martes, 29 de septiembre de 2009

Personas y Verbos


Me encanta verla contento, tirándoseme encima tipo Mig en picada entre las nubes. Y yo, claro, solo de verla así ya me siento felices. Y al contrario también, pues claro, porque en todo los dos me parezco mucho. Es divertido ver cómo empiezo una cosa y ella lo acabo. Bueno, ni siempre a ella nos parece tan divertido porque tiendo a comenzar muchas cosas que ella acabamos. Y después pone aquella cara. Las cejas así. Uhm. Pero le pasa rápido, o se les olvida. Otra cosa. Que me leemos la mente. Verídico. Y nunca nos canso de la payasada. Por poner un ejemplo, este jueguito. Viene de Pessoa, hehe con h, claro hija. Detesto que me llame hija. No solo un vocabulario, sino toda una gramática de declinaciones y tiempos y figuras de estilo y retóricas tórticas de limón y almendra tipo catedral de Gaudi pero de caramelo y chocolate. Y aquella luz filtrada de azúcar entrando y la construcción subiendo y adelantando cómo si los obreros de Bertolt Brecht trabajaran día y noche haciéndole preguntas marxistas a la Historia. ¿Alguna vez te enseñamos ese poema? Muy bonito. Ahora en serio. Normalmente la gente cuando duerme no se da cuenta que respira, verdad? Pues, no siempre, tu sabemos que no. Que cada uno es como eres y yo creo soy diferentes porque me defino por aproximación a ti. Y de paso, me encantamos ser órbita, dar y recibir sombra, dibujar elipses eclípticas de mil sentidos, bailando como un loca alrededor tuyo, produciendo el dia y la noche, revoloteando los dos por el tiempo adentro y por la vida afuera. Eso es lo bueno. Lo malo es que a veces nos me cuesta todo, coño, vivir un poquito como las demás y ser un pelo normal, respirar. Bueno. No voy a seguir. Y era solo para decir esto. Que no encuentro palabras para decirme cómo y cuánto te amo. Para resumir. Ahora sabes lo que sé. Y yo sé que sabes lo que sé que sabes que yo sé. Y en último término esta catropia divertida es quienes somos, un reflejo de otro reflejo desatado en una de esas paradojas locas del universo y de la luz. Una cosa difícil de entender, una cosa sin fin. Y en esto se me olvidó que estaba jugando a las personas de los verbos. Antes de que se me olvide. Te marqué una consulta para mañana a las seis. ¿Te parece bien?

lunes, 28 de septiembre de 2009

ViVi V



Leí alguna vez una entrevista en la que Italo Calvino le recomendaba a la gente sacar cuentas. No tanto sacar cuentas sino hacer cuentas, ejecutarlas, con papel y lápiz. Cuentas de sumar, restar, dividir, ese tipo de cuentas. ¿Para qué? preguntaba muy naturalmente el entrevistador. Porque es bueno. ¿Para la memoria? Para todo, muchas cuentas, bueno para todo, respondía él. Estaba viejito.

Una vez conocí un maestro internacional de ajedrez. Uno de esos locos que juegan con relojitos dobles y mueven las piezas a la velocidad de la luz. No te da tiempo a ver las piezas, mucho menos a evaluar la posición y pensar la jugada. Cuando asistes a una partida de esas miras y miras pero no ves nada. Bueno. Este era un chaval joven, un catire poco mayor que yo. Claro que ahí mismo me puse a interrogarlo, a ver cómo le funcionaba el coco para aprender el truco de ser genio del ajedrez. Le invité un negrito en el Gran Café y lo acribillé de preguntas cognitivas de las bravas. No le pude sonsacar gran cosa pero para poder concluir algo conjeturé que probablemente él le sacaría algún placer muy especial al hecho de pensar. Oh no, yo no pienso. ¿Cómo que no piensas, chico? No. Yo veo piezas y casillas y más nada. Puede que empiece a llover y me esté mojando pero no me doy cuenta de nada. (En aquella época se jugaba ajedrez al aire libre, en Sabana Grande. A veces llovía. Ahora no sé.)

Otra amiga mía, esto aquí en Nueva Zelanda. Tiene un trabajo de mierda. Limpia sucursales de bancos y en el tiempo que le queda hace joyería artesanal. Unas piezas de jade preciosas, bellísimas, pero no vende. Se la pasa cansada y no es para menos aunque por nada del mundo prescinde de sus dos horitas de gimnasio. Todos los días. Step. Subir y bajarse y hacer morisquetas bailables encima de un banquito a un ritmo infernal, bajo una música ensordecedora. Dos horas en este merequetengue. Eso da como mil quinientos brinquitos encima del taburete, algo equivalente a subirse las escaleras de un rascacielos de cincuenta pisos. ¿Sábados también? Sí, todos los días menos domingos. Pero tú te las pasas quejándote que la limpieza te deja tan cansada, no lo entiendo... El Step no me cansa. ¿Ah no? No, nada. Verás. Entre llevar el ritmo de la música y estar atenta a los pasos de la coreografía no te da tiempo a pensar en nada.

