Hace ya más de 100 años, Marcel Duchamp
hizo volar por los aires el concepto de autoría en las artes plásticas. Fue
contemporáneo de Picasso, Matisse y Miró, pero en muchos aspectos su obra (y la
mezcla de pensamiento con la obra, que se ha vuelto terriblemente problemática)
estaba mucho más adelantada a su tiempo que sus mucho más famosos
contemporáneos. Dedicó años y años a unas pocas obras, complejas, incatalogables
como pinturas o esculturas o casi-máquinas, como su Gran Vidrio, en el que invirtió
lustros de trabajo. Al final, hizo fotografiar la obra, el gran vidrio !que
estalló bajo el calor de los focos de iluminación! De viejo, se retiró en
Argentina y se dedicó a jugar ajedrez. Nada más por eso merece mi admiración más
profunda: de la absoluta libertad del arte, que más que nadie promovió, pasó al
mundo del ajedrez, con sus reglas milenarias, estrictas e inflexibles. Sabía que el mundo se compone de muchas cosas, cada una con sus reglas. Es muy divertido transgredirlas, después de conocerlas, por supuesto.
Duchamp a principios de siglo presentó dos
obras al Gran Salón de Paris, una institución patricia cómo pocas las había
entre finales del siglo XIX y principios del XX. Paris mandaba en el resto del
mundo porque era el centro del mundo. La meca de Chopin, y antes de Mozart y
Haendel (que terminó en Londres) la patria de Berlioz, Stendhal, Balzac, Victor
Hugo, Zola y tantos otros. La ciudad de Delacroix, Ingres, Dumier; y después de
la revolución iniciada con los impresionistas, Manet, Monet, Seurat; seguida de
los escándalos de Toulouse-Lautrec, Degas, y más tarde Van Gogh, Cezanne,
Picasso y un larguísimo etecétera.
Pero nadie conmocionó más los cimientos
del arte que Duchamp. Presentó dos obras que estremecieron las fundaciones
mismas de lo que es el arte, que puede ser, cuales son las relaciones del
artista con la obra, qué es y que no es arte. Duchamp firmó objetos que no eran
suyos. Les colocó su firma y dijo “esta es mi obra”. Una de esas obras fue un
urinario de cerámica que se consiguió tirado en una basurero. Lo firmó y lo presentó
como una obra suya. Lo encontré en California, no sé si en Los Ángeles o en San
Francisco. La segunda obra, es un aro de bicicleta, que creo haberlo visto en
el MOMA. Por supuesto que les pedí a unos japonesitos que me sacaran la foto y
las posteé Facebook, con cara de nerd gafo.
Duchamp estaba diciendo varias cosas: “yo
vi la escultura dónde un artesano vio la utilidad, y por eso la forma, el
significado espacial, la aproximación plástica, la obra, me pertenece a mí”; también
estaba diciendo que la ejecución manual era un concepto relativo, que lo
fundamental era la idea conceptual; y estaba diciendo que entre la obra y el
autor se establece una relación hiper compleja, entre apropiación, ejecución,
conceptualización y autoría.
Hoy día, el mundo de la imagen se ha
transformado radicalmente. Hace más de 100 años los pintores se desgarraban en
dilemas morales entre los límites de la fotografía y el retrato. Todavía hoy
existe gente, desinformada, que lo hace.
Hace 20 o 30 años conocí a un pintor.
Hacía unos cuadritos más o menos. Varias veces estuve en su casa, y en su
estudio había un cuarto que estaba celosamente guardado bajo llave, dónde
supuestamente guardaba sus materiales de pintura. Por supuesto que el cuartico
me tenía loco, fascinado. Nada me interesaba más que mirar los materiales
mágicos que utilizaba, sus paletas, sus pinceles, sus tintas, sus esponjas y
espátulas. Me imaginaba toda una parafernalia de pinceles de pelo de marta,
tintas Windsor y Newton, pinceles Kolinsky hechos con pelo de ardillas
rojas de Rusia…
Un día encontré la puerta abierta. Se me
abrió la tierra, de la decepción se me cayó el cielo encima, el peor temor de
los antiguos Galos. En el cuarto estaba un proyector de diapositivas, slides,
con fotos de los cuadros que el pintor había ejecutado y yo había visto y
admirado. ¡Engaño! ¡Trampa! ¡Fraude! El hombre proyectaba las diapositivas
sobre los lienzos y los calcaba, en contorno, composición y color!!! Él hacía
exposiciones, publicaba folletos, tenía un curriculum, exhibía un portafolio…
de réplicas, copias, colorines calcados como sobre un libro de colorear!!
