Lo
primero que me entero al llegar es que se acaba de estrenar una nueva Ley de
Inquilinato. Nuevecita, hecha precisamente para tipos como yo, que acaban de
llegar al país pelaos de bola y caídos de la mata, creyendo que se van a alquilar un apartamentico en
Caracas. La Ley me pareció una vaina de pinga, hecha para los pobres y expatriados de regreso - una especie mutantisíma de "redevuelto voluntario", que hace años desapareció de
este país por efectos de tanto cataclismo natural. Los que se fueron, se fueron demasiado.
“Búscate la ley, para que te enteres”, me decía la gente que me quería ayudar a alquilar mi apartamentico de una habitación. Le eché un vistazo y me di cuenta que leyes como esas están hechas para proteger el sagrado derecho a la vivienda que tiene la gente como uno. Una vaina pensada en el ser humano, cuyos inalienables derechos prevalecen, le llevan una morenísima a los sórdidos sentimientos de la especulación y la usura. Nadie te puede sacar tu techito y abandonarte a la inclemencia de los elementos, por supuesto.
Me releo la cosa. Pero que guarandinga tan buena. Si entras a la vivienda, no sales más. Ni tienes que pagarla, porque aunque la inflación sea del treinta por ciento, el propietario no te la podrá valorizar más que al 1,20% anual y está obligado a vendértela a ti, al arrendatario; y, si por una de remotísima casualidad de la vida, no tienes o no quieres pagar, tampoco hay guiro, porque la Ley de Política Habitacional te ba a prestá!
“Búscate la ley, para que te enteres”, me decía la gente que me quería ayudar a alquilar mi apartamentico de una habitación. Le eché un vistazo y me di cuenta que leyes como esas están hechas para proteger el sagrado derecho a la vivienda que tiene la gente como uno. Una vaina pensada en el ser humano, cuyos inalienables derechos prevalecen, le llevan una morenísima a los sórdidos sentimientos de la especulación y la usura. Nadie te puede sacar tu techito y abandonarte a la inclemencia de los elementos, por supuesto.
Me releo la cosa. Pero que guarandinga tan buena. Si entras a la vivienda, no sales más. Ni tienes que pagarla, porque aunque la inflación sea del treinta por ciento, el propietario no te la podrá valorizar más que al 1,20% anual y está obligado a vendértela a ti, al arrendatario; y, si por una de remotísima casualidad de la vida, no tienes o no quieres pagar, tampoco hay guiro, porque la Ley de Política Habitacional te ba a prestá!
En esa
me anoto, me dije yo, buscándome el apartamentico en MI inmueble
punto com. Pero como sucede con todo lo relacionado con las telecomunicaciones en
Venezuela, el bendito site no
funcionaba. Cuando le metías una búsqueda de apartamentos para
alquilar te salían todos los que estaban para la venta. Un problema de nada, un
botoncito que no funcionaba, pero fastidioso.
Además, en las pocas oportunidades en que la casillita funcionaba, por
ejemplo, cuando le ponías las urbanizaciones más exclusivas de Caracas, el programa si te daba alquileres aunque se volvía loco y en vez de darte los precios en Bolivares, te lo daba en googueles,
es decir en múltiplos de cien ceros. Había que hacer scroll down para
terminar de enterarse del precio. El alquiler de un apartamento tipo estudio
entre Los Palos Grandes y el Marques andaba (anda) costando algo así como entre 10 y
17 googueles!! A uno, recién llegado, le cuesta sacar esas cuentas de euros
mutiplicados por 0,90 veces el dólar promedio La Guaira-Bonos-Cadivi. Andaba
con mi calculadora financiera parriba y pabajo. Pero cuántas más cuentas sacaba
menos me daba.
En
estas, mis tíos estaban felices, porque mientras sacaba logaritmos de números
grandes, me estaba quedando en un almacén que tienen en Las Acacias. Me traían
de todo: empanaditas de cazón, jugo de guanábana, queso telita, esas cosas que
ellos saben que nos gustan porque acabamos de llegar. “Quédate aquí
chico, cual es la prisa?” me decían. “Qué alquiler que nada, estás loco? Eso
sí, mientras estés en la casa haz ruido que jode, ponte música, cocina para que
se escuchen las ollas y se sienta el olor. Guisados. A ti te gustan los
guisados, no? Échale Carmencita bastante. Lo único que te pedimos es que no te
encierres a oscuras leyendo libros, por favor. Bulla, hijo, es lo único que te
pedimos. Salsa, regatón, lo que quieras”. Cuando mi tío se fue a mear al baño,
mi tía me susurró al oído: “Ya intentaron invadir la casa dos veces”.
A las
tres semanas todos me conocían en el vecindario. Es verdad que cuando entraba a
la pollera de enfrente me miraban con mucho cariño, admiración o algo, no daba
para entender bien el sentimiento. Después me entero que yo era “el inquilino de Mario”, un
carajo de pinga, parrandón, bochinchero, y que de paso me estaba cogiendo a sus
dos hijas, juntas y por separado (!!mis primitas que empezaron a traerme pollo a la
plancha cuando me cansé de los guisados!!)