Todos anhelamos tregua, pensar en nada, no pensar. Descansar, parar de ser. Si el primer estadio de la iluminación es el no desear, probablemente el último sea el no existir. Participar del mundo sin estar. Son cosas difíciles de explicar, claro. Pero es lo que hacemos todos a todas horas. Trabajar, por ejemplo.

Me fascina encontrar una agenda de un desconocido, por ahí tirada, olvidada en cualquier parte. Ya me ha pasado unas dos o tres veces. Creo que las busco casi inconscientemente, cuando entro a una biblioteca o a un café. Es una sensación extraña, tiene algo de voyeurismo medio raro. Y no me refiero a espiar un diario. Diario y agenda son cosas diferentes. La agenda propiamente dicha es una lista de tudus y chequemarques. No está hecha de opiniones o confesiones o posturas sino de la vida misma, trivialilla y descarada, tal como ella es. Lo que debo hacer, o quiero hacer, o me propongo hacer. Cuando, aja. Hecho, culecuá. Otra página, mañana. Llamar a Ernesto. Notario. Luz. Marcela. Dentista. Nat. R. Manguera, regalo. Corriendo de un lado a otro siempre sin que te de tiempo de nada.

A lo mejor la vida misma es así. Todos los días te entrega una hoja en blanco y le metes cosas. Y va pasando y vas anotando con vistos buenos, tildando o rayando por encima. Hice lo que me propuse o lo que debía o tenía que hacer. Vivi. Y ni siquiera tuve que pensarlo mucho. Nada malo.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Viento


Después de algunos años de inactividad académica, Ana Maria, una lingüista amiga de mi esposa, se animó a hacer su doctorado. Cambió la pílula por el ácido fólico, consultó el ginecólogo, anotó sus ovulaciones en una agendita con temas de Van Gogh que encontró muy adecuada al asunto, y por ahí se tiró a la aventura intelectual del siglo. A los dos o tres meses estaba embarazada. Nueve meses después nacía el sujeto que en los dos años siguientes sería responsable por producir el corpus de evidencia empírica para su tesis. En esos dos años Ana María grabó, filmó y anotó todo lo que decía su hijo Diego, es decir, el sujeto. Una de las cosas que anotó en sus libretas fue “mira mamá cómo hago viento”. La frase más memorable que he escuchado en mi vida.

Estaban los dos en un parque, Ana María de lentes bifocales y libreta con temas de Matisse en la mano; el sujeto por ahí, correteando de aquí para allá, enfrente a ella, cuándo pronunció estas palabras. Quedaron consignadas en su tesis “Omisión de pronombres pro dop en elocuciones parapragmáticas contextualizadas”. Algo así, parecido, no me acuerdo muy bien. Celia sí se acuerda porque asistió a la defensa de la tesis y cuándo llegó a la casa me lo contó todo con detalles. Como estaba vestida Ana Maria, como no estaba nada nerviosa, como la presidenta del jurado la quizo siquitrillar con unas preguntitas tendenciosísimas (pero no pudo, jeje) y todo eso. La descripción fue tan pormenorizada que incluyó esta citación textual del corpus que desde ahí no he podido olvidar: “Mira mamá como hago viento.”

Si no me quedara tan mal decir estas cosas, me atrevería a afirmar que resume la condición humana. (Pedantísimo me quedó, ya lo sé. Pero ahora que coño, voy a terminar). La frase del sujeto refiere una ilusión que llevamos bien metida adentro: el creer que somos capaces de producir cosas, de hacer, de transformar. Hacer viento, precipitar la lluvia. Es sabido que se puede inducir la primavera deseándola de alma y corazón a lo largo del invierno.