Nunca más puse un pie en la casa del
viejo. Porque no solo se burlaba de Picasso sino que probablemente nunca había
visto un cuadro de Kadinsky.
Pero otro gallo cantaría si el señor
estuviera consciente de lo que estaba haciendo. Si el proyector de diapositivas
no fuera “su trampa” sino un instrumento de trabajo. Total, Duchamp, cuya obra
ya conocía, fue muchísimo más lejos, apenas firmó. Probablemente debiera
utilizar el proyector para cuadros de 3x5 mts y no para los de 30x50 cms. Quién
sabe. En última instancia, la diferencia entre "el arte" y "el fraude" radicaría apenas en su conocimiento, en su cultura plástica. Pero esto resulta terriblemente problemático. ¿La obra no habla y no vale por si misma? ¿Depende de quién la hace? ¿Depende de sus conocimientos o de su trayectoria? ¿Quién juzga? ¿La opinión de un crítico puede determinar el valor de la obra? ¿Dónde queda el autor? ¿Qué significa serlo? ¿Qué hay del arte naif? ¿Tiene critérios diferentes? ¿Porqué? ¿Pedo firmar el Empire State Building? ¿Si pinto algo en una de sus paredes, a quién le pertenece la obra: a los dueños del edifício, a los transeúntes, al autor?
Una vez intenté explicarle a una
fotógrafa en ciernes que no tenía nada de malo utilizar los “filtros” digitales
que vienen con las cámaras más sofisticadas. Ella me decía que era “hacer
trampa”; yo le intentaba explicar que la cámara misma, sin filtros, ya viene
equipada con unas configuraciones de origen que alteran la imagen. Que no
existe una imagen “normal” que viene dada por la naturaleza. Eso no existe en
las cámaras; eso no existió siquiera con los primeros daguerrotipos. La
reproducción de la imagen, sea natural o mecánica, es una interpretación. Y la
manipulación de Photoshop es apenas una extensión del “arte” de los antiguos
baños de las fotos en B y N en el cuarto oscuro.
Hoy, más que nunca, se han perdido los
límites entre el uso del pincel y el del Photoshop (existe toda una miríada de subproductos
específicos para pintar, pero Photoshop es el icono y acaba de cumplir 25
años!). Creo, casi como un principio de fe, que se debe aprender a utilizar el
lápiz sobre el papel, el pincel sobre la tela. Aprender perspectiva, valoración
y composición. Saber distinguir entre un HF y un 5B; apreciar en una fracción de
segundo la diferencia entre un papel barato de 100 grs. y uno de algodón de
300; un pincel sintético y uno decente. Pero también creo que ignorar los
recursos digitales es un hándicap grave para un artista contemporáneo. Quiero
creer que Rafael y Miguel Ángel hubieran delirado con los recursos de una Wacon
o de un Ipad Pro. Qué se hubieran extasiado con las esculturas en flores de
Koons. Estoy seguro que Rembrandt se hubiera caído de culo viendo un auto retrato
de Francis Bacon. Y que tanto uno como otro, en el momento de conocerse, se
hubieran hecho pipi en los pantalones, de la emoción.
Es muy difícil saber distinguir entre lo
que es arte y lo que no. Y, cada vez más, distinguir técnicas y suportes. Y
éste mudo está lleno de charlatanes que no saben diferenciar entre el gouache y
la acuarela, el acrílico y el óleo. Aún para mí me resulta a veces difícil distinguirlos,
¡en cosas que hice yo mismo!
Es un mundo complejo, pero que resulta
invariablemente en la creación, la expresión. El acto, la volición. La obra por
sí misma, hace siglos que ha dejado de significar. La autoría, queda en segundo
o tercer plano, excepto para los dealers que negocian firmas. Queda la
percepción. La intuición.
Apreciar una obra de arte es algo complejísimo
que involucra la obra, el autor, la técnica, la correspondencia emocional, y un
montón de cosas más como el conocimiento de la técnica y de la historia del
arte. Es un peastre loco. Pero que se resuelve cuándo enfrentados a un cuadro, a
una escultura, a una performance, sentimos algo. Yo distingo a leguas el 90% de
las cosas de un principiante, un amateur, un jubilado, o un farsante. Pero me queda un 10%,
es decir, millones de cosas por resolver. ¿Y saben qué? Me fascina quedarme con
la duda, intentando descifrar y comprender, aún debatiéndome sobre la
admiración y la duda.