No me sentía maltratado, antes todo por el contrário, pero los decibeles nocturnos estaban acabando conmigo. Pormenor: la casa no
tenía estacionamiento y debía dejar el carro en Plaza Tiuna, a siete cuadras. El
problema no era tanto la distancia sino calcular el puesto en función de la profundidad
y la cola. La mejor hora para llegar era a las seis y media, por ahí. No solo
atravesaba las siete cuadras de día, con luz, sino que el carro no me quedaba enterrado en el quinto coño sótano de aquel infierno sulfuroso de Alighieri.
Pero si llegaba demasiado temprano, a la mañana siguiente, para sacarlo, debía
de esperar una buena hora y media hasta que sacaran los cincuenta carros que
estaban por delante.
Si llegaba tarde, a eso de las nueve, salía de primerito en la mañana, es verdad, pero la noche anterior tenía que llegar y cambiarme de una (dentro del carro). Me quitaba el traje y me ponía unos shores y chancletas particularmente adecuados para transitar cuadras del suroeste, pasadas las nueve de la noche.
Si llegaba tarde, a eso de las nueve, salía de primerito en la mañana, es verdad, pero la noche anterior tenía que llegar y cambiarme de una (dentro del carro). Me quitaba el traje y me ponía unos shores y chancletas particularmente adecuados para transitar cuadras del suroeste, pasadas las nueve de la noche.
Pero lo
peor lo peor, es que no tenía intimidad. Entraban mis primas, salían mis tíos.
Manolo, el del abastos, venia todos los días a revisar que me hacía falta en la
nevera. José, el asturiano de la
esquina, llegaba todos los santos martes y viernes (a las seis y media de la
mañana!) con un taperuere con la fabada que le había sobrado del día anterior. (Es
sabido que todo lo que sea caraota recalentada al otro día es mucho mejor). Todos querían saber que coño de Viagra Chino se metía el inquilino de Mario
para clavarse a sus hijas, juntas y por separado, de lunes a domingo, y de ocho
a seis de le mañana. "Algo le metes a los guisados, ese olor..." me decía Manolo.
Hasta
que un día, Leonardo, un gerente que trabajó muchos años en la sucursal 46, me
dijo, solemnemente “Sr. Jaime, me divorcié!” Me lo dijo con aquel tono de quien
comunica una cosa importante, un hito biográfico, un incidente significativo en
la vida. Ya no tengo paciencia para estas cosas.
“Mis viejos están enfermos, sabe, y bueno…le alquilo el apartamento”.
“¿Qué? ¿Pero cómo sucedió eso chico? ¡Qué vaina tan arrecha! Lo bien que se llevaban! Ni me digas nada… sé perfectamente cómo te sientes. Un divorcio es lo peor chico…¿en cuánto me lo alquilas?”
“Mis viejos están enfermos, sabe, y bueno…le alquilo el apartamento”.
“¿Qué? ¿Pero cómo sucedió eso chico? ¡Qué vaina tan arrecha! Lo bien que se llevaban! Ni me digas nada… sé perfectamente cómo te sientes. Un divorcio es lo peor chico…¿en cuánto me lo alquilas?”
Sin
papeles, ni nada. Oficialmente no tengo residencia legal. Cuando me solicitan
un recibo de luz o teléfono pido uno prestado y hasta ahora no he tenido
problemas. Por supuesto que las niñas de los bancos y las tarjetas de crédito
tienen más que hacer que ponerse a leer recibos del aseo urbano.
Pero yo, irresidenciado y todo, estaba feliz feliz. Al fin, un poquito de privacidad, para mí (y para mi carro).
Pero yo, irresidenciado y todo, estaba feliz feliz. Al fin, un poquito de privacidad, para mí (y para mi carro).
Leonardo había comprado ese apartamento, éste, precisamente porque queda justo en frente a la sucursal dónde trabajó varios años. Saliendo a la puerta de la tienda se ve clarito el balcón y la ventana de mi cocina, que da hacia el tendedero.
La
sucursal 46 es una especie de tienda piloto en dónde probamos cualquier tipo de cosa: los
pos de los bancos, los exprimidores automáticos de naranjas, los nuevos uniformes de las cajeras, los bugs de Oracle Retail. Una especie
de atol en medio del Pacífico dónde revienta toda vaina. La única razón por la
que es la sucursal piloto es que tiene acceso por todas partes: por la Fajardo, por La Cota Mil, por La Francisco de Miranda, por La Libertador, por todas partes. En menos de
media hora se ponen un poco de supervisores de acuerdo y le caen en cambote a
la 46. Casi siempre los viernes. Yo acostumbro reservar los últimos días de la
semana para visitar las sucursales del interior, cosa que todo el mundo sabe,
pero empezó a parecerme raro que, siempre que estaba en la casa un viernes,
alguno de los supervisores me llamaba para que me acercara a evaluar los daños colaterales
de los experimentos piloto. Un día le pregunto a uno: “¿Chico, cómo sabes tú que estoy en la
casa y que no estoy Barquisimeto?” “Cómo se iba a ir para Barquisimeto si dejó
todos los interiores colgados en el tendedero, mi jefe?”
¡Privacidad
un coño, no joda! Ahora entiendo porque la reina Isabel odia que le alcen el
pabellón real de Buckingham cuándo está en Londres. Y tiene toda la razón, la
vieja. Es como si le colgaran las pantaletas en el hasta más alta del palacio,
para que todo Londres las pueda ver. Ahora la entiendo, a la pobre. Ricos y pobres, nobles y plebeyos, todos necesitamos un lugarcito para leer un libro y guardar el carro.