Todo tiene su principio y su fin. (Es comenzando con frases como ésta que los artículos ganan Pulitzers y esas cosas). Y las Crónicas de Nueva Zelanda llegaron a su fin. En verdad terminaron hace tiempo pero no oficializamos la clausura. Empezando por el hecho de que ya no estoy viviendo en Nueva Zelanda. Vine para Portugal pensando que me quedaría seis meses y ya llevo más de un año. Me vine en el momento cierto: por aquí, ésta mierda se la llevó el diablo, aunque el FMI ayuda en todo lo que puede (al diablo). Nueva Zelanda se me pierde cada vez más en la lontananza del recuerdo, lejos con bolas, far away que jode. Hasta mi working visa (una versión austral igual de preciosa que una green card) se me venció. Nueva Zelandia, el país, y la estancia, fue un episodio que concluyó. Quisiera concluir formalmente el blog con dos o tres entradas sobre la vida en NZ, básicamente historias personales que me parece ilustrarán el tipo de país que es, y para cerrar, creo que me voy a animar a publicar aquí un último cuento.
Las crónicas siempre mantuvieron una relación muy tangencial con NZ. Cuando lancé el blog pretendía que fueran precisamente eso, crónicas, relatos que acompañaran esa experiencia de emigración, pero muy pronto dejaron de serlo y comenzaron a incorporar artículos, cuentos, extractos de novelas, apuntes a la actualidad política internacional, mensajes cifrados de mi vida personal…en otras palabras, se convirtieron en Las ensaladas de Nueva Zelanda. Y como en toda ensalada, hay trocitos buenos y malos. Pocas veces hablé del país, y eso es lo que quisiera remediar aquí, la deuda que quiero pagar.
Casi todas las páginas web llevan sus estadísticas de visita. Adicionalmente se pueden recoger algunos datos básicos, como las direcciones IP, lo que permite saber el país y la ciudad de los visitantes. Además, si una visita llegó a través de un buscador como Google, tenemos acceso a la frase introducida en la búsqueda. Una de las crónicas que escribí fue sobre este tema. Hay gente que llega a un blog o un website porque anda completamente perdida, y termina atrapada, tipo mosca en la red, literalmente. Todavía hoy me impresiona constatar que sigue llegando gente a este blog proveniente de China, Corea o Japón. Creo que la mayor parte, son hispano hablantes, hartos de arroz y legumbres, que buscan información sobre Nueva Zelandia. De hecho, mientras el blog estuvo activo, mucha gente me escribió preguntándome “como es la vida en NZ”, por citar literalmente el asunto de uno de los emails que recibí. Y porque creo que estoy en deuda para con estos visitantes que andaban buscando la Tierra Prometida y se encontraron con un blog intelectual escrito en castellano caribeño, voy a intentar describir un poquito mis impresiones sobre el país. No sin antes hacer una aclaratoria. Mi estancia en NZ coincidió con el periodo más difícil de mi vida. Y no me refiero a dificultades materiales o de adaptación, sino porque allí comenzó un proceso extremamente doloroso que culminó con mi divorcio. Para mi existen dos NZs: la que objetivamente conocí pero no me tocó mucho; y otra, de carácter muy personal, que afectó profundamente mi vida, una NZ a la que no quisiera volver jamás. Espero no trasvasar emociones y sentimientos que confundan una con la otra.
