En el mundo de habla inglesa, los malabaristas acompañan ciertos trucos de magia con la expresión: “Now you see it; now you don’t”: “¿Lo ves aquí? ¡Ya no está aquí!”. En una fracción de segundo hacen desaparecer moneditas de las manos, o ciudades enteras del horizonte. Al parecer, también la vida nos tiene reservados algunos trucos. En un piscar de ojos, mientras dura una centella, me arrancaron la vida de un hijo, me dijeron que tenía cáncer, herí de muerte a quién más me amó y amaba, maté un hombre, cometí un crimen. Yo. A mí.
¿La vida continua? La gente despertándose a las siete, saliendo a trabajar, comprando y vendiendo. ¿Es posible que todo siga igual? No. Esa vida, que parece tan real, es falsa, es un espejismo. Otro de esos trucos que no entendemos. Por más que nos digan que no, que lo que desfila ante nuestros ojos es la realidad, no lo queremos ver. Sencillamente, no lo podemos ver. No podemos ignorar el hijo que se nos murió, el hombre o la mujer que matamos. O que perdimos.
Rechazaríamos con indignación una pastilla milagrosa que nos hiciera olvidar el dolor. No hay nada de masoquismo, ninguna complacencia malsana en el sufrimiento. Quien lleva luto no necesita, evita, a todo costo, que le sea reconocido. Esa solidaridad es una invasión de intimidad, un protocolo, un desfile de mascaras grotescas que no queremos ver, una convención estúpida y absurda. Nadie puede reconocer la oscuridad abismal que llevamos dentro. Quien se le pudiera asomar, sucumbe.
En el naufragio de lo que somos, nos aferramos a las memorias de quienes perdimos, y aborrecemos cualquier forma de memorabilia tétrica, convencional, de cementerio. Esa sutil preservación de la vida por la memoria es nuestra tabla. Nuestro denuedo de salvación es nuestro homenaje, aun al precio de cualquier dolor, comparado con el cual, el enajenamiento es una ganga.
Somos esto, somos así: unas bestias complejas, proclives al dolor, un manojo mal anudado de deseos y sentimientos. De amor y arrepentimientos. Tal vez no se pueda, o no se deba, clasificar el dolor. Pero hay uno que es una mezcla de martirio y desolación: la pérdida. El dolor vacio. Un dolor hueco obstinado en quedarse sin dejarse saciar ni sellar. La pérdida de un ser profundamente amado es una agonía. Precisamente porque no tiene esperanza, es irreversible, es un dolor inacabado. Por eso imposible de ignorar y de olvidar.
Pero un día, sucede lo increíble. El tiempo empieza a marchar al revés, algo que, por todo lo que sabemos de la vida y conocemos del mundo, debiera ser inconcebible: ¡olvidámos! ¡Olvidamos la fecha en que falleció nuestro hijo! “No puede ser”, nos decimos, entre la incredulidad y la sorpresa. Sentimos, por un lado, que hemos cometido una traición infinita. Y, por otro, que la vida es cínica, vil, hija de puta. El mundo debiera ser noble y respetar las promesas de amor incondicional hasta que la muerte nos separe. Pero no lo es. Es tan solo esta cagadita deleznable y relativa que está aquí; esto, sobre lo cual el tiempo se acumula y acumulará en capas, sepultándose las unas a las otras, hasta hacer desaparecer los últimos sustratos en el olvido.
Allá afuera la vida continua, impertérrita y estúpida, con noche y día, y viento y lluvia, y con poco más. Majestuosa y ajena, toda ella, a amores eternos y votos incondicionales.
Parecerá una visión cínica de la vida. Me inclino más a pensar que la vida, ella misma, es intrínsecamente cínica, ingrata, hijoeputa.
Cuando nos adviene el dolor, la ausencia, la mutilación, nos acomete también la certeza de que nunca más el día será día. Que, a partir de allí, toda luz se teñirá de noche. Para lo bueno o lo malo, quién sabe si para nuestro propio bien y preservación (si nos sirve de consuelo), el mundo, sencillamente no funciona así. Llegará el día en que olvidaremos la fecha, o la fecha dejó de estrujarnos el corazón. Esperanza, resignación, autoprotección…¿cinismo? Todo da en lo mismo.
¿Será posible que la devastación del tiempo no deje nada? No lo sé. Probablemente deje una niebla. Y por detrás de la niebla un vacío, casi plácido, o casi horrible, como un noviembre no muy frio.