí no he podido olvidar: “Mira mamá como hago viento.”
Si no me quedara tan mal decir estas cosas, me atrevería a afirmar que resume la condición humana. (Pedantísimo me quedó, ya lo sé. Pero ahora que coño, voy a terminar). La frase del sujeto refiere una ilusión que llevamos bien metida adentro: el creer que somos capaces de producir cosas, de hacer, de transformar. Hacer viento, precipitar la lluvia. Es sabido que se puede inducir la primavera deseándola de alma y corazón a lo largo del invierno.
Estas relaciones mágicas de causa y efecto, que la ciencia se ha obstinado en depurar (la mayor parte de las veces sin éxito), habitan tanto el pensamiento primitivo como la mente del niño, y han sido ampliamente documentadas comenzando con Levi Bruhl y Piaget. Pero no tan evidente es percatarse de que siguen entrañadas en nuestra vida de todos los días. Tengo un amigo, por ejemplo, que es “obesofóbico” y está convencido que es flaco y elegante a punta de voluntad y templanza. Así que ve un gordo, se retuerce de repulsa e indignación, y menea la cabeza diciendo “como es posible que se dejara llegar a ese estado”. Para él pusilanimidad y obesidad son absolutos sinónimos y los dos deben ser condenados con absoluta vehemencia. Creo que nunca se le ocurrió mirar a su alrededor y constatar que todos en su familia son flacos y tienen un apetito muy sano, por decirlo así. Este amigo cree que es flaco porque quiere serlo. Viento. Imputar la obesidad a la pusilanimidad es como atribuir la homosexualidad a la lujuria. Nadie en su sano juicio opta por ser gordo o feo o marico, por dios. Aun hay gente que no lo entiende.
Otro amigo mío es rico. No es muy común pero sucede. Está convencidísimo que lo debe a su inteligencia, a su particular olfato para los negocios, a su intuición, y la verdad es que, año tras año, no ha dejado de acumular millones encima de millones. No le pasa por la cabeza constatar que ya nació rico, con más dinero de lo que podría gastar. Para él, la prueba de sus innatas capacidades es que no malversó la fortuna que heredó sino que no deja de multiplicarla. Más viento.
Y para terminar con mis amigos, (jeje, creo que comprenderán; además, si nunca han leído mi blog sería el colmo de la mala suerte que lo hicieran ahora) terminaré refiriéndome a mi amigo pintor. No tiene cincuenta años y tiene toda una reputación, un nombre hecho. Dentro de diez años los merchands se disputarán los monigoticos que dibuja mientras habla por teléfono. Sucede a veces que, mientras caminamos en la calle, pasamos enfrente a alguna galería o nos metemos a algún museo a ver que hay. Nunca le he escuchado una palabra de lisonja hacia un trabajo ajeno. Todo le parece malo, aunque él tiene una batería propia de adjetivos y un modo sutil de dispararlos: “demodé”, “forzado”, “técnico”, “datado”. Esto lo dice casi siempre muy bajito, con una especie de sonrisa condescendiente. Todo un arsenal crítico, pero usado sin grandes despliegues bélicos. Después de examinar los trabajos profiere una de estas palabrejas como un veredicto infalible y sin apelación, tipo conjuro para mantener a raya las malas influencias: naif, vade retro. No pocas veces me he quedado perplejo ante tales apreciaciones porque ni todos los cuadros me parecen malos. Algunos no solo me parecen muy buenos sino que, lo voy a confesar ahora, me lucen muy superiores a los que hace y exhibe mi amigo. Para él solo los pintores reputados y consagrados tienen valor y le merecen aprecio. Creo que admitir otra cosa seria reconocer que su proprio mérito tendría algo de serendipítico y se pudiera deber a algo más que su trabajo. Y eso, para él, seria inconcebible, le conmocionaría el mundo de una manera que ni te digo. Vientos huracanados, tempestades.
Esto con relación a la segunda parte de la frase de Dieguito. Pero la primera parte, eso del “mira mama” también se trae su cola. Es lo que hacemos todos a todas horas. Por ejemplo, blogs. La aplastante mayoría de ellos, tal como éste, como el mío, son blogs del tipo “Este soy yo, mírenme aquí”. Es lo que hace la gente en las redes sociales, por supuesto, y en el metro, en el trabajo, en la casa, en todas partes. Tenemos una necesidad imperiosa de decir “mírame, háblame, estoy aquí”. Tal como las hormigas y las abejas somos bichos increíblemente sociales y no estamos menos dominados que un insecto en nuestra ancestral motivación a la “colaboración” social.
Creo que la mejor forma de ilustrar la intersección de la biografía y la historia, lo que podemos y lo que no podemos hacer, es mediante una metáfora casi cursi. Pero no tengo nada mejor. La imagen de una persona que se deja arrastrar y flota plácidamente en un enorme río. Hay trechos del río en que predominan los rápidos, los obstáculos, los escollos. En estos momentos no tiene sentido luchar contra las circunstancias, nadar contra la corriente no solo seria inútil, seria muy poco aconsejable. En esos momentos uno hace lo que puede e intenta no perder la cabeza. La energía se debe guardar para otros sectores del río en que la corriente no arrastre tanto. Con tiempo, con cierta planificación, nunca subestimando el enorme poder de la corriente, es posible escoger y nadar hacia puntos específicos de la orilla. En diagonal, pues. De un lado a otro y con grandes arcos y rodeos. Incluso llegarán dias de perfecta calma con aguas cristalinas y espejadas.
Mírame aquí, nadando de espaldas y contra la corriente, levantando espuma, haciendo viento.
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6 comentarios:
Ha vuelto por aquí!!!
Me gustó.
Saludos.
Yo creo en parte en el destino y en el libre albedrío. Está claro que hay cosas que no podemos controlar, pero no podemos pensar que todo depende de ellas.
Un saludo,
Deprisa
¿Qué es el destino?
Gracias por tu comentario Jaime.
Saludos.
Me gusta el viento que haces.
Te hablo, te miro y se que estas alli. Enhorabuena!
Qué bueno que reapareciste, te extrañaba. Gracias por esta nota. Estoy nadando contracorriente hace rato y no sale ni una brisa. Beso.
Gracias a todos por decirme que están ahí.
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