Los neozelandeses se llaman a sí mismos kiwis, y la gente asume que se trata de una alusión a la fruta, de la cual son grandes exportadores. En realidad ellos ya se autodenominaban kiwis antes de que empezaran a cultivar la fruta en gran escala. El kiwi es un pájaro que no vuela (como existían muchos en NZ antes de la llegada del hombre , los Maoris , alrededor del año 800). NZ fue el último pedazo de tierra a ser habitado por el ser humano en el planeta). El kiwi es un pájaro nocturno, más bien feo, marrón, con un pico largo y curvado. Pero, por alguna razón que desconozco, hicieron de él el símbolo del país. En casi tres años nunca llegué a ver ninguno. Como el símbolo nacional está en peligro de extensión, lo tienen confinado en islas más protegidas que el islote de la prisión de Alcatraz. Cuando empezaron a exportar la fruta, por razones de marketing, no les pareció adecuada la alusión a China, ya que la fruta era originalmente conocida como Chinese Gooseberry. Adoptaron el nombre de Kiwifruit, y el resto del mundo la abrevió como Kiwi. Cuando un neozelandés se refiere a sí mismo como kiwi lo último que le viene a la cabeza es la fruta, y si se llega a referir a ella es siempre por extenso: kiwifruit. Curiosamente los supermercados tienen toneladas de fruta de todos tipos (NZ es un gran exportador de fruta) pero apenas unos quilitos de kiwifruit. Hago estas observaciones preliminares porque el resto de estas próximas entradas del blog se referirán básicamente a los kiwis, las personas, pues.
La belleza paisajístico es proverbial y merecidísima. Es casi imposible atravesar el interior del país sin tener que parar a cada media hora para contemplar el entorno. Los paisajes son tan variados como sobrecogedores. Montañas nevadas, fiordos, glaciares, playas extensísimas, llanos de perder de vista. Sobre todo en la isla sur, donde llueve mucho, la tierra es extremamente fértil y existe una superabundancia de ríos y lagos de una belleza deslumbrante. Como el jade es superabundante, existen ríos de un color esmeralda luminoso, casi imposible de creer. Las proverbiales ovejitas, no son un estereotipo exagerado, realmente se adueñaron completamente del territorio. Una vez, en uno de esos viajes por el interior, comenzamos a contar cuantas ovejas y vacas veíamos por cada ser humano. Y la cuenta arrojó algo así como 500 ovejas y 100 vacas por cada hombre, mujer o niño. Y aquí no hay ninguna hipérbole; la explicación es sencilla: las personas están en las ciudades. La cuenta final da algo así como diez ovejas por habitante.
Es común encontrar en esas carreteras del interior unos tablones improvisados con flores, legumbres y fruta. La primera vez paramos y esperamos a que apareciera alguien. Nadie. Esperamos un poco más. Y más. Esperamos y esperamos y nada de nada. Hasta que vimos una cajita de galletas encima de la mesa. La abrimos. Al verificar que estaba llena de billetes y monedas entendimos el sistema. Todos los productos estaban empaquetados y con su precio. El viajante tomaba lo que quería, pagaba y se daba el vuelto. Hasta dónde alcanzaba la vista no había un pueblo, una barraca, una casa, nada. Bueno, ovejitas sí. La gente sencillamente confía. En la esquina de arriba de nuestra casa, dentro de la ciudad, había una caja anaranjada. Al principio pensé que sería una caja de electricidad o algo así. Un día, caminando, paso enfrente y me fijo mejor. La caja contenía el Otago Daily News. Pero no era como una de esas cajas de periódicos que se ven mucho en NY, en las que la tapa se abre con una moneda. Esta no tenía mecanismo de moneda. El dinero estaba adentro y la tapa de vidrio solo estaba cerrada para que los periódicos no se mojaran con la lluvia. Le comenté a una señora ya mayor que me parecía increíble esta confianza que revelaban tener las personas unas en las otras. “Lo hubieras visto hace 30 años. Ahora ya casi no existe”. Me imagino que NZ debe ser uno de los últimos países que mantienen este espíritu de solidaridad comunitaria. Y por este y muchos otros pormenores, hoy día entiendo mejor el celo que colocan en sus políticas de restricción migratoria. Esta solidaridad comunitaria se inscribe en un conjunto más vasto de naturaleza ética que está en la base de la convivencia social. Voy a colocar algunos ejemplos, porque me parecen que, mejor que cualquier reflexión socio-política, revelan que es NZ.
