Para MCV, por supuesto
Llevo años. Años de años. Una vida,
queriendo tener a un perro. Pasé mi infancia rodeado de perros. Mi abuelo era
cazador, y tenía un perro para las liebres, otro para las codornices, otro para
la caza grande. Y yo con todos me las buscaba, embravucándolos, azuzándoles (es asi como se dice?),
hasta que, claro, me mordían.
Mi abuelo, mucho más que yo, entraba en pánico, cada vez que me mordían. Inmediatamente me llevaba para el hospital. Creo que los enfermeros de emergencias ya me conocían. Debo de tener más vacunas antirrábicas que cualquier otro ser humano sobre la Tierra.
Y después, a partir de mi adolescencia, dejé de vivir con mis abuelos y se acabó. Viviendo entre apartamentos se acabó la cosa con los perros. Aunque los añoré por el resto de mi vida. Decenas de veces me dije que iba a tener un perro, que iba a adoptar un callejero, comprar un pura sangre, pero siempre fueron wishfull thinkings que nunca terminaron en nada. Visité refugios, tiendas de mascotas, criadores, pero, en la hora de la decisión, en el último momento, nada. No me decidía. Y así pasaron treinta años, acariciando perros en la calle, poniéndome de cuclillas como un gafo, llevándoles sobras tibias de comida.
Mi abuelo, mucho más que yo, entraba en pánico, cada vez que me mordían. Inmediatamente me llevaba para el hospital. Creo que los enfermeros de emergencias ya me conocían. Debo de tener más vacunas antirrábicas que cualquier otro ser humano sobre la Tierra.
Y después, a partir de mi adolescencia, dejé de vivir con mis abuelos y se acabó. Viviendo entre apartamentos se acabó la cosa con los perros. Aunque los añoré por el resto de mi vida. Decenas de veces me dije que iba a tener un perro, que iba a adoptar un callejero, comprar un pura sangre, pero siempre fueron wishfull thinkings que nunca terminaron en nada. Visité refugios, tiendas de mascotas, criadores, pero, en la hora de la decisión, en el último momento, nada. No me decidía. Y así pasaron treinta años, acariciando perros en la calle, poniéndome de cuclillas como un gafo, llevándoles sobras tibias de comida.
Pasaron treinta años hasta hace quince
días. Me dije: vivo en una casa, tengo espacio, todo aquí es un desastre, qué
más da perro más o perro menos. Me enchufé de cabeza en Internet y a buscar mi
perro, de una. Pero los refugios, en esta ciudad, quedan en sitios
inaccesibles: La Vega, Palo Verde, Caricuao. Yo soy un sifrino pobre que vive
entre El Marques y La Florida, con miedo de que me atraquen. Y
los perros de Internet lucían escuálidos, apaleadísimos, como de Auschitz,
verga. ¿Será que un perro así será capaz de sentir amor por mí?
Hay razas que son comprobadamente
cariñosas, fueron dawring y selectivamente escogidas así, para querer a sus
dueños. Pero a mí me gustan los perros grandes e independientes, los que me
mandan directo para el hospital buscando antirrábica. Así que escribí en Google
“Labrador Caracas”. Tantantatán. Me
imaginaba que me iban a salir unos perrotes de 50 Kgs, lo mismo que pesa mi
pareja, my bitch, cómo dirían los
raperos. (Perdóname la libertad literaria, mi amor). Pero no, nada de eso. Me
sale una perrita de 20 cms y medio kilo, casi que reposando en la palma de una
mano, con aquellos ojos suplicantes de ternura. Toda ella negra, azabache, con
los ojos oscuros, pidiendo amor.
Llevaba dos horas en Internet buscando mi
perro callejero, pero me sale ella, suplicando que la agarre entre mis brazos y
que la deje dormir conmigo, buscando mi calor. Había un teléfono junto a la
foto y llamé. La quiero ver ahora. ¿Ahora? Pero si son las ocho de la noche y
vivo en El Hatillo muy adentro… Bueno mañana en la mañana entonces. Ok. En tal
sitio, así así. Llegué con Mary Carmen casi una hora antes de lo pactado.