Estas relaciones mágicas de causa y efecto, que la ciencia se ha obstinado en depurar (la mayor parte de las veces sin éxito), habitan tanto el pensamiento primitivo como la mente del niño, y han sido ampliamente documentadas comenzando con Levi Bruhl y Piaget. Pero no tan evidente es percatarse de que siguen entrañadas en nuestra vida de todos los días. Tengo un amigo, por ejemplo, que es “obesofóbico” y está convencido que es flaco y elegante a punta de voluntad y templanza. Así que ve un gordo, se retuerce de repulsa e indignación, y menea la cabeza diciendo “como es posible que se dejara llegar a ese estado”. Para él pusilanimidad y obesidad son absolutos sinónimos y los dos deben ser condenados con absoluta vehemencia. Creo que nunca se le ocurrió mirar a su alrededor y constatar que todos en su familia son flacos y tienen un apetito muy sano, por decirlo así. Este amigo cree que es flaco porque quiere serlo. Viento. Imputar la obesidad a la pusilanimidad es como atribuir la homosexualidad a la lujuria. Nadie en su sano juicio opta por ser gordo o feo o marico, por dios. Aun hay gente que no lo entiende.

Otro amigo mío es rico. No es muy común pero sucede. Está convencidísimo que lo debe a su inteligencia, a su particular olfato para los negocios, a su intuición, y la verdad es que, año tras año, no ha dejado de acumular millones encima de millones. No le pasa por la cabeza constatar que ya nació rico, con más dinero de lo que podría gastar. Para él, la prueba de sus innatas capacidades es que no malversó la fortuna que heredó sino que no deja de multiplicarla. Más viento.

Y para terminar con mis amigos, (jeje, creo que comprenderán; además, si nunca han leído mi blog sería el colmo de la mala suerte que lo hicieran ahora) terminaré refiriéndome a mi amigo pintor. No tiene cincuenta años y tiene toda una reputación, un nombre hecho. Dentro de diez años los merchands se disputarán los monigoticos que dibuja mientras habla por teléfono. Sucede a veces que, mientras caminamos en la calle, pasamos enfrente a alguna galería o nos metemos a algún museo a ver que hay. Nunca le he escuchado una palabra de lisonja hacia un trabajo ajeno. Todo le parece malo, aunque él tiene una batería propia de adjetivos y un modo sutil de dispararlos: “demodé”, “forzado”, “técnico”, “datado”. Esto lo dice casi siempre muy bajito, con una especie de sonrisa condescendiente. Todo un arsenal crítico, pero usado sin grandes despliegues bélicos. Después de examinar los trabajos profiere una de estas palabrejas como un veredicto infalible y sin apelación, tipo conjuro para mantener a raya las malas influencias: naif, vade retro. No pocas veces me he quedado perplejo ante tales apreciaciones porque ni todos los cuadros me parecen malos. Algunos no solo me parecen muy buenos sino que, lo voy a confesar ahora, me lucen muy superiores a los que hace y exhibe mi amigo. Para él solo los pintores reputados y consagrados tienen valor y le merecen aprecio. Creo que admitir otra cosa seria reconocer que su proprio mérito tendría algo de serendipítico y se pudiera deber a algo más que su trabajo. Y eso, para él, seria inconcebible, le conmocionaría el mundo de una manera que ni te digo. Vientos huracanados, tempestades.

Esto con relación a la segunda parte de la frase de Dieguito. Pero la primera parte, eso del “mira mama” también se trae su cola. Es lo que hacemos todos a todas horas. Por ejemplo, blogs. La aplastante mayoría de ellos, tal como éste, como el mío, son blogs del tipo “Este soy yo, mírenme aquí”. Es lo que hace la gente en las redes sociales, por supuesto, y en el metro, en el trabajo, en la casa, en todas partes. Tenemos una necesidad imperiosa de decir “mírame, háblame, estoy aquí”. Tal como las hormigas y las abejas somos bichos increíblemente sociales y no estamos menos dominados que un insecto en nuestra ancestral motivación a la “colaboración” social.

Creo que la mejor forma de ilustrar la intersección de la biografía y la historia, lo que podemos y lo que no podemos hacer, es mediante una metáfora casi cursi. Pero no tengo nada mejor. La imagen de una persona que se deja arrastrar y flota plácidamente en un enorme río. Hay trechos del río en que predominan los rápidos, los obstáculos, los escollos. En estos momentos no tiene sentido luchar contra las circunstancias, nadar contra la corriente no solo seria inútil, seria muy poco aconsejable. En esos momentos uno hace lo que puede e intenta no perder la cabeza. La energía se debe guardar para otros sectores del río en que la corriente no arrastre tanto. Con tiempo, con cierta planificación, nunca subestimando el enorme poder de la corriente, es posible escoger y nadar hacia puntos específicos de la orilla. En diagonal, pues. De un lado a otro y con grandes arcos y rodeos. Incluso llegarán dias de perfecta calma con aguas cristalinas y espejadas.

Mírame aquí, nadando de espaldas y contra la corriente, levantando espuma, haciendo viento.