Dunedin, la ciudad en dónde vivía, alberga una de las universidades más grande y prestigiosas de aquellos parajes, y tiene varias bibliotecas repartidas dentro y fuera del campus. La mayor parte de estas bibliotecas dispone de un aparato de auto servicio. Agarras el libro de la estantería, llegas al scanner, metes tu carnet, pasas el código de barras, y sales contento de la vida con tu libraco encajado bajo el sobaco. Lo hice centenares de veces con el carnet de mi ex, que era profesora de la venerable Universidad de Otago y tenía derecho a la tarjeta mágica. Un día estaba buscando un libro de medicina, porque uno de los personajes de mi novela tenía sida, la pobre, y me fui a la biblioteca de la Facultad de Ciencias Médicas para no ponerme a hablar demasiadas pistoladas en la novela. Primera vez que visitaba esa biblioteca. Agarro mi libro y ya voy saliendo pero no veo el scanner por ninguna parte. Busco por detrás de las columnas, de las carteleras tipo biombo, miro por encima del mostrador, pero nada. Ahí mismo se me acerca una muchacha y se percata que quiero salir con el libro que tengo en la mano. “
--No tienen scanner?”
--“No, hacemos el préstamo por aquí, por el mostrador” -- dice ella, colocándose en frente al computador. --“Deme su carnet, por favor”.
Yo no podía darle el carnet porque aparecía la foto de mi esposa y ya sabia que el carnet era intransferible y que se ponían cómicos con la cosa.
“Se me olvidó el carnet”-- dije yo.
--“Usted da clases aquí, cierto?” – me encantaba cuando asumían que era “profesor” en las universidades donde mi ex daba clases. Por eso usaba (y uso) unos lentes azules, amarillos, rojos, que me dan un aire intelectual y sirve para que no me confundan con los mesoneros del comedor (lo que me pasó una sola vez, precisamente por no llevar los lentes puestos).
--“Sí, claro. Soy profesor”—le digo yo a la muchacha, empujándome los lentes con el dedo de las palomas (mala costumbre mía).
-- “Entonces no hay problema, dígame su nombre”.
Me desarmó completamente. Ya le había dicho que daba clases. ¿Ahora que iba a hacer? ¿Decirle que no?
--“Bueno.. .esté… hace muy poco tiempo que doy clases…”.
--“Si tiene carnet tiene que estar en el sistema” dice ella.
Y se pone a buscar en el computador, con mayúsculas y minúsculas, con acentos y sin acentos, por facultad y escuela, por edad y sexo; nada más le faltaba hacerme un examen de identidad biométrica.
--“No se preocupe”-- me dice, agarrando el teléfono. --“Ahora llamo al departamento de computación y le resuelvo el problema”.
Pero en que embrollo me había metido, dios mío.
--“Mire, le agradezco mucho, pero no hace falta, no tengo urgencia con el libro. Puedo volver mañana con el carnet”.
--“De ninguna manera, no me puedo permitir que usted haga eso. En un minuto sale con su libro”.
Respiré hondo como para tomar coraje.
--“Mire, no llame a computación. Yo no tengo carnet”.
--“¿No tiene carnet? ¿Pero da clases aquí, verdad?”
--“Bueno…no”—reconocí , quitándome los lentes.
La muchacha quedó paralizada, con los ojos y la boca abierta, sin poder reaccionar, sin poder articular palabra. Me sentí una hormiga deleznable porque sabía lo que aquella expresión significaba: no era tanto una acusación de intento de apropiación indebida, de robo. Más bien me estaba gritando “Usted me mintió!”. Salí de allí prácticamente corriendo y pegándome la cabeza contra el pull o push, no sé cual de los dos porque que siempre los confundo. Durante semanas no me salió de la cabeza el grito de la muchacha de la “librería”. Mentiroso.
Yo venía acostumbrado de Venezuela, en donde para lograr algo de un servicio público tienes que meter un cuento largo como una tetralogía, una cova dramática que meta accidentes con muertos y parapléjicos. Sensibilizar el funcionario, enternecerlo a punto de milanesa, es un arte que se aprende lidiando con la administración pública. Pues, sucede que en NZ, no. Todavía es un país que vive en otro mundo, donde mentir es malo, y robar es inconcebible.
(sigue)