Tomamos un café y después otro, y a la media hora, me mandaron un mensaje
diciendo “estamos aquí”. Desde que la vimos supimos que era nuestra. Ésta
perrita Labrador azabache, oscura, negra toda ella, indistinguible en la noche.
La dejamos en la casa y regresamos al final de la tarde.
Cuando abrimos la puerta y la llamamos se
quedó paralizada un minuto, y después se nos acercó. En ese minuto de parálisis
se había meado con la emoción de vernos. Bueno, no fue nada. Esa noche dormí
con ella, acurrucada en mi cuello. ¡Y con la franela meada! Le dije “No está
bien, Clarita.” “Esto no se hace” y esas cosas que uno habla con los perros.
Salí. Y volví. Y ella como si nada, lamiéndome el cuello, e intentando lamerme
la boca. La casa olía un poquito raro. Le puse papel de periódico, le dije que
ahí era, AQUI. Al otro
día, cuando llego, olía aún más raro. El día siguiente encuentro el sofá todo
meado y cagado, y un olor espantoso, Dios mío. Descubrí cagadas y meadas por
todas partes, esto no puede ser.
Ella se volvía loca de emoción cuándo me
veía entrar, me lamía, me mordía, me pedía amor y cariño, pero me dije, no
puede ser, no puede ser. Pasé un día entero fregando el piso y descubriendo
cagadas en los rincones más inusitados. Cuánto más lavaba más aparecían sus
cagadas y meadas, no puede ser. Lo siento mucho Clarita, pero te voy a encerrar
en la terraza, hasta que aprendas. No es una terraza pequeña, sino
relativamente grande, y ahí la dejé llorando. El primer día se cayó de la
terraza, hacia la planta baja, un jardín. No le pasó nada. Sobrevivió ilesa, y
con la colita vibrando, gracias a Dios. La dejé dormir otra vez conmigo, OK.
Eres una perrita loca y tan bonita, tan adorable, que te dejo dormir conmigo
otra vez. Y me volvió a cagar en la cama, por Dios.
La volví a poner en la terraza. Mil veces
lloró y gimió, suplicando que la dejara entrar, pero yo, nada. Impertérrito. Hasta que
aprendiera a no ser tan cochina, a escoger un sitio para sus cosas, hasta que
aprendiera a no ser tan cochinota. Hay que educarlos, ya se sabe, aunque nos
cueste. Durante dos semanas cagó y meó en donde le daba la gana, en toda la
terraza. Pero me mantuve firme, hasta que aprendiera que no podía vivir entre
tanta cochinada, hasta que aprendiera a hacer en un solo sitio. Ella misma se
daría cuenta, aprendería sola. Por supuesto que durante estos quince días, la
visitaba, le daba mimos, le ponía de comer y beber, la amachucaba. Pero ella
nada. Cagando y meando. De cada vez que yo entraba o salía de la casa se
acercaba a la puerta de la terraza y lloraba. Pero yo, nada, implacable.
Hasta que ayer me dio cosa. Verla así.
Llorando. Yo leo y veo películas, salgo y entro, hago cosas, a veces, pero ella no puede hacer nada
de eso. Solo me espera en la terraza. Es una perrita bella, carente de amor,
indefensa.
Me la traje para el sofá y me la puse
sobre el pecho. Por un minuto me lamió las manos, los brazos, la cara. Quería
lamerme la boca. Y después se hizo pipi, por supuesto. De la emoción. Encima.
Yo sabía que lo iba a hacer. Porque es
una perrita, chiquita, que solo busca el calor del afecto. Que se vuelve loca
por mi (y por cualquiera, infiel, dígase de paso). Que solo es un sercito lindo
que busca amor, compañía, complicidad en sus jueguitos de perrita loca.
Yo sabía. Sabía que me iba a mear, encima
de la cara, en la boca, lo sabía. Pero no me resistí a traerla para mi pecho.
Porque el amor nunca aprende. Si es amor, nunca aprende. Y no hay que ponerse muy filosófico para saber que uno puede ser más o menos burro, aprender o no. Uno. Pero el amor nunca aprende.